Hubo una vez, no hace mucho
tiempo, en un país no muy lejano, un sultán venerable que solía
decir que su gobierno funcionaba a las mil y una maravillas y un
venerable visir (que aspiraba a gobernar y ocupar así el puesto que
por entonces ocupaba el sultán) que argüía que las cosas de la
nación no podían ir peor pero que él tenía la solución para que
todo mejorase. Tanto insistió el visir en su propaganda que, un día
entre los días, el califa de aquellos reinos lo nombró sultán y al
antiguo sultán lo nombró visir.
No
tardó mucho el nuevo sultán en ufanarse del gran cambio que había
dado el país bajo su mando. Ahora, decía, las cosas de la nación
iban realmente bien. Pero el antiguo sultán, y entonces visir,
comenzó a propagar la opinión de que las cosas marchaban hoy mucho
peor que antes y pedía al califa que le honrara con la devolución
de su anterior cargo. Tanto insistió que, un día entre los días,
el califa lo restituyó en su antiguo puesto. Y la misma historia se
repitió una y otra vez entre el sultán y el visir y, más tarde,
entre sus descendientes.
Cosas
así, por fortuna, sólo pasan en los países no democráticos, donde
el pueblo no es soberano y, por tanto, ni pincha ni corta en
cuestiones de Estado.
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