El
turista despreocupado que pase por West Cornwall quizás pueda haber
observado, al cruzar presuroso la meseta estéril que hay entre
Penzance y Land’s End, un mojón en estado ruinoso que señala un
camino rural en pendiente y que lleva en su tablilla ajada la
inscripción «Polearn 2 millas»; pero probablemente habrán sido
muy pocos los que hayan tenido la curiosidad de recorrer esas dos
millas para ver un lugar al que las guías de viajes conceden una
noticia tan superficial. En un par de líneas poco atrayentes se
describe allí el lugar como una aldea de pescadores con una iglesia
sin ningún interés particular salvo unos tablones tallados y
pintados (pertenecientes originalmente a un edificio anterior) que
forman la barandilla del altar. Pero se recuerda a los turistas que
la iglesia de St. Creed tiene una decoración similar, pero muy
superior en interés debido a su conservación, por lo que ni
siquiera los que sienten una inclinación hacia las iglesias se ven
atraídos hacia Polearn. No merece la pena tragarse un cebo tan
pequeño, y una simple mirada al empinado camino, que con el tiempo
seco presenta una alfombra de piedras puntiagudas, y tras las lluvias
un curso de agua embarrado, casi con toda seguridad le decidirán a
no exponer su motor o bicicleta a ese tipo de riesgos en una región
tan escasamente poblada. Apenas ha visto una casa desde que salió de
Penzance, y la posibilidad de empujar una bicicleta pinchada durante
media docena de fatigosas millas parece un precio muy alto a cambio
de ver unos cuantos tablones pintados.
Por
ello es poco probable que el pueblo de Polearn se vea invadido ni
siquiera en el momento culminante de la estación turística, y por
lo que se refiere al resto del año imagino que un par de personas
cruzarán cada día esas dos millas (bastante sobradas) de cuesta
empinada y pedregosa. No estoy olvidando en este exiguo cálculo al
cartero, pues son escasos los días en los que dejando caballo y
carro arriba de la colina llega hasta el pueblo, ya que unos cuantos
cientos de metros, camino abajo, hay un gran buzón blanco, parecido
a un cofre, al lado del camino, con una ranura para las cartas y una
puerta cerrada con llave. Sólo cuando llevaba en la cartera una
carta certificada o era portador de un paquete demasiado grande para
insertarlo a través de la ranura cuadrada del cofre, tenía que
bajar la colina y entregar la perturbadora misiva, dándosela en
persona al propietario y recibiendo a cambio por su amabilidad alguna
pequeña moneda de gratificación o un refresco.
Pero
esas ocasiones son raras, y su rutina general consiste en sacar del
buzón las cartas que pueda haber depositadas allí y dejar en su
lugar las que ha traído. Estas las viene a buscar, quizás ese mismo
día o quizás al siguiente, un enviado de la oficina de correos de
Polearn. En cuanto a los pescadores del lugar, que en su comercio
exportador constituyen el principal vínculo de movimiento entre
Polearn y el mundo exterior, ni siquiera en sueños llevarían sus
capturas por la inclinada pendiente, con seis millas de viaje, hasta
el mercado de Penzance. La ruta marina es más corta y sencilla, y
entregan sus mercancías en la cabeza del muelle. Por ello, aunque la
única industria de Polearn sea la pesca marina, no encontrará
pescado allí a menos que le haya comunicado previamente sus
necesidades a uno de los pescadores. Los arrastreros regresan tan
vacíos como una casa hechizada, mientras sus trofeos viajan en un
tren veloz hacia Londres.
