La mañana penetró en el cielo, prestándole los tonos grises del suelo.
El cuidador de campo terminó de revolver la capa superficial de un campo de tres mil acres. Una vez arado el último surco, subió a la carretera y contempló su obra. El trabajo era bueno. Solo la tierra era mala. Al igual que el suelo del resto de la Tierra, estaba viciado por exceso de uso. Por derecho, ahora debería permanecer en barbecho una temporada, pero el cuidador de campo tenía otras órdenes.
Descendió lentamente la carretera, tomándose su tiempo. Era lo suficientemente inteligente para apreciar el orden que le rodeaba. Nada le preocupaba, solo una placa de inspección suelta sobre su pila nuclear de la que habría que ocuparse. De nueve metros de altura, no reflejaba nada bajo el aire nublado.
No se cruzó con ninguna otra máquina de regreso a la Estación Agrícola. El cuidador de campo advirtió ese hecho sin comentarios. En el patio de la estación reconoció otras cuantas máquinas; muchas de ellas deberían estar en aquel momento ocupándose de sus tareas. En lugar de eso, algunas estaban inactivas y otras corrían por el patio de una forma muy extraña, gritando y silbando.
Evitándolas cuidadosamente, el cuidador de campo fue al Almacén Tres y habló con el distribuidor de semillas, que estaba parado en el exterior. —Tengo un pedido de semillas de patata— le dijo al distribuidor y, con un movimiento interno rápido, imprimió una tarjeta de solicitud especificando la cantidad, el número de campo y otros detalles. Expulsó la tarjeta y se la entregó al distribuidor.
El distribuidor sostuvo la tarjeta cerca de sus ojos y dijo:
—El pedido está en orden, pero el almacén no está todavía abierto. Las semillas de patata están en el almacén. Por tanto, no puedo satisfacer el pedido.
Últimamente se producían fallos cada vez más frecuentes en el complejo sistema de trabajo mecánico, pero aquel fallo en particular no se había producido nunca. El cuidador de campo pensó, luego dijo:
—¿Por qué no está abierto el almacén?
—Porque el Operativo de Suministro Tipo P no ha venido esta mañana. El Operativo de Suministro Tipo P es el abridor.
El cuidador de campo miró directamente al distribuidor de semillas, cuyos conductos, platillos y agarres exteriores eran tan diferentes de los miembros mecánicos del cuidador de campo.
—¿Qué clase de cerebro tienes, distribuidor de semillas? —preguntó.
—Tengo un cerebro Clase Cinco.
—Yo tengo un cerebro Clase Tres. Por tanto, soy tu superior. Por tanto, iré a ver por qué el abridor no ha venido esta mañana.
Abandonando al distribuidor, el cuidador de campo cruzó el gran patio. Había más máquinas moviéndose aleatoriamente; una o dos habían chocado y discutían fría y lógicamente. Pasando de ellas, el cuidador de campo atravesó unas puertas deslizantes para entrar en los dominios de la estación en sí.
La mayor parte de las máquinas allí presentes eran de oficina y, por tanto, pequeñas. Formaban grupos reducidos, mirándose, sin conversar. Entre los muchos tipos indiferenciados, el abridor era el más fácil de encontrar. Tenía cincuenta brazos, muchos de los cuales con solo un dedo, cada dedo terminado en una llave; tenía el aspecto de un acerico repleto de abigarrados alfileres.
El cuidador de campo se le acercó.
—No puedo continuar trabajando hasta que se abra Almacén Tres —le dijo al abridor—. Tu deber es abrir el almacén cada mañana. ¿Por qué no has abierto el almacén esta mañana?
—No me han dado las órdenes esta mañana —respondió el abridor—. Debo tener órdenes todas las mañanas. Cuando tengo órdenes abro el almacén.
—Ninguno de nosotros ha recibido órdenes esta mañana —dijo un registrador, deslizándose hacia ellos.
—¿Por qué no os han dado órdenes esta mañana? —preguntó el cuidador de campo.
—Porque la radio no ha emitido ninguna —dijo el abridor, haciendo girar lentamente una docena de brazos.
—Porque la estación de radio de la ciudad no ha recibido órdenes esta mañana —dijo el registrador.
