A Ignacio Aldecoa.
La fachada de la
casa era una baja pared enjalbegada y un portón ancho. Nada más.
Detrás del portón, un corralazo con higuera y parra, con pozo y
macetas y, cosa rara, un bravo desmonte velloso de hierba, solaz de
las gallinas. Refiriéndose a él decía Paulina: «Cuando hicieron
la casa y la cueva, hace milenta años, quedó ese montón de tierra.
Como le nació hierba y amapolas, mi padre dijo: “Lo dejaremos”.
Y cuando nos casamos, Gumersindo dijo: “Pues vamos a dejarlo y así
tenemos monte dentro de casa”». En el fondo del corralazo, en
bajísima edificación, la cocina, la alcoba del matrimonio, la
cuadra de Tancredo y un corralito para el cerdo.
Algunas tardes,
muchas, íbamos con mamá o con la abuela a visitar a la hermana
Paulina. Si era verano, la encontrábamos sentada entre sus macetas,
junto al pozo, leyendo algún periódico atrasado de los que le
traían las vecinas; o cosiendo.
Al vernos llegar se
quitaba las gafas de plata, dejaba lo que tuviese entre manos y nos
decía con aquella su sonrisa blanca:
—¿Qué dice esta
familieja?
Siempre me cogía a
mí primero. Me acariciaba los muslos y apretaba mi cara contra la
suya. Recuerdo de aquellos abrazos de costado: su pelo blanquísimo,
sus enormes pendientes de oro y la gran verruga rosada de su frente…
Olía a arca con membrillos pasados, a aceite de oliva, a paisaje
soñado. Y me miraba más con la sonrisa que con sus ojos claros,
cansados, bordeados de arrugas rosadas.
Mientras los niños
jugábamos en el corralazo o hacíamos alpinismo en el pequeño
monte, ella hablaba con mamá. Gustaban de recordar cosas antiguas de
gentes muertas, de calles que eran de otra manera, de viñas que ya
se quitaron, de montes que ya eran viñas, de romerías a Vírgenes
que ya no se estilaban. Y al hablar, con frecuencia levantaba una
ceja, o el brazo, como señalando cosas distantes en el tiempo. Y al
reír se tapaba la boca con la mano e inclinaba la cabeza («qué
cosas aquellas, hija mía»). Si contaba cosas tristes, levantaba un
dedo agorero y miraba muy fijamente a los ojos de mamá («…
aquello tenía que ser así, tenía que morirse, como nos moriremos
todicos»).
En invierno nos
recibía en su cocina, bajo la campana de la chimenea, vigilando el
cocer de sus pucheros. La llama, que era la única luz de la
habitación si estaba sola, despegaba brillos mortecinos de los vasos
gordos de la alacena, de un turbio espejo redondo, del cobre colgado.
En el silencio de la cocina sólo vivía el latir del despertador,
que acrecía hasta batirlo todo cuando había silencio, y llegaba a
callarse si todos hablaban. «Si se para el despertador, lo “siento”
aunque esté en la otra punta del corralazo o en casa de las vecinas»
—decía la hermana Paulina—. En las noches más frías de
invierno lo envolvía con una bufanda, no se escarchase. «Cuando no
está Gumersindo, es mi única compaña. Me desvelo, lo oigo y quedo
tranquila».
Si hacía frío,
jugábamos en la cocina sobre la banca, cubierta de recia tela roja
del Bonillo, o en la cuadra de Tancredo.
Al concluir una de
sus historias, quedaba unos instantes silenciosa, mirando al fuego,
con las manos levemente hacia las llamas… Pero en seguida sonreía,
porque le llegaban nuevos recuerdos y, meneando la cabeza y mirando a
mamá, empezaba otra relación. Si era de gracias y dulzuras, nos
decía: «Acercaros, familieja, y escuchar esto», y tomándonos de
la cintura contaba aquello, mirando una vez a uno, otra a otro y otra
a mamá… Y si era de sus muertos, concluía el relato en voz muy
opaca. Se recogía una lágrima, suspiraba muy hondo —«¡Ay,
Señor!»— y quedaba unos segundos mirándose las manos cruzadas
sobre el halda… Mamá le decía: «¿Recuerda usted, Paulina?…».
Ella sonreía, movía la cabeza y se adentraba con sus palabras
añorantes en los azules fondos del recuerdo.
