jueves, 8 de octubre de 2020

Está ese hombre. Carlos González Zambrano.

Está ese hombre que acecha por la mirilla. Pero no lo hace del modo en que lo haría cualquiera, no; él mira desde fuera hacia adentro. Erguido frente a la puerta, anuda las manos en la espalda y adelanta la cabeza. Luego pega un ojo, el izquierdo, y cierra el otro, el derecho, y así permanece largo rato. Los vecinos que invaden el portal lo miran consternados. Unos se acercan y le acarician el lomo, otros le lustran los zapatos, los más afectados le estiran los faldones de la camisa. Algunos incluso regresan al cabo con una olla de lentejas y la dejan a sus pies. A todo esto, el hombre permanece inmóvil. De vez en cuando, la pupila de su único ojo abierto, el izquierdo, se dilata como un fogonazo, y por un momento pareciera que hubiera visto algo, acaso una silueta atisbada al trasluz, pero enseguida recobra su tamaño anterior. Esto los días pares.

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Los días impares está ese hombre que se aparta de la mirilla y desata las manos para posarlas sobre la puerta, a la altura de los hombros. Gira entonces la cara y aplica una oreja, la derecha, contra la madera veteada, y así permanece mucho tiempo. Los vecinos que llegan al portal lo miran afligidos. Unos se arriman y le atusan el pelo, otros alinean el felpudo contra la puerta, los más desolados le cosen el dobladillo del pantalón. Algunos incluso vuelven al cabo y aproximan sus labios a la oreja desocupada, la izquierda, y adaptan a Pavese en un susurro: “Vendrá el futuro y tendrá sus ojos”, le dicen con un hilo de voz; a lo que el hombre responde en un tono también inaudible: “Pero no los míos”; y retoma su silencio como si tal cosa. Esto los días impares.

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