miércoles, 2 de diciembre de 2020

Una historia política. Miguel Bravo Vadillo.

Hubo una vez, no hace mucho tiempo, en un país no muy lejano, un sultán venerable que solía decir que su gobierno funcionaba a las mil y una maravillas y un venerable visir (que aspiraba a gobernar y ocupar así el puesto que por entonces ocupaba el sultán) que argüía que las cosas de la nación no podían ir peor pero que él tenía la solución para que todo mejorase. Tanto insistió el visir en su propaganda que, un día entre los días, el califa de aquellos reinos lo nombró sultán y al antiguo sultán lo nombró visir.
No tardó mucho el nuevo sultán en ufanarse del gran cambio que había dado el país bajo su mando. Ahora, decía, las cosas de la nación iban realmente bien. Pero el antiguo sultán, y entonces visir, comenzó a propagar la opinión de que las cosas marchaban hoy mucho peor que antes y pedía al califa que le honrara con la devolución de su anterior cargo. Tanto insistió que, un día entre los días, el califa lo restituyó en su antiguo puesto. Y la misma historia se repitió una y otra vez entre el sultán y el visir y, más tarde, entre sus descendientes.
Cosas así, por fortuna, sólo pasan en los países no democráticos, donde el pueblo no es soberano y, por tanto, ni pincha ni corta en cuestiones de Estado.


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