Como se hablaba
tanto de república por aquellos días, una tarde nos contó cuando
la primera República. Aquélla en la que fue el tío abuelo Vicente
Pueblas alcalde. Se reunió con sus concejales en el Ayuntamiento a
tomar la vara, y lo primero que acordaron fue rezar un Tedéum de
gracias por el advenimiento. «Te aseguro que si viene ahora, no
cantarán un Tedéum». Y a la salida de la iglesia, el abuelo
Vicente echó un discurso desde el balcón del Ayuntamiento viejo,
besó la bandera e invitó por su cuenta a un refresco en su posada.
También nos contaba
la «revolución de los consumos». Desde las ventanas de la casa
Panadería dispararon «al pueblo indefenso», que luego asaltó los
despachos y tiró los papeles. Mataron a tres. Por la noche llegó la
tropa desde Manzanares e hicieron hogueras en la calle de la Feria. Y
los del Ayuntamiento y los consumistas huyeron entre pellejos de
vino, e hicieron prisión en el Pósito Nuevo.
Otras veces contaba
lo de la epidemia del cólera: «Los llevaban en carros (a los
muertos), como si fueran árboles secos». O cuando mataron a Tajá o
a don Francisco Martínez, el padre de las Lauras. O lo del año del
hambre, cuando «las pobres gentes se comían los perros y los
gatos».
Cuando llegaba la
hora de marcharnos, abría la despensa, y mientras buscaba en ella,
decía:
—Y ahora, el
regalo de la hermana Paulina.
Y mamá:
—Pero Paulina,
mujer…
—Tú, calla,
muchacha.
Y según el tiempo,
sacaba un plato de uvas, o de avellanas, o de altramuces, o de
rosquillas de anís, o lo mejor de todo: cotufas, que llamaba
rosetas. A veces tostones, que son trigo frito con sal. O cañamones.
Si era verano y teníamos sed, nos hacía refrescos de vinagre muy
ricos.
Y al vernos comer
aquellas cosas con gusto, decía sonriendo:
—¿A que están
buenos? ¿Eh, familieja?
Durante muchos años
los abuelos, y luego nosotros, los lunes por la mañana
presenciábamos el mismo espectáculo. Desde muy temprano y con mucha
paciencia, Gumersindo comenzaba sus preparativos. En la puerta de la
calle estaba el carrito con Tancredo enganchado. Tancredo era un
burro entre pardo y negro, con las orejas horizontales y los ojos
aguanosos. Lanas antiguas y grisantas le tapizaban la barriga. En su
lomo, de siempre, llevaba grabado a tijera su nombre en mayúsculas:
TANCREDO. Lo primero que colocaba Gumersindo en el fondo de las
bolsas del carro era la varja. Luego las alforjas repletas, la bota
de media arroba, el botijo, los sacos de pienso para Tancredo, las
mantas. Cada una de estas cosas se las iba aparando Paulina. Él,
silencioso y exacto, las colocaba en su lugar de siempre. Por último,
ataba el arado a la trasera, revisaba el farol y quedaba pensativo.
—¿Llevas el
vinagre?
—Sí, Paulina.
—¿Y el
bicarbonato?
—Sí, Paulina.
—¿Y los
puntilleros nuevos?
—Sí, cordera.
—¿Y las tozas?
—Sí, paloma.
Cuando estaba todo,
Gumersindo miraba su reloj, se ceñía el pañuelo de hierbas a la
cabeza y tomando de las manos a su mujer, le decía como cincuenta
años antes:
—No dejes de echar
el cerrojo por la noche, no vaya a ser que algún loco quiera abusar
de tu soledad.
—Tú vete
tranquilo —decía ella sonriendo—, que tu huerto queda a buen
seguro.
Gumersindo se
acercaba más, le daba dos besos anchos y sonoros y, sin atreverse a
mirarla, nervioso, montaba en el carro.
—¡Arre, Tancredo!
Tancredo arrancaba,
lerdísimo, calle de Martos abajo, y Paulina, acera adelante, echaba
a andar tras él.
—Paulina, ya está
bien —le decía él volviendo la cabeza.
Y la hermana
Paulina, sonriendo, seguía.
—Paulina,
vuélvete.
Pero Paulina
continuaba hasta la calle de la Independencia. Todavía allí
permanecía un buen rato, hasta que las voces de él —«Paulina,
vuélvete»— ya no se oían.
El resto de la
semana, hasta el sábado a media tarde que regresaba Gumersindo,
Paulina esperaba. Esperaba y preparaba el regreso de Gumersindo.
Esperaba y recibía a sus amistades.
Gumersindo, en la
soledad de su viñote, a casi diez leguas del pueblo, esperaba
también, sin amistades a quien recibir. («Allí solico, luchando
contra la tierra, el pobre mío»).
