Hoy proclamé la independencia de mis
actos. A la ceremonia sólo concurrieron algunos deseos
insatisfechos, dos o tres actitudes desmedradas. Un propósito
grandioso que había ofrecido venir envió a última hora su excusa
humilde. Todo transcurrió en un silencio pavoroso.
Creo
que el error consistió en la ruidosa proclama: trompetas y campanas,
cohetes y tambores. Y para terminar, unos ingeniosos juegos de moral
pirotécnica que se quedaron a medio arder.
Al
final me hallé a solas conmigo mismo. Despojado de todos los
atributos de caudillo, la medianoche me encontró cumpliendo un
oficio de mera escribanía. Con los últimos restos del heroísmo
emprendí la penosa tarea de redactar los artículos de una dilatada
constitución que presentaré mañana a la asamblea general. El
trabajo me ha divertido un poco, alejando de mi espíritu la triste
impresión del fracaso.
Leves
e insidiosos pensamientos de rebeldía vuelan como mariposas
nocturnas en torno de la lámpara, mientras sobre los escombros de mi
prosa jurídica pasa de vez en cuando un tenue soplo de marsellesa.
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