Esa mañana llevé las
mochilas al colegio dejando a los niños colgados en la percha.
Expuse en la reunión de inversores una detallada lista de la compra
olvidando mi informe en el imán del frigorífico. Paseé el paraguas
mientras el perro dormía en casa. Y cuando me encontré haciendo el
amor con el vecino del quinto cuando mi marido había ido a bajar la
basura, supe, sin lugar a dudas, que había perdido la cabeza.
La
encontré después de unas semanas y aunque el médico logró
cosérmela a pequeñas puntadas, nunca he vuelto a ser la misma.
Ahora, para evitar cualquier olvido, la llevo siempre conmigo en una
caja de sombreros junto a un papel bien doblado donde dice: nunca te
casaste, no tienes hijos, llevas dos años en el paro y no vive nadie
en el quinto.
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