Cuanto aterrizamos en Ben Gurion todo el avión aplaudió salvo yo,
que rompí a llorar. Mi padre, que estaba sentado junto al pasillo,
intentó calmarme mientras le contaba a todo el que fuera lo
suficientemente educado como para escucharlo que aquélla era la
primera vez que yo volaba al extranjero y que por eso estaba un poco
nerviosa.
-Pues al despegar,
precisamente, ha estado muy tranquila -le dio la lata a un pobre
viejo con unas gafas de culo de botella y que olía a orina-,
mientras que ahora, cuando resulta que ya hemos aterrizado, va y le
sale todo.
Mientras lo decía
me puso la mano en la nuca, como se le pone a un perro, y me susurró,
con forzada dulzura:
-No llores, cariño,
que papá está aquí a tu lado.
Hubiera querido
matarlo, pegarle con todas mis fuerzas hasta hacerlo sangrar. Pero mi
padre seguía masajeándome la nuca y susurrándole al apestoso viejo
que tenía al lado que normalmente yo no era así, que en la mili fui
monitora de artillero en Shivta y que irónicamente ni novio, Guiora,
era agente de seguirdad de ELAL.
Una semana antes,
cuando aterricé en Nueva York, mi novio, Guiora, qué ironía
también, me fue a esperar con un ramo de flores a pie de
escalerilla. Como trabaja en el aeropuerto pudo organizarlo
fácilmente. Nos besamos en la escalerilla del avión, como en una
pésima película romántica cualquiera, y me pasó con las maletas
el control de pasaportes sin que tuviéramos que esperar ni un
segundo. Del aeropuerto nos fuimos derectamente a un restaurante
desde el que se ve todo Manhattan. El coche que se ha comprado allí
es un enorme modelo americano del 88 pero estaba tan limpio que
parecía nuevo. En el restaurante, Guira no sabía muy bien qué
pedir y al final nos decidimos por algo con un nombre muy cómico que
tenía un poco la pinta de un pulpo y que olía espantosamente mal.
Guira intentó comerlo diciendo que estaba muy bueno, pero al cabo de
un momento también él se rindió y los dos nos echamos a reír.
Durante el tiemp que no lo había visto se había dejado barba y la
verdad es que le favorecía. Del resturante nos fuimos a la Estatua
de la Libertad y al MOMA y yo aparenté estar entusiasmada, aunque no
dejé ni por un momento de sentir algo raro. Porque, al fin y al
cabo, él y yo no nos habíamos visto desde hacía más de dos meses,
y en vez de ir directamente a su piso a follar, o al menos sentarnos
allí para charlar un rato, nos dio por ir a todo tipo de sitios
turísticos a los que seguro que Guira habría ido ya más de mil
veces y sobre los que encima me daba un montón de cansinas y
ensayadas explicaciones. Por la tarde, cuando llegamos a su piso,
dijo que tenía que arreglar no sé qué asuntos por teléfono y yo
me fui a duchar. Cuando me estaba secando él calentó agua para unos
espaguetis y puso la mesa con una botella de vino y unas flores medio
marchitas. Yo me moría de ganas de hablar con él, no sé, porque me
daba la sensación de que había pasado algo malo que él no me
quería contar, como en las películas, cuando alguien muere y se les
intenta ocultar a los niños. Pero Guiora seguía con su espantosa
verborrea acerca de todos los lugares que iba a enseñarme esa
semana y lo mucho que temía que no le fuera a dar tiempo, tratándose
de una ciudad tan grande, y encima sin que dispusiéramos de una
semana entera, apenas cinco días, porque uno ya había pasado y el
último día mi vuelo era ya por la tarde y encima cuando llegara mi
padre ya no íbamos a poder hacer nada. Lo interrumpí con un beso,
porque no se me ocurrió otra manera de hacerlo. Los pelos de la
barba me picaron un poco en la cara.
-Guiora -le
pregunté- ¿va todo bien?
-Estupendamente -me
dijo-, claro que sí, lo que pasa es que son muy pocos días y me da
miedo que no nos vaya a dar tiempo de nada.
Los espaguetis, eso
sí, le quedaron buenísimos, y después de echar un polvo nos
sentamos en la terraza a tomar vino mientras mirábamos a las
personas que pasaban por la calle, tan pequeñitas ellas. Le dije a
Guiora que tenía que ser interesantísimo vivir en una ciudad tan
gigantesca como ésa y que yo podría pasarme horas allí sentada en
la terraza mirando todos esos puntitos que había allá abajo
mientras intentaba adivinar qué se les estaría pasando por la
cabeza.
-No te creas -se
limitó a decir Guiora y fue a buscarse una coca-cola light-. Sabes
-prosiguió-, precisamente ayer estuve a diez calles de aquí hacia
el lado Este, donde están todas la putas. Desde aquí no se ve
porque queda al otro lado del edificio. Y un sintecho, ya mayor, se
me acercó al coche, y eso que tenía bastante buen aspecto para ser
un sin techo. Iba con una ropa muy vieja y empujaba una especie de
carro de súper con muchas bolsas de papel, de esas que siempre
llevan de un sitio a otro, pero aparte de eso tenía un aspecto
normal, iba limpio, no sé, es difícil de contar. El caso es que se
me acerca y me propone hacerme una mamada por diez dólares. "Te
lo voy a hacer pero que muy bien", me dice, "me lo voy a
tragar todo". Y en un tono muy decidido, como el que te está
intentando convencer de que te compres una tele. Yo no sabía dónde
meterme. Imagina, a las dos de la mañana y a unos metros de él hay
una fila de unas veinte putas puertorriqueñas, algunas de ellas
realmente guapas, y ese hombre, que se parece mucho a mi tío,
proponiéndome una mamada. En ese momento también él se dio cuenta
de lo curioso de la situación, porque según parecía era la
priemera vez que proponía algo así y de repente los dos estábamos
confundidos. Entonces me dijo, medio en tono de disculpa: "¿Y
si te lavo el coche en lugar de eso? Son cinco dólares. Es que tengo
muchísima hambre". Y así es como me encuentro de repente en la
parte más apestosa de Manhattan a las dos de la mañana con un
hombre de unos cuarenta limpiándome el coche con una botella de agua
mineral y un trapo que un día fue una camisea de los Chicago Bulls.
