jueves, 24 de septiembre de 2020

La demosielle d'ys. Robert William Chambers.

Hay tres cosas que me maravillan,
oh, sí, y cuatro que desconozco:
El vuelo de un águila en el aire;
el reptar de una serpiente sobre una roca;
el avance de un barco en medio del mar;
y los requiebros de un hombre con una doncella.


1.
La total desolación a mi alrededor comenzó a surtir efecto; estaba sentado enfrentándome a la situación en la que me encontraba y, a ser posible, intentando recordar alguna marca del paisaje que pudiera ayudarme a salir de mi presente posición. Si al menos pudiera encontrar el océano todo estaría claro, porque sabía que se podía ver la isla de Groix desde los acantilados.
Dejé el rifle y, arrodillándome tras una roca, encendí una pipa. Luego miré el reloj. Eran casi las cuatro en punto. Probablemente me había alejado bastante de Kerselec desde el amanecer.
El día anterior había estado sobre los acantilados de Kerselec con Goulven, contemplando los sombríos páramos por los que ahora me había perdido; entonces estas colinas bajas me habían parecido planas como un prado que se extendía hasta el horizonte, y aunque sabía lo mucho que podían engañar las distancias, no advertí que lo que desde Kerselec parecían bajas colinas cubiertas de verde pasto eran en realidad enormes valles cubiertos de aulaga y brezo, y lo que parecían rocas esparcidas eran en realidad enormes riscos de granito.
«Mal sitio para un extraño», había dicho el viejo Goulven, «será mejor que lleves un guía». Yo le había contestado: «No me perderá». Y ahora sabía que me había perdido, mientras fumaba sentado y con el aire marino soplándome en el rostro. Por los cuatro costados se extendían los páramos, cubiertos de aulaga en flor y brezo y rocas de granito. No se veía ni un solo árbol, mucho menos una casa. Tras unos minutos, cogí el rifle y, dando la espalda al sol, continué avanzando pesadamente.
De poco servía seguir cualquiera de los ruidosos riachuelos que de vez en cuando se cruzaban en mi camino, porque, en lugar de llevarme hacia el mar, fluían tierra adentro hasta lagunas cubiertas de juncos en las hondonadas de los páramos. Había seguido ya varios, pero todos me habían conducido a ciénagas o silenciosas lagunas pequeñas de las que echaban a volar agachadizas piando, y me alejé invadido por un éxtasis de miedo. Comencé a sentirme exhausto y el rifle me descarnaba el hombro a pesar del doble forro. El sol fue hundiéndose más, lanzando sus rayos horizontalmente sobre la amarilla aulaga y las charcas de los páramos.
Mientras avanzaba, mi propia sombra gigantesca me precedía y parecía alargarse a cada nuevo paso. La aulaga me arañaba los pantalones y crujía bajo mis pies, llenando la tierra ocre de capullos, los helechos se inclinaban y ondeaban a mi paso. De las matas de brezo se escabullían los conejos entre los helechos y la hierba del páramo y escuché el perezoso graznido de los patos silvestres. En una ocasión un zorro se cruzó en mi camino y, de nuevo, mientras estaba en cuclillas bebiendo en un arroyo bastante caudaloso, una garza levantó el vuelo agitando pesadamente las alas a mi lado. Me volví para mirar el sol. Parecía estar tocando los límites de la llanura. Cuando finalmente decidí que era inútil continuar avanzando y que debía aceptar el hecho de pasar al menos una noche en los páramos, me derrumbé profundamente agotado. Los rayos del sol de la tarde me llegaron oblicuos calentándome el cuerpo, pero los vientos marinos comenzaron a levantarse y sentí que un escalofrío me atravesaba el cuerpo subiendo por las botas de caza mojadas. Escuchaba en lo alto gaviotas que planeaban y se agitaban como trozos de papel blanco; desde un lejano pantano llamaba un solitario zarapito. Poco a poco, el sol se hundió en la llanura y el cenit relampagueó con el arrebol del ocaso. Contemplé cómo el cielo cambiaba desde el dorado más claro hasta el rosa y luego el ardiente fuego. Nubes de mosquitos bailaban sobre mi cabeza y arriba en el aire calmado un murciélago bajaba en picado y subía en vertical. Los párpados comenzaron a pesarme. Entonces, mientras me sacudía el sueño, un repentino golpe entre los helechos me sobresaltó. Levanté la mirada. Un pájaro enorme pendía tembloroso en el aire sobre mi rostro. Durante un instante lo observé, incapaz de moverme; entonces algo saltó a mi lado por entre los helechos y el pájaro se elevó, giró, y se lanzó cabeza abajo entre los matorrales.
