América es la tierra de la oportunidad para las mujeres, quienes,
poseedoras ya de alrededor del ochenta y cinco por ciento de la
riqueza del país, en breve se habrán hecho con su totalidad. El
divorcio se ha convertido en una operación lucrativa, de sencillo
arreglo y fácil olvido, que las hembras ambiciosas pueden repetir
cuantas veces gusten negociando beneficios que alcanzan cifras
astronómicas. La muerte del marido también aporta recompensas
satisfactorias, y algunas señoras prefieren confiar en ese
expediente: saben que la espera no será demasiado larga, pues el
exceso de trabajo junto con la hipertensión no tardarán en llevarse
al pobre diablo, llamado a expirar ante su escritorio con un frasco
de benzedrinas en una mano y una caja de tranquilizantes en la otra.
Sucesivas
generaciones de juveniles americanos no se desaniman lo más mínimo
ante ese espantoso panorama de divorcio y defunción. Cuanto más
aumenta el índice de divorcios, mayor se hace su ahínco. Los
jóvenes se casan como ratones, apenas entran en la pubertad, y una
buena proporción de ellos tiene en nómina un mínimo de dos ex
esposas antes de cumplir los treinta y seis. Mantener a esas señoras
conforme al tren de vida a que están acostumbradas les exige
trabajar como esclavos, que es ni más ni menos lo que son. Hasta
que, por último, según van alcanzando precozmente la edad madura,
un sentimiento de desencanto y de temor empieza a infiltrárseles
despacioso en el corazón, y así les da por reunirse, a última hora
del día, en pequeñas y prietas tertulias, en clubes y bares, para
despachar sus whiskies y tragar sus píldoras, y tratar de animarse
unos a otros a base de anécdotas.
El tema fundamental
de esas historias jamás varía. En ellas intervienen siempre tres
personajes principales: el marido, la mujer y un canalla. El marido
es un buen hombre, honrado y trabajador. La esposa es taimada, falsa
y lasciva, e invariablemente tiene algún enredo con el canalla, cosa
que el hombre es demasiado bueno para sospechar tan siquiera. Negras
pintan las cosas para el marido. ¿Llegará el infeliz a enterarse
alguna vez? ¿Está condenado a ser cornudo el resto de su vida? Sí:
tal es su sino. Pero... ¡espera! De pronto, merced a una brillante
maniobra, se desquita por entero de los agravios de su depravada
esposa, que queda anonadada, estupefacta, humillada, hundida. El
auditorio masculino congregado ante la barra sonríe mansamente para
sus adentros y se consuela un poco con la fantasía.
Aunque circulan
muchas historias de este tipo —anhelosas invenciones de un mundo de
sueños, obra de la desventura masculina—, la mayoría de ellas son
demasiado fatuas para ser repetidas, y también demasiado picantes
para confiarlas al papel. Existe una, sin embargo, que parece
superior a las demás, en particular por el mérito de ser auténtica.
De extraordinaria popularidad entre maridos defraudados dos o tres
veces y en busca de solaz, es posible que, de contarse usted entre
aquéllos y no haberla oído previamente, encuentre gusto en su
desenlace. La historia se llama «La señora Bixby y el abrigo del
coronel» y su argumento es, más o menos, el siguiente:
El señor y la
señora Bixby vivían en un apartamento más bien pequeño, en un
lugar cualquiera de la parte céntrica de Nueva York. El señor Bixby
era dentista y tenía unos ingresos normales. La señora Bixby era
una mujerona vigorosa y a la que le gustaba la bebida. Una vez por
mes, y siempre en viernes y por la tarde, la señora Bixby tomaba en
Pennsylvania Station el tren de Baltimore, para visitar a su anciana
tía. Pasaba con ella la noche y al día siguiente regresaba a Nueva
York a tiempo de prepararle la cena a su marido. El señor Bixby
aceptaba con benevolencia ese arreglo. Sabiendo que la tía Maude
vivía en Baltimore y que su esposa le tenía un gran cariño a la
anciana, a buen seguro no hubiera sido razonable negarles a ambas el
placer de un encuentro mensual.
—Siempre y cuando
—objetó en un principio— no esperes nunca que te acompañe.
—Pues claro que
no, cariño —contestó la señora Bixby—. Después de todo, es mi
tía, no la tuya.
Hasta ahí, todo
bien.
La verdad, sin
embargo, es que la anciana tía era para la señora Bixby poco más
que una coartada conveniente. El sucio perro, encarnado por un
caballero conocido como el coronel, acechaba artero en último
término, y nuestra heroína pasaba con ese granuja la mayor parte de
sus estancias en Baltimore. El coronel, que era riquísimo, vivía en
una casa preciosa, en las afueras de la ciudad, sin esposa ni familia
que le estorbase, sólo con unos pocos sirvientes, leales y
discretos, y en ausencia de la señora Bixby se consolaba cabalgando
en sus caballos y practicando la caza del zorro.
