jueves, 29 de abril de 2021

El sur. Jorge Luis Borges.

El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel; en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores; una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las mil y una noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las mil y una noches sirvieron para decorar pesadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las mil y una noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y haciendas; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba).
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmann, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra; otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dahlmann, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las mil y una noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
—Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando. El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era una ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó, e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón, el viejo gaucho extático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
—Vamos saliendo —dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.


 Artificios, 1944.

miércoles, 28 de abril de 2021

El espanto. Ángel Olgoso.

Acodado en una mesita exterior del café Madagascar, sorbo el contenido de mi taza y contemplo a los transeúntes, estudiándolos como quien pesca con chispa y mosca ahogada. El aire remolca muy despacio las nubes. Me fijo en un hombre agradable con sombrero y maletín que lleva de la mano a una niña de no más de seis años, tironeando un poco de su bracito, lo suficiente como para impedir que avance con naturalidad. Parece asustada. El contacto de aquellas dos manos desparejas no es el idóneo, ni responde a la bendición del amor, remite por el contrario a la vorágine de peligros que se extiende más allá de uno mismo. Esos detalles triviales me sobrecogen. Y su efecto hace que, de pronto, tenga del hombre la percepción —repugnante en el más genuino sentido de la palabra— de algo como una langosta, una más entre las langostas de una plaga que bulle sobre un mar de sangre negra. Los observo mientras se alejan: la niña con pasitos descompasados y él emitiendo sonidos de masticación. Finalmente, ambos se pierden entre los huevos de oscuridad que están siendo incubados bajo los farallones de nuestros edificios.


 

martes, 27 de abril de 2021

La cosecha. Flannery O´Connor.