Ese
aislamiento de una pequeña comunidad, habiendo sido un hecho
continuado de la vida durante siglos, produce también el aislamiento
del individuo, por lo que en ninguna parte se encontrará mayor
independencia de carácter que entre los habitantes de Polearn. Pero
estos se encuentran unidos, así me lo ha parecido siempre, por
alguna comprensión misteriosa: es como si todos ellos hubieran sido
iniciados en algún rito antiguo inspirado y estructurado por fuerzas
visibles e invisibles. Las tormentas de invierno que se embravecen
contra la costa, el encanto de la primavera, los veranos calurosos y
tranquilos, la estación de las lluvias y la decadencia otoñal han
conformado un encantamiento que línea a línea les ha sido
comunicado a todos y se refiere a las potencias, malignas y benignas,
que rigen el mundo y se manifiestan de modos benignos o terribles…
Llegué
por primera vez a Polearn cuando era un niño de diez años, débil y
enfermizo, amenazado por problemas pulmonares. El trabajo de mi padre
le obligaba a quedarse en Londres y se consideraba que para mí el
aire fresco y un clima suave eran condiciones esenciales para que
pudiera llegar a la vida adulta. La hermana de mi padre se había
casado con el vicario de Polearn, Richard Bolitho, nativo del lugar,
y por eso acabé pasando tres años, como huésped de pago, con mis
parientes. Richard Bolitho poseía una hermosa casa que prefería
habitar en lugar de la vicaría, que dejó a un joven artista, John
Evans, quien se había visto tentado por el hechizo de Polearn, pues
no salía del lugar desde principios de año hasta finales. En el
jardín construyeron para mí un abrigo de techo sólido abierto por
un lado al aire, y allí vivía y dormía, pasando apenas una hora de
las veinticuatro detrás de paredes y ventanas. Estaba fuera en la
bahía con los pescadores, o vagabundeando por los riscos recubiertos
de aulaga que ascendían en empinada pendiente a izquierda y derecha
desde la garganta profunda en la que se encontraba el pueblo, o bien
haraganeaba por la cabeza del muelle o me iba a buscar nidos en los
arbustos con los chicos del pueblo. Salvo los domingos y las escasas
horas diarias de mis lecciones, podía hacer lo que quisiera siempre
que estuviera al aire libre. En cuanto a las lecciones, no tenían
nada de formidable; mi tío me dirigía por floridas sendas entre la
espesura de la aritmética, y me llevaba a hacer agradables
excursiones en los elementos de la gramática latina, pero sobre todo
me pedía que le hiciera un relato diario, con frases claras y
gramaticales, de mis movimientos y de lo que había ocupado mi mente.
Si decidía yo hablarle de un paseo por los acantilados, mi discurso
debía ser ordenado, sin anotaciones vagas e imprecisas de lo que
había observado. De esa manera formaba también mi capacidad de
observación, pues me ordenaba que le dijera qué plantas estaban en
flor, y qué aves se hallaban suspendidas sobre el mar dedicadas a la
pesca, o cuáles construían nidos en los arbustos. Le debo por ello
una gratitud perenne, pues la observación y la expresión de mis
pensamientos con palabras claras se ha convertido en mi profesión.
La
rutina prescrita para el domingo era mucho más formidable que las
tareas de la semana. Algunas ascuas oscuras formadas por el
calvinismo y el misticismo ardían débilmente en el alma de mi tío
y hacían que el domingo se hubiera convertido en un día de terror.
Su sermón de la mañana nos chamuscaba con un anticipo de los fuegos
eternos reservados a los pecadores que no se arrepintiesen, y apenas
si era menos terrorífico en el servicio infantil de la tarde. Me
acuerdo muy bien de su exposición de la doctrina de los ángeles
guardianes. Decía que un niño podía considerarse seguro con esa
atención angelical, pero que se cuidara de cometer ninguna de las
numerosas ofensas que obligaban a su guardián a apartar el rostro de
él, pues tan seguro como que hay ángeles que nos protegen hay
también presencias malignas y horribles que están dispuestas a
atacar precipitadamente; y hablando de ellas se demoraba con peculiar
agrado. Recuerdo muy bien, asimismo, su comentario en el sermón de
la mañana sobre las tablas talladas de la barandilla del altar, a
las que ya he aludido. Estaba allí el ángel de la Anunciación, y
el de la Resurrección, pero también se encontraba la bruja de
Endor, y en la cuarta tabla una escena que era de entre todas la que
más me concernía. Esta cuarta tabla (bajó desde el pulpito para
señalar sus rasgos gastados por el tiempo) representaba la puerta
del cementerio de Polearn, y ciertamente el parecido resultaba
notable una vez que te lo habían indicado. En la entrada se
encontraba la figura de un sacerdote vestido con sotana que sostenía
una cruz, con la que se enfrentaba a una criatura terrible, semejante
a una babosa gigantesca, que ante él se levantaba sobre las patas
traseras. Aquello, según la interpretación de mi tío, era algún
ser maligno, tal como nos había dicho a los niños, de un poder y
malignidad casi infinitos, al que sólo se podía combatir con una fe
firme y un corazón puro. Abajo estaba escrita esta leyenda:
«Negotium perambulans in tenebris», sacada del Salmo noventa y uno.