Ese placentero trato
de la señora Bixby con el coronel se prolongaba año tras año y sin
el menor tropiezo. Se veían con tan poca frecuencia —doce veces
por año, si se detiene uno a pensarlo, no es gran cosa—, que
corrían poco o ningún riesgo de cansarse uno del otro. Al
contrario: la larga espera que separaba los encuentros no hacía sino
acrecentar la devoción de sus corazones y trocar cada nueva cita en
apasionante entrevista.
—¡Tally-ho! *
—exclamaba el coronel cuantas veces iba a buscarla a la estación
en el cochazo—. ¡Cariño, ya casi había olvidado lo arrebatadora
que resultas! Aterricemos.
Pasaron ocho años.
Con las Navidades ya
en puertas, la señora Bixby esperaba en la estación de Baltimore el
tren que había de devolverla a Nueva York. La visita que acababa de
concluir había resultado más agradable de lo habitual y se
encontraba de buen humor. Claro está que últimamente la compañía
del coronel no dejaba de operar ese efecto en ella. Tenía aquél la
virtud de hacer que se sintiera una mujer de todo punto notable: una
persona de virtudes sutiles y exóticas, y fascinante sobremanera;
y... ¡cuán diferente resultaba aquello del marido dentista que la
esperaba en casa, incapaz en todo momento de crearle otra sensación
que la de ser una especie de eterna paciente, un ser que moraba en la
sala de espera, silencioso entre las revistas, y en los últimos
tiempos apenas llamado, cuando lo era, a sufrir las melindrosas
atenciones de aquellas manos limpias y rosadas.
—El coronel me ha
encargado que le entregase esto —dijo una voz a su lado.
Volvióse la señora
Bixby y vio a Wilkins, el palafrenero del coronel, un enano marchito
y de piel gris, aplicado a echarle en los brazos una caja de cartón,
no muy alta pero sí grande.
—¡Válgame Dios!
—exclamó ella, toda agitación—. ¡Cielo santo, qué enormidad
de caja! ¿Qué es esto, Wilkins? ¿No le dio ningún recado? ¿No le
encargó decirme nada?
—Nada —respondió
el caballerizo antes de alejarse.
Así que estuvo en
el tren, la señora Bixby se llevó la caja a la intimidad del
tocador de señoras y corrió el pestillo. Un regalo navideño del
coronel. ¡Qué excitante...! Se puso a deshacer el lazo.
—Seguro que es un
vestido —dijo en voz alta—. O incluso dos. O un montón de
preciosas prendas interiores. No miraré. Trataré de adivinar, al
tacto, de qué se trata. Y también el color. Y qué aspecto tiene. Y
cuánto ha costado.
Después de cerrar
prietamente los ojos y levantar poco a poco la tapa, deslizó la mano
al interior de la caja. Encima había papel de seda; sintió su tacto
y su crujido. También había un sobre, o una especie de tarjetón,
que pasó por alto para profundizar bajo el papel de seda, los dedos
en delicada exploración, como zarcillos.
—Dios mío
—exclamó de pronto—. ¡No puede ser verdad! Abrió del todo los
ojos y se quedó mirando de hito en hito el abrigo. Luego, las manos
como zarpas, lo sacó de la caja. La espesa piel rozó con una
maravillosa sonoridad el papel de seda al desplegarse, y, cuando lo
tuvo extendido ante sí en toda su longitud, su belleza la dejó sin
resuello.
Jamás había visto
visón como aquél. Porque era visón, ¿no? Sí, claro que lo era.
¡Y qué soberbio color! Era de un negro casi puro. A primera vista
le pareció negro; pero luego, al acercarlo más a la ventanilla,
advirtió que también tenía un punto de azul, un azul intenso y
vivo, como el del cobalto. Examinó rápida la etiqueta. Decía, tan
sólo, VISÓN SALVAJE DE LABRADOR. Nada más: ninguna indicación
sobre dónde había sido comprado, ni nada. Pero esto, se dijo para
sus adentros, era sin duda obra del coronel. El muy zorro se cuidaba
muy, pero que muy bien, de borrar toda pista. Mejor así. Pero ¿qué
demonios podía haber costado aquello? Apenas se atrevía a pensarlo.
¿Cuatro, cinco, seis mil dólares? Posiblemente, más.
No conseguía
apartar los ojos del abrigo, y al mismo tiempo ardía en deseos de
probárselo. Se quitó presurosa el que llevaba, rojo, corriente. Sin
poder evitarlo, jadeaba un poco ahora, y tenía muy abiertos los
ojos. Pero es que, bendito sea Dios, ¡el tacto de aquella piel...!
¡Y las mangas, anchas, enormes, con sus espesos puños vueltos!
