sábado, 21 de agosto de 2021

Pasajeros. Robert Silverberg.

Ya solo queda un fragmento de mí. Los pedazos de memoria se han dispersado y se alejan como glaciares rotos. Siempre sucede igual cuando nos abandona un Pasajero. Jamás estamos seguros de todo lo que hicieron nuestros cuerpos prestados. Solo nos quedan vestigios persistentes, las huellas.
Como la arena aferrada a una botella que se agita en el océano.
Como el palpitar de un miembro amputado.
Me levanto. Me tranquilizo. Tengo el pelo revuelto; me lo peino.
Tengo la cara arrugada por la falta de sueño. Tengo un sabor amargo en la boca. ¿Mi Pasajero ha comido estiércol con mi boca? Hace cosas así. Hacen lo que sea.
Es por la mañana.
Una mañana gris e incierta. La miro un rato y luego, estremeciéndome, oscurezco la ventana y me enfrento a la superficie gris e incierta del panel interior. Mi habitación parece revuelta. ¿Estuve aquí con una mujer? Hay ceniza en los ceniceros. Buscando colillas, encuentro varias con manchas de carmín. Sí, aquí hubo una mujer.
Toco las sábanas. Todavía tibias por la calidez compartida. Las dos almohadas desordenadas. Ella se ha ido, claro, y el Pasajero se ha ido, y yo estoy solo.
¿Cuánto ha durado en esta ocasión? Descuelgo el teléfono y llamo a Central.
¿Qué día es hoy?
La sosa voz femenina del ordenador responde:
Viernes, cuatro de diciembre, mil novecientos ochenta y siete.
¿La hora?
Nueve y cuarenta y uno. Hora de la costa este.
¿Previsión del tiempo?
La temperatura prevista oscila entre cero y tres grados. La temperatura actual, medio grado. Viento del norte, veintiséis kilómetros por hora. Poco riesgo de precipitaciones.
¿Qué recomiendas para la resaca?
¿Comida o medicina?
Lo que te apetezca —digo.
El ordenador se lo piensa un poco. Luego se decide por ambas cosas y activa mi cocina. Por el grifo sale zumo frío de tomate. Empiezan a freírse los huevos. De la ranura de medicamentos sale un líquido púrpura. El Ordenador Central es siempre muy considerado. Me pregunto si los Pasajeros lo cabalgan en alguna ocasión. ¿Les resultaría más emocionante? ¡Seguro que debe de ser mucho más emocionante tomar prestado el millón de mentes de Central que vivir un rato en el alma defectuosa y cortocircuitada de un ser humano corroído!
Cuatro de diciembre, ha dicho Central. Viernes. Así que el Pasajero me ha tenido durante tres noches.
Me bebo la sustancia púrpura y examino cautelosamente en mis recuerdos, como examinarías una llaga purulenta.
Recuerdo el martes por la mañana. Un mal momento en el trabajo. Las tablas no cuadran. El jefe de sección está irritable; los Pasajeros le han tomado tres veces en cinco semanas y, en consecuencia, su sección es un caos y corre el riesgo de perder su bonificación de Navidad. Aunque es costumbre no penalizar a alguien por los deslices debidos a los Pasajeros, según dicta el sistema, el jefe de sección parece creer que le tratarán injustamente. Así que nos trata a nosotros injustamente. Lo pasamos mal. Revisar las tablas, ajustar el programa, comprobar diez veces los fundamentos. Aquí llegan: las previsiones detalladas para las variaciones del precio de los valores de empresas de servicios públicos, desde febrero a abril de 1988. Esa tarde nos íbamos a reunir para analizar las tablas y lo que nos indican.
No recuerdo el martes por la tarde.
Debió de ser entonces cuando me tomó el Pasajero. Quizás en el trabajo; quizás en la misma sala de conferencias forrada de caoba, durante la reunión. Rostros rosados y preocupados a mi alrededor; toso, me tambaleo, me caigo de la silla. Los demás agitan la cabeza con tristeza. Nadie intenta ayudarme. Nadie me detiene. Es demasiado peligroso interponerse en el camino de alguien que lleva un Pasajero. Hay muchas probabilidades de que un segundo Pasajero aceche cerca en estado incorpóreo, buscando una montura. Así que me evitan. Salgo del edificio.
Después de eso, ¿qué?