Algunas putas empezaron a acercarse a nosotros, además de un tipo
negro que parecía su chulo. Entonces estuve seguro de que habría
jaleo. Cuando el hombre terminó le di las gracias, le pagué y me
fui de allí tranquilamente.
Después es esta
historia los dos nos quedamos callados y yo fijé la mirada en el
cielo, que ahora se veía muy negro. Le pregunté qué hacía en la
calle de las putas en plena noche y me contestó que eso no tenía
nada que ver con la historia. Le pregunté si estaba con alguien,
pero a eso tampoco me contestó. Le pregunté si se trataba de una
puta. Él se quedó callado un momento y me dijo que la chica
trabajaba en Lufthansa. En ese momento, de repente, pude olerla a
través de él, a través de su cuerpo, de su barba. Un poco como el
olor de la col agria, y ahora, después del polvo, ese olor se me
había pegado también a mí. Él, de todos modos, se empeñó en que
me quedara esa semana en su piso y yo accedía al momento, porque no
tenía elección. Allí sólo había una cama, pero como yo no quería
hacerme la estrecha dormimos juntos, aunque sin acostarnos, y supe
que nunca más iba a aceptar acostarme con él, cosa que también él
sabía. Cuando se quedó dormido fui a ducharme otra vez, para
quitarme el olor de ella, aunque era consciente de que, mientras
estuviera durmiendo con él en la misma cama, el olor seguiría allí.
El día del vuelo de
regreso me puse mis mejores galas, para que Guiora se diera un poco
de cuenta de lo que se perdía, pero creo que ni siquiera se fijó.
Cuando fuimos a buscar a mi padre al hotel la verdad es que me alegré
un montón de verlo. Lo abracé muy fuerte, cosa que lo dejó un poco
sorprendido, aunque se le notaba que se había puesto muy contento.
Mi padre le hizo a Guiora unas cuantas preguntas estúpidas y Guiora
se retorció algo incómodo, dijo que tenía que arreglar unos
asuntos con urgencia y que sentía no podernos llevar al aeropuerto.
Después fue al coche a buscar las maletas y cuando nos despedimos y
aparentamos darnos un beso mi padre no se dio cuenta de nada. En
cuanto Guiora se hubo ido, subí a la habitación de mi padre y me
volví a duchar mientras mi padre pedía un taxi para el aeropuerto.
Durante el vuelo estuve de lo más callada y él no paró de hablar.
Aquella semana había pasado muy despacio. Todos los días me decía:
"Éste es tu último viernes aquí", como solía hacerlo
durante la última semana de la instrucción en la mili, sólo que en
esta ocasión no me sirvió de mucho. E incluso ahora, cuando esa
pesadilla por fin ha terminado, no noto ningún alivio. Hasta el olor
de ella sigue ahí. Me he olido un montón de veces intentando
comprender de dónde viene ese olor, hasta que me he dado cuenta de
que es del reloj. El olor de ella se quedó impregnado ahí ya desde
la primera noche.
Después de comer mi
padre hizo que iba al servicio pero volvió con una azafata. Entonces
supe que, como sorpresa, me había organizado una visita a la cabina
del piloto. Estaba tan destrozada que no me quedaban fuerzas para
discutir con él. Fui llevada en volandas por la azafata hasta la
cabina del piloto, donde el comandante y copiloto me estuvieron dando
unas explicaciones aburridísimas sobre un montón de aparatos y
relojes. Al final, el comandante, que ya peinaba canas, me preguntó
cuántos años tenía y el copiloto se echó a reír. El comandante
le dirigió una mirada asesina y aquél se calló al instante y pidió
disculpas.
-No he querido
ofenderte -me dijo-, es que sencillamente estoy acostumbrado a que
normalmente..., ya sabes, sean niños los que vienen aquí.
El comandante dijo
que de todos modos había sido muy amable por mi parte ir a
visitarlos y me preguntó si me lo había pasado bien en Nueva York.
Le dije que sí. El comandante me dijo que le encantaba esa ciudad
porque tiene de todo, y el copiloto, como todavía se sentía algo
incómodo y quería decir algo, añadió que a él, personalmente, le
resultaba un poco duro por toda la pobreza que se ve allí, pero que
hoy, con todos los rusos, también en Israel la situación es
parecida, en realidad. Después me preguntaron si había tenido
ocasión de comer en ese restaurante nuevo que han hecho desde el que
se ve todo Manhatta, y yo les dije que sí. Cuando volví a mi
asiento mi padre me sonrió muy satisfecho y me cambió de asiento
para que pudiera ver mejor el aterrizaje. Cuando intenté reclinar un
poco el respaldo mi padre me acarició el dorso de la mano y me dijo:
-Cariño, la luz
roja está encendida, tendrías que abrocharte ya el cinturón,
porque tachán, tanchán, estamos a punto de aterrizar.
Y yo me abroché el
cinturón muy fuerte y noté, tachán, tachán, que rompía a llorar.
Un hombre sin cabeza, 2011.
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