La señorita Willerton siempre quitaba las migas de la mesa. Era su hazaña doméstica especial y lo hacía con gran esmero. Lucía y Bertha fregaban los platos y Garner se iba a la sala a hacer el crucigrama del Morning Press. Así dejaban sola en el comedor a la señorita Willerton y eso le gustaba a ella. ¡Uf! En aquella casa el desayuno era siempre un suplicio. Lucía insistía en seguir siempre el mismo horario en el desayuno y las demás comidas. Lucía decía que desayunar a la misma hora contribuía a adquirir otras prácticas regulares, y, con lo propenso que era Garner a sufrir molestias, era fundamental que estableciesen algún método en las comidas. De esa manera, también se aseguraba de que él le pusiera agaragar a su crema de trigo. «Como si después de llevar cincuenta años haciéndolo –pensó la señorita Willerton–, fuese capaz de hacer otra cosa». La polémica del desayuno empezaba siempre con las gachas de harina de trigo de Garner y terminaba con las tres cucharadas de piña triturada de la señorita Willerton. «Ya sabes lo de tu acidez, Willie –le decía siempre la señorita Lucía–, ya sabes lo de tu acidez», y entonces Garner ponía los ojos en blanco y soltaba algún comentario desagradable, y Bertha pegaba un salto y Lucía se mostraba afligida y la señorita Willerton saboreaba la piña triturada que acababa de tragarse.
Era un alivio quitar las migas de la mesa. Quitar las migas de la mesa le daba tiempo para pensar, y, si la señorita Willerton debía escribir un relato, antes tenía que pensarlo. Casi siempre pensaba mejor sentada delante de la máquina de escribir, pero por el momento tendría que conformarse con lo que había. En primer lugar, debía pensar un tema para el relato que iba a escribir. Eran tantos los temas sobre los que se podía escribir un cuento que a la señorita Willerton nunca se le ocurría ninguno. Era siempre la parte más difícil de escribir un cuento, ella siempre lo decía. Dedicaba más tiempo a pensar en algo sobre lo que escribir que a la escritura en sí. A veces descartaba un tema tras otro y, a menudo, tardaba una o dos semanas en decidirse por alguno. La señorita Willerton sacó el recogedor y la escobilla de plata y se puso a limpiar la mesa. «¿Y un panadero –se preguntó–, será un buen tema?». «Los panaderos extranjeros eran muy pintorescos», pensó. La tía Myrtile Filmer había dejado sus cuatricromías de panaderos franceses estampadas en sombreros con forma de hongo. Eran hombres magníficos, altos… rubios y…
–¡Willie! –gritó la señorita Lucía, entrando en el comedor con los saleros–. Por el amor de Dios, pon el recogedor debajo de la escobilla o echarás todas las migas sobre la alfombra. En lo que va de la semana le he pasado la aspiradora cuatro veces y no pienso volver a pasarla.
–Si le has pasado la aspiradora no sería por las migas que se me caen a mí –le contestó la señorita Willerton, lacónica–. Siempre recojo las migas que se me caen. Y aclaró–: Y a mí se me caen bien pocas.
–A ver si esta vez lavas el recogedor antes de guardarlo –le soltó la señorita Lucía.
La señorita Willerton se echó las migas en la mano y las arrojó por la ventana. Llevó el recogedor y la escobilla a la cocina y los metió debajo de un chorro de agua fría. Los secó y los volvió a guardar en el cajón. Misión cumplida. Ahora podía ponerse delante de la máquina de escribir. Y estarse allí hasta la hora del almuerzo.
La señorita Willerton se sentó delante de la máquina de escribir y lanzó un suspiro. ¡A ver! ¿En qué había estado pensando? Ah, sí. En los panaderos. Ummm. Los panaderos. No, los panaderos, mejor no. Tenían poco de originales. Los panaderos no producían tensión social. La señorita Willerton clavó la vista en la máquina de escribir. A S D F G… sus ojos recorrieron las teclas. Ummm. «¿Y los maestros?», se preguntó la señorita Willerton. No. Por Dios, no. Los maestros siempre hacían que la señorita Willerton se sintiera rara. Sus maestras del Seminario Femenino Willowpool estaban bien, pero eran todas mujeres. El Seminario Femenino de Willowpool, recordó la señorita Willerton. La frase no le gustaba nada: Seminario Femenino de Willowpool… sonaba a biología. Ella se limitaba a decir que se había graduado de Willowpool. Los maestros hacían que la señorita Willerton se sintiera como si estuviera a punto de pronunciar algo mal. Además, los maestros no eran oportunos. Ni siquiera representaban un problema social.
Problema social. Problema social. Ummm. ¡Los aparceros!
La señorita Willerton nunca había intimado con ningún aparcero pero, reflexionó, como tema tendría tanto arte como cualquier otro, ¡y le permitirían conseguir ese aire de trascendencia social que tan útil resultaba en los círculos que esperaba conocer en sus viajes! «Siempre puedo sacarle partido –refunfuñó–, al tema de la lombriz intestinal». ¡Ya le iba saliendo! ¡Sin duda! Movió los dedos con nerviosismo sobre las teclas sin tocarlas. Después, de repente, empezó a escribir a gran velocidad.
«Lot Motun –registró la máquina– llamó a su perro». Una pausa abrupta siguió a la palabra «perro». La señorita Willerton siempre se esmeraba en la primera oración. «La primera oración –decía siempre–, le venía como… ¡como un chispazo! ¡Tal cual! –decía, y chasqueaba los dedos–, ¡como un chispazo!» Y sobre la primera oración construía su relato. «Lot Motun llamó a su perro», le había salido automáticamente a la señorita Willerton, y al releer la frase, decidió no solo que «Lot Motun» era un nombre adecuado para un aparcero, sino que hacer que llamara a su perro era lo mejor que se podía esperar de un aparcero. «El perro levantó las orejas y, con el rabo entre las patas, se acercó a Lot». La señorita Willerton había escrito la frase antes de que le diera tiempo a advertir su error: dos «Lot» en un mismo párrafo. Resultaba desagradable al oído. La máquina de escribir retrocedió chirriando y la señorita Willerton escribió tres X sobre «Lot». Entre líneas anotó a lápiz: «Su amo». Ahora ya estaba lista para continuar. «Lot Motun llamó a su perro. El perro levantó las orejas y, con el rabo entre las patas, se acercó a su amo». «Y también tengo dos perros –pensó la señorita Willerton–. Ummm». Pero decidió que eso no molestaría tanto al oído como los dos «Lot».
La señorita Willerton era muy partidaria de lo que denominaba «arte fonético». Según ella, el oído era tan lector como el ojo. Le gustaba expresarlo de ese modo. «El ojo forma un cuadro –le había dicho a un grupo en las Hijas Unidas de las Colonias– que puede pintarse en abstracto, y el éxito de la empresa literaria –a la señorita Willerton le gustaba la expresión empresa literaria– depende de esos elementos abstractos creados en la mente y de la naturaleza tonal –a la señorita Willerton también le gustaba eso de naturaleza tonal–, que registra el oído.» La oración «Lot Motun llamó a su perro» tenía un toque cáustico y seco que, seguido de «el perro levantó las orejas y, con el rabo entre las patas, se acercó a su amo», le daba al párrafo la salida que precisaba.
«Lot tiró de las orejas cortas y raquíticas del animal y se revolcó con él en el barro». A lo mejor, reflexionó la señorita Willerton, eso era un poco exagerado. Pero, según le constaba, el que un aparcero se revolcara en el barro entraba dentro de lo razonablemente posible. En cierta ocasión había leído una novela que trataba de ese tipo de personas, en la que se había hecho algo tan feo como aquello y, a lo largo de tres cuartas partes de la narración, cosas mucho peores. Lucía la encontró mientras limpiaba uno de los cajones del escritorio de la señorita Willerton, y, después de hojear unas cuantas páginas al azar, sujetó el libro entre el pulgar y el índice, lo llevó hasta el horno y lo echó al fuego.
–Willie, esta mañana cuando limpiaba tu escritorio, me encontré un libro que Garner debió de dejar allí para hacerte una broma –le dijo la señorita Lucía más tarde–. Fue horrible, pero ya sabes cómo las gasta Garner. Lo he quemado. –Y luego, con una risita ahogada, añadió–: Estaba segura de que no podía ser tuyo.
La señorita Willerton estaba segura de que no podía ser de nadie más que de ella, pero no se atrevió a aclararlo. Lo había encargado directamente a la editorial porque no quería pedirlo en la biblioteca. Le había costado tres dólares con setenta y cinco centavos, envío postal incluido, y no había terminado los últimos cuatro capítulos. Eso sí, había leído lo suficiente para poder afirmar que era razonablemente posible que Lot Motun se revolcara en el barro con su perro. Al hacerle hacer tal cosa, lo de las lombrices intestinales tendría más sentido, decidió. «Lot Motun llamó a su perro. El perro levantó las orejas y, con el rabo entre las patas, se acercó a su amo. Lot tiró de las orejas cortas y raquíticas del animal y se revolcó con él en el barro.»
La señorita Willerton se apoyó en el respaldo. Era un buen comienzo. Ahora planificaría la acción. Había que incluir una mujer, claro. A lo mejor Lot podía matarla. Ese tipo de mujeres siempre sembraba cizaña. Incluso podía provocarlo para que acabara matándola por libertina y, después, quizá a él lo perseguiría la mala conciencia.
Si debía tomar ese rumbo, sería necesario dotarlo de principios, aunque no sería demasiado difícil dárselos. Se preguntó de qué manera introduciría ese aspecto, en vista de toda la atención que en el relato debía dedicarle al amor. Tendría que poner algunas escenas bastante violentas y naturalistas; el tipo de detalles sádicos que una leía en relación con esa clase de gente. Era un problema. Sin embargo, la señorita Willerton disfrutaba con esos problemas. Lo que más le gustaba era planificar las escenas pasionales, pero, cuando llegaba el momento de escribirlas, siempre empezaba a sentirse rara y a preguntarse qué diría su familia cuando las leyeran. Garner chasquearía los dedos y le haría un guiño a la menor oportunidad; Bertha la consideraría una persona horrible; y Lucía diría con esa vocecita tonta que la caracterizaba: «¿Qué nos has estado ocultando, Willie? ¿Qué nos has estado ocultando?», y lanzaría su risita ahogada, como hacía siempre. Pero la señorita Willerton no podía pensar en eso ahora; debía darle forma a sus personajes.
Lot sería alto, encorvado y desaliñado, pero sus ojos serían tristes y lo harían parecerse a un caballero pese a tener el cuello enrojecido y las manos enormes y torpes. Tendría los dientes rectos y, para indicar que era dueño de cierto espíritu, sería pelirrojo. Las prendas le colgarían sin gracia, pero las luciría con desenfado, como si fuesen una segunda piel; tal vez, reflexionó la señorita Willerton, sería mejor, después de todo, que no se revolcara con el perro. La mujer sería más o menos guapa, con el pelo rubio, los tobillos gruesos, los ojos turbios.
La mujer le serviría la cena en la cabaña y él comería la sémola llena de grumos a la que ella ni siquiera se habría molestado en ponerle sal y, allí sentado, pensaría en cosas grandiosas, lejos, muy lejos… en otra vaca, una casa pintada, un pozo limpio, incluso una granja propia. La mujer empezaría a dar alaridos porque él no había cortado suficiente leña para la cocina y se quejaría del dolor de espalda. Ella se sentaría a verlo comer la sémola rancia y le diría que no tenía suficientes agallas para robar comida.
–¡Eres un asqueroso pordiosero! –le diría con sorna. Y él la mandaría callar.
–¡Cierra la boca! –gritaría.
–Me tienes harta, más que harta. –Pondría los ojos en blanco y, burlándose y riéndose de él, le diría–: Los desgraciados como tú no me dan miedo.