Me puse en pie en un segundo, examinando la aulaga. Escuché el sonido de lucha en unas matas de brezo cercanas, y luego se hizo el silencio. Me adelanté unos pasos, apuntando con el rifle, pero cuando llegue al brezo volví a colocármelo bajo el brazo y me quede inmóvil, silenciosamente atónito. Una liebre muerta yacía sobre el suelo, y sobre la liebre estaba posado un magnífico halcón con una garra enterrada en el cuello de la criatura y la otra firmemente apoyada en su flanco inerte. Pero lo que más me asombró no fue sólo la visión del halcón sobre su presa. Había visto eso en más de una ocasión. Lo que más me asombró fue que del halcón colgase una especie de correa que rodeaba ambas garras, y de la cual pendía una pieza redonda de metal semejante a un cascabel. El pájaro volvió sus fieros ojos amarillos hacia mí y, a continuación, se inclinó y horadó la presa con su pico curvo. En ese mismo momento sonaron unos pasos apresurados entre el brezo y una joven surgió de los matorrales de delante. Sin mirarme ni una sola vez avanzó hacia el halcón y, tras pasar la mano con guante por debajo del pecho del animal, lo apartó de la presa. A continuación deslizó hábilmente una pequeña caperuza sobre la cabeza del ave y, sosteniéndola sobre su guante, se agachó y recogió la liebre.
Pasó una cuerda por la pata del animal y ató el extremo a la correa de su cinto. Luego comenzó a retroceder atravesando de nuevo los matojos. Al pasar a mi lado levanté la gorra y ella advirtió mi presencia con una inclinación de cabeza apenas perceptible. Yo estaba tan atónito, tan absorto por la admiración que despertó en mí la escena que no se me ocurrió que allí estaba mi salvación. Pero cuando ella se alejaba fui consciente de que a menos que quisiera dormir en un páramo ventoso esa noche más me valdría recuperar el habla sin demora. Al pronunciar mi primera palabra la joven vaciló, y cuando me acerqué a ella creí ver una mirada de miedo en sus hermosos ojos. Pero mientras trataba de explicar mi desagradable situación, su rostro se ruborizó y me miró sorprendida.
—¡Es imposible que haya venido desde Kerselec! —repitió ella.
Su dulce voz no tenía ningún rastro de acento bretón ni ningún otro acento que yo conociera, y sin embargo había algo que me parecía haber oído antes, algo curioso e indescriptible, como la música de una vieja canción.
Le expliqué que era norteamericano, que no estaba familiarizado con Finistère y que cazaba por divertimento.
—Un norteamericano —repitió ella con la misma curiosa entonación musical—. Nunca antes había visto a un norteamericano.
Durante unos segundos permaneció en silencio, luego me miró y dijo:
—Aunque anduviese toda la noche, ya no podría llegar a Kerselec, incluso con un guía.
Agradables noticias.
—Si al menos —dije— pudiera encontrar una cabaña de campesinos donde poder comer algo y refugiarme.
El halcón en su muñeca aleteó y sacudió la cabeza. La joven acarició el lustroso dorso del ave y me miró.
—Mire a su alrededor —dijo suavemente—. ¿Puede ver el límite de estos páramos? Mire: norte, sur, este, oeste. ¿Puede ver algo más que páramos y helechos?
—No —dije.
—Los páramos son inhóspitos y lúgubres. Es fácil entrar, pero en ocasiones los que entran nunca los abandonan. No hay cabañas de campesinos por aquí.
—Bueno —dije—, si me indicase la dirección a Kerselec, mañana no me llevará más tiempo regresar que lo que tardé en venir.
Ella me miró de nuevo con una expresión casi apenada.
—Ah —dijo—, venir es fácil y se tarda horas; regresar es diferente… y se puede tardar siglos.
La miré sorprendido, pero decidí fingir no haberla entendido. Entonces, antes de que yo tuviera tiempo de hablar, ella sacó un silbato de su cinturón y lo sopló.
—Siéntese y descanse —me dijo—; viene desde muy lejos y está cansado.
Se recogió los pliegues de la falda y, dirigiéndome una seña para que la siguiera, retomó su elegante y cuidadoso paso a través de la aulaga hasta una roca plana entre los helechos.
—Vendrán aquí directamente —dijo ella.
