Tras el entierro, en el cementerio de San Amaro, habíamos ido al
Huevito y luego al bar David para brindar por el alma difunta. Había
muerto la madre de Fontana. Él estaba muy apesadumbrado, como si el
peso de la caja continuase aún allí, a su espalda, y con ese aire
de dolor culpable que tienen los hijos cuando se les va la madre. En
su caso, la madre había tenido Alzheimer y confundía a su hijo con
el hombre de la información meteorológica en la televisión.
¡Mira qué formal
está!, decía ella. Y le mandaba un beso soplando en la palma de su
mano hacia la pantalla.
Fontana interpretaba
aquella desmemoria como una señal de protesta, de acusación
indirecta por sus largas ausencias. Estaba soltero como todos
nosotros y le iba la bohemia. Le llegó a tener mucha antipatía al
Hombre del Tiempo. Hasta que O'Chanel le dijo un día: Es que se
parece a ti, Fontana. Es igualito a ti.
Y Fontana se puso un
traje de chaqueta cruzada como el de aquel Hombre del Tiempo y le
dijo: Mamá, soy yo.
Ya veo que eres tú,
le respondió su madre sonriente. Mucho he rezado para te dejasen
salir de las isobaras.
En la barra del bar
estaba Corea. Era un bebedor solitario, que no se metía con nadie.
Pero en lo poco que hablaba, incluso cuando quería ser amable, le
salían apocalipsis por la boca, que decía con una voz grave, como
palabras de tierra. Por eso, cuando se acercó a Fontana, nos pusimos
en guardia. Pero Corea le puso la mano en el hombro y le dio el
pésame sorprendente: A los muertos hay que dejarles ir. No hay que
tirar de ellos hacia abajo. Hay que abrir una teja en el tejado. Y
que el alma busque su sitio.
Sin más, Corea se
fue hacia la barra, bebió el trago que le quedaba, pagó la ronda y
se marchó por la puerta sin despedirse.
Por un tiempo, nos
quedamos mudos. Es una hermosa oración, dijo por fin O'Chanel.
La mejor, añadió
Fontana pensativo.
Va un brindis por el
alma.
¡Por el alma!
Es cierto, dijo
O'Chanel. Es cierto que hay cosas que tienen alma. O dicho de otra
manera, hay sitios en los que se posan las almas como pájaros en las
ramas.
O'Chanel siempre
tenía un cuento en la recámara para tapar los tiempos muertos. Solo
necesitaba un trago para, según decía él, mojar la prosodia. Había
emigrado a Francia de joven, en uno de esos trenes que salían
atestados de Galicia. Y le había ido bien. Oye, tú, ¡yo colocaba
guardabarros en la Renault!, decía como un mariscal victorioso.
Incluso contaba que había estado sentado con un Filósofo célebre
en la terraza de un café a la orilla del Sena y que el filosofo
había tomado notas de cuanto él le decía. Por supuesto, aseguraba
O'Chanel, antes me pidió permiso. ¡Ese sí que es un país con
cultura y educación! Y es que a veces le entraba nostalgia del
revés: ¡Aún he de volver a Paris! Un hombre con prosodia allí es
un galán.
Yo, una vez, dijo
ahora O'Chanel, una vez me comí un alma.
Y miró a su
alrededor, uno por uno, como quien pide tiempo antes de ser
contrariado.
De niño, en los
tiempos del hambre, mi madre me mandó con la cartilla de
racionamiento. A ver qué daban. Siempre daban poco, pero cualquier
cosa que entrase en la casa del pobre era un manjar. Nosotros
vivíamos en la aldea, pero no teníamos tierras. Mi padre, ya
sabéis, era obrero. Los labradores aún se iban arreglando. Venían
los de Abastos, rapiñaban todo lo que podían, pero siempre había
algo que echar el puchero. Pero el nuestro, la más de las veces,
solo tenía un hueso para darle sabor al caldo de verdura. Y éramos
muchos en la familia, una rueda de polluelos alrededor de la madre.
Cuentas esto ahora y se ríen de uno, pero vosotros sabéis que era
cierto.
Pues bien, mi madre
me mandó con la cartilla. Me dijo: Anda, a ver qué dan.