Entonces él echaría la silla hacia atrás e iría hacia ella. Ella agarraría un cuchillo de la mesa –la señorita Willerton se preguntó cómo era posible que aquella mujer fuera tan corta–, y retrocedería manteniendo el cuchillo en alto. Él daría un salto hacia delante y ella se apartaría veloz, como un caballo salvaje. Luego volverían a estar cara a cara, los ojos rebosantes de odio, y avanzarían y retrocederían. La señorita Willerton alcanzó a oír cómo los segundos iban golpeando contra el tejado de lata. Él se abalanzaría otra vez sobre la mujer y ella, con el cuchillo dispuesto, se lo hincaría de un momento a otro… La señorita Willerton no pudo aguantar más. Golpeó a la mujer con fuerza en la cabeza, por detrás. La mujer soltó el cuchillo y una niebla la envolvió y se la llevó del cuarto. La señorita Willerton se volvió hacia Lot.
–Deja que te sirva un poco de sémola caliente –le dijo.
Se acercó a la cocina, en un plato limpio sirvió una ración de sémola blanca y tersa y un trozo de mantequilla.
–Caray, gracias –dijo Lot, y le sonrió con esos bonitos dientes–. Tú sí sabes cómo prepararla. Verás –le dijo–, estuve pensando… Podríamos marcharnos de esta granja arrendada y tener un lugar decente. Si este año conseguimos ganar algo, podríamos comprarnos una vaca y empezar a construirnos una casita. Imagínatelo, Willie, imagínate lo que sería.
Ella se sentó a su lado y le puso la mano en el hombro.
–Lo conseguiremos –aseguró–. Nos irá mejor que ningún otro año y en primavera tendremos esa vaca.
–Tú siempre sabes cómo me siento, Willie. Tú siempre lo has sabido.
Se quedaron sentados largo rato, pensando en lo bien que se entendían.
–Termina de comer –dijo ella al fin.
Cuando él hubo cenado, la ayudó a quitar la ceniza de la cocina y después, en el caluroso atardecer de julio, dieron un paseo por el prado, en dirección al arroyo, y hablaron de la casita de la que algún día serían dueños.
A finales de marzo, cuando la época de lluvias estaba cerca, habían conseguido más de lo esperado. A lo largo del mes anterior, Lot se había levantado a las cinco de la mañana, y Willie, una hora antes, para tratar de adelantar todo el trabajo posible aprovechando el buen tiempo. A la semana siguiente, comentó Lot, empezaría a llover y, si antes no levantaban la cosecha, la perderían… y con ella, cuanto habían ganado en los últimos meses. Sabían lo que aquello supondría, otro año de ir tirando sin mucho más de lo que habían tenido el anterior. Además, al año siguiente, en lugar de la vaca, llegaría un crío. Lot se había empeñado en comprar la vaca pese a todo.
–Alimentar a un crío tampoco cuesta tanto –había razonado–, y la vaca nos ayudaría a darle de comer…
Pero Willie se había mostrado firme, comprarían la vaca más adelante, el crío debía empezar con buen pie.
–A lo mejor –había concluido Lot–, vamos a tener suficiente para las dos cosas. –Y se había marchado a ver el campo recién arado como si pudiera calcular la cosecha por los surcos.
Pese a las estrecheces, había sido un buen año. Willie había limpiado la casucha y Lot había arreglado la chimenea. En la puerta había profusión de petunias, y en la ventana, una colonia de dragoncillos. Había sido un año pacífico. Pero ahora comenzaban a inquietarse por la cosecha. Debían recogerla antes de que llegaran las lluvias.
–Nos falta una semana más –rezongó Lot al regresar esa noche–. Una semana más y lo vamos a conseguir. ¿Tienes ganas de cosechar? No está bien que debas salir –suspiró–, pero no podemos pagar a nadie para que nos ayude.
–Me encuentro bien –dijo ella, y ocultó las manos temblorosas a su espalda–. Cosecharé.
–Esta noche está nublado –dijo Lot, sombrío.
Al día siguiente trabajaron hasta el anochecer, trabajaron hasta reventar, y después regresaron a trompicones a la cabaña y cayeron en la cama.
Willie se despertó por la noche, notando un dolor. Era un dolor suave y verde, recorrido de luces moradas. Se preguntó si estaría despierta. Movió la cabeza de lado a lado y dentro de ella notó unas siluetas que zumbaban y picaban piedras.
Lot se incorporó.
–¿Te sientes mal? –le preguntó temblando.
Ella se apoyó sobre el codo y luego se dejó caer otra vez.
Ve al arroyo y trae a Anna –jadeó. El zumbido se hizo más intenso y las siluetas más grises. Al principio, el dolor se entremezcló con aquellas siluetas durante unos segundos; luego, de forma ininterrumpida. Llegaba a ella una y otra vez. El zumbido se hizo más nítido y, a eso del alba, se dio cuenta de que estaba lloviendo. Más tarde preguntó con voz ronca:
–¿Cuánto hace que llueve?
–Dos días enteros –contestó Lot.
–Entonces hemos perdido. –Willie miró con desgana los árboles empapados–. Se acabó.
–No, no se acabó –dijo él en voz baja–. Tenemos una niña.
–Tú querías un niño.
–No. Tengo lo que quería, dos Willies en lugar de una, y eso es mucho mejor que una vaca –sonrió–. ¿Qué puedo hacer para merecerme todo lo que tengo, Willie? –Se inclinó y la besó en la frente.
–¿Qué puedo hacer yo? –preguntó ella en voz baja–. ¿Qué puedo hacer para ayudarte más?
–¿Qué tal si vas al mercado, Willie?
La señorita Willerton apartó de sí a Lot de un empujón.
–¿Qué… qué me decías, Lucía? –tartamudeó.
–Te decía que qué tal si esta vez vas tú al mercado. Esta semana me ha tocado ir a mí todas las mañanas y ahora estoy ocupada.
La señorita Willerton dejó la máquina de escribir y dijo con brusquedad:
–Muy bien. ¿Qué quieres que te traiga?
–Una docena de huevos y dos libras de tomates, que sean maduros, y más te vale que empieces a curarte ese resfriado ahora mismo. Te lloran los ojos y tienes la voz ronca. En el cuarto de baño hay Empirin. Pide que anoten lo que gastes en nuestra cuenta. Y ponte el abrigo. Hace frío.
La señorita Willerton elevó la vista al cielo.
–Tengo cuarenta y cuatro años –anunció–, sé muy bien cómo cuidarme.
–Y que los tomates sean maduros –le contestó la señorita Lucía.
Con el abrigo mal abrochado, la señorita Willerton avanzó pesadamente por la calle principal y entró en el supermercado.
–¿Qué venía yo a comprar? –refunfuñó–. Ah, sí, dos docenas de huevos y una libra de tomates.
Pasó delante de las estanterías de vegetales enlatados y de las galletas y fue a la caja donde tenían los huevos. Pero no había huevos.
–¿Dónde están los huevos? –le preguntó a un chico que pesaba frijoles.
–Solamente nos quedan huevos de pularda –dijo mientras cogía otro puñado de frijoles.
–Bien, ¿dónde están y qué diferencia hay? –exigió saber la señorita Willerton.
El chico echó los frijoles sobrantes al cubo, se agachó sobre la caja de los huevos y le entregó un paquete.
–Ninguna diferencia, la verdad –dijo al tiempo que mascaba el chicle con los dientes incisivos–. Son de gallinas adolescentes o algo así, no lo sé bien. ¿Se los pongo?
–Sí, y dos libras de tomates. Que estén maduros –precisó la señorita Willerton.
No le gustaba hacer la compra. No había motivo alguno para que los dependientes fuesen tan altaneros. Ese muchacho no se habría entretenido tanto con Lucía. Pagó los huevos y los tomates y salió apresuradamente. En cierta manera, aquel lugar la deprimía.
Vaya tontería que un supermercado pudiese deprimir… si allí dentro solo tenían lugar actividades domésticas sin importancia… mujeres que compraban frijoles… que llevaban a los niños en esos cochecitos… que regateaban por un octavo de libra de más o de menos de calabaza… «¿Qué ganaban con eso? –se preguntó la señorita Willerton–. ¿Dónde había allí ocasión para expresarse, para crear, para el arte?» A su alrededor todo era lo mismo: aceras llenas de gente que se afanaban de un lado a otro, con las manos cargadas de paquetitos y las mentes llenas de paquetitos, aquella mujer de allí que llevaba al niño de la cadena y tiraba de él, lo sacudía y lo arrastraba para alejarlo de un escaparate donde se exhibía una lámpara hecha con una calabaza ahuecada. Probablemente se pasaría el resto de la vida tirando de él y sacudiéndolo. Y allí iba otra, a la que se le caía la bolsa de la compra en plena calzada, y otra más, que le sonaba la nariz a un niño, y por la acera se acercaban una anciana con sus tres nietos saltándole alrededor, seguidos de un hombre y una mujer que caminaban demasiado juntos para ser refinados.
La señorita Willerton observó a la pareja con atención cuando se acercaron más y la adelantaron. La mujer era regordeta, de tobillos gruesos y ojos turbios. Llevaba unos zapatos de tacón, unas ajorcas azules, un vestido de algodón demasiado corto y una chaqueta de cuadros escoceses. Tenía la piel manchada y el cuello estirado hacia delante, como si quisiera oler una cosa que le alejaran continuamente de la nariz. En la cara lucía una mueca estúpida. Él era un hombre larguirucho, consumido y desaliñado. Iba encorvado, y el pelo rubio y enredado le caía hacia un lado del cuello largo y enrojecido. Sus manos jugueteaban tontamente con las de la muchacha mientras avanzaban desmañados, y en una o dos ocasiones le lanzó una sonrisa empalagosa, que permitió a la señorita Willerton comprobar que tenía los dientes rectos, los ojos tristes y una erupción en la frente.
–¡Aaah! –se estremeció.
La señorita Willerton dejó la compra encima de la mesa de la cocina y regresó junto a la máquina de escribir. Miró el papel que había en ella. «Lot Motun llamó a su perro –ponía–. El perro levantó las orejas y, con el rabo entre las patas, se acercó a su amo. Lot tiró de las orejas cortas y raquíticas del animal y se revolcó con él en el barro.»
–¡Suena fatal! –masculló la señorita Willerton–. De todos modos, el tema no es nada del otro mundo –decidió.
Necesitaba algo más pintoresco… con más arte. La señorita Willerton se quedó largo rato mirando la máquina de escribir. Después, de repente, con el puño asestó varios golpecitos extasiados sobre el escritorio.
–¡Los irlandeses!–chilló–. ¡Los irlandeses!
La señorita Willerton siempre había admirado a los irlandeses. «Su acento –pensó– era muy musical, y su historia… ¡espléndida!» «¡Y las gentes –caviló–, las gentes de Irlanda! Llenas de temple… pelirrojas, de anchos hombros y enormes bigotes caídos».


lunes, 26 de abril de 2021

Un matrimonio. Adolfo Bioy Casares.

Ella, ex mucama. Él, ex chauffeur. Gente responsable y trabajadora. Se casaron hace muchos años. Él ha conseguido un puesto de ordenanza en un ministerio. Esto les parece una canonjía. Tienen su casa. Podrían ser modestamente felices. "Voy a quitarme los anteojos" me dice ella, que ha venido a visitarme. "Sin los anteojos no veo nada". Me habla de sus males, de sus desdichas, de su marido. "Antonio es muy atento, es bueno con todos, pero conmigo no. Su hermana, que maneja una casa de mujeres, le calienta la cabeza. Y lo peor es que a él, con ese modo, ¿quién le resiste? Las propias personas de mi familia se han puesto de su lado. Todos me hacen morisquetas. Antonio rompe mis vestidos —¡tiene unas uñas!—, rompe mis anteojos, rompe la bolsa que llevo al mercado. Si traigo del mercado tres bifes, uno desaparece. Antonio lo ha tirado. Si me alejo de la cocina un instante, la comida se estropea. Antonio ha puesto un pedazo de jabón en el guiso. Quiere que me vaya. Quiere echarme. Quiere que trabaje de sirvienta para las mujeres de la casa de su hermana. Pero yo no estoy dispuesta a perder mi casa. Es tan mía como suya. Antonio siempre inventa algo nuevo. Pone unos polvitos en la bolsa del mercado. Si la abro del lado izquierdo, me llora el ojo izquierdo. Espolvorea mi ropa, tal vez con telas de cebolla, para que me lloren los ojos y quede ciega. Cualquier cosa puedo tolerar, menos quedarme ciega. Dice que vaya a la comisaría, que nunca le probaré nada".
Está loca. La enloquecieron el marido y la cuñada. Casi todo lo que dice es verdad.

domingo, 25 de abril de 2021

Historia verdadera de un vampiro. Conde Stanislaus Eric Stenbock.

