Llegué a la casa cargando la
carpeta llena de papeles, relatorios, estudios, investigaciones,
propuestas, contratos. Mi mujer, jugando solitario en la cama, un
vaso de whisky en el velador, dijo, sin sacar lo ojos de las cartas,
estás con un aire de cansado. Los sonidos de la casa: mi hija en el
dormitorio de ella practicando impostación de la voz, la música
cuadrafónica del dormitorio de mi hijo. ¿No vas a soltar ese
maletín? Preguntó mi mujer, sácate esa ropa, bebe un whisky,
necesitas relajarte.
Fui
a la biblioteca, el lugar de la casa donde me gustaba estar aislado y
como siempre no hice nada. Abrí el volumen de pesquisas sobre la
mesa, no veía las letras ni los números, yo apenas esperaba. Tú no
paras de trabajar, apuesto que tus socios no trabajan ni la mitad y
ganan la misma cosa, entró mi mujer en la sala con un vaso en la
mano, ¿ya puedo mandar a servir la comida?
La
empleada servía a la francesa, mis hijos habían crecido, mi mujer y
yo estábamos gordos. Es aquel vino que te gusta, ella hace un
chasquido con placer. Mi hijo me pidió dinero cuando estábamos en
el cafecito, mi hija me pidió dinero en la hora del licor. Mi mujer
no pidió nada, nosotros teníamos una cuenta bancaria conjunta.
¿Vamos
a dar una vuelta en el auto? Invité. Yo sabía que ella no iba, era
la hora de la teleserie. No sé qué gracia tiene pasear de auto
todas las noches, también ese auto costó una fortuna, tiene que ser
usado, yo soy la que se apega menos a los bienes materiales,
respondió mi mujer.
Los
autos de los niños bloqueaban la puerta del garaje, impidiendo que
yo sacase mi auto. Saqué el auto de los dos, los dejé en la calle,
saqué el mío y lo dejé en la calle, puse los dos carros nuevamente
en el garaje, cerré la puerta, todas esas maniobras me dejaron
levemente irritado, pero al ver los parachoques salientes de mi auto,
el refuerzo especial doble de acero cromado, sentí que el corazón
batía rápido de euforia. Metí la llave en la ignición, era un
motor poderoso que generaba su fuerza en silencio, escondido en el
capó aerodinámico. Salí, como siempre sin saber para dónde ir,
tenía que ser una calle desierta, en esta ciudad que tiene más
gente que moscas. En la Avenida Brasil, allí no podía ser, mucho
movimiento. Llegué a una calle mal iluminada, llena de árboles
oscuros, el lugar ideal. ¿Hombre o mujer?, realmente no había gran
diferencia, pero no aparecía nadie en condiciones, comencé a quedar
un poco tenso, eso siempre sucedía, hasta me gustaba, el alivio era
mayor. Entonces vi a la mujer, podía ser ella, aunque una mujer
fuese menos emocionante, por ser más fácil. Ella caminaba
apresuradamente, llevando un bulto de papel ordinario, cosas de la
panadería o de la verdulería, estaba de falda y blusa, andaba
rápido, había árboles en la acera, de veinte en veinte metros, un
interesante problema que exigía una dosis de pericia. Apagué las
luces del auto y aceleré. Ella sólo se dio cuenta que yo iba encima
de ella cuando escuchó el sonido del caucho de los neumáticos
pegando en la cuneta. Di en la mujer arriba de las rodillas, bien al
medio de las dos piernas, un poco más sobre la izquierda, un golpe
perfecto, escuché el ruido del impacto partiendo los dos huesazos,
desvié rápido a la izquierda, un golpe perfecto, pasé como un
cohete cerca de un árbol y me deslicé con los neumáticos cantando,
de vuelta al asfalto. Motor bueno, el mío, iba de cero a cien
kilómetros en once segundos. Incluso pude ver el cuerpo todo
descoyuntado de la mujer que había ido a parar, rojizo, encima de un
muro, de esos bajitos de casa de suburbio.
Examiné
el auto en el garaje. Pasé orgullosamente la mano suavemente por el
guardabarros, los parachoques sin marca. Pocas personas, en el mundo
entero, igualaban mi habilidad en el uso de esas máquinas.
La
familia estaba viendo la televisión. ¿Ya dio su paseíto, ahora
estás más tranquilo?, preguntó mi mujer, acostada en el sofá,
mirando fijamente el video. Voy a dormir, buenos noches para todos,
respondí, mañana voy a tener un día horrible en la compañía.
jueves, 1 de octubre de 2020
Paseo nocturno. Rubem Fonseca.
Feliz año nuevo. Rubem Fonseca, 1975.
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