lunes, 19 de octubre de 2020

Yo tuve el ombligo frío. Francisco García Pavón.

Lo único que recordaba no lo podía decir, no se fueran a reír de mí. Sólo me acordaba, y que esto quede entre nosotros, que tenía el ombligo frío… También, un poco, de que la noche estuvo metida en viento. Recuerdo el son de los chopos y el correr cercano del río embravecido.
De cuanto hablaban a mi alrededor o de lo que me preguntó el señor juez, sentado al lado de mi cama, no entendí una jota. No sé si es que yo estaba tontaina o que preguntaba con palabras tan suaves que yo no les cogía el hilo.
Lloraba mamá furtivamente. Vociferaba papá, pero yo no sabía por qué. Y buscaba en los ojos de todos, ya que nada me decían, las palabras, la razón de todo aquello.
El médico, después de darme vueltas y vueltas —no me miró el ombligo—, salió con papá y el juez y no me dijo nada. Ni que yo sepa me recetó nada. Se limitó a darme una palmadita en la mejilla.
Como me acostaron en la cama grande de mamá (de caoba, con una marquetería muy fina, según el abuelo), veía en el espejo de la vestidora, casi con susto, el tamaño de mis ojos —siempre me dijeron «ojazos»—, agrandados muchísimo entonces por unas ojeras como pétalos de pensamientos.
Sentir, tampoco sentía cosa alguna, a no ser molimiento, zumbar de cabeza y sed.
Gentes entraron y salieron en casa todo el día. No llegaban hasta la alcoba, pero oía los pasos y las medias palabras.
Luego, un ratito se quedó mamá sola conmigo, y con los ojos rojizos y la voz tiernísima (esa voz que sólo le oí otra vez, cuando se murió la abuelita y me consolaba; voz casi aliento, casi suspiro, casi beso), me preguntaba cosas buscándome las respuestas más en el fondo de mis ojos que en los labios… A ella sí que le dije lo del ombligo, porque no se iba a reír de mí, pero no otra cosa… Y sentía no fuese a creer que quería ocultarle algo, pero de verdad de verdad que no recordaba cosa especial… Quedó luego un rato mirándome en silencio. Por fin, me miró el ombliguito, sonrió, me dio un beso en la frente y marchó preocupada.
Durmió junto a mí aquella noche. Sé que no pegó un ojo. Una vez, entre sueños, pensé que me susurraba algo al oído. Abrí los ojos, pero no era ella. Eran como sombras de palabras oídas muy cerca la noche anterior. Lo sé porque entre ellas, entre aquellas palabras confusas que parecían frotar mis orejas, como ruido de caracola, percibía el rumor del río y el otro más blando de las hojas de los chopos.
Cuando volví al colegio, los chicos mayores me miraban maliciosos, se reían entre ellos, se daban codazos. Musitaban.
Lo comenté en casa, y me mudaron en seguida de colegio y durante mucho tiempo nadie me volvió a hablar más del asunto.
Pero aquí, en la cabeza, me queda el peso de saber qué fue «aquello». De cuando en cuando me ando barrenando y barrenando, sin sacar en limpio cosa mejor.
Un día fuimos al río, y cuando estábamos tumbados al sol y mirando los árboles y oyendo el agua, volví a pensar en «aquello», aunque el ombligo estaba caliente y bien encogido en su caracola… Bueno, lo que sí recuerdo es lo que pasó aquella tarde, antes; que eso lo sabe todo el mundo. Estuvimos en aquella fiesta del caserío. Y que unas mujeres y unos hombres que trabajaban allí, a otros niños y a mí nos dieron de beber limonada. Nosotros jugábamos a que estábamos borrachos y bailábamos en una cocinilla donde estaban todas las cosas de comer y beber, entre un coro de risas. Muchas gentes bailaban y cantaban fuera, pero después… nada.
Otro día me encontré a un niño que estuvo conmigo aquella tarde en el caserío. Le recordé aquel día y él empezó a hablar, pero sólo me ha contado mentiras, y debe ser porque le hicieron la trepanación… «Que nos vestimos de vaqueros y que toreamos. Que él mató tres toros y yo una vaquilla. Luego, que llegaron los guardias y que nos llevaron a todos por no tener permiso. Y que ni se acuerda de beber ni de que yo bebiera… pero que yo maté muy bien la vaquilla».
Encontré por Pascua a un niño mayor del colegio antiguo, de los que se reían de mí, y también le he preguntado. Durante mucho tiempo se estuvo mordiendo las uñas y no me dijo nada… Pero luego se ha reído misterioso enseñándome sus dientes horribles, y cogiéndome del cuello, con muy mala idea me dijo: «Anda, cuéntame, cuéntame…». Y me quería llevar a un rincón oscuro para que le contara, pero me ha dado asco su risa y el olor de su boca y me he ido corriendo. Él se quedó haciéndome gestos feos.
Y ya me dio miedo volver a preguntar a nadie más y he decidido callarme y callarme. Y olvidar «aquello» de que no me acuerdo. Y no mirarme más el ombligo cuando me baño, que es lo que me vuelve a esta preocupación… Pero no puede ser del todo. Porque hay gentes que me miran de arriba abajo. Noto luces oscuras de ojos que me siguen y manos húmedas muy cercanas… Sí, he decidido olvidar y sufrir en silencio, que día llegará en que recuerde, o entienda…

 
Cuentos republicanos, 1961.

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