¿Quién le había dicho que en los brazos empleaban siempre pieles
de visones hembras, y, para el resto, no? ¿Quién se lo había
dicho? Probablemente, Joan Rutfield; aunque no acertaba a imaginar
cómo podía la pobre Joan saber de visones, nada menos.
El maravilloso
abrigo negro parecía adaptársele por sí mismo al cuerpo, como una
segunda piel. ¡Chiquilla...! ¡Qué sensación indescriptible! Se
miró en el espejo. Era fantástico. Toda su personalidad había
cambiado de golpe y por completo. Se la veía deslumbrante,
esplendorosa, rica, brillante, voluptuosa, todo ello a un tiempo. ¡Y
la sensación de poder que le confería! Vestida con aquel abrigo
podría entrar donde quisiera y la gente se le alborotaría
alrededor, como conejos. ¡No tenía palabras, simplemente, para
tanta maravilla!
La señora Bixby
tomó el sobre, que continuaba en la caja, lo abrió y extrajo la
carta del coronel.
Como una vez te
oí decir que te gustaba el visan, te he comprado éste. Me aseguran
que es de calidad. Te ruego que lo aceptes, junto con mis mejores y
más sinceros votos, como regalo de despedida. Por razones
personales, no podré volverte a ver. Adiós y buena suerte.
¡Vaya!
¿Te imaginas?
Así, de sopetón y
justo cuando se sentía tan dichosa.
Se acabó el
coronel.
Qué terrible golpe.
Lo echaría en falta
de mala manera.
La señora Bixby se
puso a acariciar despacio la maravillosa piel del abrigo.
Pero no hay mal que
por bien no venga.
Con una sonrisa
dobló el papel, dispuesta a rasgarlo y arrojarlo por la ventanilla;
pero ahí descubrió que había algo escrito en el reverso.
P. D. Bastará
con que digas que es un regalo de Navidad de esa tía tuya, tan
amable y generosa.
Los labios de la
señora Bixby, en ese instante dilatados en amplia y suave sonrisa,
se plegaron de golpe, como si fueran de goma.
—¡Pero ése está
loco! —exclamó—. La tía Maude no tiene dinero para esto. De
ninguna forma podría hacerme un regalo así.
Pero, si no era
regalo de la tía Maude, ¿quién podía habérselo regalado?
¡Oh, Dios! Con toda
la excitación de encontrarse el abrigo y probárselo, había pasado
enteramente por alto ese detalle vital.
Dentro de un par de
horas estaría en Nueva York y, diez minutos más tarde, en casa,
donde la estaría esperando su marido para saludarla, e incluso un
hombre como Cyril, inmerso en un mundo flemoso y oscuro, de canales
radiculares, bicúspides y caries, no podría menos de hacer ciertas
preguntas si su esposa se le presentaba de pronto, de regreso de un
viaje de fin de semana, vestida así, con un abrigo de visón de seis
mil dólares.
¿Sabes qué
pienso?, se dijo. Pienso que ese condenado coronel ha hecho esto a
posta, para torturarme. El sabía perfectamente que la tía Maude no
tiene bastante dinero para comprarme esto. Y que yo no podría
conservarlo.
Pero la idea de
desprenderse ahora de la prenda era más de lo que la señora Bixby
podía sufrir.
—¡Necesito tener
este abrigo! —exclamó en voz alta—. ¡Necesito tenerlo! ¡Lo
necesito!
Está bien, cariño.
Tendrás el abrigo. Pero no pierdas la cabeza. Quédate quieta,
conserva la calma y ponte a pensar. Tú eres una chica espabilada,
¿verdad? No es la primera vez que le engañas. Ya sabes que el pobre
nunca vio mucho más allá de la punta de su sonda de dentista. De
manera que quédate totalmente quieta y piensa. Tienes tiempo de
sobra.
Dos horas y media
más tarde la señora Bixby se apeaba del tren en Pennsylvania
Station y se encaminaba a paso rápido hacía la salida. Vestía otra
vez su viejo abrigo rojo y en los brazos llevaba la caja de cartón.
Le hizo señas a un taxi.
—Dígame
—interpeló al conductor—, ¿conoce usted, por aquí cerca,
alguna casa de empeños que siga abierta?
El hombre sentado al
volante alzó las cejas y la miró con aire divertido.
—Muchas, en la
Sexta Avenida —contestó.
—Pues pare en la
primera que vea, ¿quiere?
Y entró en el taxi
y éste arrancó. Al poco, el coche se detenía ante una tienda sobre
cuya puerta pendían tres bolas de latón.
—Espéreme, tenga
la bondad —dijo la señora Bixby al taxista antes de apearse y
entrar en el comercio.