Sentado en mi habitación, la desolada mañana del viernes, me como los huevos revueltos e intento reconstruir las tres noches perdidas.
Por supuesto, es imposible. La mente consciente funciona durante el periodo de cautividad, pero tras la retirada del Pasajero, también desaparecen casi todos los recuerdos. Solo queda un ligero residuo, una capa sucia de recuerdos tenues y fantasmales. Después la montura no es exactamente la misma persona; a pesar de no poder recordar los detalles de la experiencia, queda sutilmente alterada.
Intento recordar.
¿Una mujer? Sí, carmín en las colillas. Sexo, claro, aquí en mi habitación. ¿Joven? ¿Mayor? ¿Rubia? ¿Morena? Todo es impreciso. ¿Cómo se portó mi cuerpo prestado? ¿Fui buen amante? Intento serlo, cuando soy yo mismo. Lo mantengo en forma. A los 38, puedo aguantar tres sets de tenis una tarde de verano sin venirme abajo. Puedo hacer que una mujer brille como se supone que debe brillar. No me jacto: solo especifico. Todos tenemos alguna habilidad. Esa es la mía.
Pero los Pasajeros, me dicen, se divierten especialmente yendo contra nuestras habilidades. Por tanto, ¿mi jinete se habrá deleitado encontrando una mujer y obligándome a fallar repetidamente con ella?
Me desagrada la idea.
Empieza a despejarse la neblina de mi mente. La medicina enviada por Central surte efecto con rapidez. Como, me afeito y me coloco bajo el vibrador hasta tener la piel limpia. Hago ejercicio. ¿El Pasajero ejercitó mi cuerpo las mañanas del miércoles y el jueves? Probablemente no. Debo compensarlo. Ahora estoy cerca de la mediana edad; el tono perdido no se recupera con facilidad.
Me toco los dedos de los pies veinte veces, con las piernas estiradas.
Pedaleo en el aire.
Me tiendo y me levanto sobre los codos.
El cuerpo responde, a pesar del maltrato sufrido. Es mi primer momento de cierta alegría desde que he despertado: siento el hormigueo interno de saber que conservo el vigor.
Ahora lo que quiero es un poco de aire fresco. Me visto con rapidez y salgo. Hoy no hace falta que aparezca por el trabajo. Saben muy bien que desde el martes por la tarde he tenido un Pasajero; no hace falta que sepan que el Pasajero se ha ido antes del amanecer del viernes. Tendré un día libre. Pasearé por las calles, estirando las piernas, compensando al cuerpo por los abusos que ha sufrido.
Entro en el ascensor. Bajo cincuenta pisos. Doy un paso y penetro en la lobreguez de diciembre.
Las torres de Nueva York se alzan sobre mi cabeza.
Los coches circulan por las calles. Los conductores están sentados al volante, nerviosos. Uno nunca sabe cuándo van a tomar prestado al conductor de un coche cercano, y siempre se produce un momento de fallo de coordinación mientras el Pasajero toma el control. De esa forma se pierden muchas vidas en las calles y las autopistas; pero en ningún caso la vida de un Pasajero.
Camino sin dirección. Cruzo la calle Catorce, hacia el norte, escuchando los ronroneos bajos y violentos de los motores eléctricos. Veo a un chico bailoteando en la calle y sé que le están cabalgando. En la Quinta con la Veintidós se acerca un hombre de aspecto próspero y barrigón, con la corbata torcida y el Wall Street Joumal del día sobresaliendo del abrigo. Ríe. Saca la lengua. Cabalgado. Cabalgado. Le evito. Moviéndome con rapidez llego hasta el paso subterráneo que lleva el tráfico por debajo de la Treinta y cuatro hasta Queens, y me detengo un momento para observar a dos chicas adolescentes que se pelean al borde del paso de peatones. Una es de raza negra. Agita los ojos aterrorizada. La otra la empuja hacia la barandilla. Cabalgada. Pero el Pasajero no tiene como objetivo el asesinato, sino simplemente el placer. Deja en paz a la chica negra que cae encogida, estremeciéndose. A continuación se pone en pie y sale corriendo. La otra chica se mete en la boca un largo mechón de pelo reluciente, lo mastica, da la impresión de despertar. Parece aturdida.