Las historias de vampiros se localizan por lo general en Estiria; la mía también. Estiria es uno de esos lugares reputados como románticos por quienes jamás han estado allí. Es una gran región nada interesante, celebrada por sus pavos, sus capones y la estupidez de sus habitantes.
Los vampiros suelen llegar de noche, en carruajes tirados por dos caballos negros.
Nuestro vampiro, sin embargo, llegó por un medio menos habitual, como lo es el ferrocarril, y además lo hizo por la tarde. Creerá el lector que bromeo, o acaso que, al decir vampiro, me refiero a un vampiro financiero… No, nada de eso. Hablo en serio, completamente en serio. El vampiro al que aludo, uno de esos vampiros que devastan nuestro corazón y nuestro hogar, era un vampiro verdadero.
Generalmente se habla de los vampiros como seres extraños, siniestros, oscuros y singularmente hermosos. Nuestro vampiro, por el contrario, apenas coincidía con todo eso; no tenía un aspecto particularmente siniestro y, aunque no carecía de cierto atractivo, de ninguna manera se le puede considerar hermoso.
Sí, devastó nuestro hogar, mató a mi hermano —la única persona a la que yo adoraba— y a mi querido padre. Pero al tiempo debo decir que me rendí a él, fascinada; y que, a pesar de todo, no lo recuerdo con amargura ni desprecio.
Habrán leído ustedes, sin duda, lo que se ha escrito de mí en los periódicos, todo eso acerca de la Baronesa y sus bestias… Bien, pues de eso y de cómo he gastado mi fortuna recogiendo animales perdidos voy a hablar aquí.
Ahora soy vieja; todo aquello ocurrió cuando era una niña de trece años… Empezaré por hablar de mi casa… Éramos polacos y nos apellidábamos Wronski; vivíamos en Estiria, en un castillo demasiado grande para los pocos que éramos: descontando la servidumbre, mi padre, nuestra institutriz —una excelente dama belga llamada Mademoiselle Vonnaert—, mi hermano y yo… Permítaseme que empiece por mi padre: era anciano; tanto mi hermano como yo nacimos cuando ya era viejo. Nada recuerdo de mi madre: murió al dar a luz a mi hermano, un año menor que yo… Nuestro padre fue un hombre estudioso, siempre rodeado de libros y versado en los asuntos más extraños y en las lenguas más raras. Tenía una larga barba blanca y lucía una magnífica capa de terciopelo negro.
¡Cuánto nos amaba! Mi padre nos quería mucho más de lo que soy capaz de expresar, y lo digo a pesar de que no fuese yo su favorita. Todo su corazón era para Gabriel —Gabryel, como se escribe en polaco—, al que llamábamos, en ruso, Gavril. Hablo, claro está, de mi hermano, el más parecido a mi madre por lo que pude observar en el único retrato que había de ella en nuestro hogar, en el despacho de mi padre. Pero no se crea que estaba celosa. Yo le adoraba. Fue el único amor de mi vida. En su memoria levanté mi refugio para perros y gatos callejeros, en Westbourne Park.
Era yo por aquel tiempo, como he dicho, una niña. Me llamaba Carmela. Mi hermosa melena flotaba por todas las estancias del castillo, que recorría saltarina de continuo, aunque no me gustaba que me la peinasen. Debo decir que no era una niña precisamente guapa, pues los retratos no mienten y cuando contemplo los que se me hicieron entonces no puedo sino observar que en efecto no lo era. Sin embargo, aún hoy, cuando sonrío al fotógrafo, pienso en que acaso mi rostro, precisamente por su carencia de rasgos armónicos, por mi gran boca y por mis grandes ojos que poseen un brillo salvaje, resulte atractivo a alguien.
De niña fui bastante díscola, aunque no tanto como Gabriel, según decía Mademoiselle Vonnaert… Debo hablar de ella. Era una persona excelente, una dama de mediana edad que se expresaba en un francés límpido y culto aunque fuese belga, y que además hablaba alemán, lengua que, como sabrán ustedes, o deberían saberlo, se habla en Estiria.
Me cuesta mucho, sin embargo, describir a mi hermano Gabriel como merece; había en él algo extraño, sobrenatural, o acaso deba decir protohumano; algo, en última instancia, a medias entre lo animal y lo divino. Puede que la idealización griega del fauno sirva para ilustrar lo que pretendo decir. O puede que no. Tenía los ojos grandes de las gacelas; su cabello, como el mío, siempre despeinado… Algo que sin duda heredamos de nuestra madre, un cabello hermoso y libre, pues era gitana; algo, en suma, que acaso sirva para explicar nuestra naturaleza salvaje. Ya he dicho que era díscola. Pero Gabriel lo era mucho más. Por nada del mundo aceptaba ponerse medias y zapatos, salvo los domingos, el único día en que se dejaba peinar, aunque sólo por mí… En cuanto a su boca… Quizá sólo pueda describirla diciendo que su forma era la de un arc d’amour… Cuando recuerdo su boca sólo me viene a la mente ese Salmo que dice: «La Gracia vive en tus labios, que Dios te los bendiga eternamente». Los labios de mi hermano Gabriel exhalaban el hálito de la vida. Porque eran hermosos, dulces, bestialmente vivos, maleables.
Gabriel era inquieto y vivaz, corría como un ciervo, trepaba hasta las más altas ramas de los árboles; era en sí mismo la imagen y el símbolo de la vitalidad. Por lo general apenas prestaba atención a lo que le explicaba Mademoiselle Vonnaert, pero cuando lo hacía aprendía con rapidez extraordinaria y se sabía las lecciones palabra por palabra. Tocado por un talento musical extraordinario, aprendía fácilmente cualquier instrumento, aunque, como el violín, los tocaba a su manera, sin sujetarse a las normas; e incluso manufacturaba sus propios instrumentos, con raíces, ramas y hasta simples palos. Mademoiselle Vonnaert, sin embargo, fue incapaz de hacer que se interesara en el piano. Supongo que fue así porque Gabriel era lo que se dice un niño mimado y calamitoso, en el sentido más superficial de la palabra. Nuestro padre, eso es cierto, atendía al instante cualquier capricho que tuviese.
Recuerdo bien una de sus peculiaridades. Desde muy niño tuvo horror a la carne; jamás consintió en probarla, no lo hubiera hecho por nada del mundo. Otra de sus peculiaridades era el influjo que tenía sobre los animales. Cualquier animal acudía a él en cuanto le tendía su mano. Los pájaros se posaban en sus hombros. Cuando salíamos a dar un paseo por el bosque, siempre se apartaba de nosotras; y cuando Mademoiselle Vonnaert y yo volvíamos a reunimos con él, lo encontrábamos rodeado de conejos, puercoespines, pequeños zorros, marmotas, ardillas… A muchos de ellos se los llevaba a casa, lo que horrorizaba a la pobre Mademoiselle Vonnaert. Aunque puede que, en realidad, la horrorizase aquel magnetismo que Gabriel poseía sobre las pequeñas bestias. Había optado por tomar como habitación la parte más alta de una de las torretas del castillo, a la que subía, no por las escaleras, sino trepando a un castaño próximo para entrar por la ventana. Pero, aunque parezca una contradicción, los domingos acudía devoto a la parroquia para oír misa, con su impecable casaca roja, calzado y bien peinado. Entonces parecía un ser absolutamente angelical, una criatura tocada con todo lo que adorna a las deidades. Nunca podré olvidar aquella expresión extática de sus ojos.
Bien, aún no he hablado del vampiro… Hagámoslo ya de una vez… Tuvo que dirigirse mi padre un día a una ciudad próxima, cosa que hacía con relativa frecuencia. Volvió en la compañía de un desconocido. Aquel caballero, nos dijo mi padre, había perdido el tren y como no tenía la posibilidad de tomar otro ese día, pues eran pocas las líneas que cubrían la región, pasaría la noche con nosotros. Había coincidido con mi padre en el viaje desde la ciudad a la pequeña estación del pueblo a cuyas afueras estaba nuestro castillo y pronto entablaron conversación. Mi padre, un hombre cortés y generoso, sabedor de las circunstancias de aquel hombre, lo invitó a nuestro hogar. Mi padre siempre decía que la hospitalidad es una característica de nuestro linaje.
Se presentó como el Conde Vardalek, húngaro. Pero hablaba muy bien alemán, no con ese acento monótono de los húngaros, sino con una melodiosa entonación eslava. Tenía una voz particularmente dulce e insinuante. Pronto sabríamos, además, que hablaba también polaco, y Mademoiselle Vonnaert elogió su excelente francés. En realidad hablaba un sinfín de idiomas… Pero, antes de continuar, daré mi impresión primera. Era alto, muy delgado, con el cabello ondulado cayéndole sobre los hombros, lo que contribuía a que su rostro pareciera velado, como si el movimiento armónico de su cabello levantase a su alrededor una cortina de humo. Había algo en su figura —aún no sé decir qué era— que te sugería estar ante la presencia de una serpiente. Todo en él era refinamiento, especialmente sus manos, de largos dedos, unas manos que emanaban magnetismo. Su nariz era grande y sinuosa; su boca, sensual y expresiva, como lo era su sonrisa. Todo ello, empero, contrastaba con la profunda tristeza que se percibía en su mirada. Cuando lo vi entrar en nuestra casa creí que tenía los ojos entornados, de tan caídos como eran sus párpados. Era imposible, por ello, saber de qué color los tenía. Parecía muy cansado, o abatido. No puedo decir la edad que aparentaba.
De repente entró Gabriel en el salón con una mariposa amarilla revoloteando alrededor de su cabello. Abrazaba contra su pecho a una ardilla e iba descalzo, como de costumbre. El extraño le miró intensamente, vi esa intensidad en sus ojos. Y vi entonces que eran verdes, además de grandes, con las pupilas dilatadas. Gabriel se detuvo y lo miró como un pajarillo hipnotizado por una serpiente, mientras le tendía su mano. Vardalek, estrechándosela —y no sé por qué reparé en algo tan trivial, pero es verdad que lo hice—, le tomó el pulso con el dedo pulgar. Gabriel salió entonces aprisa del salón y no menos veloz subió las escaleras en dirección a su cuarto en la torreta, olvidándose en esta ocasión del árbol. Me aterrorizó pensar en lo que a su vez estaría pensando el Conde Vardalek de mi hermano. Y no pude por menos que sorprenderme cuando lo vi bajar poco después vestido de domingo, calzado y con sus medias. No obstante, lo peiné como hacía los domingos. Gabriel parecía sentirse muy bien.
Cuando bajó el extraño para cenar, luego de haber dejado sus cosas en la habitación que le asignó mi padre, su aspecto era distinto, me pareció mucho más joven. Había en su piel una cierta cualidad elástica que antes no le había percibido, cualidad que acentuaba la delicadeza de su figura, algo muy raro en un hombre, pensé… Antes, por el contrario, su presencia me había sugerido enfermedad, acaso debido a esa especie de veladura de su rostro que me hizo sospechar que era muy pálido.
Bien, digamos que durante la cena nos encantó a todos, y muy especialmente a mi padre. Pareció compartir con mi buen padre intereses y hobbies. En una de sus conversaciones, cuando mi padre relataba algunas de sus experiencias militares de otro tiempo, dijo algo acerca de un joven tamborilero herido en combate. Los ojos de nuestro huésped, al oír aquello, se abrieron desmesuradamente y observé que sus pupilas estaban aún más dilatadas que antes. Su mirada, entonces, me pareció desagradable, aunque puede que fuese por la expresión, ciertamente extraña, de su rostro, algo a medias entre el embotamiento y la muerte, y a la vez animado por una excitación horrible, a duras penas controlable. Pero sólo fue un momento.
Lo que más tiempo ocupó su conversación con mi padre fue lo referente a ciertos libros místicos que había descubierto poco tiempo atrás y de los cuales apenas acertaba a colegir algo, pero Vardalek parecía saberlo todo al respecto. Ya en los postres, mi padre le sugirió que, si eso no le suponía mayor inconveniente, podría retrasar unos días su viaje y seguir siendo nuestro huésped por un tiempo. Mi padre le dijo que, como en nuestro castillo había pocas distracciones, bien podría gozar de su biblioteca, que ponía a su entera disposición.
No me resulta inconveniente quedarme unos días —dijo Vardalek—; no tengo mayor necesidad ni interés concreto en seguir mi viaje mañana, y si puedo serle útil ayudándole a descifrar esos libros de los que ha hablado, estaré encantado de hacerlo —y añadió con una sonrisa amarga, muy amarga—: Soy un hombre cosmopolita, un viajero que pisa sin descanso la superficie terrestre.
Después de cenar, mi padre le preguntó si tocaba el piano.
Un poco —dijo el Conde mientras tomaba asiento ante el piano.
E interpretó maravillosamente varias csardas y rapsodias húngaras.
Una música que hace enloquecer a los hombres. El mismo parecía arrebatado mientras la interpretaba.
Gabriel estaba muy cerca del piano, mirándole con los ojos fijos, ahora con las pupilas dilatadas, absolutamente inmóvil. Cuando finalizó su interpretación nuestro invitado, mi hermano, acaso fascinado por la maravilla de las csardas, dijo humildemente, con voz muy baja y dulce:
Creo que puedo tocar eso.
Y fue raudo a buscar su violín, y un xilofón que él mismo se había hecho, y alternando uno y otro instrumento tocó muy bien aquello que acababa de interpretar el Conde Vardalek al piano.
Vardalek lo miraba con embeleso. Cuando acabó Gabriel de deleitarnos con su breve concierto, el Conde le dijo con voz muy triste:
¡Pobre niño! Tu alma es la de la música…
No pude entender entonces por qué, en vez de felicitar a Gabriel por su talento, lamentaba que lo tuviese.
Gabriel se volvió reservado, tímido. Incluso se olvidó de los animalitos que tanto amaba. Ocurrió súbitamente. Es cierto que nunca habíamos albergado en nuestra casa a un extraño, pero me parecía que eso no era motivo suficiente como para que Gabriel no saliera de su torreta, de modo que yo misma tuve que subirle la comida al día siguiente, pues se negaba a salir de allí. ¡Cuál no sería mi sorpresa, sin embargo, cuando un día después, a hora temprana, lo vi paseando de la mano de Vardalek por nuestro jardín! Hablaban animadamente. Gabriel le iba mostrando todos los animalitos que había recogido en el bosque y que habían hecho de nuestro jardín algo parecido a un pequeño zoológico. Me asusté, porque parecía absolutamente dominado por el Conde. Pero lo que más nos sorprendió a todos (y debo decir que el extraño mostraba a diario una corrección exquisita por lo que estábamos encantados con su presencia y con su actitud deferente hacia mi hermano), aunque quizá no tanto a mí, que le observaba continuamente, fue que gradualmente, aunque bastante aprisa, Gabriel perdiera su vitalidad, su salud… No es que perdiese de golpe su buen color y se tornara pálido; era que había en sus movimientos una languidez extraña, una extenuación imposible de imaginar hacía tan poco en un niño así de vivaz y activo como siempre lo fuera.
Mi padre, por su parte, se volvía más devoto del Conde Vardalek a medida que pasaban los días. Nuestro huésped, bien es cierto, le ayudaba mucho en sus estudios. Tan devoto del Conde se había vuelto mi padre, que un día, lleno de júbilo, le pidió que lo acompañase a Trieste, donde solía ir de vez en cuando. Volvería, dijo mi padre, lleno de regalos para nosotros: siempre nos traía de allí joyas orientales espléndidas y ropas de exquisita textura.
He conocido a mucha gente a la que le gusta ir a Trieste, orientales incluidos… Pero siempre he pensado que esas cosas deslumbrantes con las que regresan no pueden ser de allí, de Trieste, un lugar que evoco especialmente por sus tiendas de corbatas.
Cuando Vardalek abandonó el castillo junto a mi padre, Gabriel se pasaba los días preguntando por él y hablando de él. Y al tiempo pareció recuperar su vitalidad, su salud. Vardalek, a su regreso, pareció un anciano, un hombre abatido. Gabriel corrió a darle la bienvenida y lo besó en la boca. Después le ofreció una rebanada de pan: poco después volvía a tener el aspecto saludable de antes.
Las cosas siguieron así por un tiempo. Mi padre no quería ni oír hablar de que Vardalek se marchara, siguiendo su camino. Era ya, para él, como uno más de la casa. Tanto Mademoiselle Vonnaert como yo nos dábamos cuenta del estado de Gabriel, pero mi padre parecía totalmente ciego.
Una noche subí las escaleras en busca de algo que me había dejado en el salón principal. Una vez arriba pasé ante la habitación que ocupaba Vardalek. Tocaba al piano —mi padre había hecho que se lo subieran allí— uno de los nocturnos de Chopin, muy hermoso. Me detuve para escuchar aquello.
De repente, algo blanco comenzó a bajar por la escalera, desde la planta superior… Todos creemos en los fantasmas, de una u otra manera. Quedé petrificada de terror, sin poder moverme, agarrada al balaustre. Pero lo que más me aterrorizó fue ver a Gabriel caminando lentamente hacia la habitación del Conde, con los ojos abiertos y en trance… Eso me asustó mucho más que ver a un fantasma.
Seguía sin poder moverme. Gabriel, vestido con su blanco camisón, abrió la puerta. Vi entonces a Vardalek tocando el piano, pero ahora hablaba mientras lo hacía.
Nie Umien wyrazic jak ciechi kocham (mi querido niño, no quiero acabar contigo) —decía ahora en polaco—, pero tu vida es mi vida, y debo vivir, yo que preferiría estar muerto para siempre. ¿Es que Dios no se apiadará nunca de mí? ¡Ah, la vida! ¡La terrible tortura de vivir! —aquí calló mientras atacaba el piano con una violencia agónica; después, cuando la música volvía a ser dulce, prosiguió—: ¡Oh, Gabriel, amado mío! Pido tu vida. Sólo tú, con tu abundancia de vida, puedes dármela a mí, que en realidad estoy muerto… Pero… ¡No! ¡Espera!—gritó.
Gabriel seguía en el umbral de la puerta. Vi que tenía la misma mirada inexpresiva de antes. Estaba profundamente dormido, desde luego. Vardalek volvió a tocar el piano. Entonces dijo con un tono de voz triste, agónico y a la vez gentil:
Vuelve, Gabriel… Ya es suficiente.
Y Gabriel volvió lentamente hacia la escalera que conducía a la planta de arriba y a su torreta mientras Vardalek seguía tocando el piano con tal violencia que supuse que se romperían las cuerdas de un momento a otro. Será imposible que alguien oiga una música tan extraña como la que oí en ese momento, una música que era el pálpito de un corazón atribulado.
A la mañana siguiente encontré a Mademoiselle Vonnaert muerta al pie de la escalera, en la planta baja. ¿Lo que vi fue un sueño, después de todo? Creo que no, aunque muchas veces haya preferido pensar que sí lo fue. Es la primera vez que hablo de todo esto, jamás he dicho una palabra a nadie. Además, ¿qué podría decir?
Bien, abreviemos… No es preciso alargar en exceso esta historia lamentable… Gabriel, que nunca había requerido los cuidados de un médico, amaneció al día siguiente muy enfermo. Tuvimos que avisar a un médico de Gratz, que tras reconocer a mi hermano fue incapaz de decirnos qué tenía… Sólo nos aseguró que Gabriel estaba muy mal, que su salud era una ruina, pero no acertaba a decir a causa de qué, pues no había visto en él ninguna alteración orgánica. ¿Qué podía significar aquello?
Mi padre se dio cuenta al fin de que Gabriel estaba muy enfermo. Su ansiedad era infinita. Los últimos cabellos grises que le quedaban se volvieron blancos. Llegaron doctores desde Viena. Todo fue en vano.
Gabriel pasaba mucho tiempo inconsciente y cuando volvía en sí sólo parecía reconocer a Vardalek, que permanecía siempre a su lado, cuidándole con mucha ternura.
Un día, cuando entré en la habitación de mi hermano, Vardalek gritó enloquecido:
¡Ve a buscar un sacerdote antes de que sea tarde!
Gabriel agitaba sus brazos espasmódicamente, luego se abrazó a Vardalek. Era la primera vez que lo vi moverse desde hacía mucho tiempo. Y sería la última. Vardalek lo besó en los labios y Gabriel pareció calmarse. Salí corriendo, en busca del sacerdote. Cuando volví, Vardalek ya no estaba. El sacerdote administró la extrema unción a mi hermano. Todos sabíamos que Gabriel ya estaba muerto, pero no queríamos admitirlo.
Vardalek había desaparecido. Cuando salimos a buscarlo por los alrededores fue en vano. No he vuelto a verlo, ni a oír hablar de él, desde aquel día.
Mi padre murió poco después. Envejeció de golpe aún mucho más; se fue envuelto en una tristeza insoportable. Y así heredé todos los bienes de los Wronski. Y aquí estoy, vieja y sola, siendo el hazmerreír de todo el mundo por haber levantado un refugio para animales callejeros. Y la gente, como suele ser norma, sigue sin creer en los vampiros.