Nos la traducía como «La pestilencia que camina en la oscuridad»,
lo que sólo muy débilmente vertía la frase latina. Para el alma
era más mortal que cualquier peste que sólo pudiera matar el
cuerpo: era la Cosa, la Criatura, el Negocio que traficaba en la
Oscuridad exterior, un enviado de la cólera de Dios a los perversos…
Mientras
él hablaba podía ver yo las miradas que intercambiaban los miembros
de la congregación, y sabía que sus palabras estaban provocando una
conjetura, un recuerdo. Se transmitían murmullos y señales de
asentimiento, sabían a qué aludía él, y con la curiosidad de mi
adolescencia no pude descansar hasta que les sonsaqué la historia a
mis amigos los hijos de los pescadores cuando, a la mañana
siguiente, estábamos desnudos tomando el sol después de nuestro
baño. Uno conocía un pedazo, el siguiente sabía otro, y juntos
formaban una leyenda verdaderamente alarmante. De modo escueto y
sencillo, la historia era la siguiente:
A
menos de trescientos metros de distancia, en la plataforma de suelo
llano que hay bajo la cantera de la que se habían sacado sus
piedras, se había levantado una iglesia mucho más antigua que
aquella desde la que mi tío nos aterraba todos los domingos. El
propietario de la tierra la había derribado construyendo para sí
mismo una casa en la misma sede y con aquellos materiales, pero
conservando, en un éxtasis de perversión, el altar, sobre el que
comía y después jugaba a los dados. Con la vejez se apoderó de él
una negra melancolía, y mantenía luces encendidas toda la noche
porque sentía un miedo mortal ante la oscuridad. Una noche de
invierno apareció una tormenta como nadie había conocido antes;
rompió las ventanas de la habitación en la que había cenado y
apagó las lámparas. Gritos de terror atrajeron a sus criados, que
le encontraron en el suelo con sangre brotando de su garganta. Al
entrar vieron que una enorme sombra negra pareció alejarse de él,
arrastrarse por el suelo, subir por la pared y salir por la ventana
rota.
—Allí
estaba él moribundo —me contó el último de mis informantes—. Y
aunque había sido un hombre grande y fornido, se había convertido
en una bolsa de piel, pues aquel ser le había chupado toda la
sangre. Su último aliento fue un grito, con el que voceó las mismas
palabras que nos lee el párroco.
—Negotium
perambulans in tenebris—sugerí
yo.
—Más
o menos. En todo caso latín.
—¿Y
después? —pregunté.
—Nadie
se acercó allí, la vieja casa se pudrió y cayó en ruinas hasta
hace tres años, cuando llegó el señor Dooliss desde Penzance y
volvió a levantar la mitad de ella. Pero a él no le importan mucho
esos seres, ni tampoco el latín. Saca su botella de whisky por el
día y está borracho como un señor por la noche. Bueno, me voy a
cenar a casa.
Con
independencia de la autenticidad de la leyenda, ciertamente conocía
yo ese hecho acerca del señor Dooliss de Penzance, quien desde ese
día se convirtió en objeto de mi curiosidad, más todavía porque
la casa de la cantera estaba junto al jardín de mi tío. La Cosa que
caminaba en la oscuridad no removió mi imaginación, y estaba tan
acostumbrado ya a dormir solo en mi cabaña que la noche no me
reservaba terrores. Pero resultaba muy interesante despertar a alguna
hora y escuchar los gritos del señor Dooliss, conjeturando que la
Cosa había caído sobre él.
Poco
a poco la historia fue desapareciendo de mi mente, siendo borrada por
los intereses más vivos de cada día, y en los dos últimos años
que llevé mi vida al aire libre en el jardín de la vicaría raras
veces pensé en el señor Dooliss y en el posible destino que le
aguardaba por su temeridad al vivir en el lugar en el que había
actuado esa Cosa de la Oscuridad. De vez en cuando le veía en la
valla del jardín, un hombre grande y rubio de paso lento y
tambaleante, pero nunca le vi fuera de su propiedad, ni en las calles
del pueblo ni en la playa. No se metía con nadie y nadie se metía
con él. Si él estaba dispuesto a correr el riesgo de ser la víctima
del legendario monstruo nocturno, o emborracharse tranquilamente
hasta morir, era asunto suyo. Por lo que pude averiguar mi tío había
hecho algunos intentos de verle cuando se vino a vivir a Polearn,
pero el señor Dooliss no parecía considerar de utilidad alguna a
los párrocos, pues decía que no estaba en casa y nunca devolvía la
llamada.