Cuando el cielo se
oscurecía, Paulina, desde la puerta de su cocina, venteaba con los
ojos preocupados —«¡Ay, Jesús!»—. Los días de tormenta,
pegada a la lumbre, rezaba viejas oraciones entre católicas y
saturnales.
Nunca imaginaba a su
Gumersindo amenazado de otros enemigos que los atmosféricos. Al
hablar del cieno, la nevasca, la helada, la tormenta o el granizo,
los personalizaba como criaturas inmensas de bien troquelado
carácter. El rayo, sobre todo, era, según Paulina, el gran Lucifer
de los que andan perdidos por el campo. «Santa Bárbara, manda tus
luces a un jaral sin nadie; / Santa Bárbara, líbralo de todo mal, /
quita el rayo del aprisco y del candeal; / mándalo con los infieles
/ a la otra orilla del mar». O aquella otra jaculatoria, entre
tradicional y de su propia imaginativa: «San Isidro, ampara a mi
Gumersindo; / que el agua moje la tierra / y no arrecie en temporal;
/ la nieve venga en domingo, / en lunes llegue el granizo / a poco de
amañanar; / San Isidro, a los pedriscos / ordénalos jubilar…».
Los sábados, hacia
las seis de la tarde, Gumersindo asomaba, llevando a Tancredo del
diestro, por la calle de la Independencia. Mucho antes ya estaba
Paulina en la esquina con los ojos hacia la plaza.
—¿Qué hay,
Paulina? ¿Esperando a tu Gumersindo?
—¡Ea! —contestaba
casi ruborosa.
—Mira a Paulina
esperando a su galán.
—¡Ea!
Así que columbraba
el carro, Paulina no contestaba a los saludos. Sus claros ojos,
achicados por los años, por los sábados de espera y los lunes de
despedida, miraban a lo que ella bien sabía, sin desviarse un punto.
Entre la polvareda
que levantaban tantos carros en sábado, aparecía la silueta de
Gumersindo, delgadito, enjuto, trayendo del diestro a Tancredo, que
buen sabedor de sus destinos, andaba más liviano, con las orejas un
poquito alzadas y diríase que una vaga sonrisa en su hocico húmedo.
Antes de que el
carro llegase a la esquina de la calle de Martos, Paulina avanzaba
por el centro de la carrilada hasta Gumersindo. Tomándole la cara
entre las manos, lo besaba como a un niño.
—Vamos, Paulina,
vamos. ¿Qué va a decir la gente? —decía él, tímido,
empujándola con suavidad. (Él, que olía a aire suelto de otoño y
a sol parado; a pámpanos y a mosto, si ya era vendimia). Daba luego
unas palmadas a Tancredo: «¡Ay, viejo!».
Se les veía venir
calle de Martos adelante cogidos del bracete —como ella decía—,
seguidos de Tancredo, ya confiado a su querencia. Siempre le traía
él algún presente: las primeras muestras de la viña, unas amapolas
adelantadas, un jilguero, espigas secas de trigo para hacer tostones,
un nido de pájaros o un grillo bien guardado en la boina. Cierta vez
—siempre lo recordaba ella— le trajo una avutarda, dorada como un
águila, que apeó el propio Gumersindo de un majano con un solo tiro
de escopeta.
Desuncido el carro y
Tancredo en la cuadra, Paulina le sacaba a su hombre la jofaina,
jabón y ropa limpia. Con el agua fría del pozo se atezaba y aseaba
según su medida, mientras ella le tenía la toalla y se entraba la
ropa sucia. Luego, si hacía buen tiempo, se sentaban los dos juntos
a una mesita, bajo la parra, a comer los platos que ella pensó
durante toda la semana. Y comiendo en amor y compaña, iniciaban la
plática que duraría dos días. Él le contaba minuciosamente todos
sus quehaceres y accidentes de la semana; en qué trozo de tierra
laboró, cómo presentía la cosecha, quiénes pasaron junto a su
haza, si le sobró o faltó algún companaje, si hizo frío, calor o
humedad. Si tuvo noches claras o «escuras», si habló o no con los
labradores de los cortes vecinos, qué le dijeron y cómo respondió
él. Dedicaba un buen párrafo al comportamiento de Tancredo; si
anduvo de buen talante o lo pasó mal con los tábanos y las avispas.
Si se le curó o no aquella matadura que le hiciera la lanza la
pasada semana. Si engrasó o no las tijeras de podar, y muy sobre
todo, si le alcanzó el vino hasta la hora de la vuelta.