Encima del
mostrador, un gato enorme comía cabezas de pescado, acuclillado ante
un platillo blanco. El animal volvió hacia la señora Bixby sus
brillantes ojos amarillos y luego apartó la mirada y continuó
comiendo. Ella se quedó junto al mostrador, lo más lejos posible
del gato, y, a la espera de que acudiesen a atenderla, se dedicó a
mirar los relojes, las hebillas para zapatos, los broches de esmalte,
los viejos prismáticos, las gafas rotas, las dentaduras postizas.
¿Cómo podía empeñar la gente la dentadura?, se preguntó.
—¿Sí? —dijo el
propietario, surgido de un lugar oscuro de la trastienda.
—Oh, buenas noches
—repuso la señora Bixby.
Y, mientras ella
comenzaba a deshacer el cordelillo que aseguraba la caja, el hombre
se acercó al gato y se puso a acariciarle el lomo sin que el animal
dejase de comer las cabezas.
—Por más bobo que
le parezca —dijo la señora Bixby—, no se me ha ocurrido mejor
cosa que perder el billetero, y, siendo sábado, con los bancos
cerrados hasta el lunes, es preciso que consiga un poco de dinero
para el fin de semana. Es un abrigo de mucho precio, pero no pretendo
gran cosa: sólo lo suficiente para arreglarme hasta el lunes, que
vendré a desempeñarlo.
El hombre esperó
sin decir nada. Pero, cuando ella sacó el visón y dejó que la
espesa y magnífica piel cayese sobre el mostrador, alzó las cejas,
dejó el gato y se acercó a mirarlo. Levantándolo del mostrador lo
sostuvo ante sí.
—Si llevara encima
un reloj, o un anillo —continuó la señora Bixby—, sería eso lo
que le dejaría. Pero se da el caso de que no tengo a mano más que
este abrigo.
Y, para
demostrárselo separó y le enseñó los dedos.
—Parece nuevo
—dijo el hombre según acariciaba la suave piel.
—Oh, sí, lo es.
Pero, como le digo, sólo quiero que me preste lo que necesito hasta
el lunes. ¿Qué le parece cincuenta dólares?
—Le prestaré
cincuenta dólares.
—Vale cien veces
más, pero sé que usted lo cuidará bien hasta que vuelva.
El hombre se acercó
a un cajón, sacó una papeleta y la puso sobre el mostrador. Parecía
una de esas etiquetas que se atan a las asas de las maletas: igual
tamaño y formato y la misma cartulina. Sólo que ésta aparecía
perforada por el medio, a fin de poderla partir en dos mitades
idénticas.
—¿Nombre?
—Déjelo en
blanco. Y la dirección, también. Vio que el hombre se detenía, con
la punta de la pluma revoloteando sobre la línea punteada,
expectante.
—No es preciso
anotar nombre y señas, ¿verdad? El hombre se encogió de hombros y
sacudió la cabeza. La punta de la pluma se desplazó al siguiente
renglón.
—Lo prefiero así,
¿sabe? —insistió la señora Bixby—. Cosas mías.
—En tal caso, será
mejor que no pierda la papeleta.
—No lo haré.
—¿Se da cuenta de
que cualquiera que se haga con ella puede retirar la prenda?
—Sí, ya lo sé.
—Exhibiendo, sin
más, el número.
—Sí, lo sé.
—¿Qué
especificación le ponemos?
—Tampoco la ponga,
por favor. No es necesario. Señale, sólo, lo que tomo en préstamo.
De nuevo titubeó la
pluma, su punta en danza sobre la línea de puntos que seguía a la
palabra ARTICULO.
—Creo que habría
de poner descripción. Siempre es útil, si quiere uno vender la
papeleta. Quién sabe, podría interesarle su venta, en un momento
dado.
—No quiero
venderla.
—Podría verse en
esa necesidad. Le ocurre a muchísima gente.
—Mire —dijo la
señora Bixby—, no estoy en apuros económicos, si es eso lo que
quiere decir. He perdido el bolso, eso es todo. ¿No lo entiende?
—Pues nada, como
usted quiera —dijo el hombre—. Es su abrigo.
Un pensamiento
turbador asaltó a la señora Bixby en ese instante.
—Una cosa —dijo—:
no llevando descripción la papeleta, ¿quién me asegura a mí que
me darán el abrigo, y no otra cosa, cuando vuelva?
—Lo registramos en
los libros.
—Pero yo sólo me
quedo con un número. O sea que, de hecho, usted podría entregarme
lo que quisiera, cualquier pingo, ¿verdad?
—¿Le pongo
descripción o no se la pongo? —preguntó el hombre.
—No, confío en
usted.
En ambas partes de
la papeleta, y junto a la palabra VALOR, el prestamista escribió
«cincuenta dólares», hecho lo cual la partió en dos por la línea
perforada, empujó sobre el mostrador la parte inferior, se sacó del
bolsillo interior de la chaqueta una cartera, extrajo cinco billetes
de a diez dólares y dijo:
—El interés es
del tres por ciento mensual.
