Wang Yu pedalea todos los días
de su casa al mercado y del mercado a casa. Con la bicicleta tira de
un carro de madera que a la ida está lleno de verduras. Antes las ha
recolectado cuidadosamente, con la lentitud de sus manos
apergaminadas; las mismas manos que todos los días preparan té y un
cuenco de arroz a la esposa enferma. Los deja a su alcance, en la
mesilla de noche, y abandona la casa al silencio. Luego pedalea,
pedalea hasta el mercado.
.......
Cuando vuelve, ya de noche, Wang
Yu está cansado. Sus movimientos son lentos. Desea cobijarse en la
paz que acuna la casa, descansar de su propia vejez. Pero hoy el
silencio es extrañamente denso. Lo ha sabido nada más llegar. Hoy,
el té y el cuenco de arroz esperan intactos sobre la mesilla. Wang
Yu comprende que el verdadero otoño ha llegado a su vida.
De madrugada no acude al huerto
para trabajar en los cultivos, como siempre. Hoy entrega el cuerpo de
su esposa a la tierra. Reza. Después, como si hubiera hecho las
paces con el mundo, echa a andar por los campos vecinos. Se interna
en el prado y camina, camina solo, con la vista fija en los pies,
para eludir ese resplandor áureo que despunta en el horizonte.
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