Luego le llegaba el
turno a Paulina, que le daba las novedades del pueblo durante la
semana. Qué visitas tuvo y de qué se habló. Repaso de enfermedades
en curso, muertos y nacimientos entre la vecindad y conocidos. Los
miedos que pasó ella el jueves, que se encirró el cielo o se vieron
relámpagos por la parte de Alhambra. La preocupación por si le
habría puesto poco tocino en el hato o si el vino se habría
repuntado con la calina que hizo.
Durante los días
que permanecía Gumersindo en el pueblo, nadie nos acercábamos por
casa de Paulina: «Como está Gumersindo…». Se veía a la pareja
sola, sentada en la puerta si era verano, trabada en sus pláticas.
Si en invierno, en la cocina, al amparo del fuego, hablaban mirando
las llamas. Las historias de Paulina y Gumersindo eran
preferentemente de cosas sucedidas en otros años, relaciones de
personas muertas y hechos apenas conservados en la memoria de los
viejos. O cuentecillos dulces, pequeñas anécdotas, situaciones
breves; a veces meras historias de una mirada o un gesto, de un breve
ademán, de un secreto pensamiento que no afloró. Pero ella, por lo
menudo y prolijo de su charla, les daba dimensiones imprevistas.
(Ahora comprendo que en todas sus historias y pláticas había una
sutil malicia, una delgada intención que entonces se me escapaba.
Años después, cuando mamá me recordaba las cosas de Paulina, caí
en la singular minerva de sus pláticas).
Entre la muerte de
Gumersindo y Paulina mediaron pocas semanas. No podía ser de otra
manera.
Un sábado, Paulina,
desde la esquina de la calle de Martos, vio enfilar el carro por
Independencia, como siempre, pero algo le extrañó. Gumersindo no
venía a pie con Tancredo del diestro, según costumbre de cincuenta
años. Impaciente, avanzó calle adelante. Se encontró con el carro
a la altura de la casa de Flores. Detuvo a Tancredo. Gumersindo,
liado en mantas, casi tumbado, asomaba una mano, en la que llevaba
las ramaleras. Venía amarillo, quemado por la fiebre, con los ojos
semicerrados.
—¿Qué te pasa?
—Que me llegó la
mala, Paulina… El cierzo de ayer se me lió al riñón.
Lo tapó un poco
mejor y tomó ella el diestro de Tancredo. Caminaba con sus ojos
claros inmóviles. Los vecinos la preguntaban:
—¿Qué pasa,
Paulina?
Ella seguía sin
responder, mirando a lo lejos, bien sujeto el ronzal del viejo
Tancredo.
No permitió Paulina
que nadie lo tocara. Ella lo lavó y amortajó. Ella, con ayuda de
otras mujeres, lo echó en la caja. Ella, sin una lágrima, lo miró
con sus viejos ojos claros desde que lo encamaron hasta cerrar la
caja.
Fue un entierro sin
llantos, sin palabras. En el corralazo aguardábamos los vecinos,
mirando el pozo, la parra, la higuera, el desmonte cubierto de hierba
tierna, el carro desuncido, descansando en las lanzas. Cuando sacaron
la caja al coche que aguardaba en la calle, Paulina, ante el asombro
de todos, echó a andar tras el féretro. Los curas la miraban
embobados, sin dejar de cantar. Nadie se atrevió a disuadirla. Iba
sola delante del duelo, con las manos cruzadas, pañuelo de seda
negro a la cabeza y los ojos fijos en el arca de la muerte. Así
llegó hasta la esquina de Martos con Independencia. Cuando el coche
dobló hacia la plaza, ella quedó parada en la esquina y, como
siempre, levantó el brazo.
Mamá y otras
vecinas quedaron junto a la hermana Paulina, que seguía moviendo la
mano, hasta que el entierro y su compaña desembocó en la plaza.
Volvió entre los brazos de las vecinas completamente abandonada,
llorando, al fin, con un solo gemido interminable, sordo, sin
remedio, que acabó con su agonía muchos días después.
No sé por qué lío
de herederos, la casa de Paulina sigue abandonada. Alguna vez me he
asomado por el ojo de la cerradura y he visto el corralazo lodado de
malas hierbas y cardenchas. Y por más que esfuerzo mi memoria, no
consigo rememorar en él la dulce vida de Paulina, sino el quejido
sordo, interminable, de animal herido, que sonó en aquella casa
hasta el ronquido final de la dulce.
jueves, 3 de diciembre de 2020
Paulina y Gumersindo. Francisco García Pavón.
Cuentos republicanos. 1961.
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