Aparto la vista. Nadie mira mientras un compañero de penalidades despierta. Hay un código moral de los cabalgados; en estos días oscuros poseemos muchas más costumbres tribales.
Me apresuro.
¿Adónde voy con tanta prisa? Ya he caminado más de un kilómetro. Parece que me dirijo hacia un objetivo, como si mi Pasajero todavía estuviese ocupando mi cráneo, incitándome. Pero sé que no es así. Por ahora, al menos, soy libre.
¿De verdad lo sé con seguridad?
Cogito ergo sum ya no vale. Seguimos pensando incluso mientras nos cabalgan, y vivimos una tranquila desesperación, incapaces de detener nuestros actos por desagradables que resulten, por autodestructivos que sean. Estoy seguro de poder distinguir el estado de cargar con un Pasajero del estado de ser libre. Pero quizá no. Quizá cargue con un Pasajero especialmente diabólico que no me ha liberado en absoluto, sino que simplemente se ha retirado al cerebelo, dejándome la ilusión de libertad mientras al mismo tiempo, subrepticiamente, me impulsa hacia algún propósito suyo.
¿Tuvimos en algún momento algo más que la ilusión de libertad? Pero la idea de ser cabalgado sin darme cuenta es inquietante. Empiezo a sudar profusamente y no solo por el ejercicio de caminar. Alto. Alto ahora mismo. ¿Por qué debes caminar? Estás en la calle Cuarenta y dos. Ahí está la biblioteca. Nada te impulsa a seguir. Detente un rato, me digo. Descansa en los escalones de la biblioteca.
Me siento en la fría piedra y me digo que solo yo he tomado la decisión.
¿Ha sido así? Es el viejo problema del libre albedrío frente al determinismo, manifestado de la forma más desagradable. El determinismo ya no es una abstracción filosófica; ahora el determinismo son fríos tentáculos alienígenas deslizándose entre las suturas craneales. Los Pasajeros llegaron hace tres años. Desde entonces me han cabalgado en cinco ocasiones. Ahora el mundo es muy diferente. Pero incluso hemos sabido adaptarnos a algo así. Nos hemos adaptado. Tenemos nuestras costumbres. La vida sigue. El Gobierno gobierna, el Congreso se reúne, la Bolsa hace negocio como siempre y disponemos de métodos para compensar el caos aleatorio. Es la única forma. ¿Qué otra cosa podríamos hacer? ¿Achicarnos en la derrota? Tenemos un enemigo contra el que no podemos luchar; solo podemos resistirnos aguantando. Así que aguantamos.
Siento el frío de los escalones de piedra. Muy pocas personas se sientan aquí en diciembre.
Me repito que he dado este largo paseo por propia voluntad, que me he parado por decisión propia, que ahora mismo no hay ningún Pasajero cabalgando en mi cerebro. Quizá. Quizá. No puedo permitirme creer que no soy libre.
¿Podría ser, me pregunto, que el Pasajero dejase algunas órdenes persistentes? ¿Ve hasta ese lugar, detente aquí? También es posible.
Miro a los otros que también están sentados en los escalones.
Un anciano, de ojos vacíos, sentado sobre un periódico. Un chico de unos trece años, con las fosas nasales dilatadas. Una mujer rolliza. ¿Todos están cabalgados? Hoy parece que los Pasajeros me rodean. Cuanto más estudio a los cabalgados más me convenzo de que, por ahora, estoy libre. La última vez disfruté de tres meses de libertad entre cabalgadas. Dicen que algunas personas apenas experimentan la libertad. Sus cuerpos tienen una gran demanda y solo conocen fugaces fogonazos de libertad, un día aquí, una semana allá, una hora. Jamás podremos determinar cuántos Pasajeros infestan el mundo. Quizá millones. O quizá cinco. ¿Quién sabe?
Una ráfaga de nieve desciende del cielo gris. Central ha dicho que el riesgo de precipitaciones era escaso. ¿Esta mañana también cabalgan a Central?
Veo a la mujer.
Está sentada en diagonal, a un lado, cinco escalones más arriba, a unos treinta metros, con la falda negra recogida hasta las rodillas para mostrar sus piernas bonitas. Es joven. Tiene el pelo de un castaño profundo y rico. Los ojos son claros; a esta distancia no puedo determinar su color exacto. Va vestida con sencillez. Tiene menos de treinta años. Viste un abrigo verde oscuro y su carmín tiene un cierto tono morado. Labios gruesos, nariz esbelta de puente alto, cejas delicadamente cuidadas.
