Se las
puede ver en callejones de toda gran ciudad, y uno se pregunta a
veces cómo se las arreglan sus propietarios para ganarse la vida.
Suele haber en ellas una puertecilla de entrada y un escaparate
mal iluminado que ostenta el letrero LIBROS DE OCASION escrito con
caracteres confusos. Casi siempre hay una mesa junto a la entrada,
presidida por un cartel que reza A ELEGIR - 10 c. Es inevitable que
en este mostrador se hallen seis títulos sempiternos: Tres
semanas, El sombrero verde, Los niños de Elena, La vaca negra,
Cuando llegue el invierno, y Hablando de operaciones.
Nadie los compra, ni siquiera por diez centavos, y tampoco parece
que nadie pague alguna vez los precios exorbitantes que ostentan los
ejemplares de Fantazius Mallare, El asno de oro o
Tertium Organum que se encuentran en el interior de la
tienda. Cabe sospechar que el propietario hace condiciones especiales
a ciertos bibliófilos; es posible que ávidos estudiantes de
geografía adquieran el Trópico de Cáncer de Henry Miller,
o que algún visitante perspicaz detecte los picantes aromas de El
jardín perfumado, pero aun así las ventas han de ser muy
escasas. Y entonces es cuando uno vuelve a preguntarse cómo se las
arreglan estos libreros para vivir años y más años.
Ante una tienda de esta clase se detuvo un joven, a primera hora
de la tarde. Se llamaba Abel, y nada había de particular en su
persona, excepto un cierto aire furtivo cuando bajó los peldaños y
penetró en la oscura tienda.
Al cruzar el umbral frunció el ceño, como si le extrañase todo
lo que le rodeaba. Fue como si el vulgar aspecto del establecimiento
le confundiera o le decepcionase. Y cuando el propietario apareció
detrás de un polvoriento mostrador que había al fondo, la expresión
del joven míster Abel pareció indicar que allí había algún
error.
El propio librero tenía todo el aspecto de una edición popular,
ligeramente maltratada por el tiempo. Daba la impresión de haber
sido hojeado, desdeñado y vuelto a colocar en un estante para
almacenar polvo a medida que pasaran los años. Era bajo y algo
encorvado, como la mayoría de ellos; sus cabellos hirsutos y su mal
cuidado bigote no tenían ningún color definido y, a través de los
lentes, sus ojos recordaban dos canicas de mármol blanco.
Cuando la exhibió, su voz resultó ser un murmullo desprovisto de
tonalidades.
—¿En qué puedo servirle?
El joven míster Abel titubeó. Volvió a fruncir el ceño y por
un momento pareció como si optase entre las tres alternativas: pedir
un ejemplar de Jurgen, contestar con la clásica frase de
"sólo estoy dando un vistazo, muchas gracias", o limitarse
a dar media vuelta y abandonar la tienda.
Pero sin duda había algo más que extrañeza en aquel
fruncimiento de ceño, y después de una pausa habló con
determinación.
—Vengo en busca de instrucciones —dijo—. Se trata de un
cursillo muy especial y necesito unos libros también especiales.
Las dos canicas se movieron detrás de las gafas y el propietario
de la tienda inclinó la cabeza.
—¿Sus títulos?
—Hay tres —fue la respuesta—. El primero es Introducción
al asesinato. El segundo es Muerte a plazos, y el
tercero es El precio adecuado.
El librero levantó la vista. Las canicas blancas se habían
convertido en un par de ojos negros y penetrantes.
—Un surtido poco corriente —murmuró—. Pero tal vez pueda
complacerle. A propósito, ¿quién le ha recomendado mi tienda?
—Una persona que me dijo que usted me haría esa pregunta,
aconsejándome al propio tiempo que yo no contestase.
El librero asintió con un gesto de la cabeza.
—Será mejor que pasemos a la trastienda. Espere un momento; voy
a cerrar.
Hurgó en la cerradura de la puerta y después apagó la luz del
escaparate. El joven le siguió a través de un oscuro corredor,
hasta que llegaron a la habitación que servía de trastienda.
Era una sala confortable y bien iluminada, así como regiamente
amueblada.
—Siéntese —dijo el librero—. ¿Quiere decirme su nombre?
—Abel. Charles Abel.
—¿Abel, de verdad? ¡Extraordinario! —El anciano se echó a
reír—. En este caso, creo que puede llamarme míster Caín.
El ceño del joven desapareció.
—¡Entonces, éste es el lugar! —exclamó—. ¡Y usted es el
hombre que yo busco!
