lunes, 11 de octubre de 2021

Los que se alejan de Omelas. Ursula K. Le Guin.

Con un estruendo de campanas, que obligaba a las golondrinas a alzar el vuelo, el Festival de Verano llegaba a la ciudad de Omelas, de relucientes torres junto al mar. Las banderas ondeaban en los aparejos de los barcos del puerto. Los desfiles recorrían las calles, entre casas de tejados rojos y paredes pintadas, entre viejos jardines cubiertos de musgo y por avenidas arboladas, frente a los grandes parques y los edificios públicos. Algunos eran decorosos: ancianos con largas túnicas rígidas de color malva y gris; serios maestros gremiales, mujeres silenciosas, mujeres alegres cargadas con sus bebés y charlando mientras caminaban. En otras calles, la música era más rápida, una vibración de gongs y panderetas, y la gente iba bailando, la procesión era un baile. Los niños correteaban de un lado a otro, elevando sus gritos estridentes por encima de la música y los cantos como vuelos entrecruzados de golondrinas. Todos los desfiles se dirigían a la zona norte de la ciudad, donde en el gran prado Campos Verdes, chicos y chicas, desnudos en el aire brillante, con pies y tobillos enlodados, los brazos largos y ágiles, ejercitaban a los inquietos caballos antes de la carrera. Los caballos no llevaban arreos, excepto una brida sin bocado. Las crines estaban adornadas con serpentinas de plata, oro y verde. Resoplaban, caminaban y se pavoneaban unos frente a otros; estaban muy excitados, al ser el caballo el único animal que ha adoptado nuestras ceremonias como propias. A lo lejos, al norte y al oeste, las montañas se alzaban abrazando Omelas frente a la bahía. El aire de la mañana era tan limpio que la nieve que todavía coronaba los Dieciocho Picos ardía con un fuego blanco y dorado a lo largo de los kilómetros de aire iluminado por el sol, bajo el azul oscuro del cielo. Soplaba el viento lo justo para hacer que las banderas que señalaban el recorrido de la carrera se agitasen y aleteasen de vez en cuando. En el silencio de los amplios prados verdes uno podía oír la música recorriendo las calles de la ciudad, a veces más cerca, a veces más lejos, pero siempre aproximándose, una alegre dulzura del aire que de vez en cuando se estremecía, se arremolinaba y se rompía por el jubiloso e inmenso repique de las campanas.
¡Alegre! ¿Cómo se describe la alegría? ¿Cómo describir a los ciudadanos de Omelas?
No eran, ante todo, personas simples, a pesar de ser felices. Pero hoy en día ya no usamos tan a menudo palabras alegres. Las sonrisas se han vuelto arcaicas. Con una descripción así, uno tiende a hacer ciertas suposiciones. Con una descripción así, uno tiende a buscar al rey, montado sobre un corcel magnífico y rodeado de sus nobles caballeros, o quizá tendido en una litera dorada cargada por esclavos de grandes músculos. No eran bárbaros. No conozco las reglas y leyes de su sociedad, pero sospecho que su número era muy reducido. Y de la misma forma que vivían sin monarquía y sin esclavitud, también se privaban de la bolsa de valores, de la publicidad, de la policía secreta y de la bomba. Pero repito que no era un pueblo simple, no eran pastores cantarines, ni buenos salvajes, ni utópicos anodinos. No eran menos complejos que nosotros. El problema es que nosotros padecemos la mala costumbre, alentada por los pedantes y los intelectuales, de considerar la felicidad como algo más bien estúpido. Solo el dolor es intelectual, solo el mal es interesante. Ahí radica la traición del artista: negarse a aceptar la banalidad del mal y el terrible aburrimiento del dolor. Si no puedes ganar, únete a ellos. Si duele, repite. Pero alabar la desesperación es condenar el deleite, abrazar la violencia es perder todo lo demás. Ya casi lo hemos perdido todo; ya no podemos describir a un hombre feliz, ni celebrar ceremonias alegres. ¿Cómo puedo hablaros de la gente de Omelas? No eran niños ingenuos y felices; aunque la verdad es que sus hijos eran felices. Se trataba de adultos maduros, inteligentes y apasionados que no vivían una vida desdichada. ¡Milagro! Pero me gustaría poder describirla mejor. Me gustaría poder convenceros. Tal como la describo, Omelas parece una ciudad de cuento de hadas, perdida en el pasado y en la distancia. Quizá sería mejor que la imaginarais