Todas las noches, cuando llega la
hora de las noticias y los políticos empiezan con su verborrea sobre
política nacional, entro en la cocina y quito el sonido del
televisor, me siento a la mesa y pelo cuatro cabezas de ajos;
desgrano luego todos los dientes y los machaco lentamente en un
mortero de madera; lo mezclo todo con sal, aceite de oliva y un
chorrito de limón y sigo dándole golpes hasta formar una masa
compacta; entonces meto el dedo, la pruebo y si está en su justo
punto tuesto cuatro rebanadas de pan y las coloco en un plato junto
al mortero. Me arrodillo entonces entre el frigorífico y la
regadera, y echo a volar todas las pieles de ajo por encima de mi
cabeza, como si fueran pétalos de rosa cayendo por todas partes,
alegre lluvia sobre un templo iluminado por un fuerte olor a ajos y a
pan tostado.
Sólo
después de todo esto llega el tiempo de mi gimnasia diaria con
saltos y volteretas por el pasillo, la sala y las habitaciones. Los
ejercicios gimnásticos duran exactamente el tiempo del telediario,
treinta minutos. Luego, sudada y exhausta, me doy una ducha, me pongo
ropa limpia y me siento tranquila y feliz en la mesa de la cocina a
comerme las rebanadas de pan untadas con ajo, aceite y limón,
regándolo todo con una cerveza rubia y helada.
Después
de estos aperitivos salgo al balcón a echar unas cuantas llamaradas
con mi aliento de ajos. La noche se incendia ante mis ojos. Y así
estoy un ratito apoyada en la barandilla, contemplándolo todo,
imaginándome que vuelo sobre árboles y tejados, sintiendo dentro de
mí música de volcanes, las estrellas parpadeando sobre mi cabeza.
En esos instantes pienso que algo así tenían que sentir en un
pasado los dragones, cuando en plena ebullición de sus incendiadas
fauces miraban el cielo.
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