Tomó asiento en un extremo de la roca y me invitó a sentarme en el otro extremo. El crepúsculo estaba comenzando a desvanecerse en el cielo y una sola estrella titilaba débilmente a través de la rosada neblina. Un alargado y ondulante triángulo de aves acuáticas se alejó hacia el sur por encima de nuestras cabezas, y en las ciénagas a nuestro alrededor los chorlitos llamaban.
—Son bellísimos… estos páramos —dijo ella en voz baja.
—Bellos pero crueles con los extraños —respondí.
—Bellos y crueles —repitió absorta—, bellos y crueles.
—Como una mujer —dije yo estúpidamente.
—Oh —ella dejó escapar un leve gemido y, con el aliento cortado, me observó. Sus oscuros ojos se encontraron con los míos, y me pareció enfadada o asustada—. Como una mujer —repitió ella en voz baja—, ¡qué cruel por su parte decir eso! —luego, tras una pausa y fingiendo hablar consigo misma en voz alta, repitió—: ¡Qué cruel por su parte decir eso!
No sé qué clase de disculpas le ofrecí por mi estúpido aunque inofensivo comentario, pero sé que parecía tan atribulada por ello que comencé a pensar que había dicho algo verdaderamente terrible sin saberlo, y recordé con horror las trampas que la lengua francesa tiende a los extranjeros. Mientras intentaba adivinar qué podría haber dicho, escuchamos un ruido de voces a través del páramo y la joven se puso en pie.
—No —dijo ella con una leve sonrisa en su pálido rostro—, no aceptaré sus disculpas, monsieur, pero voy a demostrarle que se equivoca, y esa será mi venganza. Mire. Por allí vienen Hastur y Raoul.
Dos hombres surgieron en el crepúsculo. Uno cargaba un morral sobre el hombro y el otro portaba un aro frente a él como un camarero portaría una bandeja. El aro estaba sujeto a sus hombros con correas y en el borde del anillo estaban posados tres halcones encapuchados y con cascabeles. La chica se acercó al halconero y con un rápido giro de muñeca transfirió su halcón al aro; este rápidamente se arrellanó y se acurrucó entre sus congéneres, los cuales sacudieron las cabezas encapuchadas y erizaron sus plumas hasta que las pihuelas con cascabeles volvieron a sonar. El otro hombre se adelantó, se inclinó con respeto y recogió la liebre y la lanzó al morral.
—Estos son mis piqueurs —dijo la joven, volviéndose hacia mí con elegante sobriedad—. Raoul es un excelente halconero, y algún día le nombraré grand veneur. Hastur es inigualable.
Los dos hombres silenciosos me saludaron con respeto.
—¿No le dije, monsieur, que le demostraría que se equivocaba? —continuó ella—. Ésta es, pues, mi venganza; que usted me haga el honor de aceptar comida y cobijo en mi propia casa.
Antes de que pudiera responderle, ella se dirigió a los halconeros, que inmediatamente partieron atravesando el brezo, y, tras dirigirme un grácil gesto, les siguió. No sé si llegué a hacerle comprender lo profundamente agradecido que me sentía, pero ella parecía escucharme con agrado mientras andábamos por el brezo cubierto de rocío.
—¿No está muy cansado? —preguntó.
Me había olvidado por completo de mi fatiga en su presencia, y así se lo dije.
—¿No cree que sus galanterías están un poco pasadas de moda? —dijo ella, y cuando la miré confundido y levemente humillado, ella añadió en voz baja—: Oh, me gusta, me gusta todo lo que está pasado de moda, y es una delicia oírle decir cosas tan bonitas.
El páramo a nuestro alrededor estaba en esos momentos en calma bajo el fantasmal manto de niebla. Los chorlitos habían dejado de cantar, los grillos y todas las criaturas pequeñas del campo callaban a nuestro paso y, sin embargo, tenía la impresión de que volvía a oírlas lejos a nuestras espaldas. Bastante adelantados, los dos altos halconeros avanzaban a grandes zancadas por el brezo y el débil tintineo de los cascabeles de los halcones nos llegaba a los oídos como alejados y susurrantes campanillas.
De repente, un espléndido perro de caza surgió de la niebla frente a nosotros, seguido de otro y otro más, hasta llegar a la media docena o más, saltando y brincando alrededor de la joven y junto a mí. Ella los acarició y acalló con la mano enfundada, hablándoles con palabras extrañas que recordaba haber leído en viejos manuscritos franceses.
Entonces los halcones en el aro que transportaba el halconero delante de nosotros comenzaron a batir las alas y a gritar, y desde algún lugar oculto los acordes de un cuerno de caza flotaron a través del páramo. Los perros se alejaron de un salto y se esfumaron en el crepúsculo, los halcones aletearon y chillaron sobre la percha, y la joven, acompañando la canción del cuerno, comenzó a tararear. Su voz sonaba clara y sedosa en el aire de la noche.