Míster Caín se encogió de hombros.
—¿Tiene el dinero? —inquirió.
—Aquí está. Mil en metálico, todo en billetes pequeños.
Míster Caín aceptó la suma y la contó con cuidado. Después
levantó la vista y asintió.
—Soy el hombre que usted busca —murmuró—. Y ahora hablemos
de esas instrucciones que está buscando. ¿A quién desea matar?
Había pasado casi una semana desde la primera visita de Abel a la
librería de lance. Había vuelto a ella cada noche, presentándose
siempre a las nueve en punto. No había problemas con la puntualidad,
pues era un alumno meticuloso y aprovechado. Y también había mucho
que aprender.
Descubrió satisfecho que míster Caín era un maestro capacitado,
y así se lo dijo creyendo hacerle un cumplido, pero el anciano se
limitó a hacer una mueca de timidez.
—Ya sabe lo que suele decirse —comentó—. El que no puede,
enseña.
—¿Quiere decir que usted nunca ha asesinado a nadie?
Míster Caín adoptó una expresión de embarazo.
—Padezco de hemofobia. Es una desdicha. La visión de la sangre
me altera tanto que ni siquiera puedo tender trampas a los ratones
que infestan esta tienda. Se me están comiendo todos mis beneficios.
—Pero en realidad esta tienda no es más que una fachada. Su
verdadero negocio es éste, ¿no es así?
—Sí, soy profesor, ésta es mi carrera.
El joven míster Abel sonrió.
—Lo siento, pero no puedo evitarlo. Me causa risa pensar en
usted, sentado aquí y planeando el crimen perfecto.
—¿Y por qué le divierte tanto, joven? —El librero se
levantó—. Si supiera lo mal que andan los negocios en nuestra
especialidad, lo comprendería. Todo hombre tiene que ganarse la
vida.
—Ha hablado usted de la "especialidad". ¿Es que acaso
no es usted el único? ¿Tal vez otros libreros de lance…?
—Esto no le importa —replicó apresuradamente míster Caín—.
Aquí yo soy el único que hace preguntas. Y me gustaría obtener
mayor número de respuestas. Lleva usted una semana estudiando y
todavía no me ha dicho cuándo pretende realizar el asesinato. Creo
que ya es hora de que vayamos al grano. Soy un hombre muy ocupado y
tengo otros clientes que necesitan mi ayuda.
El joven sacudió la cabeza con aire consternado.
—Pienso decírselo cuando esté convencido de veras —se
disculpó—. Pero debo estar seguro de que usted puede enseñarme
cómo cometer el crimen perfecto.
—¿El crimen perfecto? No veo ningún problema en ello —replicó
míster Caín—. Ya le he dicho que yo nunca he matado a nadie, y no
le engaño, pero he sido centenares de veces lo que usted llamaría
un cómplice. Y puedo asegurarle que cada caso fue un éxito rotundo.
¿Conoce usted las estadísticas sobre el asesinato? El cincuenta y
cinco por ciento de todos los asesinatos queda por resolver. ¡El
cincuenta y cinco por ciento, piense en lo que esto significa! ¡Ni
un juicio, ni siquiera un sospechoso, en más de la mitad de los
crímenes que se cometen cada año! Ello no se debe a la casualidad.
Son muchos los asesinos que reciben ayuda. Una instrucción de manos
expertas. Lo que yo le estoy ofreciendo. ¿Recuerda aquel caso de la
Dalia Negra, en la costa occidental?
—¿Usted planeó aquello?
—Sí, para uno de mis discípulos —afirmó con discreto
orgullo míster Caín—. No es más que un ejemplo de lo que yo
puedo lograr cuando obtengo un poco de cooperación por parte de un
estudiante deseoso de aprender.
El joven Abel encendió un cigarrillo.
—¿Cómo voy a saber que no me está enseñando naderías? El
crimen que me ha mencionado se me antojó carente de todo sentido.
Míster Caín se mordió el labio.
—Ahí está el detalle —insistió—. ¿No ha prestado
atención a lo que le he estado repitiendo durante toda la semana?
Vamos a repasarlo otra vez, brevemente. ¿Cuáles son los motivos del
asesinato? Conteste, rápido.
—Pues son tres, según dice usted. Primero, la necesidad.
—Ejemplos.
—Pues los asesinatos por compasión, y casos en los que hay
cuestión de dinero, o bien cuando alguien quiere desembarazarse de
su cónyuge, pero tiene escrúpulos con respecto al divorcio.
