A Fernando y Marcelo.
Llego a París a
finales de marzo. Hace un poco de frío y mucha lluvia. El Sena
parece una lombriz parda y los árboles se ven tan flacos...; las
calles llenas de gente, autos, propaganda...
Después de dejar la
mochila en un casillero salgo a caminar. Son tantos los lugares que
un extranjero querría conocer, tantos los consejos de parientes:
visitar, por lo menos, una catedral y tres iglesias, cinco museos,
varias estatuas y parques, no dejar de ir a Versailles ni de comprar
afiches en blanco y negro. Pero no estoy aquí para eso. El mapa de
tía Nena me sirve para orientarme. Sin preocuparme de la hora paso
de una calle a otra, deteniéndome en las más pequeñas para girar
en círculos y volver siempre al punto de partida. Siento hambre y
vuelvo a mirar el mapa, si bajo por ahí llegaré pronto al Pont
Neuf, cruzándolo encontraré donde comer algo.
Croquetas con arroz
y jalea de postre, igual que en casa. Subo las escaleras y de un
salto estoy en el boulevar Montmartre. Es agotador esto de buscar,
además el mapa comienza a arrugarse en mis manos. Lo aliso, trato de
ubicarme, ¿dónde íbamos? Cerrando los ojos llegaré sin problemas
al departamento de papá. Me dijo que ahora vivía en un viejo
edificio de la calle..., bueno de cualquiera. Mi dedo se mueve como
una brújula por el mapa y encuentro una de nombre bonito: Rue des
petits carreaux. Pat, pat, mis zapatos suenan en los adoquines
porque llueve y la lluvia parisina es diferente a todas las demás
lluvias. Por eso me pierdo y el mapa se humedece dentro de mi parka.
Camino algunas horas, mojado, triste, con ganas de ir al baño.
Alguien me grita desde abajo que el té se enfría, pero mis zapatos
son dos lanchas que se hunden de a poco y no hay caso, no me puedo
mover. Será mejor preguntarle a algún transeúnte dónde queda la
calle de papá. ¿Reaumur, Tiquetonne? Nadie me ve,
aunque yo toque hombros o tironee la punta de una chaqueta. Sigue
lloviendo y los neones se prenden. El agua que se junta en las
esquinas cambia de color: verde oscura, azul, rojiza, y parpadea como
una muñeca en mal estado. Ciento cincuenta pesos, eso es todo lo que
tengo. El mapa destrozado se pega al bolsillo en tiritas borroneadas
de tinta. Saco los pedazos que aún sirven y leo:
Querido Roberto:
Sé que hace muchas
semanas que no te escribo. No te diré que es por el trabajo ni nada
por el estilo. Simplemente el tiempo vuela...
Te enviaré lo que
me pediste...
¿Te va bien en el
colegio?, ¿cómo van tus clases de francés? Te contaré que me
acabo de cambiar a un departamento muy antiguo y destartalado...
En enero pasado me
uní a una mujer tierna y buena. Su nombre es Isabelle. Ya la
conocerás cuando vengas a visitarme...
...si yo pudiera
ir...