Estudios de muerte, 1984.

sábado, 24 de abril de 2021

Mientras Aladino duerme. Ana María Shua.

Mientras Aladino duerme, su mujer frota dulcemente su lámpara maravillosa. En esas condiciones, ¿qué genio podría resistirse?



viernes, 23 de abril de 2021

Historia de un hombre supersticioso. Thomas Hardy.

—Hubo algo muy extraño acerca de la muerte de William, ¡muy extraño de veras! —suspiró con melancolía un hombre en la parte de atrás del vagón. Era el padre del granjero, quien hasta ahora había guardado silencio.
—¿Y qué pudo haber sido? —preguntó el señor Lackland.
—William, como muchos saben, era curioso, un hombre callado; se podía sentir cuando estaba cerca; y si estaba en la casa o en cualquier otro lugar, cerca de uno, había algo húmedo en el aire, como si la puerta del sótano se hubiera abierto al lado de uno. Bien, fue un domingo, una vez que William estaba en aparente buen estado de salud, la campana llamaba a la gente a la iglesia de buenas a primeras; el sacristán dijo que no había sentido la campana tan pesada en su mano por años, era un día domingo, como dije.
»Durante la semana anterior, ocurrió que la señora de William había estado hasta tarde una noche para terminar de planchar; ella lavaba para el el señor y la señora Hardcome. Su marido había terminado la cena, y como era usual se había marchado a la cama hacía ya una o dos horas. Mientras ella estaba planchando, lo escuchó bajando las escaleras; se detuvo para ponerse las botas, que estaban al pie de la escalera, donde siempre las dejaba, y luego pasó por la sala de estar donde ella seguía planchando, pasando a través de la misma hacia la puerta. Esta era la única manera de ir desde la escalera hacia el exterior de la casa. Ninguno de los dos dijo palabra alguna, William no era un hombre de mucho hablar, en tanto su esposa se hallaba ocupada en sus labores. El hombre salió y cerró la puerta tras de sí. Ella no prestó mayor atención, pensando que su marido habría salido para fumar su pipa o caminar un rato por la noche, y siguió planchando. Al rato terminó con su labor y, dado que su marido no había vuelto aún, le esperó un rato, mientras guardaba la plancha y demás cosas, y dejaba lista la mesa para el desayuno matinal. Su marido seguía sin volver, pero suponiendo que lo haría pronto, ella decidió irse a la cama porque estaba cansada. Dejó la puerta sin llave y subió las escaleras luego de escribir con tiza en la puerta: Recuerda cerrar la puerta (porque él era olvidadizo).
»Para su gran sorpresa, y digamos alarma, al llegar al pie de la escalera se dio cuenta de que las botas de su marido seguían ahí, donde las había dejado cuando subió para descansar. Habiendo subido y llegado al dormitorio lo encontró en cama, durmiendo como una roca. Cómo pudo haber vuelto sin que ella lo viera ni escuchara, eso estaba más allá de su comprensión. Habrá sido únicamente pasando en silencio detrás de ella, mientras estaba guardando la plancha, como pudo conseguirlo. Pero esto no la dejó satisfecha: era imposible en extremo que no lo hubiera notado entrar en una sala tan pequeña. No pudo desentrañar el misterio, y se sintió muy rara e incómoda. Sin embargo, decidió no molestar a su marido para preguntarle, y se acostó de una vez.
»Él se levantó y salió para su trabajo muy temprano a la mañana siguiente, mucho antes de que ella se levantara, así que la mujer aguardó el regreso del marido para el almuerzo con gran ansiedad para oír la explicación, ya que habiendo pensado el asunto durante el día solo la había dejado más sobresaltada. Cuando llegó a comer, dijo, antes de que ella pudiera preguntar cualquier cosa:
»—¿Cuál es el significado de esas palabras escritas con tiza en la puerta?
»Ella le contó todo y le preguntó acerca de la noche anterior. William declaró que jamás había salido de su cama luego de acostarse, habiéndose de hecho desvestido, acostado y dormido casi instantáneamente, no levantándose hasta que el reloj dio las cinco. Luego partió para su trabajo.
»Betty Privett estaba tan segura de que él había salido como de su propia existencia. Y sólo estaba un poco menos segura de que él no había regresado. Estaba demasiado perturbada como para discutir con él, así que dejó el asunto como si ella hubiera estado equivocada. Cuando más tarde se fue caminando por la calle Longpuddle, se encontró con la hija de Jim Weedle, Nancy, y le dijo:
»—Bueno, Nancy, hoy tienes cara de sueño.
»—Sí, señora Privett —dijo Nancy—. No se lo vaya a contar a nadie, pero no me molesta contarle el motivo. Anoche, como era la Víspera del Verano, algunos de nosotros fuimos al pórtico de la Iglesia y no regresamos a casa hasta cerca de la una.
»—¿Cómo? —dijo la señora Privett—. ¿Que fue ayer? Dios, no recordaba que lo fuera; tuve mucho trabajo. No puedo recordar cuándo es la Víspera del Verano o la Fiesta de San Miguel. Siempre tengo mucho que hacer.
»—Sí, y nos asustamos bastante con lo que vimos.
»—¿Qué visteis?
(Usted quizás no lo recordará, señor, habiéndose marchado a otros lugares tan joven, pero por aquí se cree que en la Víspera del Verano las formas pálidas de todas las personas de la parroquia que están cerca de la muerte dentro del plazo de un año pueden ser vistas entrando a la iglesia. Aquellos que logran vencer su enfermedad o dolencia salen luego de un rato; aquellos que están condenados a morir no vuelven a salir.)
»—¿Qué visteis? —volvió a preguntar la esposa de William.
»—Bueno —dijo Nancy— no necesitamos decir qué vimos o a quién vimos.
»—Viste a mi marido —dijo Betty Privett en tono sereno.
»—Bueno, ya que usted lo dice —dijo Nancy lentamente—, creímos verlo. Pero estaba muy oscuro y estábamos asustados, y por supuesto pudo no haber sido él.
»—Nancy, no te preocupe continuar, sé que te callas por bondad. Necesitas continuar. Él nunca salió de la iglesia: lo sé tan bien como tú.
»Nancy no respondió sí ni no a aquella aseveración, y nada más fue dicho. Pero tres días después, William Privett estaba segando con John Chiles en el prado del señor Hardcome, y en el calor del día se sentaron a comer algo bajo un árbol, y se vaciaron un frasco de vino. Luego se quedaron dormidos sentados. John Chiles fue el primero en despertar, y, cuando miró a su compañero de trabajo, vio una de esas grandes y blancas ánimas que nosotros llamamos —por así decirlo— polillas del molino, que salió de la boca abierta de William mientras dormía y se alejaba volando. John pensó que era bastante extraño, ya que William había estado trabajando en un molino durante varios años. Luego miró hacia el cielo, y se dio cuenta, por el paso del sol, de que habían estado dormidos por un largo rato. Como William no despertaba, John lo llamó y le dijo que ya era hora de volver al trabajo. Su amigo seguía inmóvil, y cuando John lo movió se dio cuenta de que estaba muerto.
»Ahora bien, ese mismo día el viejo Philip Hookhorn bajó al Longpuddle para buscar un cántaro de agua. Cuando regresó, ¿a qué persona dijo haber visto bajando al arroyo por la otra orilla sino a William, muy pálido y envejecido? Esto sorprendió mucho a Philip Hookhorn, ya que hacía varios años el pequeño hijo de William —su único hijo— se había ahogado mientras jugaba en ese mismo lugar, y esto había atacado el buen juicio de William, ya que nunca más lo vieron cerca del Longpuddle después de este hecho. Se ha sabido que tomaba un camino media milla más largo para evitar ese lugar. Más tarde se dijo que William no pudo haber estado en el arroyo, ya que estaba en ese mismo momento a dos millas de distancia; esto sin contar el hecho de que falleció en el mismo momento en que fue visto.”
—Una historia melancólica —comentó el emigrante tras un minuto de silencio.
—Sí, sí. Bueno, la vida tiene momentos buenos y malos —dijo el padre del granjero.


 

jueves, 22 de abril de 2021

Hormigas. Ernesto Ortega Garrido.

Desde que te fuiste la casa ha comenzado a llenarse de hormigas. Están en todas partes. Dentro de unos armarios, debajo del fregadero, en las rendijas de las ventanas. Sentado en el sofá, las veo desfilar por el salón, cargando con nuestras cosas: las migas de las tostadas que preparábamos los sábados para desayunar, las piedras que cogimos en una playa de Cádiz, esa forma que tenías de tocarte la nariz cuando pensabas en tus cosas. Ayer las descubrí huyendo del dormitorio, llevándose nuestra canción favorita a cuestas.


miércoles, 21 de abril de 2021

El otro afuera. Lilian Elphick.

Llueve y las calles están vacías. Como de costumbre, miro por la ventana. El parque solitario, los árboles rendidos bajo el peso del agua, los senderos de gravilla inundados. No creo que usted hoy venga a caminar. Claro que me encantaría verla con unas botas altas y un paraguas amarillo. Y que el agua se deslizara por los botones de su abrigo; un poco, no mucho. Nunca he visto su pelo mojado. No sabe cómo me gustaría secarlo. Después podría besar sus mejillas, besarla entera... con fuerza.
No, no vendrá. Quizás mañana, si es que no llueve. Pero falta tanto y necesito verla, ¿me entiende? Alegra mis días, me hace soñar... si no aparece, tendré pesadillas, me revolcaré en la cama, no podré salir de esa asfixia, de la oscuridad total...
Sigo aquí, no me he movido. Hace un rato caminé hacia la cocina a prepararme un té. Lo bebí de un sólo trago, soportando el dolor. Quizás lo hice, pero no tengo memoria de un hecho tan definitivo; para mí es más simple decir que siempre he estado aquí donde estoy ahora, mirando por el ventanal, esperándola.
Ya sé que el parque es un espacio verde, amplio, un oasis dentro de la ciudad, donde juegan niños y hay globos, algunas veces músicos solitarios, uno que otro vagabundo, un jardinero municipal. Estoy tan acostumbrado a esta certeza que ya no significa nada. Sólo usted logra que mi inquietud se convierta en algo físico. Cómo explicarle que no es sólo el temblor de las manos o el corazón latiendo a prisa, los ojos repletos de lágrimas, y esa sonrisa dibujada al instante de verla, que prolongo hasta que usted desaparece. No. Es mi cuerpo entero que sucumbe a la fascinación de la alerta, es la sensación de que estoy demasiado vivo y que por mis venas no es mi sangre la que corre, sino la suya. ¿Podría entender que cada paso que da es mío, que soy yo el que pasea por el parque, con la ayuda de sus piernas?
Todo cambiaría si usted se detuviera y observara que en el ventanal del tercer piso del edificio antiguo, el que está en reparaciones, hay una silueta mirando en dirección al parque. Podría llegar a quererme, ¿no es cierto? No hablo de amor, sólo de un poco de cariño. Usted parece ser una mujer tímida, a pesar de su caminar decidido. ¿Dejaría que le tomara la mano mientras caminamos amparados por las grandes paulonias?, ¿dejaría que la abrazara, que la tocara delante de todos?
Anochece. Los faroles del parque se prenden, pero su luz se atenúa con la lluvia. Apago la lámpara, a oscuras veo mejor hacia afuera. Respiro hondo. Usted debería estar de vuelta. ¿Habrá pasado a comprar? A veces lo hace y vuelve cargando una bolsa. Por la inclinación de su hombro determino que no es pesada. Nunca es pesada. La lleva con cierto fastidio, con el tedio de tener que comprar para después comer sola, mirando las noticias de la televisión. ¿Es así? Imagínese conmigo, por un segundo imagíneme a su lado. Es cierto que no soy un hombre buenmozo, pero soy bueno. Sí. Con usted sería otro. Sus noches no serían largas, su televisión no quedaría encendida, chirriando rayas. Y no se encontraría más con esa leche agria en el refrigerador. No, no tropezaría con los muebles, ebria de penas antiguas, balbuceando canciones de amor, con la bata de levantarse a medio abrir. No daría esos pasos de baile ni se abrazaría a si misma como si otro la abrazara. No caería al suelo, golpeándose los pechos, gritando, llorando hasta quedarse dormida en el suelo helado de su pequeño departamento. No, yo estaría junto a usted velando sus sueños, susurrándole una historia donde un hombre echa de menos la voz de una mujer que no conoce, que nunca ha oído cómo canta melodías mientras se trenza el pelo, que no ha oído la entonación de sus palabras a medianoche, cuando se levanta de la cama y da vueltas y vueltas por su pequeño departamento sin saber qué hacer.
Ese hombre echa de menos su voz y su piel, algunas veces áspera, no por despreocupación sino por parecerse a la arena de una playa que ella visitó cuando joven.
Él la amará de la misma forma que su madre lo amó, con esa dedicación incondicional..., feo como el diablo, pero un pan de dios, así siempre le dijo, mientras lo vestía de princesa gitana o de españolita con peineta y velo. Así la amará...
Antes de que a ella le lastimen la carne y le cieguen la mirada, el otro esperará en ese escaño. La esperará ahí hasta que pase; cuando ya le de la espalda, se levantará para seguirla y oler la caminata de su perfume, podrá sentir el crujido de sus zapatos pisando las hojas secas, extasiarse de su belleza. Y cuando ella gire para saber quién la sigue sólo verá una sombra o una brisa, algo que no alcanzará a inquietarla...
Perdóneme, me excedí. La soledad me lleva a pensar cosas que no existen. Su vida debe ser tranquila, sin sobresaltos. Perdóneme. Soy yo el que cae al suelo y llora. Ahora golpeo el ventanal y sé que es inútil. Quiérame, se lo ruego.
Al fin usted. No puedo evitarlo: me emociono. Quisiera detener su imagen, pero todo es fugaz. Usa un abrigo negro o café oscuro, una chalina de colores que entibia su cuello. Camina de prisa, seguramente quiere llegar luego. Hace frío y sus manos deben estar heladas. Se detiene, mira hacia atrás. Apura el paso. Es incómodo caminar rápido con el paraguas, la bolsa de compras y la cartera que cuelga de su brazo. Una pareja pasa cerca suyo, pero se aleja para cruzar la avenida. De pronto, una silueta. Un hombre oscuro se detiene frente a sus ojos. ¡Huya! Él la agarra del brazo, tratando de quitarle la cartera. No, no se resista. Usted retrocede, él se acerca y recién puedo ver la navaja que tiene en su mano. Recién mi mirada se detiene en su cara mientras él la ataca con furia, asestándole la navaja en el cuello.
Oigo su grito y puedo ver que usted está en el suelo, silenciosa, los ojos abiertos, desamparada. No puedo mover ni un sólo músculo para ayudarla. Me tapo la cara con las manos, siento el agotamiento de los que corren y corren sin saber dónde ir, esquivando tarros de basura, gente, mucha gente que se extraña ante la imprudencia del empujón, del rápido golpe en la espalda. Duelen las articulaciones, la garganta está seca y el sudor moja mi cara. Me detengo. Estoy solo en una callejuela, acezando. Y usted está lejos, rodeada de curiosos y de policías. Usted es un cuerpo cubierto con papel de diario. Pronto vendrá la ambulancia para sacarla de esa postura indigna en que ha quedado.
Mi miedo está aquí conmigo, firme, real. No sé dónde estoy ni quiero saberlo. Y no puedo moverme, siento el frío de la pared apoderándose de mi espalda. La oscuridad repleta mi vista, busco fósforos en los bolsillos, pero encuentro algo afilado, húmedo. Retiro la mano de inmediato y corro nuevamente, corro con su imagen incrustada en la piel.
La velocidad se hace más intensa a medida que grito la desesperación de no conocer su nombre.

El otro afuera, 2002.

martes, 20 de abril de 2021

Consagración. Gabriel Bevilaqua Zárate.

A poco de que aquel mago se arrojase al vacío sin paracaídas, el suelo aterrizó mansamente bajo sus pies.

lunes, 19 de abril de 2021

Fénix. Chuck Palahniuk.