—Bien. ¿Y el segundo motivo?
—Ira. Celos. Rivalidad. Todo viene a ser lo mismo.
—¿Y el tercero?
—Pues cuando uno está mal de la azotea. Cuando se trata de
buscar una emoción fuerte, puramente por esto.
—Impuramente —corrigióle míster Caín—. En lo que a mí
respecta, la tercera categoría no existe. Jamás aceptaría a un
psicópata como alumno. En primer lugar, nadie puede confiar en que
siga las instrucciones.
—Pero el caso de la Dalia Negra pareció ser obra de un
psicópata.
—Ahora es cuando empieza a comprender —aseguró míster Caín—.
Claro que sí. Yo lo planeé expresamente.
—¿Planeó?
—Ya le he dicho antes que la mitad de los asesinatos en ese país
nunca llegan a ser resueltos. ¿Por qué? Porque las pistas que
conducen a las autoridades hasta la mayoría de asesinos no tienen
nada que ver con el auténtico modus operandi de los
crímenes. Hará unos veinte años, hubo una verdadera obsesión por
las novelas detectivescas que narraban métodos destructivos
complicados y rebuscados. Puedo asegurárselo, pues las estanterías
superiores aún están llenas de ellas. Asesinatos fantásticos.
Gente que utilizaba dardos emponzoñados, dagas improvisadas con
carámbanos de hielo, muertes misteriosas en habitaciones
herméticamente cerradas, reproducciones fonográficas que servían
de coartadas… Todo esto es ridículo. Si emplea su sentido común y
no le ve nadie que después pueda recurrir a la policía como
informador o testigo, no tiene nada de particular escapar impune de
un asesinato. Desde luego, siempre y cuando adopte sus precauciones
en cuanto a huellas digitales, manchas de sangre y otras niñerías
por el estilo.
"Hoy en día, la policía no captura al asesino a causa de
sus métodos. Lo que les lleva hasta el culpable son los motivos
de éste. Y esto es, precisamente, lo que el desdichado cuarenta y
cinco por ciento formado por los que son aprehendidos suele olvidar.
En casos de necesidad, la ley siempre está al acecho en busca del
que se beneficie de la muerte; un heredero, un cónyuge infeliz, un
rival en negocios. En casos de ira o celos, también es fácil
localizar al culpable. —Hizo una pausa—. Permítame asegurarle
que en todos los asesinatos que yo he ayudado a planear, ha habido
siempre un auténtico motivo. Pero siempre los he planeado de modo
que no hubiese ni una apariencia de motivo. En una palabra, cada
muerte parece ser obra de un demente.
—¿De modo que éste es el secreto?
—¿Acaso no se lo insinuó la persona que le envió? —inquirió
míster Caín—. ¿No está enterado de los detalles de su
afortunado crimen?
—Lo hizo —admitió el joven Abel—. Y conozco los detalles.
Me ensalzó sus clases. Pero antes, me parecía como si la cosa no
tuviera sentido.
—¿Y ahora sí? ¡Magnífico! Bien, pues entonces, ¿no cree que
ya es hora de que confíe en mí? Dígame, ¿qué piensa hacer?
Míster Abel no titubeó por más tiempo.
—Quiero matar al hombre que me recomendó a usted.
—¿A uno de mis antiguos alumnos? Mi querido muchacho, esto no
resulta muy ético que digamos…
—Puede tranquilizar su conciencia. Yo no le diré su nombre.
Usted nunca lo sabrá y de este modo no le asaltarán los
remordimientos.
—¿Acaso tiene algún rencor personal contra él? ¿Se trata de
esto?
—Sí. Pero le repito que no hay necesidad de que le abrume a
usted con detalles. Lo único que debe saber es que él no sospecha
que yo le odio. Por lo tanto, según su propia definición, contamos
con un punto de partida perfecto. Nadie me relacionaría jamás con
el crimen, pues aparentemente no tengo ningún motivo. Todo cuanto
necesito de usted es un método. Algo que convierta el asesinato en
algo parecido a la obra de un psicópata criminal.
—¡Hum! —Míster Caín se levantó y empezó a pasear por la
habitación—. Si me está diciendo la verdad, la cosa parece
sencilla.
—Le doy mi palabra de honor.
—Bien, si lo enfoca de ese modo… —Míster Caín hizo una
pausa—. Supongo que sería demasiado sencillo que usted le
acorralase a solas en cualquier rincón, lo estrangulase, y después
se alejara de allí. Hay veces en que la misma sencillez de una
muerte confunde a todos. Un lugar oscuro, un buen golpe en la cabeza
y ya tenemos a la policía sin saber por dónde empezar.
