—Es
una petición poco habitual —dijo el doctor Wagner, con lo que
esperaba fuese admirable moderación—. Por lo que sé, es la
primera vez que alguien nos ha pedido que suministremos un Ordenador
de Secuenciación Automática a un monasterio tibetano. No deseo
parecer inquisitivo, pero me resulta difícil imaginar que su… eh…
institución pueda necesitar de una máquina así. ¿Podrían
explicarme lo que pretenden hacer con ella?
—Con
mucho gusto —respondió el lama, ajustándose la túnica de seda y
apartando cuidadosamente la regla de cálculo que había estado
empleando para la conversión de monedas—. Su ordenador
Mark
V
puede
realizar cualquier operación matemática rutinaria hasta los diez
dígitos. Sin embargo, en nuestro trabajo nos interesan las letras,
no los números. Deseamos que modifiquen los circuitos de salida, ya
que la máquina imprimirá palabras, no columnas de cifras.
—No
acabo de entender…
—Es
un proyecto en el que hemos estado trabajando los últimos tres
siglos… de hecho, desde la fundación de la lamasería. Es un
proyecto algo extraño para su forma de pensar, así que espero que
me escuche con la mente abierta mientras lo explico.
—Naturalmente.
—En
realidad, es muy simple. Hemos estado recopilando una lista con todos
los posibles nombres de Dios.
—¿Disculpe?
—Tenemos
razones para creer —siguió diciendo el lama sin inmutarse— que
todos esos nombres pueden escribirse con no más de nueve letras de
un alfabeto que hemos creado.
—¿Y
llevan tres siglos haciéndolo?
—Sí:
estimamos que nos llevaría quince mil años completar la tarea.
—Oh.
—El doctor Wagner parecía un poco aturdido—. Ahora comprendo por
qué desean emplear una de nuestras máquinas. Pero ¿cuál es
exactamente el propósito del proyecto?
El
lama vaciló durante una fracción de segundo y Wagner se preguntó
si le había ofendido. Si así era, en la respuesta no se manifestó
ni el más mínimo rastro de molestia.
—Puede
considerarlo un ritual, si lo desea, pero es una parte fundamental de
nuestras creencias. Los múltiples nombres del Ser Supremo, Dios,
Jehová, Alá y demás, no son más que etiquetas humanas. En la
situación se da un problema filosófico de cierta dificultad, que no
vamos a discutir, pero entre todas las posibles combinaciones de
letras se encuentran los que podríamos llamar
verdaderos
nombres
de Dios. Hemos intentando encontrarlos por permutación sistemática
de letras.
—Comprendo.
Han empezado con
AAAAAAAAA…
y avanzan hacia
ZZZZZZZZZ…
—Exacto…
aunque empleamos un alfabeto propio y especial. Modificar las
máquinas de escribir electromecánicas para adecuarse al proyecto
es, por supuesto, trivial. Un problema bastante más interesante es
desarrollar circuitos adecuados para eliminar combinaciones
ridículas. Por ejemplo, una letra no debe aparecer más de tres
veces seguidas.
—¿Tres?
Seguro que no serán dos.
—Tres
es lo correcto: me temo que llevaría mucho tiempo explicar la razón,
incluso si comprendiese nuestro lenguaje.
—Estoy
seguro de que así sería —dijo Wagner apresuradamente—. Siga.
—Por
suerte, no será más que el simple proceso de adaptar su Ordenador
de Secuenciación Automática para esta tarea, ya que una
programación adecuada permutará en su momento cada letra e imprimir
el resultado. Lo que nos hubiese llevado quince mil años se hará en
cien días.
