El otro día asistía a una comida en Londres. Las señoras se habían
retirado al piso de arriba, y nadie se sentaba a mi derecha; a mi
izquierda tenía a un hombre a quien no conocía, pero que
evidentemente sabía mi nombre, porque al cabo de un rato se volvió
hacia mí y me dijo:
—He leído en una
revista un cuento suyo sobre Bethmoora.
Por supuesto,
recordé el cuento. Era el cuento de una hermosa ciudad oriental
súbitamente abandonada un día, nadie sabe por qué. Respondí:
—¡Oh, si! —y
busqué con calma en mi mente alguna fórmula de reconocimiento más
adecuada al encomio que me había dedicado su memoria.
Pero quedé
asombrado cuando me dijo: «Está usted en un error respecto a la
enfermedad del gnousar; no fue nada de eso.»
Yo repuse: «¿Cómo?
¿Ha estado usted allí?»
Y él dijo: «Si;
voy a veces con el haschisch. Conozco Bethmoora bastante bien.» Y
sacó del bolsillo una cajita llena de una substancia negra parecida
a la brea, pero con un olor extraño. Me advirtió que no la tocara
con los dedos, porque me quedaría la mancha para muchos días. «Me
la regaló un gitano», dijo. «Tenía cierta cantidad, porque era lo
que había terminado por matar a su padre. » Mas le interrumpí,
pues anhelaba conocer de cierto por qué había sido abandonada
Bethmoora, la hermosa ciudad, y por qué súbitamente huyeron de ella
todos sus habitantes en un día, «¿Fue por la maldición del
Desierto?», pregunté. Y él dijo: «En parte fue la cólera del
Desierto y en parte el aviso del emperador Thuba Mleen, porque esta
espantosa bestia estaba en cierto modo emparentada con el Desierto
por línea de madre.»
Y me contó esta
extraña historia: «Usted recuerda al marinero de la negra cicatriz
que estaba en Bethmoora el día descrito por usted, cuando los tres
mensajeros llegaron jinetes en sendas mulas a la puerta de la ciudad
y huyó toda la gente. Encontré a este hombre en una taberna
bebiendo ron y me contó el éxodo de Bethmoora, pero tampoco sabía
en qué consistiera el mensaje ni quién lo había enviado. Sin
embargo, dijo que quería ver de nuevo a Bethmoora, otra vez que
tocase en puerto de Oriente, aunque tuviera que habérselas con el
mismo diablo. Decía con frecuencia que quería encontrarse cara a
cara con el diablo para descubrir el misterio que vació en un solo
día a Bethmoora. Y al fin acabó por verse con Thuba Mleen, cuya
refinada ferocidad no había él imaginado. Pero un día me dijo el
marinero que había encontrado barco, y no volví a hallarle en la
taberna bebiendo ron. Fue por entonces cuando el gitano me regaló el
haschisch, del que guardaba una cantidad sobrante. Literalmente, le
saca a uno de sí mismo. Es como unas alas. Vuela usted a distantes
países y entra en otros mundos. Una vez descubrí el secreto del
universo. He olvidado lo que era, pero sé que el Creador no toma en
serio la Creación, porque recuerdo que Él se sentaba en el Espacio
frente a toda Su obra y reía. He visto cosas increíbles en
espantosos mundos. De la misma suerte que su imaginación le lleva a
usted allá, sólo por la imaginación puede usted volver. Una vez
encontré en el éter a un espíritu fatigado y vagabundo que había
pertenecido a un hombre a quien las drogas habían matado cien años
antes, y me llevó a regiones que jamás había yo imaginado; nos
separamos coléricos más allá de las Siete Cabrillas, y no pude
imaginar mi camino de retorno. Y hallé una enorme forma gris, que
era el espíritu de un gran pueblo, tal vez de una estrella entera, y
le supliqué me indicara el camino de mi casa, y se detuvo a mi lado
como un viento súbito y señaló, y hablando muy quedo, me preguntó
si distinguía allí cierta lucecilla, y yo veía una débil y lejana
estrella, y entonces me dijo: «Es el Sistema Solar», y se alejó a
tremendas zancadas. Imaginé como pude mi camino de retorno, y a un
tiempo justo, porque mi cuerpo estaba a punto de quedarse tieso sobre
una silla en mi cuarto; el fuego se había extinguido y todo estaba
frío, y tuve que mover todos mis dedos uno por uno, y había en
ellos alfileres y agujas, y terribles dolores en las uñas, que
empezaban a deshelarse. Al fin logré mover un brazo y alcanzar la
campanilla, y nadie vino en un largo rato, porque todos estaban
acostados; pero al cabo un hombre apareció, y trajeron a un médico;
y él dijo que era una intoxicación de haschisch; pero todo hubiera
ocurrido a pedir de boca si no hubiera topado con el cansado espíritu
vagabundo.