—Por favor, caballero —dijo míster Abel con voz suave—. No
creo que este consejo valga mil dólares en metálico y libres de
impuestos.
—Podría proporcionarle algún veneno, pero…
—¿Qué tiene de psicopático un veneno? Si he de serle franco,
después de tanta preparación esperaba algo más original.
—¿Original, eh? —Míster Caín hizo una pausa y sus ojos se
iluminaron—. Hay uno que le gustará, muchacho. Es un poco
anticuado, desde luego, pero hace años que no se ha utilizado. Yo le
llamo "el correo macabro".
—¿Cómo?
—El correo macabro —repitió míster Caín, sonriendo a su
discípulo—. Para llevarlo a cabo es preciso asegurarse
concienzudamente de tres condiciones.
—¿Cuáles son?
—Primera, que el asesino pueda atraer a su víctima a un lugar
solitario y allí disponer de él. A pesar de sus objeciones, debo
recomendarle otra vez un golpe en la cabeza o la estrangulación.
Desde luego, hay que tener en cuenta la necesidad de eliminar las
usuales pruebas del crimen y hacer desaparecer el arma homicida, si
la hubiere. ¿Cree poder desempeñar esta fase de su labor?
—Con toda facilidad.
—Espléndido. La segunda condición consiste en que el asesino
debe disponer de un automóvil.
—Poseo un automóvil.
—La tercera y la más importante. El asesino no debe estar
sujeto a una vigilancia regular. Me refiero a que debe poder
trasladarse de un lado a otro con toda facilidad, tal vez abandonando
la ciudad durante varios días sin que nadie se inquiete por su
ausencia.
—Vivo solo y la semana próxima empiezo mis vacaciones.
—¡Perfecto! En este caso, creo que podremos planear el perfecto
crimen psicopático. El correo macabro tiene como objeto desviar a la
policía de toda pista. Les interesa tanto el método que la cuestión
del motivo queda relegada al olvido.
—Pero, ¿qué es lo que debo hacer?
—¿Aún no lo adivina? Mata a su víctima por un medio sencillo,
tal como lo he sugerido. Después, con la ayuda de un cuchillo de
carnicero o un trinchante, descuartiza el cadáver. Yo le
recomendaría la división natural, basada en mis anteriores
experiencias en tales menesteres, comprendiendo piernas, muslos,
pelvis partida en dos, torso también partido, brazos, antebrazos y
cabeza. En total, trece piezas. Es un número antipático, pero
quiero esperar que no será usted supersticioso.
—No. Sólo curioso. ¿Y qué hago con los… fragmentos?
—Pues envolverlos, claro está. En trece paquetes separados.
Necesitará un poco de esa tela de plástico que se utiliza en los
frigoríficos, papel recio de embalaje y cordel como el que emplean
los carniceros. ¡Asegúrese de que no le falte el cordel! Una vez
listos sus paquetes, sólo tiene que escribir direcciones en ellos,
pegar los sellos y meterlos en los buzones destinados a paquetes
postales.
—Pero trece paquetes tan pesados…
—Por esto le he preguntado si tenía coche y unos cuantos días
de que poder disponer libremente. No debe mandarlos todos desde una
misma localidad. Tiene que trasladarse a una docena de ciudades
distintas. Procúrese un mapa y estudie hasta donde puede llegar en,
digamos, unos cuatro días. Es mejor elegir localidades aparentemente
sin relación alguna, para que la policía no pueda deducir un
itinerario con punto de partida. Más tarde, le ayudaré a planear
todos estos detalles. Forma parte de mis servicios, ya sabe. Otra
cosa; debe comprar los sellos con bastante anterioridad. Un rollo de
sellos de tres centavos, para que nadie les preste atención.
—¿Y a quién debo mandar los paquetes?
—Elija los nombres al azar en los listines telefónicos de las
ciudades que visite. O bien, y no deja de ser un detalle, mándelos a
trece empresarios de pompas fúnebres, uno de cada localidad. Esto
puede despistar por completo a la policía. Empezarán a buscar
personas que estén enemistadas con los enterradores, o darán caza a
los necrófilos. Sea como fuere, estarán seguros de que el crimen ha
sido obra de un psicópata. Cuando se enteren los periódicos y
aireen la historia, puede estar seguro de que la pista se perderá en
un laberinto de sórdido sensacionalismo. Dementes, maniáticos, y
toda la gama. —Míster Cain inclinó la cabeza—. ¿Qué le parece
mi plan? ¿Resulta bastante original para su paladar?