según vuestras fantasías, dando por supuesto que estén a la altura, porque ciertamente no puedo satisfaceros a todos. Por ejemplo, ¿qué hay de la tecnología? Creo que no habría ni coches en las calles ni helicópteros en el aire; se deduce del hecho de que las gentes de Omelas son felices. La felicidad se sustenta en saber distinguir lo necesario de lo que no es ni necesario ni destructivo. Sin embargo, en la categoría intermedia —la de lo innecesario pero no destructivo, la de las comodidades, los lujos, la exuberancia, etcétera— bien podría haber calefacción central, metro, lavadoras y todo tipo de dispositivos maravillosos que todavía no se han inventado aquí; fuentes de luz flotantes, energía sin combustibles, una cura para el resfriado. O puede que no tengan nada de eso: no importa. Como deseéis. Yo me inclino por pensar que la gente de otras ciudades de la costa han llegado a Omelas durante los últimos días usando rápidos trenes y tranvías de dos pisos, y que la estación de trenes de Omelas es el edificio más hermoso de la ciudad, aunque más sencillo que el espléndido Mercado Agrícola. Pero incluso aceptando los trenes, me temo que por ahora, a algunos los de Omelas os parecen unos gazmoños. Sonrisas, campanas, desfiles, caballos… nada. Si así es, por favor, añadid una orgía. Si una orgía sirve de algo, no vaciléis. Sin embargo, no tengamos templos de los que salen hermosos y desnudos sacerdotes y sacerdotisas ya medio en éxtasis y dispuestos a copular con cualquier hombre o mujer, amante o extraño, que desee la unión con la profunda divinidad de la sangre, aunque esa fue mi primera idea. Pero la verdad es que sería mejor que no hubiese templos en Omelas… al menos, no templos con personas. Religión sí, clero no. Por supuesto que los hermosos seres desnudos pueden vagar por ahí, ofreciéndose como suflés divinos para saciar a los necesitados y extasiar la carne. Que se unan a los desfiles. Que las panderetas suenen sobre las cópulas y que los gongs proclamen la gloria del deseo, y (y es un punto que no deja de tener su importancia) que los frutos de esos deliciosos rituales sean amados y que todos cuiden de ellos. Algo que sé que no hay en Omelas es culpa. ¿Pero qué más debería haber? Al principio creí que no habría drogas, pero es una idea puritana. Para los que la aprecian, la insistente dulzura del drooz puede perfumar los caminos de la ciudad; el drooz que primero provoca una enorme ligereza y brillantez de mente y miembros, luego algunas horas de una languidez soñadora y, como colofón, visiones maravillosas de los secretos más ocultos y recónditos del Universo, además de estimular el placer sexual más allá de lo increíble; y no crea adicción. Para los gustos más sencillos creo que debería haber cerveza. ¿Qué más, qué más debe haber en la alegre ciudad? La sensación de victoria, por supuesto, la celebración del valor. Pero de la misma forma que pasamos sin clero, vamos a pasar sin soldados. La alegría sustentada sobre una masacre ejecutada con éxito no es la alegría adecuada; no nos bastará; es temerosa y trivial. Una satisfacción ilimitada y generosa, un triunfo magnífico que se siente no contra algún enemigo exterior sino en comunión con lo mejor y más elevado del alma de todos los hombres y el esplendor de todos los veranos del mundo: eso es lo que hincha el corazón de las gentes de Omelas, y la victoria que celebran es la de la vida. La verdad es que no creo que a muchos de ellos les haga falta tomar drooz.
La mayor parte de los desfiles ya ha llegado a Campos Verdes. El olor maravilloso de la comida emana de las tiendas rojas y azules de los aprovisionadores. Las caras de los niños pequeños están afablemente pegajosas; en las benignas barbas grises de los hombres se enredan un par de trozos de tarta. Los jóvenes cabalgan sus monturas y empiezan a formar la línea de salida. Una anciana, bajita y gorda entrega riendo flores que toma de un cesto, y los altos jóvenes se colocan las flores en el reluciente pelo. Un niño de unos nueve o diez años está sentado junto a la multitud, solo, tocando una flauta de madera. La gente se detiene a escucharle, le sonríen pero no le hablan, porque él nunca deja de tocar y no les ve, sus ojos oscuros están completamente atrapados en la magia dulce y tenue de la música.