«Podría contarle a
usted cosas sorprendentes que he visto; pero usted quiere saber quién
envió el mensaje a Bethmoora. Pues bien, fue Thuba Mleen.
«He aquí cómo lo
he sabido. Yo iba a menudo a la ciudad después de aquel día que
usted describió (yo acostumbraba a tomar el haschisch todas las
tardes en mi casa), y siempre la encontré deshabitada. Las arenas
del desierto habían invadido la ciudad, y las calles estaban
amarillas y llanas, y en las abiertas puertas, que batían el aire,
se amontonaba la arena.
»Una tarde monté
una guardia junto al fuego, y, acomodado en una silla, mastiqué mi
haschisch; y la primera cosa que vi al llegar a Bethmoora fue el
marinero de la negra cicatriz, que paseaba calle abajo, dejando las
huellas de sus pies en la amarilla arena. Y entonces comprendí que
iba a ver el secreto poder que mantenía despoblada a Bethmoora.
«Vi que el Desierto
había montado en cólera, porque nubes tempestuosas se hinchaban en
el horizonte y se oía el mugido de la arena.
»Bajaba el marinero
por la calle escudriñando las casas vacías; unas veces gritaba y
otras cantaba, o escribía su nombre en una pared de mármol. Luego
se sentó en un peldaño y comió su ración. Al cabo de algún
tiempo se aburrió de la ciudad y volvió calle arriba. Cuando
llegaba a la puerta de cobre verde aparecieron tres hombres montados
en camellos.
«Yo no podía hacer
nada. Yo no era más que una conciencia invisible, vagabunda; mi
cuerpo estaba en Europa. El marinero se defendió bien con sus puños;
pero al fin fue reducido y amarrado con cuerdas e internado en el
Desierto.
«Le seguí cuanto
pude, y vi que se dirigían por el camino del Desierto, rodeando las
montañas de Hap, hacia Utnar Véhi, y entonces conocí que los
hombres de los camellos pertenecían a Thuba Mleen.
«Yo trabajo todo el
día en una oficina de seguros, y espero que no me olvidará si desea
hacer algún seguro de vida, contra incendio o de automóviles; pero
esto nada tiene que ver con mi historia.
«Estaba impaciente,
ansioso por volver a mi casa, aunque no es saludable tomar haschisch
dos días seguidos; mas anhelaba ver lo que harían con el pobre
hombre, porque a mi oído habían llegado malos rumores acerca de
Thuba Mleen. Cuando por fin me vi libre, tuve que escribir una carta;
llamé luego a mi criado y le di orden de que nadie me molestase;
pero dejé la puerta abierta en previsión de un accidente. Después
aticé un buen fuego, me senté y tomé una ración del tarro de los
sueños. Me dirigía al palacio de Thuba Mleen.
«Detuviéronme más
que de costumbre los ruidos de la calle, pero de súbito me sentí
elevado sobre la ciudad; los países europeos volaban raudos por
debajo de mí, y a lo lejos aparecieron las finas y blancas agujas
del palacio de Thuba Mleen. Le encontré en seguida al extremo de una
reducida y estrecha cámara. Una cortina de rojo cuero pendía a su
espalda, y en ella estaban bordados con hilo de oro todos los nombres
de Dios escritos en yannés. Tres ventanitas había en lo alto. El
Emperador podría tener hasta veinte años, y era pequeño y flaco.
Nunca la sonrisa asomaba a su rostro amarillo y sucio, aunque sonreía
entre dientes de continuo. Cuando recorrí con la vista desde la
deprimida frente al trémulo labio inferior, me di cuenta de que algo
horrible había en él, aunque no pude percibir qué era. Luego me
percaté: aquel hombre nunca pestañeaba; y aunque después observé
atentamente aquellos ojos para sorprender un parpadeo, jamás pude
advertirlo.