—Sí. Pero, ¿está seguro de que no quedará ninguna pista?
—No, si lo planeamos todo cuidadosamente. Desde luego, usted
debe asegurarse de tomar las precauciones elementales, como por
ejemplo la de atraer a su víctima al lugar más a propósito. Y
tendrá que ocuparse de la desaparición de sus, ejem, utensilios.
Será mejor que los robe cuanto antes, en algún almacén de
artículos domésticos, por ejemplo. Después, se desprende de ellos
en algún puente, lejos ya de la ciudad. Pero podremos cuidar estos
detalles a medida que se vayan presentando. Ante todo, debemos
librarnos de las huellas dactilares. ¿Quiere hacerlo ahora o
prefiere esperar a que hayan empezado sus vacaciones? Bien mirado,
hoy es viernes. Si no trabaja los sábados, podríamos hacerlo ahora
mismo. El fin de semana bastará para cicatrizar los dedos.
—¿De qué me está hablando?
—Ácido, muchacho. Un pequeño preparado propio. Elimina las
ondas de modo que nadie puede tomar las huellas. Desde luego, también
arranca parte de la piel, pero esto no puede evitarse. Y siento
decirle que no tengo a mano ningún anestésico. Sin embargo, esta
habitación es a prueba de ruidos, y si grita un poco nadie le oirá.
—¿Ácido? ¿Gritos? Oiga, esto no me…
El joven Abel se echó atrás, pero míster Caín hizo como si no
lo viera y, abriendo un armario, sacó una botella, una palangana y
una copa graduada. Trabajó con ello durante un rato y finalmente
miró benévolo a su alumno a través de una nube de humo que
despedía un olor acre.
—Venga —murmuró—. Le dolerá un poquitín, pero le prometo
que no es nada si lo comparamos con las angustias de la
electrocución. Le aseguro que la silla eléctrica da más
cosquilleo, y disculpe mi chiste malo…
Pasó más de una semana desde el momento en que míster Abel
salió de la librería con los dedos vendados y enguantados, hasta su
brusca reaparición una tarde a última hora.
Había oscurecido ya y tuvo que golpear la puerta de la tienda
durante un buen rato antes de que míster Caín fuese a abrirle.
Hizo pasar al joven a la trastienda, contemplando con curiosidad
la bolsa de mano que éste llevaba, pero sin decir palabra hasta que
ambos estuvieron sentados en la tranquila habitación posterior.
Entonces, el anhelo de saber lo sucedido se apoderó del librero.
—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó—. No volvió para recibir
las últimas instrucciones. Estaba inquieto…
El joven Abel sonrió.
—No tenía por qué preocuparse. Sepa que sus sugerencias fueron
perfectamente adecuadas para mis fines. El asunto ha sido un éxito
rotundo.
—¿De modo que… que lo hizo? Pero, ¿cuándo? No he visto
ninguna noticia en los periódicos, nada…
—Volví a reflexionar sobre toda la cuestión. Su primera
sugerencia, limitarme a estrangular a la víctima, me pareció más
eficaz. Claro que aún tenía los dedos un poco doloridos, pero no se
presentaron complicaciones. El asesinato en un callejón oscuro fue
atribuído a cualquier maniático. Apenas mereció un par de líneas
en la Prensa; no me extraña que le pasara inadvertido. Tenga, léalo.
Abel le entregó un recorte, y el anciano lo leyó con rapidez.
Después levantó la vista, asintiendo.
—¿Conque el joven Driscoll, eh? Pero usted me había dicho que
no me diría su nombre…
—Poco importa, ¿no cree? Él fue quien me envió aquí, y era
un ex alumno suyo.
—Sí. Fue un caso de celos. Un rival le había quitado la novia.
Aunque parezca extraño, no odiaba al hombre, quería matar a la
chica. Ella vivía con su rival, y nos costó bastante ocultar su
motivo para el asesinato. Finalmente, elaboramos un plan para que la
muerte pareciera la obra de una personalidad psicópata. Empleamos el
sistema del "bombardeo loco", como yo lo llamo, pero
optamos por un autobús en vez de un avión. El truco consistió en
colocar la bomba, no en su equipaje, cosa que habría podido inducir
a una investigación de motivos, sino en la maleta de un soldado que
regresaba al campamento después de gozar de un permiso. Localizamos
a ese hombre en un momento oportuno y realizamos la faena. No le
molestaré con detalles, pero todo funcionó a la perfección.