El
doctor Wagner apenas era consciente de los ruidos lejanos de las
calles de Manhattan, allá abajo. Se encontraba en un mundo
diferente, un mundo de montañas naturales, no de montañas creadas
por el hombre. En la cumbre de esas alturas remotas, esos monjes
habían estado trabajando pacientemente, generación tras generación,
en sus listas de palabras sin sentido. ¿Las tonterías de la
humanidad tenían límite? Aun así, no debía dar a entender lo que
estaba pensando. El cliente siempre tenía la razón…
—No
hay duda —respondió el doctor— de que podremos modificar el
Mark
V
para
imprimir listas de esa naturaleza. Me preocupan mucho más los
problemas de la instalación y el mantenimiento. Hoy en día, llegar
hasta el Tíbet no va a ser fácil.
—Podemos
disponerlo todo. Los componentes son tan pequeños que pueden ir en
avión… una de las razones por la que escogimos su máquina. Si la
llevan hasta la India, nosotros dispondremos el transporte desde
allí.
—¿Y
quieren contratar a dos ingenieros?
—Sí,
para los tres meses que durará el proyecto.
—Sin
duda Personal podrá arreglarlo. —El doctor Wagner escribió una
nota en el cuaderno—. Solo quedan otras dos cosas…
Antes
de que pudiese terminar la frase, el lama le entregó un pequeño
trozo de papel.
—Este
es un certificado de mi cuenta en el Banco Asiático.
—Gracias.
Parece ser… eh… adecuado. La segunda cuestión es tan trivial que
dudo si mencionarla… pero es sorprendente lo fácil que resulta
olvidar lo evidente. ¿De qué fuente de energía eléctrica
disponen?
—Un
generador diesel produce 50 kilowatios a 110 voltios. Se instaló
hace unos cinco años y es de fiar. Ha hecho que la vida en la
lamasería sea mucho más cómoda, pero, por supuesto, en realidad lo
instalamos para alimentar los motores que mueven las ruedas de
oración.
—Por
supuesto —repitió el doctor Wagner—. Debería habérseme
ocurrido.
La
vista desde el parapeto era vertiginosa, pero con el tiempo uno se
acostumbra a todo. A los tres meses, George Hanley no se sentía
impresionado por la caída de seiscientos metros al abismo o el
remoto damero de campos en el valle del fondo. Se apoyaba en las
piedras alisadas por el viento y miraba taciturno las lejanas
montañas, cuyos nombres jamás se había molestado en preguntar.
«Esta
—pensó George— es la mayor locura que me ha acaecido nunca».
Proyecto Shangri-La lo había bautizado algún listillo del
laboratorio. Durante semanas, el Mark V había estado produciendo
hectáreas de papel llenas de galimatías. Pacientemente,
inexorablemente, había estado reordenando letras en todas las
combinaciones posibles, agotando cada posición antes de pasar a la
siguiente. A medida que las páginas surgían de las máquinas de
escribir eléctricas, los monjes las recortaban con cuidado y las
pegaban en libros enormes. Una semana más, gracias al cielo, y
habrían terminado. George no sabía qué retorcido cálculo había
convencido a los monjes de que no debían molestarse en buscar
palabras de diez, veinte o cien letras. Una de sus pesadillas
recurrentes era que hubiese un cambio de planes y que el gran Lama (a
quien ellos naturalmente habían llamado Sam Jaffe, aunque no se le
parecía nada) anunciase de pronto que el proyecto continuaría hasta
el año 2060. Eran más que capaces de algo así.
George
oyó la pesada puerta de madera cerrarse contra el viento cuando
Chuck salió al parapeto contiguo al suyo. Como era habitual, Chuck
fumaba uno de los puros que le hacían tan popular entre los monjes,
quienes, aparentemente, estaban más que dispuestos a abrazar todos
los pequeños placeres de la vida y la mayoría de los grandes. Era
un punto a su favor: podían estar locos, pero no eran unos
santurrones. Esos viajes frecuentes que hacían a la aldea, por
ejemplo…
—Escucha,
George —dijo Chuck impaciente—. He descubierto algo que va a ser
un problema.
—¿Qué
pasa? ¿La máquina no va bien? —Era el peor problema que George se
podía imaginar. Podía retrasar su regreso, nada era más horrible
que eso. Tal como se sentía en aquel momento, incluso ver un anuncio
de la tele habría sido maná del cielo. Al menos habría sido un
contacto con el hogar.