Tras
tres años de sol, viento y lluvia, había superado totalmente mis
primeros síntomas y me había convertido en un jovencito de trece
años fuerte y robusto. Me enviaron a Eton y Cambridge, y a su debido
tiempo terminé los estudios y me convertí en abogado. Veinte años
después obtenía unos ingresos anuales de cinco cifras y había
invertido ya en valores seguros una suma que me producía dividendos
que, dados mis gustos simples y hábitos frugales, me proporcionarían
todas las comodidades materiales que necesitaba yo a este lado de la
tumba. Los grandes premios de mi profesión estaban ya a mi alcance,
pero no tenía ambiciones que me atrajeran ni deseaba esposa e hijos,
pues debo suponer que soy solterón por naturaleza. En realidad,
durante todos aquellos atareados años el encanto de las colinas
azuladas y lejanas me había hecho conservar una ambición, la de
regresar a Polearn y volver a vivir aislado del mundo, con el mar y
las colinas cubiertas de aulaga como compañeros de juego, y los
secretos que allí habitaban como motivo de exploración. El encanto
de aquello se había entretejido en mi corazón, y puedo afirmar
sinceramente que en todos aquellos años apenas si había pasado un
día que no hubiera cruzado por mi mente ese pensamiento y el deseo
de estar allí. Aunque había mantenido una comunicación frecuente
con mi tío mientras vivió, y tras su muerte con la viuda, que
seguía viviendo allí, no había regresado desde que inicié mi
trabajo profesional, pues sabía que si iba allí el volver a
marcharme me produciría un dolor que era incapaz de resistir. No
obstante había decidido que cuando me hubiera ganado los medios para
mi independencia regresaría para no volver a marcharme. Y sin
embargo fui y me marché, y ahora no hay nada en el mundo que pudiera
inducirme a tomar el camino que desde la carretera conduce de
Penzance a Land s End, y ver las laderas de la garganta elevarse
empinadas por encima de los tejados del pueblo escuchando el grito de
las gaviotas mientras pescan en la bahía. Una de esas cosas
invisibles, de los poderes de la Oscuridad, saltó a la luz y la vi
con mis propios ojos.
La
casa en la que había pasado aquellos tres años de adolescencia la
heredó mi tía, y cuando le hice saber mi intención de regresar a
Polearn sugirió que hasta que encontrara yo una casa conveniente
debía vivir con ella siempre que su proposición no me resultara
inconveniente.
«La
casa es demasiado grande para una mujer anciana y solitaria», me
escribió. «A menudo he pensado en abandonarla e irme a una casita
suficiente para mí y mis necesidades. Pero ven y compártela,
querido, y si te resulto molesta, tú o yo podemos irnos. Quizás
desees soledad —como les sucede a casi todos los habitantes de
Polearn—, y me abandones. O puede que te abandone yo a ti: una de
las razones principales de que haya permanecido aquí todos estos
años fue el sentimiento de que no debía dejar que la vieja casa
muriera de hambre. Las casas, como ya sabes, se mueren de hambre si
no se vive en ellas. Fallecen de una muerte prolongada; el espíritu
que habita en ellas se va volviendo más y más débil y al final se
marcha. ¿No te parecerá esto absurdo para tus ideas londinenses…?»
Como
es natural, acepté calurosamente esa propuesta, y una tarde de junio
me encontré al principio del camino que conducía a Polearn, y volví
a descender al empinado valle entre las colinas. No parecía que el
tiempo hubiera producido cambios en la garganta: el mojón ruinoso (o
su sucesor) señalaba hacia el camino con un tablero desvencijado, y
varios cientos de metros más allá estaba el buzón blanco para el
intercambio de cartas. Cosa que recordaba, cosa que encontraba mi
vista, y lo que veía no estaba reducido a una escala menor, tal como
suele suceder con los escenarios de la infancia que se vuelven a
visitar. Allí estaba la oficina de correos, la iglesia y junto a
ella la vicaría, y más allá los altos matorrales que separaban de
la carretera la casa a la que yo me dirigía, y más lejos los
tejados grises de la casa de la cantera, mojada y brillante por el
húmedo viento marino de la tarde. Todo era exactamente como yo lo
recordaba, y sobre todo esa sensación de retiro y aislamiento. En
algún lugar por encima de las copas de los árboles subía el camino
que unía la carretera principal con Penzance, pero todo aquello
había quedado inconmensurablemente distante. Los años que habían
pasado desde la última vez que crucé la bien conocida puerta se
desvanecieron como un aliento helado y desaparecieron en ese aire
cálido y suave. Los tribunales habían quedado en algún lugar del
oscuro libro de la memoria que, si me interesaba volver las páginas,
me informaría de que allí me había hecho un nombre y buenos
ingresos. Pero el libro oscuro estaba ahora cerrado, pues me hallaba
de regreso en Polearn y el hechizo volvió a rodearme.
Y
si Polearn no había sido alterado, lo mismo sucedía con tía
Hester, quien me recibió en la puerta. Siempre había sido delicada
y blanca como la porcelana, y los años, en lugar de envejecerla,
sólo la habían refinado. Cuando nos sentamos a conversar tras la
cena, me contó lo que había sucedido en Polearn en todos aquellos
años y, sin embargo, de alguna manera los cambios de los que ella
hablaba sólo parecían confirmarme la inmutabilidad de todo aquello.