Termina y lentamente baja las manos, sosteniendo la flauta de madera.
Como si ese silencio privado fuese una señal, las trompetas suenan a la vez desde el pabellón cercano a la línea de salida: imperiosas, melancólicas, desgarradoras. Los caballos se encabritan sobre sus patas delgadas y algunos relinchan en respuesta. De rostros serios, los jóvenes jinetes acarician los cuellos de los caballos y los tranquilizan susurrándoles: «Tranquilo, tranquilo, mi hermosura, mi esperanza…». Van formando una línea en la salida. La multitud que flanquea el recorrido de la carrera forma como un campo de hierba y flores al viento. El Festival de Verano ha comenzado.
¿Os lo creéis? ¿Aceptáis el festival, la ciudad, la alegría? ¿No? Entonces, permitidme describir un detalle más.
En el sótano de uno de los hermosos edificios públicos de Omelas, o quizás en la bodega de una de las espaciosas casas privadas, hay una habitación. Tiene una puerta cerrada con llave y no hay ventanas. Un poco de luz polvorienta penetra por los intersticios de las tablas, proveniente de una ventana cubierta de telarañas de algún otro lugar del sótano. En una esquina de la pequeña habitación hay un par de fregonas, con cabezas rígidas, apelmazadas y malolientes, colocadas cerca de un cubo oxidado. El suelo es de tierra, algo húmedo al tacto, como suele pasar con la tierra de los sótanos. La habitación mide unos tres pasos de largo y dos de ancho: un simple armario o un cuarto de herramientas en desuso. En la habitación hay un niño sentado. Podría ser un chico o una chica. Aparenta unos seis años, pero en realidad tiene casi diez. Es débil mental. Quizá naciese con ese defecto, o quizá se ha vuelto imbécil a causa del miedo, la malnutrición y el abandono. Se mete el dedo en la nariz y en ocasiones juguetea sin darse cuenta con los dedos de los pies o los genitales, mientras permanece sentado en la esquina opuesta al cubo y las fregonas. Les tiene miedo a las fregonas. Las encuentra horribles. Cierra los ojos, pero sabe que las fregonas siguen allí, y que la puerta está cerrada con llave, y que no entrará nadie. La puerta está siempre cerrada con llave y nunca entra nadie, excepto que en ocasiones —el niño no sabe nada del tiempo y de los intervalos—, en ocasiones la puerta se agita terriblemente y se abre, y allí ve a una persona o a varias personas. Puede que una persona entre y le dé una patada para obligarle a ponerse en pie. Los otros jamás se acercan, sino que miran con ojos temerosos y asqueados. El cuenco de la comida y el jarro de agua se llenan con rapidez, la puerta se cierra con llave, los ojos desaparecen. La gente de la puerta nunca dice nada, pero el niño, que no siempre ha vivido en la habitación y puede recordar la luz del sol y la voz de su madre, en ocasiones habla. «Seré bueno —dice—. Por favor, déjenme salir. ¡Seré bueno!». Nunca le responden. Antes, por las noches, el niño gritaba pidiendo ayuda y lloraba mucho, pero ya solo emite una especie de quejido, «eh-haa, eh-haa», y cada vez habla menos. Está tan delgado que no tiene pantorrillas; le sobresale el vientre; vive con medio cuenco de maíz y grasa al día. Está desnudo. Sus nalgas y muslos son una masa de llagas supurantes y siempre está sentado sobre sus propios excrementos.
Todos saben de él, todos los habitantes de Omelas. Algunos han ido a verle, otros se contentan simplemente con saber que está ahí. Todos saben que debe estar ahí. Algunos comprenden la razón y otros no, pero todos entienden que su felicidad, la belleza de su ciudad, el cariño de sus amistades, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus estudiosos, la habilidad de sus artesanos, incluso la abundancia de sus cosechas y la bondad del clima en sus cielos dependen totalmente de la abominable desdicha de ese niño.