—Sí, muy bien. Y
gracias. Me lo cuidará, ¿verdad? El hombre asintió con la cabeza,
pero nada dijo.
—¿Quiere que se
lo vuelva a guardar en la caja?
—No —respondió.
La señora Bixby dio
media vuelta y salió a la calle, donde la esperaba el taxi. Diez
minutos más tarde, estaba en casa.
—¿Me has echado
de menos, cariño? —le preguntó a su esposo al inclinarse para
besarle.
Cyril Bixby dejó el
periódico de la noche y consultó su reloj de pulsera.
—Son las seis y
doce minutos y medio —dijo—. Llegas un poco tarde, ¿no?
—Ya lo sé. Son
esos trenes espantosos. La tía Maude te envía su cariño, como
siempre. Me muero por un trago, ¿tú no?
El marido dobló el
diario, que, convertido en un esmerado rectángulo, colocó en el
brazo del sillón. Seguidamente se puso en pie y se dirigió hacia el
aparador. Su esposa, plantada entretanto en medio de la habitación,
le miraba atenta, mientras se quitaba los guantes, preguntándose
cuánto habría de esperar. El señor Bixby, de espaldas a ella,
echaba ginebra en un medidor, la cabeza inclinada sobre el vaso cuyo
interior escudriñaba como si fuese la boca de un paciente.
Era divertido lo
pequeño que se le antojaba siempre, después de haber estado con el
coronel, quien, enorme e hirsuto, de cerca exhalaba un tenue olor a
rábanos picantes. Su marido, en cambio, era de corta estatura,
huesudo, pulcro, y en verdad no olía a nada, excepto a las pastillas
de menta que chupaba a fin de que su aliento resultase grato a los
pacientes.
—Mira lo que he
comprado para medir el vermut —dijo al tiempo que alzaba una
probeta—. Con esto puedo afinar al miligramo.
—Cariño, ¡qué
ingenioso!
Es preciso que
intente hacerle cambiar de forma de vestir, se dijo la señora Bixby.
Esos trajes son de una ridiculez indecible. En un tiempo, aquellas
levitas suyas, de largas solapas y con seis botones en la delantera,
le habían parecido soberbias; pero ahora le resultaban sencillamente
absurdas. Lo mismo cabía decir de los pantalones, de perneras
estranguladas. Para llevar ropa como aquélla había que tener una
cara especial, que Cyril no tenía. La suya era larga, angulosa, de
nariz afilada y mandíbula un punto saliente; puesta encima de uno de
aquellos trajes anticuados y ceñidos, parecía una caricatura de Sam
Weller, aunque él debía de pensar que parecía Beau Brummel. Lo
cierto era que en el consultorio recibía a sus pacientes femeninos
con la bata blanca desabrochada, de modo que pudieran entrever las
galas que llevaba debajo, ello, a todas luces, en un rebuscado
intento de dar cierta impresión de granuja. Pero la señora Bixby
estaba al cabo del asunto: sabía que el plumaje era una baladronada,
no significaba nada; a ella le hacía pensar en un pavo real que, ya
caduco, se contonea medio desplumado en mitad del césped. O en una
de esas flores bobas que se autofertilizan, como la diente de león,
que no necesita ser fertilizada para implantar su semilla, con lo
cual todos sus deslumbradores pétalos amarillos no son sino una
pérdida de tiempo, un alarde, un disfraz.
¿Qué nombre le
daban los biólogos? Subsexual. La diente de león es subsexual.
Como, por lo demás, las larvas estivales de la pulga de agua. Todo
esto suena un poco a Lewis Carroll, pensó: pulgas de agua, dientes
de león y dentistas.
—Gracias, cielo
—dijo al coger el martini y acomodarse en el sofá, el bolso en el
regazo—. Y tú, ¿qué hiciste anoche?
—Me quedé en el
consultorio terminando unos puentes. Y también puse las cuentas al
día.
—En serio, Cyril,
creo que ya va siendo hora de que delegues en otros el trabajo
pesado. Tú eres demasiado importante para cuidar de esas cosas. ¿Por
qué no confías los puentes al mecánico?
—Prefiero hacerlos
personalmente. Me enorgullezco mucho de mis puentes.
—Lo sé, cariño;
y también que son una auténtica maravilla: los mejores puentes del
mundo. Pero es que no quiero que te agotes. Y las cuentas ¿por qué
no las despacha esa mujer, la Pulteney? ¿No forma eso parte de su
trabajo?
—Sí, las hace
ella. Pero los precios tengo que ponérselos yo. Ella no sabe quién
es rico y quién no lo es.