El lunes por la noche Rachel pone una conferencia a larga distancia desde un motel de Orlando. Escucha los timbrazos del otro lado de la línea, coge el mando a distancia del televisor y se pone a cambiar de canal con el sonido apagado. Cuenta quince timbrazos. Dieciséis. Ted contesta al vigesimosexto, jadeante, y ella le pide que le pase el auricular a la hija de ambos.
Voy a buscarla —dice Ted—. Pero no te puedo prometer milagros.
Rachel oye un golpe cuando su marido deja el teléfono en la encimera de la cocina y luego la voz de él sube y baja de volumen mientras se pasea por la casa gritando:
¿April, cariño? ¡Ven a hablar con mamá!
Rachel oye el chirrido de los muelles de la puerta corredera. Los pasos de Ted aparecen y desaparecen cada vez que pasa del suelo de madera del pasillo a las escaleras enmoquetadas.
Rachel espera. Se sienta en la cama. La moqueta y las cortinas de la habitación del motel huelen un poco a tienda de ropa de segunda mano: tela mohosa en abundancia, un poco de sudor rancio y humo de cigarrillos. Su trabajo casi nunca la obliga a viajar; este es el primer viaje que hace desde que April nació, hace tres años. De los partidos de fútbol silenciosos pasa a los vídeos musicales sin música.
La casa que tienen ahora no es la primera en la que han vivido. La anterior se quemó hasta los cimientos, aunque el incendio no fue culpa de nadie. Esto se demostró ante un tribunal. Fue un accidente extrañísimo y fabuloso, que pasaría a los anales de la historia de los seguros domésticos. En él perdieron todo lo que tenían y luego su hija nació ciega. April es ciega, pero todo podría haber sido peor. Aquella primera casa había sido la casa de Ted antes de que se conocieran. Una de las paredes de la sala de estar estaba hecha de bloques de cristal, que proyectaban una cuadrícula con aspecto de red sobre la mesa y las sillas lacadas en negro. Cuando pulsabas un interruptor, unas llamas de gas se ponían a danzar mágicamente sobre el lecho de grava de granito de la chimenea de la sala de estar. Las bañeras, retretes y lavabos eran de porcelana negra. De las ventanas colgaban unas persianas verticales. No había nada en tonos tierra ni con grano de madera.
Pero Ted había estado cómodo en aquella casa. Tenía una gata a la que había puesto de nombre Belinda Carlisle y a la que dejaba beber de los bidés negros. Era una gata birmana de color negro chocolate y pelo largo, como una bola de pelo oscuro. Ted quería a Belinda Carlisle, pero sabía que no podía dejar que se le acercara demasiado. La gata parecía limpia hasta que la tocabas; entonces te dejaba pringado de caspa grasienta. Para tratar con la caspa de Belinda, Ted tenía uno de esos robots aspiradores que se pasaban el día aspirando los suelos. O por lo menos esa era la idea. Más de una vez los dos unían fuerzas: la gata tenía diarrea y el robot se paseaba por ella, pisando el charco en todas direcciones y extendiendo la diarrea hasta que llegaba al último centímetro de moqueta negra.
Cuando apenas llevaban un año casados, Rachel le anunció que tenían que mudarse. Estaba embarazada y no quería traer a un recién nacido a aquel mundo de alfombras hechas un asco y chimeneas abiertas. Iban a tener que vender la casa y deshacerse de Belinda Carlisle. Hasta Ted tenía que admitir que el sitio entero apestaba a cajón de gato, daba igual con cuánta frecuencia le cambiaras la tierra, y las embarazadas no podían estar cerca de los cajones de gato. Un día a la hora de la cena Rachel le explicó lo que era la toxoplasmosis. La causaba el protozoo parásito Toxoplasma gondii, que vivía en el intestino de los gatos. Se propagaba poniendo sus huevos en las heces de los gatos y podía matar al bebé o dejarlo ciego.
Ya estaba acostumbrada a explicarle las cosas a Ted. Ella sabía que Ted nunca iba a ser brillante. Era su mayor encanto. Era leal, tenía un temperamento tranquilo y trabajaba duro siempre y cuando le estuvieras encima en todo momento y le dijeras qué tenía que hacer. Se había casado con él por todas las razones por las que podría haber contratado a un empleado a largo plazo.
Se lo explicó despacio, entre bocados de espaguetis. La única forma de disimular el olor a gato era añadirle cilantro a todo. Una vez concluida su explicación, Ted se quedó sentado al otro lado de la mesa, con las sombras de los bloques de cristal trazando un mapa del contorno de su cara y su camisa blanca. Rachel oyó las burbujas del agua mineral de su marido. No importaba qué cocinara Ted; nada resultaba apetitoso servido sobre aquella porcelana suya con glaseado negro. Él parpadeó. Y le preguntó:
¿Qué estabas diciendo?
Y Rachel se lo repitió más despacio:
Que tenemos que encontrar una casa nueva.
No —dijo Ted, alargando la palabra como si estuviera intentando ganar tiempo—. Antes. Rachel no estaba molesta. Llevaba días ensayando aquello. Lo podría haber repartido un poco más. Era mucho para soltárselo de una sola vez.
He dicho que tenemos que poner esta casa en venta.
Ted cerró los ojos y negó con la cabeza. Con el ceño fruncido, le apuntó:
Antes de eso.
¿Lo de Belinda Carlisle? —preguntó Rachel.
Antes —le insistió Ted.
A Rachel le preocupaba la idea que Ted no fuera tonto; que el problema fuera simplemente que nunca escuchaba nada de lo que ella decía. Rebobinó mentalmente la conversación.
¿Quieres decir lo de que estoy embarazada?
¿Estás embarazada? —le preguntó Ted.
Y se llevó la servilleta negra a los labios. Para limpiárselos o para esconderlos, Rachel no estaba segura.


Todavía es lunes por la noche en Orlando y Rachel todavía está esperando al teléfono. Retira la colcha de la cama y se tumba para ver el Canal Teletienda. Lo que le encanta de la Teletienda es que no tiene anuncios. Los anillos de diamantes de cóctel giran a cámara lenta, resplandeciendo debajo de lámparas halógenas y ampliados a cien veces su tamaño real. El vendedor siempre habla con acento rústico y siempre parece muy emocionado cuando dice: «Más sus vale darse prisa, gente, que solo nos quedan dos mil de estas diademas…». Anillos solitarios de esmeraldas en venta por el mismo precio que un frasco de anacardos del minibar.
Con el televisor en silencio, Rachel oye ladrar al perro de la vecina por el teléfono. Luego los ladridos desaparecen como si algo los hubiera tapado. Como si April se hubiera llevado el auricular al oído. Conteniendo la respiración para oír mejor, Rachel dice:
¿Cariño? ¿Bu-Bu? ¿Cómo os va a papá y a ti sin mamá?
Y sigue hablando hasta que se siente tonta balbuceando sola en una habitación vacía de motel. Se pregunta cómo la habrá cagado esta vez. ¿Quizá se olvidó de darle un beso de despedida?
Rachel sospecha que el silencio de su hija es una venganza. La noche antes de su vuelo se dio cuenta de que tenía los dientes amarillos. Quizá por culpa del exceso de café. Después de la cena preparó los moldes de blanqueo y dejó que April los examinara. Rachel le explicó que se ajustaban perfectamente: una vez que tuviera los moldes puestos, mamá no podía contestar preguntas al menos durante una hora. Si April necesitaba algo, se lo iba a tener que pedir a su padre. Nada más ponerse aquel costoso gel de blanqueo dentro de cada molde y encajárselo en la boca, sin embargo, April ya le estaba tirando del albornoz y pidiéndole que le contara un cuento para irse a dormir.
Ted no fue de ninguna ayuda. April se marchó a la cama llorando. Rachel seguía teniendo los dientes hechos una porquería.
A juzgar por los ruidos que vienen del otro lado de la pared, los huéspedes de la habitación de al lado están follando como conejos. Rachel tapa el auricular con una mano ahuecada y confía en que su hija no los oiga. Le preocupa que la niña haya colgado y se pone a preguntar:
¿April? Cariño, ¿oyes a mamá?
Resignada, Rachel le pide a la niña que le devuelva el teléfono a su padre. Se oye la voz de Ted:
No te agobies. —Le dice—: Solo te está haciendo el vacío.
Con la voz amortiguada y la boca orientada en otra dirección, Ted dice:
Solo estás triste porque mamá no está, ¿verdad?
Se vuelve a hacer el silencio en la línea. Rachel oye la música de carnaval y las voces exageradas de unos dibujos animados procedentes del televisor de la sala de estar. No se le escapa que ella normalmente escucha la tele sin volumen mientras que su hija la ve sin las imágenes.
Todavía orientada a otra parte, la voz de Ted pregunta:
Todavía quieres a mamá, ¿verdad?
Sigue otro momento de silencio. Rachel no oye nada hasta que Ted se pone a apaciguar a la niña:
No, mamá no quiere a su trabajo más que a ti. —No suena muy convincente. Al cabo de una pausa, la riñe—: ¡No digas eso, jovencita! ¡Nunca digas eso! —Por el tono de su voz, Rachel se prepara para oír una bofetada. Quiere oír una bofetada. Pero no llega. Con claridad, hablando otra vez directamente al auricular, Ted le dice—: ¿Qué puedo decir? Nuestra niña es toda una rencorosa.
Rachel está emocionada. Lo último que quiere es que su hija sea una floja como Ted, pero se muerde la lengua. Y da por concluida la llamada del lunes.


Ted había tenido a Belinda Carlisle desde que era una gatita recién nacida. Ya era vieja cuando la anunciaron en varias páginas web de adopción de mascotas. Una gata vieja y llena de gases. Solo podía interesar a alguien que hiciera investigación médica. Cuando la eutanasia empezó a revelarse como la mejor opción, Ted llamó a Rachel a la cocina y le enseñó el saco de veinte kilos de pienso seco. Seguía medio lleno.
Dame hasta que se acabe para encontrarle una familia nueva —le dijo.
A Rachel esto le pareció un buen acuerdo. Cada día que pasaba significaba dos cuencos menos de pienso en la bolsa. La bolsa se convertiría en un reloj de arena que iría marcando sus últimos días con Belinda. Después de dos semanas, Rachel ya no estaba tan convencida. El saco de comida seguía medio lleno. De hecho, parecía un poco más pesado que cuando ella había aceptado el trato. Sospechaba que Ted estaba rellenándolo a hurtadillas con pienso de otra parte. Quizá tenía un saco secreto escondido en el coche o en alguna parte del garaje y ahora lo estaba usando para rellenar poco a poco el de la cocina. A fin de poner a prueba esta teoría, Rachel empezó a servirle raciones dobles a la gata a la hora de las comidas. Se dijo a sí misma que le estaba dando un pequeño premio, mimándola en vez de acelerando su tránsito a la tumba.
Las raciones dobles apenas cabían en el cuenco de la gata, pero Belinda se las terminaba. Estaba engordando, pero no parecía que se fuera a ir de casa pronto. Igual que la parábola de los panes y los peces o que la lámpara aquella del Templo de David, el saco enorme de pienso siempre estaba medio lleno.


La llamada del martes desde Orlando no va mejor que la del lunes. Todas las noches Ted y ella se cuentan cómo les ha ido el día. Él ha salido con el rastrillo a recoger las primeras hojas del otoño. Ella ha implantado los primeros catalizadores in situ para la transmisión de microondas por satélite. Él ha encontrado una tienda de comestibles que vende el queso que le encanta a ella. Rachel informa de que ha resecuenciado el código del protocolo de recarga de la matriz de presistemas. Y le cuenta que Orlando es un sitio terrible para estar sin hijos.
Cuando ella deja de hablar hay un momento de silencio, como si Ted estuviera prestando atención a otra cosa. Rachel se queda escuchando por si lo oye teclear o escribir correos electrónicos mientras ella habla. Por fin Ted rompe el silencio.
¿Qué está pasando ahí?
Se refiere a los ruidos. Los huéspedes de la habitación de al lado están follando otra vez. En realidad no han parado en ningún momento, simplemente Rachel ya ha dejado de oír sus gemidos constantes y sus chillidos. Hace tanto que se oyen los mismos ruidos de fondo que seguramente son una película pornográfica. Nadie puede estar tan enamorado. La pone furiosa imaginarse que Ted ha estado escuchando follar a unos desconocidos en vez de escuchar cómo le va a ella el trabajo.
Mientras un zafiro llena la pantalla del televisor, la voz de Ted dice:
Coge el teléfono, April. Dale las buenas noches a mamá.
Para oír mejor, Rachel intenta sustraer el ruido de la autopista de fuera. Se desconecta mentalmente del zumbido del minibar y de los gemidos afectuosos del otro lado de la pared. Lleva sin probar el alcohol desde el ponche de Navidad de hace tres años, pero ahora va al minibar y examina las hileras de botellines de cristal, todos ellos más caros que el colgante de diamantes que se ve en la televisión. Una cuenta atrás muestra que quedan menos de cinco mil de esos colgantes en venta. Por el precio de unos pendientes de perlas, Rachel se prepara un gin-tonic y se lo bebe de un par de tragos.
Rachel oye la voz de Ted por el teléfono. Oye de fondo su voz amortiguada y suplicante:
Cuéntale a mamá lo de las tortugas del zoo que te gustaron.
Y luego, nada. Rachel siente un respeto por su hija que nunca ha sentido por su marido. Para cenar, abre una bolsita de M&M normales del minibar que cuesta más que un juego de anillos de compromiso de la Teletienda. Por cada bolsa de patatas chips o chocolatina que se come, aparece otra en su lugar como por arte de magia.


