Cuesta del Chapiz arriba íbamos, el viejo y competente paleontólogo
D. Juan de Villavieja y yo, departiendo sobre los grandes problemas
de la Historia nacional.
-No comprendo -me
decía- la oposición que usted hace a mi proyecto de fundar en
Granada una «Sociedad de excavaciones profundas», al que he
consagrado tantos esfuerzos y vigilias.
-Pero, amigo mío,
si aquí no hace falta excavar profundamente; ni siquiera arañar en
la superficie; si aquí está a flor de tierra la Prehistoria y basta
abrir los ojos para ver ejemplares vivos del hombre primitivo,
habitante de las cavernas. Yo no veo la necesidad de gastar nuestros
escasos haberes en picos y azadones.
-Pues, señor mío,
con ayuda de esos picos y de esos azadones hemos reconstruido en sus
partes principales la vida del español autóctono, del que poblaba
nuestro país, antes de que vinieran a él los invasores extraños,
iberos, celtas y vascones. Hoy son conocidos los rasgos principales
del español troglodita y aún hay indicios para creer que aquí
existió la especie humana en el período terciario. (Pausa
oratoria).
-Esto último es
para mí artículo de fe. Yo soy de los que opinan que el hombre no
apareció sobre la tierra hasta el período cuaternario; pero por
excepción admito en España, y particularmente en Granada, algunos
hombres terciarios o sietemesinos prehistóricos. En España son
precoces todas las manifestaciones de la vida y nuestras mujeres nos
ofrecen todavía frecuentes ejemplos de generación precoz, en esos
embarazos de siete meses y aun menos... Y ahora hablando con
seriedad, como a usted le gusta, tengo curiosidad por conocer esos
datos importantes que la Prehistoria nos da acerca de los simpáticos
trogloditas.
-Nos dice que
habitaban en las cavernas en el período en que habitaba también en
éstas el oso primitivo o ursus spelus, puesto que los huesos
de ambas especies han sido hallados en pacífica mezcolanza; nos dice
que cubrían sus cuerpos con telas de esparto crudo; que sabían
trabajar los metales y tallar armas de piedra y levantar altares a la
divinidad en esos dólmenes, semidólmenes, trilitos y piedras
horadadas que ciertos sabios obtusos han atribuido a los celtas.
Al llegar a este
punto nos hallábamos a la entrada del camino del Monte, en el
vecinazgo de los famosos trogloditas granadinos y se me ocurrió
incitar a mi acompañante a una breve investigación de Prehistoria
contemporánea.
-Aquí tiene usted,
amigo mío, trogloditas auténticos. Estas cavernas o cuevas,
blanqueadas a ratos por la civilización, son el eterno tonel de
Diógenes, habitado siempre por hombres primitivos. No encontrará
usted el ursus speleus, porque la especie se extinguió ya;
pero lo sustituyen con ventaja el borrico, el marranillo, el pavo y
la gallina. El antiguo troglodita se contentaba con cazar animales
salvajes; el de hoy ha progresado; ha aprendido a apropiarse los
animales domésticos y a vivir con ellos en familia.
Y diciendo esto, se
acercaba a pedirnos limosna una chiquilla muy mona, tuertecilla la
pobre.
-¿Cómo te has
quedado tuerta, criatura? -le preguntó el curioso señor de
Villavieja.
-Eso fue cuando yo
era muy chica; porque una pava me sacó el ojo de un picotazo.
Entramos en una
cueva. El progreso ha adornado las paredes con objetos brillantes de
cobre y azófar, reflectores de la escasa claridad que penetra en el
interior y símbolo del ansia de luz que sienten los habitantes de
los recintos oscuros. Encontramos el foco del alumbrado primitivo en
la fragua encendida. La tierra da al hombre los metales y con ellos
el deseo de forjar armas para el combate y más tarde para el
trabajo; un gitanillo medio en cueros, sucio y despeluznado, bailotea
subido en un travesaño, dándole al fuelle, espíritu del hogar. Un
pedazo de hierro al rojo, sujeto por largas tenazas, va de la fragua
al yunque; y sobre este rudo instrumento, piano prehistórico, los
martillos golpean a compás, tocando el sempiterno martinete, la
canción del amor y del hierro:
Fra-gua-yun-que-y
mar-tiii-llooo
Rom-pen-los
me-taaa-lees.