Chasseur, chasseur, chassez encore,
Quittez Rosette et Jeanneton,
Tonton, tonton, tontaine, tonton,
Ou, pour, rabattre, dès l’aurore,
Que les Amours soient de planton,
Tonton, tontaine, tonton.


Mientras escuchaba su encantadora voz, una masa gris que rápidamente se hizo más nítida surgió delante de nosotros, y el cuerno sonó jovialmente entre el barullo de perros y halcones. Una antorcha brillaba iluminando una verja, la luz se filtró por una puerta abierta y avanzamos cruzando un puente de madera que temblaba bajo nuestros pies y que se elevó crujiendo y chirriando a nuestras espaldas tras pasar sobre un foso; por fin, entramos en un pequeño patio de piedra amurallado por todos lados. De una puerta abierta salió un hombre que se inclinó a modo de saludo y ofreció una copa a la joven que seguía junto a mí. Ella tomó la copa y la tocó con los labios, luego la bajó, se volvió hacia mí y dijo en voz baja:
—Sea bienvenido.
En ese momento uno de los halconeros se acercó con otra copa pero, antes de ofrecérmela, se la dio a la joven, que la probó. El halconero hizo el gesto de recibirla, pero ella vaciló unos segundos y luego, dando un paso hacia delante, me ofreció la copa de sus propias manos. Me pareció éste un acto de extraordinaria elegancia, pero no sabía qué se esperaba de mí y no acerqué la copa a los labios inmediatamente. La joven se ruborizó profundamente. Comprendí que debía actuar con rapidez.
—Mademoiselle —titubeé—, el extraño al que ha salvado usted de peligros que jamás imaginó bebe esta copa en honor de la anfitriona más gentil y amable de Francia.
—En Su nombre —murmuró ella persignándose mientras yo vaciaba la copa. Luego, tras cruzar la entrada, se volvió hacia mí con un bonito gesto, me tomó la mano entre las suyas y me condujo a la casa repitiendo una y otra vez:
—Sea bienvenido, muy bienvenido al Chateau d’Ys.


2.
Me desperté a la mañana siguiente con música del cuerno en los oídos, salté del antiguo lecho de época y me acerqué a la ventana con cortinas por la que la luz del sol se filtraba a través de profundos alféizares. El cuerno calló cuando miré abajo al patio.
Un hombre que podría haber sido hermano de los dos halconeros de la noche anterior estaba apostado en medio de la jauría de perros. Un cuerno curvo pendía de su espalda y en la mano sostenía un látigo largo. Los perros gemían y aullaban brincando a su alrededor ansiosos por la espera; también se escucharon los cascos de caballos en el patio amurallado.
—¡Monten! —gritó una voz en bretón, y con un estruendo de cascos los dos halconeros, con halcones sobre las muñecas, entraron cabalgando al patio rodeados de perros. Luego escuché otra voz que aceleró mi pulso:
—Piriou Louis, conduce bien a los perros y no seas parco ni con las espuelas ni con el látigo. Vos, Raoul, y vos, Gaston, vigilad que el épervier no es aún un niais, y si así lo consideráis, faites courtoisie à l’oiseau. Jardiner un oiseau, por ejemplo, el mué allí sobre la muñeca de Hastur, no es difícil, pero vos, Raoul, podríais no encontrar tan fácil gobernar a ese hagard. En dos ocasiones la semana pasada atacó au vif y perdió el beccade, aunque está acostumbrado al leurre. El pájaro se comporta como un estúpido branchier. Paître un hagard n’est pas si facile.
¿Estaba soñando? El ancestral lenguaje de Cetrería que había leído en amarillentos manuscritos… el olvidado francés antiguo de la Edad Media resonaba en mis oídos mientras los sabuesos aullaban y los cascabeles de las aves de presa acompañaban tintineantes el pisoteo de los caballos. Ella volvió a hablar en la dulce y olvidada lengua:
—Si prefieres atar el longe y dejar vuestro hagard au bloc, Raoul, no os lo recriminaré, porque sería una pena estropear una jornada de caza tan propicia con un sors mal entrenado. Essimer abaisser… quizás sea la mejor manera. Ca lui donnera des reins. Quizás me apresuré con el ave. Lleva tiempo pasarlos à la filière y hacer los ejercicios d’escap.
Entonces, el halconero Raoul hizo una reverencia sobre su estribo y respondió:
—Si así place a mademoiselle, me quedaré con el halcón.