Rachel le echó en cara a Ted el tema del saco de comida de la gata, pero él negó que hubiera estado haciendo trampas. Rachel no admitió que había estado aumentándole las raciones, pero sí que señaló que habían pasado cinco semanas y que ahora Belinda Carlisle parecía una sandía con abrigo de piel. Y Rachel también se había engordado lo suyo.
¿Me estás diciendo —preguntó, señalando la bolsa de comida— que esto es un milagro?
Tampoco ayudó que la agente inmobiliaria que había puesto la casa en el mercado les dijera que la sala olía mal. También les dijo que el precio que pedían por ella estaba doscientos mil dólares por encima del precio de mercado actual. Y tampoco ayudaban las hormonas de Rachel.
Ted y Rachel discutieron. Entre Acción de Gracias y Navidad estuvieron riñendo casi a diario. Durante aquel tiempo el nivel del saco de comida siguió subiendo hasta que el pienso empezó a desbordarse y a caer por el suelo de la cocina. La gata estaba tan inflada que apenas podía arrastrarse por la moqueta de la sala de estar. Y fue entonces cuando aquella casa sobrevaluada se incendió.
 

El miércoles por la noche, como de costumbre, Rachel llama desde Orlando. Está deseando a medias que April no le quiera hablar. Eso demostraría que la niña ha heredado algo de las agallas de su madre. Para ponerla a prueba, Rachel le pregunta:
¿No quieres a mamá?
Y reza por lo bajo para que la niña no muerda un anzuelo tan obvio.
El mundo es un lugar horrible. Lo último que Rachel quiere es criar a una niña tan vulnerable que todo le deje marca.
Como si April necesitara que la pusieran más a prueba, Rachel le dice:
Deja que mamá te cante una nana.
Y se pone a canturrear una canción de cuna que sabe que hundirá la determinación de su hija. Le hacen los coros los gemidos y gruñidos de la habitación de al lado, esos ruidos sin lenguaje que emite involuntariamente la gente débil. Rachel tiene intención de cantar todas las estrofas, pero le falla la resolución cuando oye reírse a Ted. Suena más claro que el agua. Sospecha que April ha dejado el auricular y se ha marchado. Eso quiere decir que Rachel le ha estado cantando a una cocina vacía. Y termina con una advertencia:
Si no dices «buenas noches», vas a hacer que mamá llore.
Si no hay nadie escuchando, da igual lo que diga. Así que finge llorar. Luego intensifica el llanto falso hasta soltar berridos. Es más fácil de lo que imaginaba, y cuando descubre que no puede parar, Rachel cuelga.


Rachel no se había inventado los peligros de la toxoplasmosis; había buscado en internet y había preparado una defensa irrefutable de sus argumentos. No era ninguna locura. Los neurobiólogos habían vinculado el T. gondii con casos de suicidio y con brotes de esquizofrenia. Y todo estaba causado por la exposición a la caca de gato. Había estudios que sugerían incluso que los parásitos cerebrales de la toxo coaccionaban químicamente a la gente para que adoptara más gatos. Aquellas señoras locas que vivían rodeadas de gatos en realidad estaban siendo controladas por una infección de invasores unicelulares.
El problema de educar a la gente tonta era que no sabía que era tonta. Lo mismo pasaba con curar a los locos. Y por lo que respectaba al gato, Ted era las dos cosas.
En su última noche en la primera casa, tal como le había explicado más tarde Rachel a la policía, habían ido a una fiesta de Navidad en el vecindario. Estaban volviendo los dos a casa. Habían estado bebiendo ponche de Navidad, y mientras caminaban pesadamente por la nieve ella le explicó a Ted que no tenía que ser tan blandengue. Le habló con cuidado, esperando a que él asimilara sus palabras. Las huellas que dejaba en la nieve estaban muy separadas para equilibrar el peso que había ganado.
Rachel todavía estaba trabajando como Consultora de Interfaces Corporativos de Nivel 1, pero el mero hecho de entrar en su segundo trimestre de embarazo ya le parecía un trabajo a jornada completa. Le preocupaba que con un bebé de por medio la situación no fuera a mejorar mucho. El amor de un hombre se podía dividir por la mitad, pero no en tres partes.
Según Rachel le contaría a la policía, ella fue la primera en entrar en la casa a oscuras. Ni siquiera llegó a quitarse el abrigo.
Qué frío hace aquí dentro —dijo.
El árbol de Navidad ocupaba todo el ventanal de la sala de estar, impidiendo que entraran las luces de la calle. De hecho, al principio todo el mundo supuso que el culpable había sido el árbol. Los sospechosos habituales siempre eran las velas aromáticas, las lucecitas de Navidad defectuosas y los enchufes sobrecargados. Ted quería culpar al robot aspirador en movimiento. Cruzaba los dedos para que se hubiera recalentado. Para que se hubiera producido un cortocircuito y el robot se hubiera puesto a correr por todas partes lleno de pelo de gato inflamable y lo hubiera incendiado todo.


El jueves por la noche en Orlando se produce la tradicional paradoja: cuanto más intenta acelerar Rachel el proceso de instalación, más tarda todo en salir. Se llama por teléfono a sí misma y se deja mensajes: «Recordatorio a mí misma: finalizar nomenclatura de inventario gráfico».
Coge el teléfono de la mesilla de noche y se pone a mirar fotos. Solo tiene una de April. Por alguna razón no parece correcto fotografiar a una persona ciega. Es como robarle algo valioso que esa persona ni siquiera sabe que tiene. Siguiendo la misma lógica, Rachel se censura a sí misma para no decir nunca «Qué puesta de sol tan bonita» o «Mira aquí, cariño». Exclamar en presencia de April «Qué flor tan preciosa» le parece una provocación.
Ted y ella se conocieron en una cita a ciegas, otra expresión que Rachel evita vigorosamente.
Hace poco su hija ha empezado a decirle:
¡Mírame, mamá! ¡Mírame! ¿Estás mirando?
Es obvio que April no tiene ni idea de lo que está diciendo. Es simplemente el coro universal de los niños, con visión o sin ella. La esencia de la paternidad es pasar de ser la persona observada a ser la persona que observa.
El jueves la niña vuelve a negarse a romper su mutismo. Rachel escruta con los oídos. Rachel resuella y hace promesas hasta que Ted coge el teléfono y le dice:
Lo siento.
Ella le oye en la voz el encogimiento impotente de hombros cuando él dice:
No consigo hacer que hable.
A lo que Rachel replica:
Inténtalo.
Ted tiene un verdadero talento para rendirse. Ella le sugiere que pinche a April en las costillas para hacerla reír.
¿No tiene cosquillas? —pregunta.
Ted contesta riéndose, pero sobre todo de incredulidad.
¿Me estás preguntando si tiene cosquillas? —Suelta un soplido de burla—. ¿Dónde has estado estos últimos tres años?


Después de la noche del incendio, Rachel solo admitió ser culpable de haberle dado al interruptor. Antes de encender las luces de la sala de estar, Rachel declaró que había ido al termostato y había subido la calefacción. Había encendido el fuego de gas de la chimenea en el mismo momento en que habían empezado los gritos. Un aullido salvaje de banshee había llenado las habitaciones a oscuras. Un chillido inhumano de demonio invernal se había despertado y luego la casa entera había parecido incendiarse. El árbol de Navidad centelleó. Los cojines negros centellearon. Las alfombras negras se inflamaron. Ted corrió a abrazar a Rachel mientras las colchas y las toallas de baño estallaban en llamas anaranjadas. Y entretanto se oían los ecos de los gritos de las almas torturadas en el infierno. El aire apestaba a humo y a pelo quemado. Los detectores de humo se unieron al estruendo enloquecedor. No hubo tiempo ni de dar marcha atrás al coche negro por la entrada de coches de la casa y salvarlo antes de que las llamas se pusieran a ondear como banderas de colores vivos en todas las ventanas del piso de arriba. Los dos estaban plantados en el jardín nevado de delante de la casa cuando se materializaron los camiones de bomberos con sus sirenas. La casa ya estaba envuelta en llamas.


En Orlando Rachel se ha puesto a especular. Sería muy propio de Ted estar ocultándole alguna verdad espantosa, por lo menos hasta que ella llegue a casa. Si April estuviera en el hospital, si le hubiera picado una abeja y hubiera tenido una reacción grave, o algo peor, Ted pensaría que le está haciendo un favor al no decírselo por teléfono. Ella entra en internet y se pone a buscar accidentes en Seattle relacionados con niñas de tres años en la última semana. Descubre con congoja que ha habido uno. De acuerdo con las noticias, una niña ha sido atacada por el perro de su vecina. En estos momentos se encuentra en el hospital en estado crítico. El nombre de la víctima no se ha hecho público en espera de notificación de sus parientes.
Esa noche Rachel escucha sus mensajes nuevos. Los ha dejado todos ella: «Recordatorio a mí misma: ¡repercusiones!». Solo esa palabra, estridente e intimidadora. No tiene ni idea de a qué se refería cuando lo grabó. Tiene que comprobar el identificador de llamadas para reconocerse a sí misma. ¿Es así como suena realmente su voz?
La idea la agobia toda la noche: ¿cuántos niños pequeños mueren asfixiados por pelotas de goma y la noticia nunca sale en la pantalla de la CNN? No para de darle a Actualizar, confiando en averiguar más detalles de la noticia del Seattle Times. ¿Qué clase de madre es si no puede averiguar si su hija está viva o muerta?
El jefe de bomberos no pensaba que hubiera sido un incendio provocado, al menos al principio. El episodio los había hecho famosos, y no de forma positiva. Se habían vuelto pruebas vivientes de algo que la gente no quería creer que pasara en realidad.
El jefe de bomberos recorrió las habitaciones calcinadas, registrando el itinerario de la ignición del incendio. Había empezado en la chimenea minimalista y había trazado un círculo siguiendo el perímetro de la sala de estar. A continuación se había incendiado el perímetro del comedor. El jefe de bomberos dibujó un plano aproximado en una hoja de papel cuadriculado que llevaba en una tablilla sujetapapeles. Usando un lápiz mecánico, trazó una línea que empezaba en el comedor, subía las escaleras y rodeaba el perímetro del dormitorio principal y el cuarto de baño.
Debajo del brazo llevaba algo metido en una bolsa de basura de plástico negro.
Es la cosa más extraña que he visto nunca —les dijo a Ted y a Rachel en la entrada para coches.
Abrió la bolsa y les dejó mirar dentro. Echaba una peste horrible, una combinación de pelo quemado y sustancias químicas. Ted le echó un vistazo y se puso a temblar.


El viernes por la noche en Orlando, Rachel considera brevemente la posibilidad de llamar a la policía, pero ¿qué puede decirles? Busca actualizaciones de la noticia de la niña de tres años en estado crítico. Llama a una vecina, JoAnne. Tuvieron una época ya lejana de breve amistad, basada en su odio mutuo a la compañía local de recogida de basuras. JoAnne coge el teléfono al decimonoveno timbrazo. Rachel le pregunta si Ted ha estado sacando su basura a la acera esta semana. No quiere entrarle demasiado fuerte.
Escucha, cambiándose el teléfono de un oído a otro, pero no oye nada. Principalmente lo que no oye son los ladridos del rottweiler mezclado de JoAnne. Que siempre está ladrando y arañándoles la cerca.
Por fin JoAnne le dice:
La recogida de basura es la semana que viene, Rachel.
Su voz suena precavida. Pronuncia el nombre de Rachel como si le estuviera haciendo una señal a otra gente que la está oyendo. Pregunta qué tal por Orlando, y Rachel se rebusca en la cabeza, intentando acordarse de si le mencionó en algún momento este viaje. Para ponerla a prueba, Rachel le dice:
Espero que Ted no esté malcriando a April mientras yo no estoy.
La pausa que viene a continuación es demasiado larga.
April —insiste Rachel—. Mi hija…
Ya sé quién es April —dice JoAnne.
Ahora parece irritada.
Rachel ya no se puede contener.
¿Cesar ha mordido a mi nena?
Y se corta la línea.


Por lo menos el jefe de bomberos había resuelto el misterio de por qué su antigua casa apestaba todos los inviernos. Belinda Carlisle, conjeturó el jefe de bomberos, había estado usando la grava de granito de la chimenea como cajón de arena. Cada vez que encendían los fogones de gas, Ted y Rachel habían estado cociendo quién sabe cuántos kilos de excrementos enterrados de gato. El liquidador de la aseguradora les dijo que lo que había ocurrido carecía de precedentes. Rachel fue consciente de no poder aguantarse apenas la risa cuando el hombre les explicó que el gato debía de estar yendo de vientre en el mismo momento en que Rachel había encendido el interruptor de la chimenea.
En aquel preciso momento Belinda estaba soltando una cagada secreta de medianoche en la pequeña caverna oscura de la cámara de combustión. Con el frío que hacía en la casa quizá le gustaba sentir el suave calorcito de la luz piloto. Debió de oír el clic-clic-clic de grillo del encendedor electrónico. Un instante más tarde debieron de saltarle encima las llamas azules desde todas las direcciones.
Había sido aquel demonio peludo y llameante lo que había estallado, entre chillidos, y había echado a correr por la casa, incendiando hasta la última pieza de tela antes de caer muerto en un armario del piso de arriba, debajo de la ropa de la tintorería de Rachel, almacenada en plástico inflamable.