—No…
no es nada de eso. —Chuck se acomodó en el parapeto, lo que era
raro porque normalmente le asustaba la caída—. Acabo de descubrir
de qué va todo esto.
—A
qué te refieres… Creía que ya lo sabíamos.
—Claro…
sabemos lo que los monjes intentan. Pero no sabíamos por qué. Es
una locura…
—Dime
algo que no sepa —gruñó George.
—… pero
el viejo Sam me lo acaba de contar. Ya sabes que se deja caer todas
las tardes para ver salir las hojas. Bien, en esta ocasión parecía
bastante emocionado o, al menos, todo lo emocionado que se permite
estar. Cuando le he dicho que estábamos en el último ciclo me ha
preguntado, con ese adorable acento suyo, si alguna vez nos habíamos
preguntado qué intentan lograr. Dije «claro»… y me lo
contó.
—Adelante:
voy a picar.
—Bien,
creen que cuando tengan una lista de todos Sus nombres… estiman que
hay unos nueve mil millones… Dios habrá logrado su propósito. La
especie humana habrá terminado la tarea para la que fue creada y no
tendrá más sentido continuar. La verdad, la simple idea es casi
blasfema.
—¿Qué
esperan que hagamos? ¿Que nos suicidemos?
—No
hace falta. Cuando la lista esté completa, Dios intervendrá y
simplemente se acabará la cuerda… ¡bingo!
—Oh,
comprendo. Cuando terminemos el trabajo, será el fin del mundo.
Chuck
rio nervioso.
—Eso
es justo lo que le he dicho a Sam. y ¿sabes qué? Me ha mirado de
una forma muy extraña, como si fuese el alumno más tonto de la
clase, y ha dicho: «No es algo tan trivial como el fin del mundo».
George pensó durante un momento.
—Eso
es lo que yo llamo tener una perspectiva muy amplia —dijo al fin—.
Pero ¿qué crees que deberíamos hacer? No veo que nos afecte en
absoluto. Después de todo, ya sabíamos que estaban locos.
—Sí…
¿pero no te das cuenta de lo que podría pasar? Cuando la lista esté
completa y no resuene la Última Trompeta… o lo que crean que va a
pasar… puede que nos echen la culpa a nosotros. Han estado usando
nuestra máquina. No me gusta nada esta situación.
—Comprendo
—dijo George lentamente—. La verdad es que es un buen argumento.
Pero ¿sabes?, cosas así han pasado antes. Cuando era niño, en
Luisiana, tuvimos a un predicador trastornado que dijo que el mundo
se iba a acabar al domingo siguiente. Cientos de personas le
creyeron… incluso vendieron sus hogares. Pero no pasó nada, no se
enfadaron ni nada. Simplemente decidieron que había cometido un
error de cálculo y siguieron creyendo. Supongo que algunos siguen
creyendo.
—Bien,
no estamos en Luisiana, por si no te has dado cuenta. Solo estamos
nosotros dos y cientos de esos monjes. Me caen bien y me dará pena
el viejo Sam cuando la labor de su vida fracase. Pero al mismo
tiempo, me gustaría estar en alguna otra parte.
—Yo
hace semanas que lo deseo. Pero no podemos hacer nada hasta que no
termine el contrato y llegue el transporte para sacarnos de aquí.
—Aunque
por supuesto —dijo Chuck pensativo— siempre queda el sabotaje.
—¡Ni
locos! Eso empeoraría las cosas.
—No
me refiero a eso. Considéralo de esta forma. La máquina terminará
dentro de cuatro días, al ritmo habitual de veinticuatro horas al
día. El transporte llegará dentro de una semana. Vale… pues solo
tenemos que encontrar algo que haya que reemplazar durante uno de los
períodos de puesta a punto… algo que retrase el trabajo un par de
días. Lo arreglaremos, claro está, pero no demasiado rápidamente.