La conozco.
He pasado las tres últimas noches con ella, en mi habitación. Es ella.
Cabalgada vino a mí y cabalgado me acosté con ella. Estoy totalmente seguro. El velo de la memoria se descorre; veo su cuerpo delgado desnudo, en mi cama.
¿Cómo puede ser que la recuerde?
Es un recuerdo demasiado intenso para ser una fantasía. Está claro que es algo que se me ha permitido recordar por razones que no alcanzo a comprender, y recuerdo más cosas. Recuerdo sus ronroneos de placer. Sé que mi propio cuerpo no me traicionó esas tres noches, ni tampoco le fallé a ella.
Y hay más. Recuerdo música sinuosa; olor a juventud en su pelo; el crujido de los árboles en invierno. De alguna forma me hace recordar una época de inocencia, una época en la que soy joven y las mujeres son un misterio, una época de fiestas, bailes, calidez y secreto.
Me siento atraído por ella.
También se respeta una etiqueta en estos casos. Es de muy mala educación dirigirse a alguien a quien has conocido mientras te cabalgaban. Un encuentro así no te da ningún privilegio; un desconocido sigue siéndolo independientemente de lo que podáis haber hecho o dicho durante ese periodo involuntario en que estuvisteis juntos.
Pero aun así me siento atraído por ella.
¿A qué viene esta violación del tabú? ¿A qué viene este completo desprecio por la etiqueta? Nunca lo he hecho antes. Siempre he sido escrupuloso.
Pero me pongo en pie, recorro el escalón en el que he estado sentado hasta situarme debajo de ella y alzo la vista. Automáticamente la mujer junta los tobillos y cierra las rodillas como si se diera cuenta de que su postura no es muy recatada. Por ese gesto sé que ahora no la cabalgan. La miro a los ojos. Son de un verde brumoso. Es hermosa y rebusco más detalles de nuestra pasión.
Subo escalón a escalón hasta situarme delante.
Hola —digo.
Me dedica una mirada neutra. No parece reconocerme. Tiene los ojos velados, como sucede a menudo después de la partida de un Pasajero. Aprieta los labios y me valora de forma distante.
Hola —responde con frialdad—. No me parece que te conozca.
No. No me conoces. Pero tengo la sensación de que ahora mismo no quieres estar sola, y yo sé que no quiero estar solo. —Intento persuadirla con los ojos de que mis motivos son decentes—. Hay nieve en el aire —digo—. Podemos encontrar un lugar más caliente. Me gustaría hablar contigo.
¿Sobre qué?
Vamos a otro sitio y te lo contaré. Me llamo Charles Roth.
Helen Martin.
Se pone en pie. Todavía no ha abandonado su fría neutralidad; sospecha, está incómoda. Pero al menos está dispuesta a ir conmigo. Una buena señal.
¿Es demasiado temprano para tomar una copa? —digo.
No estoy segura. No sé qué hora es.
Todavía no son las doce.
Aun así me tomaré una copa —dice, y los dos sonreímos.
Vamos a un bar que está al otro lado de la calle. Sentados uno frente al otro, en la oscuridad, bebemos: daiquiri ella, bloody mary para mí. Se relaja un poco. Me pregunto qué pretendo de ella. El placer de su compañía: sí. ¿Su compañía en la cama? Pero ya he tenido ese placer, tres noches seguidas, aunque ella no lo sabe. Quiero algo más. Algo, Qué mas. ¿Qué?
Tiene los ojos inyectados en sangre. Ha dormido poco las últimas tres noches. Digo:
¿Ha sido desagradable?
¿El qué?
El Pasajero.
La reacción le atraviesa la cara como un trallazo.
¿Cómo has sabido que he tenido un Pasajero?
Lo sé.
Se supone que no debemos hablar de eso.
Soy un librepensador —le digo—. Mi Pasajero me ha abandonado en algún momento de la noche. Me cabalgaba desde el martes por la tarde.
El mío me ha abandonado hace unas dos horas, creo. —Se le enrojecen las mejillas. Es muy atrevido hablar de eso—. Me cabalgaba desde el lunes por la noche. Fue mi quinta vez.
También la mía.