Cuando recuperé la memoria de los nombres le pregunté sobre la casa
de la cantera y el señor Dooliss, y su rostro se oscureció un poco,
como la sombra de una nube al cruzar un día de primavera.
—Sí,
el señor Dooliss —dijo—. Pobre señor Dooliss. Qué bien me
acuerdo de él, aunque deben haber pasado diez años o más desde que
murió. Nunca te escribí para contártelo porque todo fue terrible,
querido, y no deseaba ensombrecer tu recuerdo de Polearn. Tu tío
siempre pensó que le sucedería algo así si seguía con sus
costumbres perversas y etílicas, y algo peor todavía; y aunque
nadie sabe qué es exactamente lo que sucedió, fue del tipo que
podía preverse.
—Pero
¿qué es aproximadamente lo que sucedió, tía Hester? —pregunté.
—Bueno,
claro que no te lo puedo contar todo, porque nadie lo sabe. Pero era
un gran pecador y el escándalo que le rodeó en Newlyn fue sonado.
Vivía además en la casa de la cantera… me pregunto si por
casualidad te acordarás de un sermón de tu tío, cuando bajó del
pulpito y explicó esa tabla de la barandilla del altar; me refiero a
ese horrible ser que se levanta sobre las patas traseras fuera de la
puerta del cementerio.
—Sí,
lo recuerdo perfectamente.
—Ah.
Así que te impresionó, supongo, lo mismo que a todos los que lo
escucharon. Y esa impresión nos golpeó y marcó a todos cuando se
produjo la catástrofe. El señor Dooliss debió enterarse de
alguna manera del sermón de tu tío, y en una borrachera irrumpió
en la iglesia y convirtió la tabla en pedazos. Por lo visto debió
pensar que había en ella algo mágico, y creyó que si lo destruía
se liberaría del terrible destino que le amenazaba. Pero debo
decirte que antes de que cometiera ese terrible sacrilegio había
sido ya un hombre hechizado: odiaba y temía la oscuridad, pensando
que la criatura de la tabla le perseguía, y que mientras mantuviera
encendidas las luces no podría tocarle. Para su mente trastornada la
tabla era la raíz de su terror, y por eso, tal como te dije,
irrumpió en la iglesia e intentó —ya comprobarás por qué digo
«intentó»— destruirla. Cierto que a la mañana siguiente la
encontramos convertida en astillas, cuando tu tío fue a la iglesia
para el servicio matinal y, como conocía el miedo que tenía el
señor Dooliss a la tabla, inmediatamente después fue a la casa de
la cantera y le acusó de su destrucción. El nunca lo negó; se
jactó de lo que había hecho. Estaba allí sentado, aunque era
primera hora de la mañana, bebiendo whisky. «He arreglado por usted
el tema de la Cosa, y también su sermón. Me importan un comino esas
supersticiones», le dijo.
»Tu
tío se marchó sin dar respuesta a su blasfemia, lo que significa
que se fue directamente a Penzance para informar a la policía sobre
ese atropello a la iglesia; pero al regresar de la casa de la cantera
volvió a entrar en la iglesia para poder precisar los detalles del
daño, y allí estaba la tabla, entera y sin el menor desperfecto. Y
sin embargo él mismo la había visto destrozada, y el señor Dooliss
había confesado que la destrucción fue obra suya. Pero allí
estaba, ¿quién sabe si la había arreglado el poder de Dios o algún
otro poder?
Aquello
era realmente Polearn, y fue el espíritu de Polearn el que me hizo
aceptar como hecho comprobado todo lo que me estaba diciendo tía
Hester. Había sucedido así. Entonces siguió hablando con su voz
tranquila.
—Tu
tío reconoció que estaba actuando algún poder que se encontraba
más allá del alcance de la policía, y no acudió a Penzance a
informar sobre el atropello, pues las pruebas de este habían
desaparecido.
En
ese momento me recorrió una repentina avalancha de escepticismo.
—Debió
existir algún equívoco —dije—. No estaría roto…
Su
sonrisa me interrumpió.
—Claro,
querido, has estado tanto tiempo en Londres. Pero deja que te cuente
el resto de la historia. Por alguna razón aquella noche no pude
dormir. Hacía mucho calor y me faltaba aire; me atrevo a decir que
pensarás que las malas condiciones del tiempo explicarían mi estado
de vigilia. Una y otra vez iba a la ventana para ver si podía
encontrar más aire, y desde ella veía la casa de la cantera, y la
primera vez que salí de la cama observé que estaba muy iluminada.