Salí por la mañana
temprano. Tenía que andar cinco kilómetros hasta Cambre. Dejé
atrás la casa, oscura y ahumada, porque las desgracias nunca vienen
solas y el fuego arde mal, se hace perezoso cuando no tiene sustancia
que cocer. Dejé atrás a mis hermanos, una letanía coral de llanto
y tos. Y el día, por fuera, era como la casa por dentro. Con una
niebla pegajosa, una roña fría y tristona que envolvía todas las
cosas y se te metía en la cabeza. Había algunos pájaros en ramas y
cercados, pero todos parecían estar de luto, ensimismados y con el
capuchón fúnebre. El camino estaba enlamado y yo buscaba apoyos de
piedra para no empapar los zuecos, pero a veces resbalaba, hasta que
el barro me llegó a los tobillos y entonces me despreocupé, y me
metía en los charcos adrede, como animal de agua. Por los lugares
que pasaba, la gente no parecía verme. Yo decía buenos días,
miraban de reojo, pero no respondían a mi saludo. Era un niño
invisible.
Así fue mi viaje
hacia la barra de pan. Porque todo cuanto me dieron cuando mostré la
cartilla fue una barra de pan.
Y volví abrazado a
la barra. Para mí aquel pan tenía el color del oro. Ahora caminaba
con mucho tiento, dando rodeos para encontrar el buen paso. Por nada
del mundo podía resbalar y echarla a perder. Fue entonces cuando el
hambre despertó. Yo la mantenía entretenida, adormecida, pero creo
que despertó al sentir tan cerca el pan. Y, sin pensar, cogí un
cuscurro. Y lo dejé ablandar en la boca, demorando, sin masticar. Me
sabía a todos los sabores. A dulce, a caramelo, a maravilla. Y ya
noté que el día estaba clareando, con la niebla que se alejaba,
deshilándose en los árboles.
Y los dedos
siguieron agujereándole las entrañas, haciendo bolitas de miga.
Andaban a su aire, sin que yo tuviese cuenta de ellos, y llevaban las
migas a la boca como si fuese otro quien me las diese. Sí que era un
bonito día. Nunca había reparado en los colores que tiene el
invierno en Galicia. Con las violetas al borde del camino, los tojos
que doran los montes, las flores de las navales como inmensas
alfombras palaciegas.
Otro bocado y los
pájaros se ponen a cantar. El mirlo, el petirrojo, el gorrión, el
reyezuelo, la collalba, el herrerillo, el pinzón, la alondra en lo
alto. Alegres parientes que no emigran.
Otro pedazo de pan
en el paladar y las campanas de Sigras que se ponen a repicar. No era
un sonido fúnebre, como acostumbraban en aquel tiempo. Era un
repique festivo, que recorría los campos como una alborada.
El mugir de las
vacas y el canto de los gallos parecían himnos de abundancia y de
vida. Un viejo apilaba estiércol en el carro, llenando la mañana de
un aroma cálido que olía a las cosechas futuras, a cachelos cocidos
y a borona, e incluso a las sardinas del mar.
¡Buenos días,
chaval!, dijo Vulto, el viejo vecino que nunca decía palabra. ¡Feliz
Navidad! Aquel saludo cariñoso tuvo el efecto de una bofetada. Vulto
era mudo y la Navidad había pasado hacia un mes.
Miré hacia abajo.
De la barra solo quedaba un polvo de harina en el gabán. Ante mi
casa, lo sacudí como quien sacude un pecado. Abrí la puerta y una
docena de ojos, en aquella cueva ahumada, miró con brillo de ansia
para mí.
¿Qué te han dado?,
pregunto mi madre.
Un pan, dije, una
barra de pan.
Para no retrasar más
la penitencia, añadí a continuación: Me la he comido entera por el
camino. Y dejé caer los brazos, acercándome a ella con desazón,
deseando que me golpease muy fuerte.
Mi madre me miró de
frente, como quien se pregunta en qué momento se estropea la obra de
Dios. Pero luego me acercó a su vientre y me secó la cara con aquel
delantal que tenía, estampado en flores de manzanilla.
Y mi madre dijo:
¡Has hecho bien, hijo, has hecho bien!
Ella, maldita alma. 1999.
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