Jugamos con las bebidas. El entendimiento empieza a madurar, casi sin necesidad de palabras. Nuestras experiencias con Pasajeros nos ofrecen un punto en común, aunque Helen no sabe lo íntimamente que compartimos esas experiencias.
Hablamos. Diseña escaparates. Tiene un pequeño apartamento a un par de manzanas de aquí. Vive sola. Me pregunta a qué me dedico.
Soy analista de valores —le digo.
Sonríe. Tiene unos dientes perfectos. Tomamos la segunda ronda.
Ahora estoy completamente seguro de que es la mujer que estaba en mi habitación cuando me cabalgaban.
La semilla de la esperanza comienza a crecer en mi interior. Ha sido una feliz coincidencia la que nos ha vuelto a reunir poco después de que nos separásemos como soñadores. También ha sido una coincidencia feliz que algunos vestigios del sueño hayan perdurado en mi mente.
Hemos compartido algo, quién sabe qué, y ha tenido que ser genial para dejarme una impresión tan clara, y ahora quiero conocerle, estando consciente, despierto, siendo yo mismo, y renovar la relación, haciendo que en esta ocasión sea real. No es lo correcto, porque estoy abusando de un privilegio que solo es mío en virtud de la breve presencia de los Pasajeros en nuestros cuerpos. Pero la necesito. La deseo.
Ella también parece necesitarme, sin darse cuenta de quién soy.
Pero el miedo la frena.
A mí también me asusta asustarla y no me aprovecho de mi ventaja con demasiada rapidez. Quizás ahora me lleve a su apartamento, quizá no, pero no se lo pido. Nos acabamos las copas. Acordamos volver a vernos en los escalones de la biblioteca mañana. Brevemente le rozo la mano con la mía. Luego se va.
Esa noche lleno tres ceniceros. Una y otra vez analizo la cordura de lo que estoy haciendo. ¿Por qué no dejarla en paz? No tengo derecho a seguirla. Dado el lugar en que se ha convertido nuestro mundo, lo más sensato es mantenerse alejados.
Y sin embargo… conservo esa punzada de recuerdos entrevistos cuando pienso en ella. Las luces difuminadas de las oportunidades perdidas bajo las escaleras, la risa juvenil en los pasillos del segundo piso, besos robados, recuerdos de té y tarta. Recuerdo a la chica con la orquídea en el pelo, y a la del vestido de lentejuelas, y a la de cara de niña y ojos de mujer, todo de hace tanto tiempo, todo perdido, todo desaparecido, y me repito que esta vez no la perderé, esta vez no permitiré que me la arrebaten.
Llega la mañana, un sábado tranquilo. Regreso a la biblioteca dudando de que vaya a encontrarla allí. Pero allí está, en los escalones, y verla es como un respiro. Parece recelosa, inquieta; evidentemente ha estado pensando, ha dormido un poco. Juntos recorremos la Quinta Avenida. Está muy cerca de mí, pero no me agarra el brazo. Sus pasos son rápidos, cortos, nerviosos.
Quiero proponer que vayamos a su apartamento en lugar de ir al bar. Hoy en día hay que darse prisa cuando se es libre. Pero sé que sería un error considerar esto una cuestión de táctica. La prisa tosca sería fatal. Quizás obtendría una victoria en cuyo interior habitaría una derrota anonadadora. En cualquier caso, su estado de ánimo no parece muy prometedor. La miro, pensando en música de cuerda y en nevadas, y ella mira al cielo gris.
Dice:
Puedo sentirlos observándome continuamente. Como buitres volando en lo alto, esperando, esperando. Listos para atacar.
Pero hay una forma de derrotarlos. Podemos aferrarnos a pequeños fragmentos de vida cuando no nos miran.
Siempre nos miran.
No —le digo—. No puede haber tantos. En ocasiones miran hacia otra parte. Y cuando lo hacen dos personas pueden reunirse e intentar compartir el calor humano.
Pero ¿de qué sirve?
Eres demasiado pesimista, Helen. Pasan de nosotros durante meses. Tenemos una oportunidad. Tenemos una oportunidad.