Pero la segunda vez la vi totalmente a oscuras, y mientras me
sorprendía de aquello escuché un grito terrible, y un momento
después los pasos de alguien que corría a toda velocidad saliendo
por la puerta. Mientras corría gritaba: «¡Luz, luz! ¡Dadme una
luz o me cogerá!» Escuchar aquello resultaba terrible, por lo que
fui a despertar a mi marido, que dormía en la pequeña cámara que
hay al
otro lado del pasillo. No perdió tiempo, pero para entonces el
pueblo entero se había despertado con los gritos y, cuando tu tío
llegó al muelle, descubrió que todo había terminado, había marea
baja y en las rocas, a los pies del muelle, estaba el cadáver del
señor Dooliss. Debió cortarse alguna arteria cuando cayó sobre
esas rocas de bordes afilados, pues había muerto desangrado,
pensaron, y a pesar de que era un hombre robusto y grande su cadáver
no era más que piel y huesos. Y sin embargo no había un charco de
sangre a su alrededor, como habría sido de esperar. ¡Sólo piel y
huesos, como si le hubieran chupado hasta la última gota de sangre!
Guardó
silencio un momento y se inclinó hacia delante.
—Querido,
tú y yo sabemos lo que sucedió, o al menos podemos sospecharlo.
Dios tiene sus instrumentos de venganza para aquellos que llevan la
perversidad a los lugares que habían sido sagrados. Oscuras y
misteriosas son sus maneras.
Puedo
imaginar fácilmente lo que habría pensado de una historia semejante
si me la hubieran contado en Londres. Existía una explicación
obvia: aquel hombre estaba borracho, y no es de sorprender que le
persiguieran los demonios del delirio. Pero aquí, en Polearn, el
asunto era distinto.
—¿Y
quién vive ahora en la casa de la cantera? —pregunté—. Hace
años los chicos de los pescadores me contaron la historia del hombre
que la construyó, y de su horrible final. Y ahora ha vuelto a
suceder. Seguramente nadie se atreverá a habitarla de nuevo.
Antes
incluso de terminar la pregunta vi en su rostro que alguien lo había
hecho ya.
—Sí,
vuelve a estar habitada, pues la ceguera no tiene fin… no sé si te
acordarás de él. Hace muchos años era el arrendatario de la
vicaría.
—John
Evans —contesté yo.
—Eso
es. Era un hombre muy agradable. A tu tío le encantaba tener un
arrendatario tan bueno. Y ahora…
Mi
tía se levantó.
—Tía
Hester, no deberías dejar frases sin terminar —le dije.
Ella
hizo un gesto con la cabeza.
—Pero,
querido, si esa frase se terminará por sí misma. ¡Qué tarde es
ya! Debo irme a la cama, y tú también, o pensarán que hemos de
dejar las luces encendidas aquí durante las horas oscuras.
Antes
de meterme en la cama descorrí las cortinas y abrí todas las
ventanas a la marea cálida del aire marino para que entrara
suavemente. Al contemplar el jardín pude ver, bajo la luz de la luna
y brillante por el rocío, el techo de la cabaña en la que había
vivido durante tres años. Aquello, como todo lo demás, me
retrotrajo a los viejos tiempos a los que ahora había regresado, y
me parecieron formar una unidad con el presente, como si no
estuvieran separados por un vacío de más de veinte años. Los dos
fluían en uno, como gotas de mercurio que se unen en una sola bola
brillante y suave, de misteriosas luces y reflejos. Entonces,
levantando un poco la vista, volví a ver iluminadas las ventanas de
la casa de la cantera sobre el fondo negro de la ladera.
La
mañana no acabó con mi ilusión, tal como suele suceder. Mientras
empezaba a recuperar la conciencia, imaginé que era de nuevo un
muchacho que despertaba en la cabaña del jardín y, aunque al irme
despertando más me reí de esa impresión, comprendí que se basaba
en algo que era realmente cierto. Ahora como entonces bastaba con
estar allí, vagabundear de nuevo por los acantilados y escuchar el
ruido que hacían al abrirse las vainas de las semillas maduras de
los matorrales de aulaga; caminar pausadamente por la orilla hasta la
cueva del baño, flotar, dejarme ir a la deriva y nadar en la marea
caliente y tomar el sol sobre la arena, viendo pescar a las gaviotas,
pasar el rato en la cabeza del muelle con los pescadores, ver en sus
ojos y oír en su tranquila conversación la evidencia de cosas
secretas que, más que ser conocidas por ellos, formaban parte de su
instinto y su mismo ser. Allí estaban los poderes y presencias; de
ellas sabían los álamos blancos que crecían junto a la corriente
que charlaba valle abajo, y a veces mostraban un vislumbre de su
conocimiento en los destellos de la parte inferior y blanca de las
hojas; también estaban empapados en esos poderes y presencias los
mismos guijarros que pavimentaban la calle… allí estaba también,
empapado en esas presencias, todo lo que yo quería; lo había estado
inconscientemente de muchacho, pero ahora el proceso debía volverse
consciente. Debía conocer qué conmoción de fuerzas fructíferas y
misteriosas hervía en las laderas al mediodía y centelleaba en el
mar por las noches. Podían ser conocidas, podían incluso ser
controladas por los que eran maestros del hechizo, pero nunca se
podía hablar de ellas, pues eran habitantes de lo más interior,
injertados en la vida eterna del mundo. Pero además de estas
potencias claras y amables había secretos oscuros, y a ellos
pertenecía sin duda el negotium perambulans in tenebris, que,
aunque de malignidad mortal, podía considerarse no sólo como
perverso, sino también como el vengador de los actos sacrílegos e
impíos… todo ello formaba parte del encantamiento de Polearn,
cuyas semillas hacía tiempo que estaban, dormidas, en mí. Pero
ahora estaban brotando, y quién sabe qué extraña flor se abriría
en sus tallos.