—Es mi deseo —respondió—. Sé sobre Cetrería, pero aún podéis darme lecciones sobre Autourserie, mi buen Raoul. ¡Sieur Piriou Louis, montad!
El cazador entró veloz por una de las entradas abovedadas y regresó en unos segundos montado en un fuerte corcel negro, seguido por un piqueur también con montura.
—¡Ah! —gritó ella alegremente—. ¡Deprisa, Glemarec René! ¡Deprisa! ¡Daos todos prisa! ¡Haced sonar el cuerno, Sieur Piriou!
La argentada música del cuerno de caza inundó el patio, los perros saltaron atravesando la verja y los cascos al galope se lanzaron al exterior del patio adoquinado. Primero sonaron ruidosos sobre el puente levadizo, luego repentinamente amortiguados para después perderse entre el brezo y los helechos del páramo. Más y más lejano sonaba el cuerno, hasta que se hizo tan débil el sonido que el repentino canto de una alondra al vuelo lo ahogó en mis oídos. Escuché la voz abajo respondiendo a una llamada desde el interior de la casa.
—No me arrepiento de perderme la cacería, iré en otro momento. ¡Sé cortés con el extraño, Pelagie, recuerda!
Y una débil voz se escuchó desde el interior de la casa:
—Courtoisie.
Me desnudé y me lavé de la cabeza a los pies en la enorme pileta de barro llena de agua gélida apoyada sobre el suelo de piedra a los pies de la cama. Luego busqué mi ropa. Había desaparecido, pero encima de un arcón cerca de la puerta había una pila de ropa que examiné atónito. A falta de mi traje, me vi obligado a vestirme con la indumentaria que evidentemente había sido colocada allí para que me la pusiera mientras mi ropa se secaba. Había de todo; gorra, zapatos, y un sencillo jubón de caza tejido con hilo gris plata; pero el traje ceñido y los zapatos sin costuras pertenecían a otro siglo, y recordé entonces la extraña indumentaria de los tres halconeros en el patio. Estaba seguro de que no se trataba de una indumentaria moderna de alguna región francesa o de la Bretaña; pero hasta que no me hube vestido y me coloqué ante el espejo entre las ventanas, no advertí que iba ataviado más como un joven cazador de la Edad Media que como un bretón del presente. Vacilé unos segundos y me coloque la gorra. ¿Debía bajar y presentarme de esa extraña guisa? Parecía que no tenía otra opción, mi ropa había desaparecido y no había ninguna campanilla en la vieja alcoba para llamar a un sirviente; así pues, me conforme con quitar una pluma corta de halcón de la gorra, abrí la puerta y bajé las escaleras.
Junto a la chimenea de una amplia sala a los pies de la escalera una vieja mujer bretona estaba sentada hilando con una rueca. Levantó los ojos hacia mí cuando aparecí y me deseó salud en lengua bretona con una sonrisa franca, a lo cual, riéndome, contesté en francés. En ese mismo instante mi anfitriona apareció y me devolvió el saludo con tal gracia y dignidad que hizo palpitar más fuerte mi corazón. Su preciosa cabeza con oscuro cabello rizado estaba coronada con un sombrero que despejó por completo toda duda sobre la época de mi propia indumentaria. Su delgada figura estaba exquisitamente ataviada con un vestido de caza con ribetes de plata, y sobre la muñeca cubierta por un guante portaba uno de sus halcones mascota. Con una sencillez suma, me tomó la mano y me condujo al jardín del patio. Tras sentarse a una mesa, me invitó dulcemente que me sentara junto a ella. Entonces me preguntó con su curioso y suave acento cómo había pasado la noche, y si me había incomodado mucho tener que ponerme las ropas que la vieja Pelagie había puesto en mi cuarto mientras dormía. Observe que mi propia ropa y zapatos estaban secándose al sol junto al muro del jardín, y los odié. ¡Qué horribles eran comparados con el elegante traje que ahora llevaba! Se lo dije entre risas, pero ella mostró su acuerdo con expresión muy seria.
—Nos desharemos de ellos —dijo en voz baja.
Atónito, intenté explicarle que no sólo no podía aceptar ropa de nadie, aunque por lo que sabía bien podría tratarse de una costumbre hospitalaria en aquella parte del país, sino que mi aspecto sería excesivamente extravagante si regresaba a Francia vestido de esa forma.
Ella rió y sacudió su hermosa cabeza diciendo algo en francés antiguo que no entendí, y a continuación Pelagie salió de la casa portando una bandeja con dos cuencos de leche, una barra de pan blanco, frutas, un platillo con miel de abeja y una jarra de oscuro vino tinto.