—Este martini está
perfecto —observó la señora Bixby al depositar el vaso en la
mesita auxiliar—. Perfecto de veras. —Y, abriendo el bolso, sacó
un pañuelo, como para sonarse—. ¡Oh, mira! —dijo al ver la
papeleta—. He olvidado enseñarte lo que encontré en el asiento
del taxi que me trajo. Como lleva un número, y pensando que pudiera
ser un billete de lotería o algo así, me lo guardé.
Y tendió la pequeña
cartulina a su marido, quien, cogiéndola entre los dedos, empezó a
examinarla con minucia y desde todos los ángulos, como si fuese un
diente sospechoso.
—¿Sabes qué es
esto? —dijo pausado.
—No, cariño, no
lo sé.
—Una papeleta de
empeño.
—¿Una qué?
—Un recibo de un
prestamista. Aquí están las señas..., una tienda de la Sexta
Avenida.
—Oh, cielo, qué
desencanto. Y yo que creí que a lo mejor era un boleto de la
lotería.
—Desencanto ¿por
qué? —repuso Cyril Bixby—. La verdad es que podría resultar
bastante divertido.
—¿En qué
sentido, cariño?
El señor Bixby se
puso a explicarle con detalle el funcionamiento de las casas de
empeño haciendo hincapié en el hecho de que quienquiera que
ostentase una papeleta tenía derecho a reclamar lo empeñado.
Después de aguardar
pacientemente a que concluyera la conferencia, la señora Bixby le
preguntó:
—¿Y tú crees que
vale la pena reclamarlo?
—Creo que vale la
pena averiguar de qué se trata. ¿Ves esta anotación, de cincuenta
dólares? ¿Sabes qué significa?
—No, mi vida, ¿qué
significa?
—Significa que el
artículo en cuestión es, casi con total seguridad, un objeto de
valor.
—¿Quieres decir
que valdrá los cincuenta dólares?
—Es más probable
que valga quinientos.
—¡Quinientos!
—¿Es que no lo
entiendes? Un prestamista nunca da más allá de la décima parte del
valor real.
—¡Válgame Dios!
No tenía ni idea.
—Hay muchas cosas
de las que tú no tienes ni idea, cariño. Escúchame bien. Visto que
no se indica ni el nombre ni las señas del propietario...
—Pero por fuerza
tiene que haber algo que diga a quién pertenece.
—Nada en absoluto.
Es un procedimiento normal. Mucha gente no quiere que se sepa que han
acudido a un prestamista. Les da vergüenza.
—Entonces ¿crees
que podemos quedarnos la papeleta?
—Claro que sí.
Ahora es nuestra.
—Querrás decir
mía —replicó la señora Bixby con firmeza—. Fui yo quien la
encontró.
—¿Qué más da
eso, chiquilla? Lo importante es que esto nos faculta para
desempeñarlo cuando queramos, por sólo cincuenta dólares. ¿Qué
me dices?
—¡Oh, qué
divertido! —exclamó ella—. Me parece tremendamente emocionante,
sobre todo no sabiendo de qué se puede tratar. Y podría ser
cualquier cosa, ¿verdad, Cyril? ¡Lo más impensable!
—Desde luego,
aunque será, casi sin duda, o bien un anillo, o bien un reloj.
—Pero ¿no sería
maravilloso si se tratase de un auténtico tesoro? Quiero decir, una
verdadera antigüedad, como un portentoso jarrón antiguo, o una
estatua romana.
—Imposible saber
de qué se trata, cariño. No nos queda más remedio que esperar y
enterarnos.
—¡Me parece de
todo punto fascinante! Dame la papeleta, que el lunes iré corriendo,
a primera hora, a averiguar.
—Será mejor,
creo, que lo haga yo.
—¡Oh, no!
—exclamó ella—. ¡Déjame a mí!
—No lo veo
oportuno. Lo recogeré yo, camino del trabajo.
—¡Pero la
papeleta es mía! Déjame a mí, Cyril, por favor. ¿Por qué
acaparar tú la diversión?
—No conoces a esos
prestamistas, pequeña. Te expones a que te estafen.
—No me dejaré
estafar, de veras que no. Dámela, por favor.
—Además, hay que
disponer de cincuenta dólares —agregó sonriente—. Para que te
lo entreguen, hay que darles cincuenta dólares en metálico.
—Creo que los
tengo.
—Si no te importa,
preferiría que esto no lo trataras tú.
—Pero, Cyril, la
papeleta la encontré yo. Es mía. Lo que avale, sea lo que fuere, me
pertenece, ¿no es así?
—Claro que te
pertenece, cariño. No hace falta que te sulfures de esa forma.
—Si no me sulfuro.
Es, simplemente, la agitación.
—Supongo que no se
te ha ocurrido que podría tratarse de algo por completo masculino:
un reloj de bolsillo, por ejemplo, o una botonadura. Las casas de
empeño no las visitan sólo mujeres, ¿sabes?