No
pasó mucho tiempo hasta que me encontré con John Evans. Una mañana
que estaba tumbado en la playa vi avanzando y arrastrando los pies
por la arena a un hombre robusto y de mediana edad con el rostro de
Sileno. Se detuvo cuando estuvo cerca de mí y me miró entrecerrando
los ojos.
—Vaya,
si es el chaval que solía vivir en el jardín del párroco. ¿No me
reconoce?
Cuando
me habló me di cuenta de quién era: creo que fue su voz quien me
instruyó, y al reconocerla pude ver en esa caricatura los rasgos del
joven fuerte y vivo.
—Claro,
es usted John Evans. Solía ser muy amable conmigo; me hacía
dibujos.
—Los
hice, y le haré alguno más. ¿Bañándose? Eso es algo peligroso.
Nunca se sabe quién vive en el mar; aunque tampoco quién vive en
tierra. Y no es que yo les haga mucho caso. Me dedico al trabajo y al
whisky. ¡Dios mío! Desde aquel tiempo he aprendido a pintar; y
también a beber. Vivo en la casa de la cantera, ya sabe, y es un
lugar que da mucha sed. Venga a ver mis cosas si pasa por allí. Se
ha quedado con su tía, ¿no? Podría hacer un retrato maravilloso de
ella. Un rostro interesante; y sabe mucho. Los que viven en Polearn
tienen que saber mucho, aunque no es que yo sepa mucho de ese
conocimiento.
No
me acuerdo de que nunca hubiera sentido al mismo tiempo tanta
repulsión y tanto interés. Detrás de la grosería de su rostro
habitaba algo que, aunque repugnaba, al mismo tiempo me fascinaba. La
misma cualidad tenía su manera de hablar, espesa y ceceante. Y en
cuanto a sus pinturas, ¿cómo serían…?
—Me
iba ya a casa —dije—. Me encantaría ir si me lo permite.
A
través del jardín abandonado me condujo hasta esa casa, en la que
nunca había entrado. Había un gato grande y gris tomando el sol en
la ventana, y una anciana disponía el almuerzo en una esquina del
frío salón al que daba la puerta. Estaba construida en piedra y las
molduras talladas en los muros, los fragmentos de gárgolas e
imágenes esculpidas, daban testimonio de que era auténtico que se
hubiera construido utilizando la iglesia demolida. En una esquina
había una mesa de madera tallada y oblonga sobre la que se hallaban
esparcidos en desorden los instrumentos de un pintor, y sobre las
paredes se apoyaban montones de lienzos.
Señaló
con el pulgar la cabeza de un ángel incrustada en la repisa de la
chimenea, y sofocó una risa.
—Un
aire muy santificado, así que lo rebajamos para los propósitos de
la vida ordinaria con un tipo distinto de arte. ¿Un trago? ¿No?
Bueno, dé la vuelta a algunos de mis cuadros mientras me pongo a
tono.
Lo
que pensaba de su habilidad como pintor estaba justificado: sabía
pintar (y evidentemente podría pintar cualquier cosa), pero jamás
había visto yo pinturas tan inexplicablemente infernales. Había
estudios exquisitos de árboles, pero te dabas cuenta de que había
algo que habitaba en las sombras parpadeantes. Había un dibujo de su
gato tomando el sol en la ventana, tal como lo acababa de ver, sin
embargo no era un gato, sino un animal de terrible perversión. Había
un muchacho desnudo tumbado sobre la arena, pero no era humano, sino
un ser maligno que había salido del mar. Y sobre todo había cuadros
de su jardín, olvidado y semejante a una selva, pero sabías que en
los arbustos había presencias dispuestas a saltar sobre ti…
—Y
bien, ¿le gusta mi estilo? —dijo acercándose con una copa en la
mano (el vaso que sostenía contenía alcohol sin diluir)—. Intento
pintar la esencia de lo que veo, no la simple corteza y la piel, sino
su naturaleza, aquello de donde procede y lo que engendra. Hay mucho
en común entre un gato y un arbusto fucsia si los miras atentamente.
