Anteayer le robaron al profesor Souto la cartera en el autobús y le
ha fastidiado mucho, no porque llevase en ella una cantidad
importante de dinero, sino por las molestias que le está causando el
robo: los avisos al banco para que anulen la tajeta de crédito y
emitan otra nueva, las gestiones para renovar el documento de
identidad y otros que llevaba.
El profesor Souto
está tan enfadado con el desconocido caco, que se lo imagina, acaso
en la borrosa reproducción de alguien que atisbó borrosamente en el
trayecto: un tipo mayor, enjuto, de ojos escurridizos y una cazadora
verdosa.
Imagina que el
personaj se llama Juan Macael, y que es descuidero.
Imagina que tuvo un
tutor, el Chato Morillas, que le enseñó el oficio y que le decía
que es una profesión tan antigua y tan importante que hasta hubo un
dios dedicado a proteger a los antepasados que la ejercían.
-Vista aguda, manos
seguras y rápidas, capacidad de improvisar, pero ante todo, sangre
fría -repetía el Chato Morillas-. Como te aturdas, estás perdido.
El profesor Souto
imagina que una vez, en uno de los trayectos de la Periferia Norte,
un paciente al que su personaje acababa de extirpar la cartera, se
dio cuenta de la pérdida y empezó a gritar.
-¡Conductor, que me
acaban de robar! ¡No abra las puertas!
El autobús iba
repleto, el conductor lo detuvo junto a una parada y se escuchó su
voz.
-Aquí nos quedamos
hasta que llegue la policía.
Pasaron unos
minutos, Juan Macael comprendió que estaba en un trance peligroso,
pero recordó las enseñanzas de su maestro. Se agachó, simulando
que recogía algo del suelo, y alzó la cartera en la mano, mientras
daba grandes voces:
-¡Aquí hay una
cartera!
El propietario la
cogió y la abrió con nerviosismo, comprobó que no faltaba nada, y
se sintió al parecer tan aliviado que dejó de reclamar.
-¿Es que vamos a
quedarnos encerrados toda la mañana? -gritó de nuevo el personaje
que Souto imagina-. ¡Abra las puertas, conductor! ¡Hay aquí gente
que tiene cosas que hacer!
En cuanto se
abrieron las puertas, salió con rapidez.
El profesor Souto
imagina que los años han pasado y que, aunque su personaje no pierda
los nervios venga lo que venga, ya su vista no tiene la finura de
antaño. Sus dedos siguen siendo precisos, así haga la pinza con el
índice y el corazón, la tenaza con el pulgar y cualquiera de los
otros o utilice la palma entera para el resbalón, arrastrando lo que
se deba arrastrar, pero ya nota los huesos de las piernas y no puede
doblar demasiado la cintrua sin peligro de algún tirón.
Imagina que a veces
la ciática lo ha tenido de baja durante una temporada y que, si no
se ha retirado todavía, es porque, pese a su edad, no puede vivir
sin trabajar. De manera que sigue haciendo lo suyo día tras día,
cambiando de línea, como es natural, y aprovechando las horas punta
y las jornadas en que hay más turistas. En verano se va a alguna
zona playera y es cuando más recauda, por la facilidad de la poca
ropa y esa alegría de las vacaciones que tan descuidada pone a la
gente.
No es del mismo
lugar donde trabaja y se siente un poco agobiado en la ciudad, pues
las líneas de autobús no son demasiadas, hay pocos conductores e
inspectores, de modo que corre el peligro de que pronto acaben
descubriendo los motivos de sus tan frecuentes viajes.
Cuando eso empieza a
ocurrir tiene que irse a otra ciudad. Lo ha hecho ya tres veces, y
cada vez le ha resultado menos agradable cambiar de lugar de trabajo,
pues con los años uno se acostumbra a ciertas rutinas, le acaba
cogiendo gusto al barrio en el que vive, y a su casa, y hasta a la
gente del bar donde ve el fútbol por la tele o juega la partida de
dominó.
El profesor Souto
imagina que Juan Macael tuvo que dejar la gran ciudad, con sus
infinitas líneas de autobús, y el metro, y los ferrocarriles de
cercanías, porque los de cierta banda le dieron aviso de que tenía
que pagar una cuota.
-No le doy nada a
Hacienda, que al fin y al cabo es el Estado y paga con ello a los
maestros y a los sanitarios, como para pagaros a vosotros.
Se marchó de allí
antes de que intentaran convencerlo a palos. Así fue como se vino a
trabajar a provincias, pero piensa que ya no tiene la edad
conveniente para una labor tan delicada. Si fuese más joven, no le
habría sucedido lo que le ha pasado, no habría cometido un error
tan grave.
El profesor Souto
imagina que fue la tarde de un viernes, cuando la mayoría de la
gente trabajadora regresa a su casa con la ilusión de la libertad y
el descanso del fin de semana. El autobús era uno de la ruta del
río. El descuidero estaba estudiando a los pasajeros cuando subió,
con bastante esfuerzo, una vieja flaca, vestida de negro de los pies
a la cabeza como las ancianas de su infancia y de la mía, que
llevaba un gran bolso colgado del brazo.
La vieja fue
avanzando entre los pasajeros y Juan Macael pudo advertir que el
bolso no estaba cerrado con cremallera y que relucía dentro la
esquina de un sobre. Le cedió el asiento y permaneció de pie a su
lado.