—Ya ve, aún no he roto mi ayuno, porque deseaba que usted comiera conmigo. Pero estoy muy hambrienta —dijo con una encantadora sonrisa.
—¡Preferiría morirme a olvidar ni una sola de sus palabras! —dije súbitamente con las mejillas ardiendo.
«Pensará que estoy loco», me dije a mí mismo, pero ella se volvió a mí con ojos centelleantes.
—¡Ah! —susurró—. Entonces monsieur conoce todo sobre la caballerosidad…
La joven se persignó y partió el pan. Yo contemplaba absorto sus blancas manos, sin atreverme a mirarla a los ojos.
—¿No va a comer? —preguntó—. ¿Por qué parece tan preocupado?
Ah, ¿por qué? Ahora ya lo sabía. Sabía que daría mi vida por poder tocar con los labios aquellas rosadas palmas… ahora entendía que desde el momento en el contemple esos ojos oscuros en el páramo la noche anterior la amé. Mi enorme y repentina pasión me dejó sin habla.
—¿Se encuentra incómodo? —volvió a preguntarme.
Entonces, como un hombre que pronuncia su propio funesto destino, respondí en voz baja:
—Sí, me encuentro incómodo por el amor que siento por usted —y como no se inmutó ni contestó, el mismo poder movió mis labios en contra de mi voluntad y añadí—: Yo, que no merezco ni el más breve de sus pensamientos; yo, que he abusado de su hospitalidad y pago su amable cortesía con toscas presunciones, yo la amo.
Ella apoyó la cabeza sobre las manos y respondió con dulzura:
—Yo le amo. Sus palabras significan mucho para mí. Le amo.
—Entonces la conquistaré.
—Conquísteme —replicó.
Pero durante todo ese tiempo yo había permanecido en silencio, con el rostro girado hacia el suyo. Ella, también en silencio y el rostro apoyado en la palma de la mano, estaba sentada frente a mí, y cuando sus ojos se posaron en los míos supe que ni ella ni yo habíamos pronunciado ni una sola palabra humana; pero también supe que su alma había respondido a la mía, y me arrimé sintiendo un amor joven y feliz fluyendo por mis venas. Ella, con un rubor brillante en el rostro, pareció despertar de un sueño y sus ojos buscaron los míos con una mirada inquisitiva que me hizo temblar de placer. Desayunamos hablando de nosotros mismos. Le dije mi nombre y ella me dijo el suyo, la demoiselle Jeanne d’Ys.
Me habló de las muertes de su padre y su madre, y cómo había pasado sus diecinueve años de vida en la pequeña granja fortificada con su niñera Pelagie, Glemarec René el piqueur, y los cuatro halconeros, Raoul, Gaston, Hastur y Sieur Piriou Louis, los cuales también habían servido a su padre. Nunca había abandonado los páramos… nunca había visto antes a otro ser humano, a excepción de los halconeros y de Pelagie. No sabía cómo conocía la existencia de Kerselec; quizás los halconeros le hablaron del lugar. Conocía las leyendas del Loup Garou y Jeanne la Flamme porque se las había relatado su niñera Pelagie. Bordaba y tejía lino. Sus halcones y perros de presa eran su única distracción. Cuando me encontró allí en el páramo se asustó tanto que casi se desmayó al oír mi voz. Era cierto que había visto barcos en el mar desde los acantilados, pero hasta donde alcanzaba la vista, los páramos por los que ella galopaba estaban privados de cualquier señal de vida humana. Existía una leyenda que Pelagie contaba, según la cual cualquiera que se perdiera en las ignotas tierras de los páramos jamás regresaba, porque los páramos estaban encantados. Ella no sabía si eso era cierto, nunca pensó en ello hasta que me encontró. No sabía si los halconeros habían estado en el exterior, o si podían marcharse si así lo deseaban. Los libros que había en la casa y con los que Pelagie, la niñera, le había enseñado a leer, tenían cientos de años de antigüedad.
Me contó todo esto con una seriedad tan dulce que rara vez se escucha en alguien que no sea un niño. Mi nombre le pareció fácil de pronunciar e insistió que debía de tener algo de sangre francesa, porque mi nombre de pila era Philip. No parecía sentir curiosidad por nada del mundo exterior, y pensé que quizás había perdido su interés y respeto debido a las historias de su niñera.
Estábamos aún sentados a la mesa y ella lanzaba uvas a los pequeños pájaros silvestres que se acercaban sin miedo hasta nuestros pies.