El sábado Rachel telefonea tres veces a casa y las tres veces salta el contestador. Se imagina la casa vacía. Es demasiado fácil imaginarse a Ted llorando junto a una cama de hospital. Cuando por fin su marido le coge el teléfono, ella pide hablar con April.
Si esas tenemos, jovencita —la amenaza ella—, no va a haber Navidad ni tiovivo ni pizzas hasta que hables. —Espera, intentando no herir sus sentimientos. Echa la culpa de su estado de ánimo a un ron con cola, doble, que le ha costado más que una hebilla de turquesas de la Teletienda—. Yo tenía una niña que era ciega —la provoca, intentando sacarle una respuesta—. ¿Ahora qué eres, Helen Keller?
Es el ron el que habla. Por el televisor, la imagen ampliada de un topacio centellea hipnóticamente, girando despacio con el sonido apagado.
En las profundidades del silencio, Rachel oye respirar a alguien. No se lo está imaginando. April está respirando, testaruda, soltando pequeños soplidos de furia como si tuviera los brazos gordezuelos cruzados sobre el pecho y las mejillas de querubín ruborizadas por el enfado.
Arriesgándose, Rachel pregunta:
¿Qué quieres que te traiga mamá cuando vuelva a casa? —Un soborno puede ayudar a todos a salvar las apariencias—. ¿Un Ratón Mickey —sugiere— o un Pato Donald?
Oye una exclamación ahogada. La respiración se detiene un instante y luego una voz lejana y aguda chilla:
Oh, papito. —Encantada, la voz dice—: ¡Tírame del pelo, papito! ¡Fóllame por el culo!
No es April. Son los huéspedes de la habitación de al lado, sus voces filtradas por la pared.
¿Por qué no usamos una barra de media tonelada de chocolatina con helado Rocky Road? —dice Rachel en tono sarcástico. Da un puñetazo en la pared y grita—: ¿Por qué no te folla un lindo poni?
A continuación oye por el teléfono el pequeño robot aspirador zumbando —un sustituto— limpiando el suelo y chocando contra las paredes, como si fuera —¿qué otra cosa?— un animal ciego. Ted se pasa la mitad del día sin pegar ni golpe, pero aun así quiere su pijada de cacharros electrónicos Sharper Image que le hacen las tareas de la casa. A Rachel la asusta la idea de que April pueda tropezarse accidentalmente con el aspirador, pero Ted insiste en que la niña es más lista que un cacharro.
Y de golpe Rachel lo entiende. Por mucho que vaya un poco achispada, todo tiene sentido. Ted la culpa por lo que le pasó a Belinda Carlisle. No es un tipo brillante pero tampoco es tonto del todo. Guardar rencores es algo que April ha heredado de su padre. Ted ha esperado el momento oportuno y ahora se está cobrando su venganza.
Se le abre una grieta diminuta en la voz y de pronto todo su pánico pugna por escapar.
April, cielo —le pregunta—, ¿te está haciendo daño papá?
Intenta no preguntarlo, dejar de preguntarlo, pero es como recomponer un globo reventado.


Para cuando April nació ya estaban instalados en una casa estilo rancho en una urbanización de casas todas idénticas, a pocas manzanas de distancia de la antigua. Ted había querido enterrar a la gata en su nuevo jardín, pero el jefe de bomberos no les llegó a entregar nunca los despojos. La casa estilo rancho era menos dramática. No tenía chimenea abierta ni tampoco bidé, pero con una criatura ciega resultaba mejor. ¿Cómo podía Rachel no haberse visto afectada después de vivir seis meses embarazada y respirando humo de mierdas de gato? Tal como les había explicado la obstetra, los parásitos de la toxo atacaban el nervio óptico, pero Rachel sabía que no era solo eso. Era una venganza. Por supuesto, Rachel juró que no había visto a Belinda Carlisle antes de pulsar el interruptor. Y Ted aceptó aquella declaración de Rachel sin cuestionarla.
Había mentiras que casaban a la gente de forma más efectiva que los votos matrimoniales.


El domingo Rachel llama por teléfono e insiste en que Ted la escuche.
La próxima llamada que voy a hacer es a la policía —jura.
A menos que April diga algo para hacerla cambiar de opinión, va a llamar a los Servicios de Protección del Menor y pedirles que intervengan.
Su marido, el señor Pasivo-Agresivo, suelta una risa confundida.
¿Qué quieres que haga, pellizcarla?
Pellizcarla, sí, dice Rachel. Darle unos azotes. Tirarle del pelo. Lo que sea.
A ver si lo entiendo… —pregunta él—. Si no pego a mi hija, ¿me denunciarás por maltrato infantil?
Rachel asiente con la cabeza y le dice al teléfono:
Sí.
Se lo imagina bebiendo café del tazón con glaseado negro que rescató de los restos del incendio. El color y el acabado son tan feos que el tazón todavía parece nuevo.
¿Y si la quemo con un cigarrillo? —pregunta él, con la voz deformada por el sarcasmo—. ¿Eso te haría feliz?
Usa una aguja de mi costurero —lo instruye Rachel—. Pero primero esterilízala con alcohol de friegas. No le hemos puesto la antitetánica.
No me puedo creer que lo digas en serio —dice Ted.
Esto ya ha durado demasiado —dice ella.
Es consciente de que parece loca. Quizá sea demasiado tarde. Quizá sea la toxoplasmosis que tiene en el cerebro la que está hablando, pero sabe que lo dice en serio.


La indemnización de la aseguradora empezó a demorarse, y para entonces el jefe de bomberos ya estaba calificando el incidente de incendio provocado. Las pruebas del laboratorio habían encontrado un residuo en el pelo del gato. Un agente químico incendiario había mantenido encendida a Belinda Carlisle durante el pánico de su agónica huida final. Y resultaba todavía más sospechoso que unas semanas antes del incendio Rachel hubiera doblado el importe de la cobertura del seguro doméstico. Hasta con un bebé pegado a la teta, ella no había vacilado en buscarse abogados.


Hablando por teléfono el domingo por la noche, Rachel avisa de que no va de farol. Que o bien Ted hace que su hija emita alguna palabra, algún sonido, o bien tendrán que batallar en el tribunal de familia. Parece tardar mucho rato, pero por fin Ted contesta.
Con la voz orientada en otra dirección, dice:
April, cariño. ¿Te acuerdas de qué es la vacuna de la gripe? —Le dice—: ¿Te acuerdas de cuando te tuvieron que poner una vacuna para que pudieras ir a jugar a las colonias de Semana Santa?
Responde un silencio. Rachel cierra los ojos para seguir escuchando. Lo único que puede detectar es el zumbido de la lámpara fluorescente de la mesilla de noche. Se levanta de la cama para apagar el aire acondicionado, pero antes de que pueda dar un paso regresa la voz de Ted:
¿Puedes traerle a papá el costurero? —Y no parece que pase nada, pero ahora Rachel oye con claridad su voz—: ¿Estás contenta? ¿Te hace feliz esto? —Resuenan sus pasos en el pasillo—. Voy al cuarto de baño. —Empieza a hablar en tono cantarín, como si cantara una nana—. Voy a buscar el alcohol para torturar a nuestra hija —canturrea—. Rach, puedes parar esto en cualquier momento.
Pero Rachel sabe que no es verdad. Nadie puede parar nada. La gente de la habitación de al lado siempre va a estar follando. La gata en llamas siempre va a estar corriendo como un cometa por todas las casas en las que van a vivir. Nada se va a resolver nunca. Y le vuelve a pasar por la cabeza que quizá Ted la esté torturando. Que April está en su habitación del piso de arriba o bien jugando en el jardín de atrás, y él solo está fingiendo que la tiene allí con él. Es más fácil asimilar eso que la idea de que su propia hija la desprecia.
No lo entiendes —le dice Rachel por teléfono—. Necesito que le hagas daño para demostrar que está viva —le exige—. Que le hagas daño para demostrarme que no me odias en absoluto.
Y antes de que la tele pueda vender otros mil relojes de pulsera de diamantes, April grita.
Ni un segundo más tarde, Ted pregunta:
¿Rach?
Jadeante. Con los ecos del chillido todavía en la cabeza de Rachel. Nunca dejaría de reverberar en su cabeza. Un maullido. El chillido de Belinda Carlisle. El mismo berrido que soltó April al nacer.
Lo has hecho —dice ella.
Has chillado —le contesta él.
No es Rachel quien ha chillado ni tampoco April. Ha sido otro ruido sexual procedente de la habitación de al lado. Otro final en tablas. La bolsa siempre va a estar llena a medias. Ted siempre la va a estar engañando.
Rachel le pide que April se ponga al teléfono.
Asegúrate de que tenga el oído pegado al teléfono —dice Rachel—, y luego quiero que salgas de la habitación.
Tu padre no lo entiende —dice Rachel por teléfono—. Debía más dinero por esa casa de lo que valía. Alguien tenía que tomar las decisiones desagradables.
Le explica a su hija que el único problema de casarse con un hombre tonto, perezoso y sin agallas era que te podía tocar aguantarlo el resto de tu vida.
Tenía que hacer algo —dice Rachel—. No quería que nacieras muerta y también ciega.
No importa quién esté escuchando, Ted o April. Es otro desastre que Rachel necesita arreglar. Le cuenta a quien sea que se pasó semanas aplicándole todos los días con un peine laca para el pelo al pelaje de la gata, laca para el pelo normal y barata. Sabía que usaba la chimenea como retrete y confiaba en que la luz piloto bastara para atraerla. Rachel la había sobrealimentado para que tuviera que defecar más a menudo. Cruzó los dedos para que el exceso de gases intestinales surtiera el efecto deseado. No era ninguna sádica. Al contrario: no quería que Belinda Carlisle sufriera. Rachel se había asegurado de que los detectores de humo tuvieran pilas y se dedicó a esperar.
Tu padre —empieza a decir— cree que si los platos y el retrete son negros no se ensucian nunca.
En su última noche en casa de Ted, Rachel había entrado en la sala de estar. Se había metido dentro deprisa huyendo del frío. Había bajado intencionadamente el termostato con la esperanza de hacer más atractiva la luz piloto. Para mejorar su trampa había enterrado atún en la grava. Aquella noche había entrado en la sala a oscuras, bajo la sombra que daba el árbol de Navidad, y había visto dos ojos amarillos que la miraban parpadeando desde la chimenea. Un poco borracha, le había dicho:
Lo siento.
Hablando por teléfono desde Orlando, muy borracha, dice:
No lo sentí.
Rachel le dijo adiós a la gata y pulsó el interruptor. El clic-clic-clic, como los golpecitos de un bastón blanco. El grito de la banshee. Las llamas subieron volando por las cortinas de la sala de estar. Las llamas subieron volando por las escaleras. Al final la compañía aseguradora no pudo demostrar de forma segura que los residuos químicos no fueran los restos calcinados del plástico de la tintorería.
Y, diciendo esto, siente que April se ha convertido en una desconocida. Alguien distinto a quien hay que respetar y que merece saber la verdad. April se ha desprendido de ella para convertirse en otra persona.
El vicio que tiene tu padre de dejar las cosas para más adelante es la razón de que no vayas a ver nunca una puesta de sol.
En el silencio podría haber alguien o podría no haber nadie. Si es April no lo va a entender, al menos hasta que sea mayor.
Solo elegí a tu padre porque es débil —dice Rachel—. Me casé con él porque sabía que lo podía manejar a mi antojo.
Y dice que el problema de la gente pasiva es que te obliga a pasar a la acción. Y después te odian por ello. Nunca te perdonan. Solo entonces, por el teléfono, oye Rachel que Ted rompe a llorar de forma clara e inconfundible. No es nada que no haya oído antes, pero esta vez sus sollozos arrecian hasta que una criatura chilla haciendo un ruido como de ráfagas de silbato. Como una alarma antiincendio se elevan los chillidos agudos y frenéticos de una criatura, saliendo del teléfono como una sirena.
Las provocaciones de Rachel han funcionado. Él la intimidó, la coaccionó, la controló y la manipuló para que hiciera daño a una criatura inocente. Y ahora están en paz.
Con los chillidos de su hija y el llanto de su marido todavía resonándole en los oídos, Rachel contempla un diamante gigantesco que da vueltas, en trance, intentando adivinar el futuro, mientras susurra:
Buenas noches.

Invéntate algo. Relatos que no te podrás sacar de la cabeza. 2015.