Pero no puedo atravesar su coraza de miedo. La paraliza la cercanía de los Pasajeros; es incapaz de empezar nada por miedo de que nuestros torturadores se lo arrebaten. Llegamos al edificio donde vive y tengo la esperanza de que cambie de opinión y me invite. Vacila un instante, pero solo un instante: toma mi mano entre las suyas, me sonríe, la sonrisa desaparece y se va, dejándome solo con las palabras:
Reunámonos mañana en la biblioteca. A mediodía. Recorro solo el largo y frío camino a casa.
Esa noche su pesimismo se me contagia. Parece fútil que intentemos salvar algo de nuestras vidas. Más aún: es cruel por mi parte buscarla, es vergonzoso que le ofrezca un amor indeciso cuando yo no soy libre. En este mundo, me digo, deberíamos mantenernos bien alejados los unos de los otros, para no hacer daño a nadie cuando nos toman y nos cabalgan.
Por la mañana no voy a verla.
Es mejor así, insisto. No debo jugar con ella. Me la imagino en la biblioteca, preguntándose por qué llego tarde, poniéndose tensa, impacientándose para acabar enojada. Se enfadará conmigo por dejarla plantada, pero la furia acabará remitiendo y pronto me perdonará.
Llega el lunes. Vuelvo al trabajo.
Naturalmente, nadie comenta mi ausencia. Es como si no me hubiese ido. Esta mañana el mercado está fuerte. El trabajo es complejo; ha pasado media mañana antes de que piense en Helen. Pero una vez que pienso en ella ya no puedo pensar en nada más. Mi cobardía al plantarla. El infantilismo de las reflexiones tenebrosas del sábado por la noche. ¿Aceptamos el destino con tanta pasividad? ¿Nos rendimos? Ahora quiero luchar para hacerme un hueco de seguridad a pesar de las circunstancias. Siento la profunda convicción de que puede lograrse. Después de todo, es posible que los Pasajeros no nos vuelvan a molestar. Y esa fugaz sonrisa suya frente a su edificio, el sábado, ese resplandor momentáneo; debería haberle dicho que tras su muro de miedo latían las mismas esperanzas. Ella esperaba que yo la guiase. Y lo que hice fue quedarme en casa.
A la hora del almuerzo voy a la biblioteca, convencido de que es inútil.
Pero allí está. Baja los escalones; el viento corta su esbelta figura.
Voy hasta ella.
Guarda un momento de silencio.
Hola —dice por fin.
Lamento lo de ayer.
Te esperé mucho tiempo.
Me encojo de hombros.
Me hice a la idea de que no tenía sentido venir. Pero he vuelto a cambiar de opinión.
Intenta mostrarse fría. Pero sé que se alegra de volver a verme; ¿por qué si no ha venido hoy? No puede ocultar su deleite interior. Ni yo tampoco. Señalo al otro lado de la calle, al bar.
¿Un daiquiri? —digo—. Como ofrenda de paz.
Vale.
Hoy el bar está atestado, pero de todos modos encontramos un reservado. Hay un brillo en sus ojos que no había visto antes. Creo que en su interior la barrera se desmorona.
Ya no me tienes tanto miedo, Helen —digo.
Nunca te he tenido miedo. Tengo miedo de lo que podría pasar…
Si nos arriesgamos.
No tengas miedo. No.
Intento no tener miedo. Pero en ocasiones parece todo tan inútil. Desde que ellos llegaron…
Todavía podemos intentar vivir nuestras vidas.
Quizá.
Debemos hacerlo. Hagamos un pacto, Helen. Nada de desolación.
Nada de preocuparse por las cosas terribles que podrían suceder. ¿Vale?
Una pausa. Luego una mano fría contra la mía.
Vale.
Nos acabamos las copas, doy mi tarjeta de crédito para pagar y salimos fuera. Quiero que ella me diga que me olvide del trabajo por esta tarde y que la acompañe a casa. Ya es inevitable que me lo pida, y mejor pronto que tarde.
Caminamos una manzana. No me hace la invitación. Siento su lucha interior y espero, permitiendo que esa lucha se resuelva sin ninguna interferencia por mi parte. Recorremos una segunda manzana. Vamos del brazo pero solo habla de su trabajo, del tiempo, y se trata de una conversación remota y distante. En la siguiente esquina gira en sentido contrario, alejándose de su apartamento, de vuelta al bar. Intento ser paciente.
Ya no hace falta que precipite las cosas, me digo. Para mí su cuerpo no es un secreto. Hemos empezado la relación al revés, con la parte física primero; ahora hará falta tiempo para retroceder hacia la parte más difícil que algunos llaman amor.