—En tal caso, será
mi regalo de Navidad —dijo la señora Bixby magnánima—. Me
encantará. Pero, si resulta un artículo femenino, lo quiero para
mí. ¿Estamos de acuerdo?
—Me parece muy
justo. ¿Por qué no me acompañas cuando pase a recogerlo?
La señora Bixby
estuvo a punto de avenirse a eso, pero se contuvo a tiempo. No tenía
el menor deseo de que el prestamista la saludase delante de su marido
como a una antigua parroquiana.
—No —respondió
pausada—, no creo que lo haga. Es que, verás, la cosa resulta aún
más emocionante si me quedo a esperar. Oh, confío que no será algo
que no nos interese a ninguno de los dos.
—Que también es
posible —replicó él—. Si me parece que no vale los cincuenta
dólares, no lo retiro.
—Pero tú me
dijiste que valdría quinientos.
—Y estoy seguro de
ello. No te preocupes.
—¡Oh, Cyril, me
muero de impaciencia! ¿No es apasionante?
—Es divertido
—repuso él conforme deslizaba la papeleta en el bolsillo de su
chaleco—, de eso no hay duda.
Llegó por fin la
mañana del lunes y, concluido el desayuno, la señora Bixby acompañó
a su marido a la puerta y le ayudó a ponerse el abrigo.
—No trabajes
demasiado, cielo —le dijo.
—No, descuida.
—¿De vuelta a las
seis?
—Eso espero.
—¿Tendrás tiempo
de ir donde ese prestamista? —indagó ella.
—Dios mío, lo
había olvidado por completo. Tomaré un taxi e iré ahora. Me coge
de camino.
—No habrás
perdido la papeleta, ¿verdad?
—Espero que no
—dijo el esposo al tiempo que se palpaba el bolsillo del chaleco—.
No: aquí está.
—¿Y llevas dinero
suficiente?
—Más o menos.
—Cariño —dijo
ella según se le acercaba para enderezarle la corbata, que estaba
perfectamente derecha—, si por casualidad fuese algo bonito, algo
que en tu opinión pudiera gustarme, ¿me telefonearás así que
llegues al consultorio?
—Si insistes...
—¿Sabes?, no dejo
de confiar en que sea algo para ti, Cyril. Lo preferiría, con mucho,
a que la afortunada fuera yo.
—Eres muy
generosa, cariño. Y ahora debo apresurarme.
Cosa de una hora más
tarde, cuando sonó el teléfono, la señora Bixby cruzó con tal
precipitación la sala, que antes de concluir el primer timbrazo ya
había descolgado el auricular.
—¡Lo tengo!
—exclamó su marido.
—¡De veras! Oh,
Cyril, ¿qué es? ¿Algo bueno?
—¿Bueno? —gritó
él—. ¡Es fantástico! ¡Espera a vértelo delante! ¡Te vas a
desmayar!
—Cariño, ¿de qué
se trata? ¡Dímelo ya!
—Desde luego, eres
una chica con suerte.
—¿O sea que es
para mí?
—Por supuesto que
lo es. Aunque ni que me aspen comprenderé cómo demonios pudieron
empeñar eso por cincuenta dólares. Alguien que está mal de la
cabeza.
—¡Cyril, basta,
me tienes sobre ascuas! ¡No lo soporto!
—Cuando lo veas,
enloquecerás.
—¿Qué es?
—Intenta
adivinarlo.
La señora Bixby
hizo una pausa. Cuidado, dijo para sí. Mucho cuidado ahora.
—Un collar
—tanteó.
—Frío.
—Un anillo de
brillantes.
—Ni siquiera
templado. Te daré una pista. Es algo que te puedes poner.
—¿Algo que me
puedo poner? ¿Algo como un sombrero, quieres decir?
—No, no es un
sombrero —respondió él riendo.
—¡Por amor del
cielo, Cyril! ¿Por .qué no me lo dices?
—Porque quiero que
sea una sorpresa. Te lo llevaré esta noche, cuando regrese.
—¡Ni hablar de
eso! —gritó ella—. ¡Ahora mismo salgo hacia ahí a buscarlo!
—Preferiría que
no lo hicieras.
—No seas tan
tonto, tesoro. ¿Por qué no puedo ir?
—Porque estoy
demasiado ocupado. Echarás a rodar todo mi programa de la mañana.
Ya llevo media hora de retraso.
—Entonces pasaré
a la hora del almuerzo. ¿De acuerdo?
—No voy a
almorzar. Oh, está bien: pásate a la una y media, mientras tomo un
emparedado. Adiós.
A la una y media en
punto, la señora Bixby llegaba al lugar de trabajo del señor Bixby
y llamaba al timbre. Le abrió su propio esposo, vestido con su
blanca bata de dentista.
—¡Oh, Cyril,
estoy tan excitada!
—Y no es para
menos. ¿Sabes que eres una chica con suerte? Y la condujo pasillo
adelante hacia el gabinete.