Comencé a hablar de forma vaga acerca de mi partida, pero ella no quería oír ni una palabra de ello, y antes de que me diera cuenta ya le había prometido quedarme una semana para cazar con halcón y jauría en su compañía. También obtuve su permiso para regresar desde Kerselec y visitarla tras mi partida.
—Porque —dijo ella inocentemente— no sé que haría si nunca regresara.
Y yo, sabiendo que no tenía derecho a abrirle los ojos con el brusco impacto que una confesión de mi propio amor sin duda le causaría, permanecí en silencio, atreviéndome apenas a respirar.
—¿Vendrá muy frecuentemente? —preguntó.
—Muy frecuentemente —respondí.
—¿Todos los días?
—Todos los días.
—Oh —suspiró—, soy muy feliz. Venga a ver mis halcones.
Se levantó y me tomó de la mano de nuevo con un inocente e infantil sentido de la posesión, y paseamos por el jardín y entre los árboles frutales hasta el verde prado bordeado por un arroyo. Por el prado había esparcidos quince o veinte tocones de árboles, parcialmente enterrados en hierba, y sobre todos excepto dos se posaban halcones. Estos estaban atados a los tocones con correas que a su vez se hallaban sujetas con argollas de metal a las patas justo por encima de las garras. Un pequeño riachuelo de agua pura de manantial fluía por un lecho sinuoso a poca distancia de cada una de las perchas.
Las aves comenzaron a armar un gran alboroto cuando la joven apareció, pero ella pasó de una a otra, acariciando algunas, colocando a otras sobre su muñeca durante unos segundos, o inclinándose para ajustar las pihuelas.
—¿Verdad que son preciosos? —dijo la joven—. Mire, este de aquí es un halcón gentil. Lo llamamos «innoble» porque persigue a la presa en vuelo directo. Éste es un halcón azul. En cetrería lo llamamos «noble» porque se eleva por encima de la presa y, virando, se deja caer desde arriba. Este blanco es un gerifalte del norte. ¡También es «noble»! Éste es un merlín, y este macho es un halcón heroner.
Le pregunté cómo había aprendido la vieja lengua de la cetrería. No lo recordaba, pero creía que su padre debió enseñársela cuando era muy pequeña.
A continuación me llevó a ver los halcones jóvenes todavía en el nido.
—Se les denomina niais en cetrería —explicó—. Un branchier es el pájaro joven que acaba de aprender a salir del nido y salta de una rama a otra. Un ave joven que todavía no ha mudado el plumaje se llama sors, y un mué es un halcón que ha mudado en cautividad. Cuando atrapamos un halcón salvaje que ya ha cambiado su plumaje lo llamamos hagard. Raoul me enseñó por primera vez a vestir un halcón. ¿Quiere que le enseñe a hacerlo?
Se sentó en la ribera del riachuelo entre los halcones y yo me tumbé a sus pies para escucharla.
Entonces la damoiselle d’Ys levantó un dedo con la yema rosada y comenzó a hablar muy seriamente.
—Primero se debe atrapar el halcón.
—Yo estoy atrapado —respondí.
Ella se rió con mucho encanto y me dijo que mi dressage podría resultar un tanto difícil si yo era noble.
—Ya estoy amaestrado —respondí—; con pihuelas y cascabeles.
Ella se rió encantada.
—Oh, mi valiente halcón; entonces, ¿acudirá a mi llamada?
—Soy vuestro —respondí con tono grave.
Permaneció en silencio durante unos segundos. Luego el color se encendió en sus mejillas y volvió a levantar el dedo, diciendo:
—Escuche; deseo hablarle de cetrería…
—La escucho, condesa Jeanne d’Ys.
Pero de nuevo volvió a quedarse absorta, y parecía haber clavado los ojos en algo más allá de las nubes estivales.
—Philip —dijo por fin.
—Jeanne —susurré.
—Eso es todo… eso es lo que deseaba —suspiró—… Philip y Jeanne.
Me ofreció la mano y yo la toqué con los labios.
—Conquísteme —dijo ella, pero en esta ocasión habló con su cuerpo y su alma al unísono.
Tras un momento, comenzó a hablar de nuevo:
—Hablemos de cetrería.
—Prosiga —respondí—; ya hemos atrapado al halcón.
Entonces Jeanne d’Ys tomó mi mano entre las suyas y me explicó cómo, con infinita paciencia, el joven halcón era entrenado para posarse en la muñeca, y cómo, poco a poco, se habituaba a las pihuelas con cascabeles y al chaperon à cornette.