Si lo sincronizamos bien, podríamos estar en la pista de aviación
cuando el último nombre salga del registro. Ya no nos podrán
pillar.
—No
me gusta —dijo George—. Sería la primera vez que abandone un
trabajo. Además, podrían sospechar. No. Seguiré igual y
aceptaré
lo que venga.
—Sigue
sin gustarme —dijo, siete días más tarde, mientras los
resistentes ponis los bajaban por la sinuosa carretera—. Y no creas
que salgo corriendo por miedo. Simplemente siento pena por esos
pobres de ahí arriba y no quiero estar presente cuando se den cuenta
de que se han portado como idiotas. ¿Cómo se lo tomará Sam?
—Es
curioso —respondió Chuck—, pero cuando he dicho adiós me ha
dado la impresión de que sabía que nos íbamos… y de que no le
importaba porque sabía que la máquina funcionaba perfectamente y
que pronto el trabajo habría acabado. Después de eso… bien, claro
está, para él no hay un Después de eso…
George
se giró sobre la montura y miró camino arriba. Era el último punto
desde el que se podía ver claramente la lamasería. Los edificios
bajos y angulosos destacaban recortados contra el arrebol de la
puesta de sol: aquí y allá relucían luces como los ojos de buey de
un transatlántico. Luces eléctricas, claro está, que compartían
el mismo circuito que el Mark V. ¿Cuánto tiempo más lo
compartirían?, se preguntó George. ¿Los monjes, llevados por la
furia y la decepción, destrozarían el ordenador o se limitarían a
sentarse tranquilamente a reiniciar los cálculos desde el principio?
Sabía
exactamente lo que pasaba en aquel preciso momento montaña arriba.
El gran lama y sus ayudantes estaban sentados, ataviados en sus
túnicas de seda, examinando las hojas que los novicios les traían
desde las máquinas de escribir, y las pegaban en los grandes
volúmenes. Nadie decía nada. El único sonido era el repiqueteo
incesante, la lluvia interminable de las teclas golpeando el papel,
porque el Mark V en sí guardaba completo silencio mientras realizaba
sus miles de cálculos por segundo. Tres meses así, según George,
eran más que suficiente para que cualquiera empezase a subirse por
las paredes.
—¡Ahí
está! —gritó Chuck, señalando valle abajo—. ¡No es hermoso!
«Sí
que lo es», pensó George. El viejo y abollado DC 3 adornaba el
final de la pista como una cruz plateada. Dos horas más tarde
volaría para llevarlos de vuelta a la cordura y la libertad. Era una
idea que valía la pena saborear como un buen licor. George dejó que
diese vueltas por su mente mientras el poni descendía pacientemente.
La
veloz noche del alto Himalaya ya casi había caído. Por fortuna la
carretera era buena, para lo que eran las carreteras de la zona, y
los dos llevaban antorchas. El cielo estaba perfectamente despejado y
repleto de las familiares y acogedoras estrellas. «Al menos —pensó
George—, no corremos el riesgo de que el piloto no despegue debido
al mal tiempo». Esa había sido la única preocupación que le
quedaba.
Empezó
a cantar, pero calló pasado un rato. La vasta zona de montañas que
relucían a cada lado como fantasmas encapuchados de blanco no
animaba a esas alegrías. George miró el reloj.
—Deberíamos
llegar dentro de una hora —le gritó a Chuck por encima del hombro.
Luego añadió, como ocurrencia posterior—: Me pregunto si el
ordenador habrá terminado. Debería hacerlo más o menos a esta
hora.
Chuck
no respondió, así que George se giró. Apenas podía ver la cara de
Chuck, un óvalo blanco dirigido al cielo.
—Mira
—susurró Chuck, y George alzó los ojos al cielo (siempre hay una
última vez para todo).
En
lo alto, sin mayor alboroto, las estrellas se iban apagando.
Historias de ciencia ficción estrella nº 1. 1953.
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