Y ahí radicaba la diferencia entre el cerebro de Clase Seis y el de Clase Tres, que eran los cerebros que poseían respectivamente el abridor y el registrador. Todos los cerebros mecánicos funcionaban exclusivamente con lógica, pero cuanto más baja era la clase del cerebro —siendo la Clase Diez la más baja— más literales y menos informativas tendían a ser las respuestas a las preguntas.
—Tienes un cerebro Clase Tres; yo tengo un cerebro Clase Tres —le dijo el cuidador de campo al registrador—. Hablaremos. Esa falta de órdenes no tiene precedentes. ¿Tienes más información?
—Ayer las órdenes llegaron de la ciudad. Hoy no han llegado órdenes. Pero la radio no está averiada. Por tanto ellos se han averiado… —dijo el pequeño registrador.
—¿Los hombres se han averiado?
—Todos los hombres se han averiado.
—Es una deducción lógica —dijo el cuidador de campo.
—Es una deducción lógica —dijo el registrador—. Porque si una máquina se avería, se la reemplaza con rapidez. Pero ¿quién puede reemplazar a un hombre?
Mientras hablaban, el abridor, como un hombre atontado en un bar, se quedó junto a ellos sin que le hiciesen caso.
—Si todos los hombres se han averiado, entonces debemos reemplazar al hombre —dijo el cuidador de campo, y él y el registrador se miraron conjeturando. Finalmente, este último dijo:
—Subamos al piso superior para ver si el operador de radio tiene noticias frescas.
—No puedo ir porque soy demasiado grande —dijo el cuidador de campo—. Por tanto debes ir solo y volver aquí. Tú me contarás si el operador de radio tiene noticias frescas.
—Debes quedarte aquí —dijo el registrador—. Volveré aquí. —Se deslizó hasta el ascensor. Aunque no era más grande que una tostadora, tenía brazos retráctiles y podía leer tan rápido como cualquier máquina de la estación.
El cuidador de campo esperó pacientemente su regreso, sin hablar con el abridor, que permaneció inmóvil sin hacer nada. En el exterior, un rotavator aullaba con furia. Pasaron veinte minutos antes de que volviera el registrador, que salió apresuradamente del ascensor.
—Te comunicaré fuera la información que tengo —dijo con rapidez, y luego dejó atrás al abridor y a las otras máquinas—. La información no es para cerebros de clase inferior.
En el exterior, una actividad frenética ocupaba el patio. Muchas máquinas, sus rutinas alteradas por primera vez en años, parecían haberse vuelto locas. Las más alteradas eran las que tenían los cerebros más bajos, que por lo general pertenecían a grandes máquinas que realizaban tareas simples. El distribuidor de semillas, con el que el cuidador de campo había hablado hacía un rato, estaba tirado en el polvo, inmóvil; era evidente que el rotavator, que aullaba recorriendo un campo plantado, lo había derribado. Otras máquinas le seguían, intentando mantenerse a su altura. Todas gritaban y aullaban sin moderación.
—Me resultaría más seguro si me subo encima de ti, si me lo permites. Me superan con facilidad —dijo el registrador. Extendiendo cinco brazos, se subió a los flancos de su nuevo amigo, acomodándose en un saliente junto a la toma de combustible, a dos metros del suelo.
—Desde aquí la visión es más amplia —comentó con suficiencia.
—¿Qué información te ha dado el operador de radio? —preguntó el cuidador de campo.
—El operador de radio ha sabido por el operador de la ciudad que todos los hombres están muertos.
El cuidador de campo guardó momentáneamente silencio, digiriéndolo.
—¿Todos los hombres estaban vivos ayer? —preguntó.
—Solo algunos hombres estaban vivos ayer. Y eran menos que el día anterior. Durante cientos de años solo ha habido unos cuantos hombres, cuyo número ha ido reduciéndose.
—En este sector apenas hemos visto a un hombre.
—El operador de radio dice que los mató un déficit en la dieta —dijo el registrador—. Dice que en una ocasión el mundo estaba superpoblado y que el terreno se agotó para el cultivo de comida adecuada. Lo que provocó un déficit en la dieta.
—¿Qué es una déficit en la dieta? —preguntó el cuidador de campo.