El-ju-ra-men-to-que-yo-a-ti-te-heee-chooo
No-lo-rom-pe-
naaa-dieee.
Así debió de
cantar a su modo el troglodita forjando a martillazo limpio el amor
que nos engendra y las armas que nos destruyen. ¡Profundo humorismo
de las cosas!
Curiosa es la
psicología del pobre troglodita. Él no ve las cosas como son o como
parecen. Antes de verlas así las ve en las sombras que se dibujan en
el fondo de las cuevas. Una cueva es una cámara oscura, fotográfica,
donde dejan huellas fugaces los seres que van pasando.
Y en el fondo de una
caverna ha descubierto Platón la imagen más vigorosa de lo que es
la idea humana. Así como el troglodita ve en las mudas paredes de su
antro oscuro sombras que toma por realidades, mientras la realidad
está fuera, así el hombre toma por verdades las musarañas que se
forman en las misteriosas cavernas de su cerebro, mientras la
realidad se ríe de él delante de sus ojos.
Y así como el
pensador se exaspera cuando nota que sus castillejos ideales, por muy
bien construídos que estén, se le vienen abajo apenas sopla la
realidad con un hecho nuevo o discordante, así el morador de las
cuevas se irrita cuando al salir de lo oscuro queda deslumbrado por
la naturaleza viva, animada por la luz; y siente irresistible deseo
de volver a su gruta destruyendo antes la realidad brillante que le
agobia con su grandeza.
Un hombre que vive
bajo tierra, está debajo de la realidad; y apenas sale a la luz es
un destructor. En otros países se halla al hombre primitivo en los
árboles o en las chozas lacustres: es hombre de paz; en nuestro
suelo, quebrado y montañoso, hallamos al troglodita, al hombre falto
de luz y enemigo de ella, al guerrero. El primer embrión de hombre
español, en los tiempos prehistóricos, es un topo con garras.
Y al cabo de muchos
siglos de civilización, el topo continúa «topeando». Hay aún
trogloditas perfectos, no sólo en estas cuevas gitanescas, sino en
lugares mucho más altos.
-Si hoy fuera
domingo -decía yo al paleontólogo de mi cuento- subiríamos a la
Abadía y vería usted -si ya no la ha visto- una procesión
original, que le enseñaría más que el reconocimiento de las
cavernas de los Letreros, de Carchena o de Fuencaliente.
-¿Qué género de
procesión es esa, de la que yo no tengo noticia?
-Es una procesión
nocturna que recorre las galerías subterráneas del Sacro Monte,
donde está el horno en que carbonizaron a nuestro patrón San
Cecilio. Los pasos de los desfilantes, las letanías y los cánticos,
resuenan de extraña manera en aquellos largos cavernáculos,
trayendo a la memoria sus catacumbas, donde se refugiaban,
esperanzados y temerosos los primeros cristianos. Ya el cristianismo
parece que triunfó; más por gratitud vuelve de vez en cuando a los
lugares tenebrosos donde halló amparo en los días de peligro, donde
puede aún fortalecerse en el seno de nuestra madre tierra. Cuando
estuve por primera vez en esta simbólica procesión troglodita,
pensé que en lugar de aquellas ceremonias litúrgicas, sería más
sugestivo y piadoso ver algún alma solitaria arrastrándose en las
sombras por aquellos lugares y clamando por el triunfo de tantas
ideas justas y nobles como están aún escondidas en las catacumbas.
Al terminar estas
reflexiones, quiso el azar que una piedra, hábilmente lanzada por
algún granujilla del camino, viniera a dar a mi buen amigo en el
lustroso sombrero, que cayó y fue dando saltos en el polvo; y
mientras el iracundo señor de Villavieja lo recogía y limpiaba con
un pañuelo (que no era de yerbas, sino blanco, digan lo que quieran
los cronistas) yo aprovechaba la feliz coyuntura, para indicar por
última vez la inutilidad de las excavaciones arqueológicas:
-Si desea usted,
amigo D. Juan, coleccionar armas de piedra, empiece por recoger esa
peladilla prehistórica, que por poco le casca la cabeza.
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