Abel asintió.
—Sí. Cuatro muertos y tres heridos. La chica murió, desde
luego.
—Tiene usted una memoria excelente. Esto ocurrió hace más de
dos años. —Míster Caín hizo una pausa—. ¿Acaso se lo contó
él mismo?
—Él no me contó nada. Fueron suposiciones mías. Usted
comprenderá que, al fin y al cabo, yo era su rival. La chica que él
mató era mi chica.
—¡Oh, ya comprendo! No me extraña que deseara eliminarlo. Pues
bien, ya está vengado.
—Sí.
—Y todo marcha bien cuando las cosas terminan bien.
—Pero es que no han terminado.
—¿No?
Míster Abel abrió su bolsa.
—Como usted mismo me explicó, usted fue el cómplice. Ayudó a
montar el asesinato. Y por lo tanto…
Sacó a relucir un largo cuchillo y una media luna de carnicero.
—¡Oiga, espere! —gimoteó míster Caín—. ¡No puede hacer
semejante cosa!
—Usted dijo que esta habitación es a prueba de ruidos. Nadie
oirá los gritos, sobre todo si como primera providencia le golpeo en
la cabeza.
Abel bloqueó la puerta y probó la media luna, que silbó en el
aire de un modo satisfactorio.
—¡Pero es que yo apelo a usted, no como presunta víctima, sino
como su profesor, su superior en experiencia! El plan que le di no
puede tener éxito en mi caso.
—¿Por qué no? Dispongo de tiempo suficiente para efectuar el
viaje. Es que le mentí, ¿sabe? Tengo dos semanas de vacaciones, no
una.
—A pesar de ello, le descubrirán. En cualquier parte debe de
haber alguien enterado de que usted me ha estado visitando cada
noche. Y cuando yo desaparezca…
—Usted no desaparecerá. Por lo menos, no para siempre. Si
alguien desea enterarse, usted estará de vacaciones durante una
semana más o menos. Yo soy el que va a desaparecer.
—¿Dónde se ocultará?
—Aquí, en esta librería de lance. Desapareceré mediante un
teñido de cabellos, un caminar vacilante, un bigote mal recortado y
unas gafas.
—¿Ocupará usted mi lugar? ¿Para siempre?
—¿Por qué no? Puedo aprender a imitar su voz, a copiar su
escritura. Con el tiempo, captaré sus demás características. Así
podré atender a sus futuros clientes. Debe admitir que el autor de
semejante plan tiene talento para hacer de instructor. Además, como
voy a demostrarle dentro de un momento, tengo una ventaja práctica
sobre usted. A mí no me asusta la visión de la sangre.
—No, no puede… ¡Es usted un psicópata!
—Todos los asesinos deben serlo. Y los profesores también.
—Pero…
La media luna interrumpió brutalmente sus palabras.
Fue una lástima que el ex profesor de míster Abel no pudiese
sentir el orgullo pedagógico de ver cómo su alumno desempeñaba
todas las etapas de su plan. Puesto que parte del mismo consistía en
la transformación de míster Abel en míster Caín, el joven llegó
hasta el punto de adoptar todas las pequeñas manías de su maestro,
incluso la de sentir afición por los chistes macabros. Dentro de
cada paquete preparado para ser echado al correo, metió la cubierta
de un libro. Entre los títulos se contaban La anatomía de la
melancolía, Los desnudos y los muertos y Un corazón
solitario. Para el desmembrado torso reservó la portada de un
libro de chistes titulado Sin pies ni cabeza.
Comprendió, desde luego, que existía un cierto riesgo, pero
hasta un psicópata tiene derecho a hacer gala de un poquitín de
humor inofensivo. Sobre todo cuando pretende, como pretendía el
nuevo míster Caín, desarrollar el resto de su programa con toda
sobriedad y regresar después para iniciar la sacrificada vida del
pedagogo.
Y como era de esperar, así transcurrió todo. Una vez terminada
su misión, regresó a la tienda y se escondió tras las gafas y el
pelo teñido. Al cabo de breve tiempo, dominó los detalles de su
existencia. Y pasadas unas semanas más, llegaron nuevos alumnos y la
librería de lance reanudó sus negocios.
Se las puede ver en callejones de toda gran ciudad, y uno se
pregunta a veces cómo se las arreglan sus propietarios para ganarse
la vida.
Cuentos de humor negro, 1965.
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