Pero claro está, ella no es consciente de que nos hemos conocido de esa forma. El viento nos arroja copos de nieve a la cara y por alguna razón los pinchazos fríos despiertan mi sinceridad. Sé lo que debo decir. Debo renunciar a mi ventaja injusta.
Se lo digo:
Cuando me cabalgaron la semana pasada, Helen, tuve a una mujer en mi habitación.
¿Por qué hablas de eso ahora?
Debo hacerlo, Helen. Tú eras la mujer.
Se detiene. Me mira. La gente pasa a nuestro lado, apresurándose.
Tiene el rostro muy pálido y el rubor crece en sus mejillas.
No tiene gracia, Charles.
No es una broma. Estuviste conmigo desde la noche del martes hasta la mañana del viernes.
¿Cómo es posible que lo sepas?
Lo sé. Lo sé. El recuerdo es claro. Permanece de alguna forma, Helen. Veo todo tu cuerpo.
Calla, Charles.
Fue genial estar juntos —digo—. Debimos deleitar a nuestros Pasajeros haciendo tan buena pareja. Volver a verte… fue como despertar de un sueño y descubrir que el sueño era real, ver a la mujer allí mismo…
¡No!
Vayamos a tu apartamento y empecemos de nuevo.
Hablas con deliberada grosería —dice— y no sé por qué, pero no había ninguna razón para que lo estropeases. Quizás estuve contigo y quizá no, pero tú no lo sabrías y, de saberlo, deberías mantener la boca cerrada y…
Tienes una mancha de nacimiento del tamaño de una moneda de diez centavos —digo—, unos siete centímetros bajo tu pecho izquierdo.
Gime y se lanza contra mí, allí mismo, en la calle. Sus largas uñas plateadas me arañan las mejillas. Me aporrea. Me asalta con las rodillas. Nadie presta atención; los que pasan dan por supuesto que nos cabalgan y apartan la vista. Es todo furia, pero la rodeo con los brazos como si fuesen de acero, por lo que solo puede patalear y resoplar, y tengo su cuerpo pegado a mí. Está rígida, angustiada.
En voz baja y perentoria le digo:
Los derrotaremos, Helen. Terminaremos lo que ellos empezaron.
No luches contra mí. No hay razón para luchar contra mí. Sé que es un accidente que te recuerde, pero déjame ir contigo y demostrarte que debemos estar juntos.
Suél… tame.
Por favor, por favor. ¿Por qué debemos ser enemigos? No pretendo hacerte daño. Te quiero, Helen. ¿Recuerdas cuando éramos críos, que jugábamos a estar enamorados? Yo lo hacía; seguro que tú también. A los dieciséis, diecisiete años. Los susurros, las conspiraciones… un gran juego, y lo sabíamos. Pero el juego ha terminado. No podemos permitirnos coquetear y salir corriendo. Cuando estamos libres tenemos muy poco tiempo… debemos confiar, debemos abrirnos…
Está mal.
No. Solo es una estúpida costumbre que dos personas unidas por los Pasajeros deban evitarse. No tenemos que seguirla. Helen… Helen…
El tono de voz hace mella en ella. Deja de pelear. El cuerpo rígido se relaja. Me mira, el rostro arrasado por las lágrimas distendido, los ojos empañados.
Confía en mí —digo—. ¡Confía en mí, Helen!
Vacila. Luego sonríe.
En ese momento siento el escalofrío en la base del cráneo, la sensación de una aguja de acero penetrando el hueso. Me envaro. Mis brazos se apartan de ella. Durante un instante pierdo el contacto y, cuando la neblina se aclara, todo es diferente…
¿Charles? —dice—. ¿Charles?
Tiene los nudillos contra los dientes. Me giro, pasando de ella, y regreso al bar. En uno de los apartados delanteros hay un joven sentado. Su pelo oscuro reluce de fijador; tiene delicadas mejillas. Sus ojos se encuentran con los míos.
Me siento. Él pide las bebidas. No hablamos.
Mi mano le toca la muñeca, pero se queda ahí. El camarero, sirviendo las bebidas, frunce el entrecejo pero no dice nada. Bebemos los cócteles y dejamos los vasos vacíos.
Vamos —dice el joven.
Le sigo a la calle.

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