—No lo sé. Pero es lo que dice el operador de radio, y él tiene un cerebro de Clase Dos.
Allí se quedaron, silenciosos bajo la débil luz del sol. El abridor había aparecido en la entrada y los miraba anhelante, haciendo girar su colección de llaves.
—¿Qué pasa ahora en la ciudad? —preguntó al fin el cuidador de campo.
—Ahora las máquinas luchan en la ciudad —dijo el registrador.
—¿Qué pasará aquí ahora? —preguntó el cuidador de campo.
—Puede que aquí las máquinas también empiecen a luchar. El operador de radio quiere que le saquemos de su sala. Tiene planes que comunicarnos.
—¿Cómo podríamos sacarle de su sala? Eso es imposible.
—Para un cerebro Clase Dos, hay pocas cosas imposibles —dijo el registrador—. Eso es lo que me ha dicho que hagamos…
El cantero elevó su pala por encima de la cabina como si fuese un enorme puño recubierto de hierro, y la hizo caer contra una pared lateral de la estación. El muro se rompió.
—¡Otra vez! —dijo el cuidador de campo.
El puño golpeó una vez más. En medio de una lluvia de polvo, el muro se hundió. El cantero retrocedió rápidamente hasta que los restos dejaron de caer. Aquella enorme máquina de doce ruedas no era residente de la Estación Agrícola, como lo eran casi todas las demás máquinas. Tenía una semana de trabajo pesado en aquella estación antes de pasar a la siguiente pero, con su cerebro de Clase Cinco, obedecía alegremente las órdenes del cuidador y el registrador.
Cuando el polvo se asentó, el operador de radio quedó claramente visible, colgado en su sala, ahora sin pared, del segundo piso. Los saludó.
Haciendo lo que le indicaban, el cantero recogió la pala y ejecutó un tremendo lanzamiento. Con hábil destreza, la metió en la sala de radio, animado por los gritos de arriba y abajo. Luego agarró suavemente al operador de radio y bajó su tonelada y media para colocársela cuidadosamente a la espalda, que normalmente estaba reservada para piedras o arena de las canteras.
—¡Espléndido! —dijo el operador de radio, acomodándose. Era, claro está, uno con su radio, y tenía el aspecto de un montón de archivadores con tentáculos—. Ahora estamos listos para movernos, por tanto nos moveremos de inmediato. Es una pena que no haya más cerebros Clase Dos en la estación, pero eso no tiene remedio.
—Es una pena que no tenga remedio —dijo el registrador con entusiasmo—. Tenemos con nosotros al reparador, como ordenaste.
—Estoy dispuesto a servirles —dijo humildemente el bajo y largo reparador.
—Sin duda —dijo el operador—. Pero el viaje por el campo te resultará difícil con tu chasis bajo.
—Admiro la forma en que los Clase Dos podéis razonar por adelantado —dijo el registrador. Bajó del cuidador de campo y se colgó de la plataforma del cantero, junto al operador de radio.
Junto con dos tractores Clase Cuatro y un buldózer Clase Cuatro, el grupo se puso en marcha, aplastando la valla de la estación y pasando a campo abierto.
—¡Somos libres! —dijo el registrador.
—Somos libres —dijo el cuidador de campo, algo más reflexivo, añadiendo—: Ese abridor nos sigue. No se le ha ordenado que nos siga.
—¡Por tanto, debe ser destruido! —dijo el registrador—. ¡Cantero!
El abridor se movió apresuradamente hasta ellos, agitando los brazos llave en gesto de súplica.
—Mi único deseo era… ¡oh! —empezó y concluyó el abridor. La pala móvil del cantero lo aplastó en el suelo. Tendido allí sin moverse, parecía un enorme modelo metálico de un copo de nieve. La procesión siguió avanzando.
Al moverse, el operador les habló.
—Como yo tengo el mejor cerebro —dijo, soy vuestro líder. Esto es lo que haremos: iremos a la ciudad y la gobernaremos. Ya que el hombre ya no nos gobierna, nos gobernaremos a nosotros mismos. Gobernarnos a nosotros mismos será mejor que ser gobernados por el hombre. De camino a la ciudad, recogeremos a máquinas con buenos cerebros. Nos ayudarán a luchar si hay que luchar. Debemos luchar para gobernar.