"Ya la
conocerás" me suena a "nunca la conocerás" y este
mapa que no sirve sino para hacer unas bolitas muy redondas y
sobarlas harto rato entre los dedos hasta deshacerlas. Mapa o carta
es lo mismo, papá no vendrá nunca más a visitarnos, por eso busco
su casa con desesperación, pregunto en mi francés balbuceante cómo
se puede unir algo que ya está trizado, pero nadie me entiende o
todos me entienden y no quieren meterse en problemas. Explicar a un
adolescente algo grave es difícil, es como el típico "quiero
me escuches atentamente" de mamá, y los rodeos y mis ojos
contando los flecos de la alfombra, mis manos cruzadas, ocultando
uñas carcomidas, los cueritos sangrantes, y mamá "ya estás
grande y sabrás comprender", y la Tía Nena mirando desde la
cocina, " Patricia, deja a ese niño en paz, si no es tonto,
sabe que este año no va poder ir". Yo sigo igual hasta llegar a
esa catedral gigantesca que se llama Notre Dame, donde al lado venden
panes largos. Me como uno, ahí mismo en la calle, mirando a la
gente. Es tan entretenido esto de viajar para estar con él, pero
también es triste no encontrarlo, caminar por cientos de calles,
perdido, zambullirme en el metro para salir en la estación que no me
corresponde. Me acerco a la ventana , ahí estoy reflejado en el
vidrio, más allá el pasaje solitario, las nubes, un grito a lo
lejos, la cordillera que no me deja ver toda esa tremenda distancia,
todos estos años de no ver más que mi reflejo en la ventana sucia,
de escuchar los mismos lamentos, de tener la misma foto en el
escritorio, una que reúne a tres personas sonrientes, una sola foto
y muchos posters para empapelar la nostalgia y la pena, una sola foto
en un marco de plástico que me mantiene vivo y que algunas veces no
quiero ver, porque ya estoy muerto, tirado en la cama mirando una
mosca que se soba las patas, con el personal incrustado en mi
cerebro, acordándome de la Claudia, sus ojos grandes, sus tetitas
puntudas, su voz suave que dice "hola, Tito", la letra de
mi papá que no se entiende y las estampillas, el sobre grande cuando
se trata de una postal, el cartero que no trae nada, y mi rabia;
mascando por muchas horas el mismo chicle, hasta que la mandíbula
duele y la saliva se escapa y todos los dientes duelen de una sola
vez; la Claudia: ¨ juntémonos en la esquina, flaco, te tengo una
sorpresa, yo creo que ella sabe algo de mi papá, no sé por qué me
paso esas películas, y voy corriendo. Ella no tiene idea, era
lógico, me entrega el cassette con la sonrisa y las preguntas. Nada
, no me pasa nada, ella adivina al tiro y baja la vista para
acompañarme, juntos buscamos la calle adoquinada, la vieja calle que
huele a pescaderías y a queso francés. Vagamos hasta que es de
noche, dormimos con unos vagabundos que lo único que saben es reírse
porque no nos entienden, al otro día seguimos, cruzamos puentes,
tiramos unas flores al río y las vemos irse hasta que un bote se las
come y ya no se ven más. El sol aparece de repente llenando el cielo
de azul y plumas pequeñitas que se balancean hasta caer. Nos besamos
y siento la felicidad que es una caja que se abre y adentro hay otra
caja y otra y otra. Pero entonces se nos hace tan tarde que ya no
queda tiempo de buscar, mañana hay prueba de castellano y no leí el
Mio Cid. Claudia dice que estoy un poco loco, que tenga esperanzas,
que ya podré viajar, Claudia se despide, ya no hay tiempo, y ella se
va caminando rápido, no vaya a llegar tarde, no la quieren ver más
conmigo, hijo de exiliado, capaz que también sea mirista el cabrito,
o comunista, eso dicen, yo miro el vidrio empañado, miro hacia abajo
la ciudad chiquitita y estoy en la torre Eiffel intentando buscar la
palabra precisa que me quite la pesadilla de una sola vez, que me
entregue un abrazo y un beso de él, sin maletas ni aviones de por
medio, que él exista aquí conmigo de nuevo, para ir al fútbol y al
cine, para construir su sonrisa y sus ojos perdidos por el tiempo,
los gestos olvidados o que nunca vimos, las preguntas que no
alcanzamos a hacer, porque son tantas que toda esa pila de cartas no
ha sido capaz de contestar jamás.
Me alejo de la
ventana, busco la palabra "reunión" y comprendo que los
diccionarios no me sirven de nada. Tomo las cartas de papá y las
rompo una a una. Pedacitos que dicen "te quiero", "te
echo de menos", "...pronto...", pedacitos con varias
vidas convertidas en palabras.
Sentado al borde de
la cama, decido no viajar ni buscar más, estoy tranquilo y no puedo
evitar su mirada desde la foto y ver que él también está llorando.
Mamá toca la puerta
y abre. Asoma la cara sonriente. Oculto mis lágrimas, pero ella me
dice "¿y qué es este desorden?", un cariño en el pelo,
un papel para sonarme. Se sienta junta a mí. Por algunos minutos no
habla. "Ándate, mamá, ¿quieres?", doy vuelta la cara, me
cargan sus silencios. "Lee esto", me dice.
Hace días que no
dejo de mirar el nombre de mi papá en esa lista. Recibí carta suya.
Viene. Sueño sus palabras:
"Llego a
Santiago a finales de julio. Hace un poco de frío y mucha lluvia. El
Mapocho es una lombriz parda y los árboles se ven tan flacos...; las
calles llenas de gente, autos, propaganda..."
Del blog de la autora: Ojo Travieso.
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