Todo sale del limo del pozo, y todo regresa allí. Me gustaría hacer
un retrato suyo algún día. Levantaría el espejo ante la
naturaleza, como decía ese viejo lunático.
Después
de aquel encuentro, durante los meses de aquel verano maravilloso, le
vi ocasionalmente. A veces se quedaba en su casa dedicado a pintar
durante varios días, y luego alguna tarde le encontraba paseando
ociosamente por el muelle, siempre a solas, y cada vez que nos
encontramos creció mi repulsión e interés, pues cada vez daba la
impresión de que había ido más lejos por un camino de conocimiento
secreto que le conducía a un santuario perverso en el que le
aguardaba la iniciación completa… y luego, repentinamente, llegó
el final.
Me
había encontrado con él una tarde en los acantilados cuando el
atardecer de octubre encendía todavía el cielo, pero por encima,
con rapidez sorprendente, se aproximaba desde el oeste una gran
mancha de nubes negras de una densidad que jamás había visto. La
luz fue succionada desde el cielo y el crepúsculo cayó en capas
cada vez más gruesas. De pronto él tomó conciencia de aquello.
—He
de regresar lo más rápido que pueda —dijo—. Habrá oscurecido
en unos minutos y mi criado está fuera. Las lámparas no estarán
encendidas.
Partió
a un paso extraordinariamente vivo para alguien que andaba
arrastrando los pies y apenas si podía levantarlos, y enseguida
había convertido su paso en una carrera que le hacía avanzar dando
traspiés. Aun en la oscuridad que se iba produciendo, pude ver que
su rostro estaba bañado por el sudor de algún terror inexpresable.
—Debe
venir conmigo —dijo con palabras entrecortadas—. Pues así
conseguiremos encender antes las luces. No puedo pasar sin ellas.
Tuve
que esforzarme para mantener su paso, pues el terror le daba alas, y
aun así me quedé atrás, por lo que cuando llegué a la puerta del
jardín él ya había recorrido la mitad del sendero que llevaba a la
casa. Le vi entrar, dejando la puerta abierta, y le encontré
manejando torpemente unas cerillas, pero su mano temblaba tanto que
no podía pasar la llama a la mecha de la lámpara.
—Pero
¿qué prisa hay? —pregunté.
Sus
ojos se concentraron entonces en la puerta abierta que tenía a mis
espaldas, y dio un salto desde el asiento, junto a la mesa que en
otro tiempo había sido el altar de Dios, lanzando un grito.
—¡No,
no! ¡Fuera…!
Me
di la vuelta y contemplé lo que él había visto. La Cosa había
entrado y se deslizaba ahora rápidamente por el suelo hacia él,
como una oruga gigantesca. Brotaba de ella una luz rancia y
fosforescente, pues aunque ahora el exterior estaba totalmente negro
la pude ver con toda claridad gracias a la luminosidad horrible de su
presencia. Surgía de ella también un olor a corrupción y
decadencia, como a lodo que ha estado mucho tiempo bajo el agua. No
parecía tener cabeza, pero en la parte frontal había un orificio de
piel arrugada que se abría y cerraba y babeaba por los bordes.
Carecía de pelo y en su forma y su textura era como una babosa. Al
avanzar, levantó del suelo la parte delantera, como una serpiente
dispuesta a atacar, y se lanzó sobre él…
Ante
esa visión, y con sus gritos de agonía en mis oídos, el pánico
que me había paralizado se relajó convirtiéndose en un valor
desesperado, y con manos paralizadas e impotentes traté de
sujetarla. Pero no pude: aunque había allí algo material era
imposible cogerla; mis manos se hundían en ella como en barro
espeso. Era como luchar con una pesadilla.
Creo
que sólo pasaron unos segundos antes de que terminara todo. Los
gritos del infeliz se convirtieron en gemidos y murmullos mientras
tenia encima la Cosa: jadeó una o dos veces y se quedó inmóvil.
Por un momento escuché gorgoteos y ruidos de succión, y luego
aquello se marchó tal como había entrado. Encendí la lámpara que
él había manoseado y lo encontré tumbado en el suelo: no era más
que una corteza de piel en pliegues sueltos sobre unos huesos que
sobresalían.
Visible e invisible, 1923.
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