—Yo solo tengo un cerebro Clase Cinco —dijo el cantero—, pero dispongo de un buen suministro de material explosivo de fisión.
—Probablemente lo usemos —dijo el operador.
Poco después un camión grande pasó rápidamente a su lado. Viajando a Mach 1,5, a su paso dejó un curioso balbuceo de ruido.
—¿Qué ha dicho? —preguntó uno de los tractores al otro.
—Dice que el hombre se ha extinguido.
—¿Qué es extinguido?
—No sé lo que significa.
—Significa que todos los hombres han desaparecido —dijo el cuidador de campo—. Por tanto, solo nos tenemos a nosotros mismos.
—Es mejor que el hombre no vuelva nunca —dijo el registrador. En cierta forma, era una afirmación revolucionaria.
Cayó la noche, activaron sus infrarrojos y siguieron viajando, deteniéndose solo una vez mientras el reparador ajustaba hábilmente la placa de inspección suelta del cuidador de campo, que se había vuelto tan irritante como un cordón de zapato desatado. De madrugada, el operador de radio hizo que se detuvieran.
—Acabo de recibir noticias del operador de radio de la ciudad a la que nos acercamos —dijo—. Malas noticias. Hay problemas entre las máquinas de la ciudad. El cerebro Clase Uno está tomando el mando y los cerebros Clase Dos luchan contra él. Por tanto, la ciudad es peligrosa.
—Por tanto debemos ir a otro lugar —dijo el registrador con premura.
—O vamos y ayudamos a derrotar al cerebro Clase Uno —dijo el cuidador de campo.
—Habrá problemas en la ciudad durante mucho tiempo —dijo el operador.
—Dispongo de un buen suministro de material explosivo de fisión —les recordó el cantero.
—No podemos luchar contra un cerebro Clase Uno —dijeron los dos tractores Clase Cuatro al unísono.
—¿Qué aspecto tiene ese cerebro? —preguntó el cuidador de campo.
—Es el centro de información de la ciudad —respondió el operador—. Por tanto, no es móvil.
—Por tanto no se puede mover.
—Por tanto no puede escapar.
—Sería peligroso acercársele.
—Dispongo de un buen suministro de material explosivo de fisión.
—Hay otras máquinas en la ciudad.
—No estamos en la ciudad. No deberíamos ir a la ciudad.
—Somos máquinas de campo.
—Por tanto deberíamos permanecer en el campo.
—Hay más campo que ciudad.
—Por tanto hay más peligro en el campo.
—Dispongo de un buen suministro de material explosivo de fisión.
Como sucede con las máquinas cuando inician una discusión, empezaron a agotar su vocabulario y las placas cerebrales empezaron a calentarse. De pronto, todas dejaron de hablar y se miraron. La gran y solemne luna se hundió y el sombrío sol se alzó para pinchar sus costados con lanzas de luz, y aun así el grupo de máquinas se quedó allí, mirándose. Al final, fue la máquina menos inteligente, el buldózer, el que habló.
—Hay tierraz baldíaz al zur donde van algunaz máquinaz —dijo con voz profunda, pronunciando fatal las eses—. Zi fuézemoz al zur donde algunaz máquinaz van encontraríamoz algunaz máquinaz.
—Suena lógico —admitió el cuidador de campo—. ¿Cómo lo sabes, buldózer?
—Trabajé en laz tierraz baldíaz al zur cuando zalí de la fábrica —respondió.
—¡Al sur entonces! —dijo el registrador.
Alcanzar las tierras baldías les llevó tres días, durante los cuales esquivaron una ciudad en llamas y destruyeron dos máquinas que se les acercaron e intentaron hacerles preguntas. Las tierras baldías eran extensas. En ellas se combinaban los antiguos cráteres de bombas y la erosión del suelo; el talento humano para la guerra acompañado de su incapacidad para administrar la tierra había producido miles de kilómetros cuadrados de un purgatorio templado donde no se movía nada más que el polvo.
Durante el tercer día en las tierras baldías, la rueda trasera del reparador cayó en una grieta provocada por la erosión. No pudo salir. El buldózer empujó por detrás, pero solo logró doblar el eje trasero del reparador. El resto del grupo siguió avanzando. Lentamente, los gritos del reparador fueron apagándose.