A los niños habitualmente se les explica cuando tienen entre ocho y doce años, cuando parecen capaces de comprenderlo; y la mayoría de los que van a ver al niño son jóvenes, aunque a menudo los adultos van, o vuelven, a ver al niño. No importa lo bien que se lo hayan explicado, la visión siempre conmociona y asquea a esos jóvenes espectadores. Sienten repugnancia, emoción que creían superada. Sienten furia, indignación, impotencia, a pesar de las explicaciones. Les gustaría hacer algo por el niño. Pero no pueden hacer nada. Si el niño saliese de ese lugar vil para ir a la luz del sol, si se le limpiase, se le confortase o se le alimentase, se trataría efectivamente de un buen gesto; pero de hacerse, en ese día y en esa hora toda la prosperidad, la belleza y el deleite de Omelas se marchitarían y desaparecerían. Esos son los términos. Sería cambiar todo el bien y la gracia de la vida en Omelas por esa pequeña mejora insignificante: negar la felicidad a miles por la posibilidad de felicidad de uno: eso sería permitir la entrada de la culpa entre las murallas.
Los términos son estrictos y absolutos; ni siquiera se puede pronunciar una palabra amable dirigida al niño.
A menudo esos jóvenes regresan a casa llorando, o invadidos por una furia sin lágrimas, tras ver al niño y enfrentarse a esa terrible paradoja. Es posible que lo mediten durante semanas o años. Pero con el paso del tiempo comienzan a entender que incluso si fuese posible liberar al niño, este no sabría disfrutar de su libertad: obtendría un vago placer del calor y la comida, sin duda, pero poco más. Está demasiado degradado y es demasiado imbécil para conocer la verdadera felicidad. Lleva demasiado tiempo asustado para poder librarse del miedo. Sus modales son demasiado bastos para responder al trato humano. Es más, después de tanto tiempo, probablemente sería un desgraciado si no le rodeasen muros para protegerle, si no hubiese oscuridad en sus ojos y si no tuviese sus propios excrementos para sentarse. Sus lágrimas ante la amarga injusticia comienzan a secarse cuando comienzan a entender y a aceptar la terrible justicia de la realidad. Y quizá sean esas lágrimas y esa furia, la prueba a la que han sometido su generosidad y la aceptación de su indefensión, las verdaderas fuentes del esplendor de sus vidas. No se trata de una felicidad insípida e irresponsable. Saben que ellos, al igual que el niño, no son libres. Conocen la compasión. Es la existencia del niño, y el saber de su existencia, lo que hace posible la nobleza de su arquitectura, la sensibilidad de su música, la profundidad de su ciencia. Es por el niño que tratan tan bien a los niños. Saben que si los desdichados no estuviesen llorando en la oscuridad, el otro, el flautista, no podría producir su alegre música mientras los jóvenes jinetes se alinean hermosos para la carrera bajo la luz del sol de la primera mañana de verano.
¿Creéis ahora en ellos? ¿Os resultan más creíbles? Pero tengo algo más que contaros y resulta de lo más increíble.
En ocasiones, uno de los adolescentes que va a ver al niño no regresa a casa llorando o furioso, es más, ni siquiera vuelve a casa. En ocasiones, incluso un hombre o una mujer mayores guardan silencio durante un día o dos y luego abandonan sus hogares. Esas personas salen a la calle y la recorren a solas. Siguen caminando y salen por completo de la ciudad de Omelas, atravesando sus hermosas puertas. Atraviesan caminando los campos de Omelas. Cada una de esas personas camina sola, chico o chica, hombre o mujer. Cae la noche; el viajero debe atravesar las calles del pueblo, entre casas con ventanas iluminadas de amarillo, e internarse en la oscuridad de los campos. Individualmente, se dirigen al oeste o al norte, hacia las montañas. Siguen avanzando. Abandonan Omelas, penetran decididamente en la oscuridad y no regresan. El lugar al que van es un lugar para muchos de nosotros todavía más difícil de imaginar que la ciudad de la felicidad. No puedo describirlo en absoluto. Es posible que no exista. Pero ellos, los que abandonan Omelas, parecen saber adónde van.

Las doce moradas del viento, 1975.
 

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