Era una vieja muy
pálida y arrugada. El pañuelo que cubría su cabeza dejaba asomar
las canas ralas y amarillentas. Su aspecto era de algo pasado sin
remedio y desprendía un tufillo a pan viejo y orines. Le faltaban
muchos dientes, pues mostraba esa carencia en un continuo mover de
mandíbulas y entreabrir baboso de los labios.
Puso el bolso sobre
sus piernas huesudas y Juan Macael pudo observar mejor su contenido,
bolsas de plástico que dejaban adivinar la forma de alguna verdura,
envoltorios de periódico. El sobre estaba colocado encima de todo.
Por las fechas, el personaje inventado por el profesor Souto supuso
que contenía su pensión. Lo engañó su vista de ahora, pues hace
años hubiera descubierto enseguida las pequeñas arrugas que denotan
si un sobre lleva dinero dentro.
Una pensión es
siempre algo suculento para un descuidero. Además, Macael sabe muy
bien que en su profesión no puede haber sentimentalismos: la primera
regla es apropiarse de todo lo que valga, y en el caso de que se
ofrezcan diversas alterntivas, elegir la menos dificultosa, siempre
que parezca rentable. Entre un niño y un adulto, ante la misma
cantidad, se opera al niño. En su oficio no hay pobres ni ricos,
sino gente que lleva o que no lleva. Si la gente de su profesión
fuese a considerar la edad o la condición social de los pacientes,
su trabajo sería muy complicado. Además quitarle a una vieja su
pensión no es fastidiarla para toda la vida, razona. Un mes pasa
enseguida y la gente acaba arreglándoselas, bien o mal.
El caso es que,
aprovechando un frenazo, hace la pinza, escamotea el sobre con toda
limpieza y se baja del autobús en la siguiente parada.
Pero el sobre no
contiene dinero, ni un talón, que es lo que pensó desde el momento
de tocarlo. Lo abre al llegar a casa y dentro hay un papel doblado.
En letras mayúsculas, están impresas cuatro palabras:
TE
QUEDAN TRES DÍAS
Al principio, Juan
Macael piensa que se trata de una broma, pero él a aquella vieja no
la conoce de nada. Por la tarde, en el bar, le enseña el papel a los
de la partida sin explicarles su origen, naturalmente: para ellos él
es viajante de unas máquinas raras. Pero todos ven en el papel solo
una hoja en blanco, aunque él sea capaz de leer con claridad las
cuatro palabras impresas:
TE
QUEDAN TRES DÍAS
Ni se acuerda del
dichoso papel al día siguiente, ayer, cuando se levanta de la cama,
pero se lleva una sorpresa al ver que el mensaje del papel ha
cambiado ligeramente. Ahora pone, con unas letras gordas y bien
negras:
TE
QUEDAN DOS DÍAS
Cualquiera se
hubiera asustado tanto como él. El profesor Souto imagina que Macael
se queda un rato sentado con el papel en la mano, sin saber qué
hacer.
Decide por fin
buscar a la vieja pálida, devolverle el sobre con el papel y darle
treinta euros, para que le perdone las molestias. Así que se pasa la
mañana y la tarde cambiando de línea de autobús, hasta
recorrérselas todas, pero no es capz de dar con ella. En ese afán
abandona su trabajo, cuando acaba la jornada no ha recaudado no un
solo euro, está muy cansado, apenas ha comido, y ni siquiera le
quedan ganas de ir al bar.
Hoy, en ese papel
que solo él es capaz de leer dice:
TE
QUEDA UN DÍA
Se puede suponer que
leerlo no le ha mejorado el humor. Además, ha echado una mirada por
la ventana para ver cómo está el tiempo y ha descubierto a la vieja
pálida abajo, en la acera, el rostro vuelto hacia su ventana.
Vamos a ver qué
pasa con este día último que anuncia el papel, imagina el profesor
Souto que ha pensado Juan Macael.
Para empezar, ha
resuelto no salir a la calle y luego se ha puesto a escribir en el
cuaderno de las cuentas esto mismo que imagina el profesor Souto,
como una especie de memoria o testimonio de la aventura tan rara que
está viviendo.
A veces se asoma a
la ventana y comprueba que la vieja pálida sigue ahí, plantada en
la acera y mirando en su dirección.
Ha comido un pco, se
ha echado la siesta, ha soñado que extirpaba a un hombre gordo una
cartera hinchada de billetes delante de la catedral, pero el
despertar le ha devuelto la desazón del día, y una nueva mirada
desde la ventana le ha dejado ver la figura de esa vieja pálida
plantada en la acera, delante de su casa.
Cuando se acerca la
medianoche, alguien llama a la puerta del piso dando golpes
sucesivos: suena como si la sacudiesen con algo de madera, o de
hueso.
Juan Macael ha
echado un vistazo por la mirilla y ha percibido la cabeza de la vieja
pálida al otro lado de la puerta.
A la luz pobre del
descansillo, su rostro es una mancha blanca en la que las órbitas de
los ojos forman dos oquedades oscuras. Ya no deja de golpear la
puerta y Juan Macae comprende que tiene que abrir.
El profesor Souto
imagina que aquí termina esta historia. Y es que termina aquí,
naturalmente.
Aventuras e invenciones del profesor Souto, 2017.
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