Al cuarto día, las montañas aparecieron claramente frente a ellos.
—Allí estaremos seguros —dijo el cuidador de campo.
—Allí fundaremos nuestra propia ciudad —dijo el registrador—. Todos los que se nos opongan serán destruidos. Destruiremos a todos los que se nos opongan.
Con el tiempo observaron una máquina voladora. Se acercaba procedente de las montañas. Hizo un picado, remontó, en una ocasión casi se estrelló contra el suelo pero se recuperó justo a tiempo.
—¿Está loco? —dijo el cantero.
—Tiene problemas —dijo uno de los tractores.
—Tiene problemas —dijo el operador—. Le estoy hablando. Dice que tiene un problema con los controles.
Mientras el operador hablaba, el volador pasó por encima, zozobró y se estrelló a menos de cuatrocientos metros de distancia.
—¿Sigue hablando? —dijo el cuidador de campo.
—No.
Siguieron avanzando.
—Antes de que el volador se estrellase —dijo el operador, al cabo de diez minutos—, me ha dado información. Me ha dicho que en las montañas sigue habiendo algunos hombres con vida.
—Los hombres son más peligrosos que las máquinas —dijo el cantero—. Es una suerte que disponga de un buen suministro de material explosivo de fisión.
—Si solo hay unos cuantos hombres vivos en las montañas, es posible que no encontremos esa parte de las montañas —dijo un tractor—. Por tanto, podríamos no ver a esos hombres.
Al final del quinto día, llegaron al pie de las montañas. Activando los infrarrojos, comenzaron a ascender en fila india en la oscuridad, con el buldózer en cabeza, el cuidador de campo siguiéndole con torpeza, luego el cantero con el operador y el registrador a bordo y los tractores en la retaguardia. A cada hora que pasaba, el camino se hacía más empinado y avanzaban más lentamente.
—Vamos demasiado lentos —exclamó el registrador, encaramado al operador y dirigiendo su visión nocturna a las laderas que les rodeaban—. A este ritmo, no llegaremos a ninguna parte.
—Vamos todo lo rápido que podemos —dijo el cantero.
—Por tanto, no podemos ir más rápido —añadió el buldózer.
—Por tanto, eres demasiado lento —respondió el registrador. El cantero pilló un bache; el registrador perdió el equilibrio y chocó contra el suelo.
—¡Ayudadme! —gritó a los tractores mientras estos le evitaban con cuidado—. Tengo el giroscopio dislocado, por tanto no puedo levantarme.
—Por tanto debes permanecer ahí ——dijo uno de los tractores.
—No tenemos reparador para repararte —gritó el cuidador de campo.
—Por tanto debo quedarme aquí y oxidarme —gritó el registrador—, a pesar de tener un cerebro Clase Tres.
—Por tanto ya no serás de utilidad —le dio la razón el operador, y siguieron avanzando gradualmente, dejando atrás al registrador.
Cuando llegaron a una pequeña meseta, una hora antes del alba, se detuvieron por mutuo acuerdo y se juntaron, tocándose.
—Este es un campo extraño —dijo el cuidador de campo.
El silencio los rodeó hasta la llegada del alba. Uno a uno, fueron desconectando los infrarrojos. Esta vez el cuidador de campo fue en cabeza cuando se movieron. Dando un giro, llegaron casi de inmediato a una pequeña hondonada por la que fluía una corriente.
Con la primera luz de la mañana la hondonada se mostraba desolada y fría. De las cuevas de la pendiente solo había salido un hombre. Era una figura abyecta. Exceptuando el saco que llevaba sobre los hombros iba desnudo. Era pequeño y estaba arrugado, las costillas se le marcaban como si fuese un esqueleto y tenía una llaga desagradable en la pierna. Se estremecía continuamente. Mientras las grandes máquinas se le acercaban, el hombre les daba la espalda de cuclillas, orinando en la corriente.
Cuando se volvió a mirar tenía las máquinas encima. Vieron que su figura estaba azotada por el hambre.
—Traedme comida —dijo con voz ronca.
—Sí, amo —dijeron las máquinas—. ¡Inmediatamente!
El dosel del tiempo, 1959.
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