—En primer lugar deben tener buen apetito —dijo la demoiselle—; después, poco a poco les reduzco los alimentos, que en cetrería llamamos pât. Cuando, tras muchas noches pasan au bloc hasta crecer como estas aves están ahora, entreno al hagard para que permanezca tranquilo sobre la muñeca, y entonces el ave está lista para aprender a acudir a por su comida. Coloco el pât en el extremo de una correa, o leurre, y entreno al pájaro para que venga a mí en cuanto comienzo a hacer girar la cuerda en círculos sobre mi cabeza. Al principio dejo caer el pât cuando el halcón se aproxima, y come el alimento en el suelo. Tras un periodo de tiempo aprende a capturar el leurre en movimiento mientras lo hago girar alrededor de mi cabeza o lo arrastro sobre el suelo. Después es más sencillo entrenar al halcón para que capture caza, siempre recordando faire courtoisie à l’oiseau, es decir, permitir que el pájaro pruebe la presa.
Un graznido de uno de los halcones la interrumpió, y se levantó para ajustar el longe que se había enredado alrededor del bloc, pero el pájaro seguía agitando sus alas y chillando.
—¿Qué ocurre? —dijo ella—. Philip, ¿puede verlo?
Miré alrededor, y al principio no vi nada que pudiera estar causando tanto alboroto, que ahora había aumentado con los chillidos y aleteos de todos los pájaros. Entonces mis ojos captaron la roca plana junto al riachuelo de la que la joven se había levantado cuando nos vimos por primera vez. Una serpiente gris se movía lentamente por la superficie de la roca, y los ojos en su cabeza plana y triangular relucieron como el azabache.
—Una culebra —dijo ella en voz baja.
—Es inofensiva, ¿no es así? —pregunté.
Señaló a la figura con forma de V sobre el cuello.
—Es muerte segura —dijo—; es una víbora.
Observamos el reptil moviéndose lentamente sobre la roca lisa que los rayos de sol iluminaban con una ancha franja caliente.
Comencé a avanzar para examinarla, pero ella se aferró a mi brazo gritando:
—No, Philip, tengo miedo.
—¿Por mí?
—Por ti, Philip… te amo.
Entonces la tomé entre mis brazos y la besé en los labios, pero lo único que pude decir fue:
—Jeanne, Jeanne, Jeanne.
Y mientras ella se recostaba temblorosa sobre mi pecho, algo me golpeó el pie en la hierba, pero no le hice caso. Entonces, de nuevo, algo me golpeó el tobillo, y me invadió un intenso dolor. Miré el dulce rostro de Jeanne d’Ys y la besé, y con todas mis fuerzas la levanté en mis brazos y la lance lejos de mí. Luego, tras inclinarme, arranqué la víbora de mi tobillo y clavé el talón sobre su cabeza. Recuerdo que me sentí débil y entumecido… recuerdo que me caí al suelo. A través de mis ojos, que lentamente se tornaban vidriosos, vi el blanco rostro de Jeanne inclinándose sobre el mío, y cuando la luz se apagó en mis ojos, todavía sentí sus brazos alrededor de mi cuello, y su suave mejilla contra mis labios cerrados.


Cuando abrí los ojos, miré a mi alrededor aterrorizado. Jeanne había desaparecido. Vi el riachuelo y la piedra plana; vi la víbora aplastada en la hierba junto a mí, pero los halcones y bloc; habían desaparecido. Me puse de pie de un salto. El jardín, los árboles frutales, el puente levadizo y el patio amurallado habían desaparecido. Contemplé estupefacto un montón de ruinas grises cubiertas de hiedra entre las que habían crecido enormes árboles. Avancé arrastrando el pie entumecido y, mientras me movía, un halcón planeó desde las copas de los árboles entre las ruinas y, elevándose en círculos cada vez más pequeños, se alejó y desapareció tras las nubes.
—Jeanne, Jeanne —grité, pero las palabras murieron en mis labios y me derrumbe de rodillas sobre los matorrales. Y Dios quiso que, sin saberlo, cayera sobre un templete tallado en roca y dedicado a nuestra Señora de los Dolores. Vi el triste rostro de la Virgen tallado en la fría piedra. Vi la cruz y las espinas a sus pies, y bajo la imagen se leía:


ROGAD POR EL ALMA DE
LA DAMA JEANE D’YS,
QUE MURIÓ
EN SU JUVENTUD POR EL AMOR
DE PHILIP, UN EXTRAÑO
A.D. 1573.


Pero sobre la gélida losa había un guante de mujer todavía caliente y fragante.

 
 El rey de amarillo, 1895.


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