«Luego seguí la
absorta mirada del Emperador y vi tendido en el suelo al marinero,
que estaba vivo, pero horriblemente desgarrado, y los reales
torturadores cumplían su obra en torno de él. Habían arrancado de
su cuerpo largas túrdigas de pellejo, pero sin acabar de
desprenderlas, y atormentaban los extremos de ellas a bastante
distancia del marinero.» El hombre que encontré en la comida me
contó muchas cosas que debo omitir. «El marinero gemía suavemente,
y a cada gemido Thuba Mleen sonreía. Yo no tenía olfato, mas oía y
veía, y no sé qué era lo más indignante, si la terrible condición
del marinero, o el feliz rostro sin pestañeo del horrible Thuba
Mleen.
«Yo quería huir,
pero no había llegado el momento y hube de permanecer donde estaba.
«De pronto comenzó
a contraerse con violencia la faz del Emperador y su labio a temblar
rápidamente, y llorando de rabia, gritó en yannés con desgarrada
voz al capitán de los torturadores que había un espíritu en la
cámara. Yo no temía, porque los vivos no pueden poner sus manos
sobre un espíritu, pero todos los torturadores espantáronse de su
cólera y suspendieron la tarea, porque sus manos temblaban de
horror. Luego salieron de la cámara dos lanceros, y a poco volvieron
con sendos cuencos de oro rebosantes de haschisch; los cuencos eran
tan grandes, que podrían flotar cabezas en ellos si hubieran estado
llenos de sangre. Y los dos hombres se abalanzaron rápidamente sobre
ellos y empezaron a comer a grandes cucharadas; cada cucharada
hubiera dado para soñar a un centenar de hombres. Pronto cayeron en
el estado del haschisch, y sus espíritus, suspensos en el aire,
preparábanse a volar libremente, mientras yo estaba horriblemente
espantado; pero de cuando en cuando retornaban a su cuerpo, llamados
por algún ruido de la estancia. Todavía seguían comiendo, pero ya
perezosamente y sin avidez. Por fin las grandes cucharas cayeron de
sus manos, y se elevaron sus espíritus y los abandonaron. Mas yo no
podía huir. Y los espíritus eran aún más horribles que los
hombres, porque éstos eran jóvenes y todavía no habían tenido
tiempo de moldearse a sus almas espantosas. Aún gemía blandamente
el marinero, suscitando leves temblores en el Emperador Thuba Mleen.
Entonces, los dos espíritus se abalanzaron sobre mí y me
arrastraron como las ráfagas del viento arrastran a las mariposas, y
nos alejamos del pequeño hombre pálido y odioso. No era posible
escapar a la fiera insistencia de los espíritus. La energía de mi
terrón minúsculo de droga era vencida por la enorme cucharada llena
que aquellos hombres habían comido con ambas manos. Pasé como un
torbellino sobre Arvle Woondery, y fui llevado a las tierras de
Snith, y arrastrado sobre ellas hasta llegar a Kragua, y aún más
allá, a las tierras pálidas casi ignoradas de la fantasía.
Llegamos al cabo a aquellas montañas de marfil que se llaman los
Montes de la Locura. E intenté luchar contra los espíritus de los
súbditos de aquel espantoso Emperador, porque oí al otro lado de
los montes de marfil las pisadas de las bestias feroces que hacen
presa en el demente, paseando sin cesar arriba y abajo. No era culpa
mía que mi pequeño terrón de haschisch no pudiera luchar con su
horrible cucharada... »
Alguien sacudió la
campanilla de la puerta. En aquel momento entró un criado y dijo a
nuestro anfitrión que un policía estaba en el vestíbulo y quería
hablarle al punto. Nos pidió licencia, salió y oímos que un hombre
de pesadas botas le hablaba en voz baja. Mi amigo se levantó, se
acercó a la ventana, la abrió y miró al exterior. «Debí pensar
que haría una hermosa noche», dijo. Luego saltó afuera. Cuando
asomamos por la ventana nuestras cabezas asombradas, ya se había
perdido de vista.
Cuentos de un soñador, 1910.
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