—Vaya usted a
almorzar, señorita Pulteney —dijo a su ayudante, ocupada en
colocar instrumental en el esterilizador—. Puede terminar eso
cuando regrese. —Y, tras esperar a que la joven se hubiera
retirado, cruzó hacia el armario donde solía guardar la ropa, se
detuvo frente a él, lo señaló con un dedo y dijo—: Está ahí. Y
ahora... cierra los ojos.
La 'señora Bixby
obedeció. Hizo una profunda inspiración, la contuvo y en el
silencio que siguió a eso oyó el ruido de la puerta que su marido
abría y, .luego, el suave susurro que produjo al extraer una prenda
que rozó con las demás cosas allí colgadas.
—¡Listo! ¡Ya
puedes mirar!
—No me atrevo
—dijo ella riendo.
—Vamos. Un atisbo.
Remisa, comenzando a
reír entre dientes, alzó un párpado, pero sólo una fracción de
centímetro, justo lo suficiente para captar la borrosa imagen del
hombre de la bata blanca que, en pie en el mismo lugar, sostenía
algo en alto.
—¡Visón!
—exclamó su marido—. ¡Auténtico visón!
Al conjuro de la
mágica palabra, abrió de golpe los ojos, al tiempo que se
abalanzaba en aquella dirección, para estrechar el abrigo entre los
brazos.
Pero no había
abrigo ninguno. Había, sólo, un pequeño ridículo cuello de piel
colgado, balanceándose, en la mano de su marido.
—¡Regálate la
mirada! —añadió él agitándole aquello delante de la cara.
La señora Bixby se
llevó una mano a la boca y comenzó a retroceder. Voy a ponerme a
gritar, dijo para sí. Sé que voy a ponerme a gritar.
—¿Qué te ocurre,
cariño? ¿Acaso no te gusta? Dejó de agitar la piel y se quedó
mirando de hito en hito a su esposa, a la espera de que dijese algo.
—Pues claro...
—balbuceó ella—. Creo... me parece... preciosa de verdad.
—¿A qué te ha
dejado sin respiración por un momento?
—Sí, así es.
—Magnífica
calidad —comentó él—. Y muy bonito color. ¿Sabes qué pienso,
cariño? Que, si la hubieras de comprar en una tienda, una pieza como
ésta te costaría doscientos o trescientos dólares, como mínimo.
—No lo dudo.
Lo que tenía
delante eran las pieles, sarnosas se hubiera dicho, de dos visones
con cabeza y todo, con cuentas de vidrio en el lugar de los ojos, y
garras pequeñitas y colgantes. Uno tenía en la boca el trasero del
otro, que se lo mordía.
—Anda —continuó
él—, pruébatelo. —Y, adelantándose, le puso aquello formando
ropaje alrededor del cuello y retrocedió un paso, para admirar el
efecto—. Es perfecto. Te sienta de maravilla. No todas las mujeres
tienen pieles de visón, cariño.
—Desde luego.
—Mejor que no te
lo pongas para ir a comprar, o van a pensar que somos millonarios y
empezarán a cobrarnos el doble en todo.
—Intentaré
tenerlo presente, Cyril.
—Lo siento, pero
no cuentes con ninguna otra cosa para Navidad. Ya supondrás que
cincuenta dólares es más de- lo que tenía pensado gastar.
Dándole la espalda
se dirigió a la pila y se puso a lavarse las manos.
—Y ahora, andando,
cariño, a hacer un buen almuerzo. Me hubiera gustado acompañarte,
pero tengo en la salita al viejo Gorman esperando, se le ha roto un
gancho de la dentadura.
La señora Bixby se
encaminó hacia la puerta.
Mataré a ese
prestamista, decía para sus adentros. Saliendo de aquí me voy
derecho a la tienda, le echaré esta porquería de cuello en mitad de
la cara y, como se niegue a devolverme el abrigo, le mato.
—¿Te he dicho que
regresaría tarde esta noche? —le preguntó Cyril Bixby, que seguía
lavándose las manos.
—No.
—Según pintan las
cosas en este momento, no será antes de las ocho y media. O incluso
las nueve.
—Sí, está bien.
Adiós.
La señora Bixby
salió dando un portazo.
En ese preciso
momento, la señorita Pulteney, la secretaria-ayudante, pasó como
flotando a su lado, corredor adelante, apresurada por el almuerzo.
—Un día soberbio,
¿verdad? —comentó con una sonrisa deslumbradora la joven al darle
alcance.
Caminaba con
cadencia, envuelta en un suave hálito de perfume, y parecía, ni más
ni menos, una reina. Una reina vestida con el precioso abrigo de
visón negro que el coronel había regalado a la señora Bixby.
Relatos de lo inesperado, 1979.
No hay comentarios:
Publicar un comentario