Nunca se lo confesé a nadie,
pero conseguí el piso de puro milagro. Laura, que tenía besar de
tango, trabajaba de secretaria para el administrador de fincas del
primero segunda. La conocí una noche de julio en que el cielo ardía
de vapor y desesperación. Yo dormía a la intemperie, en un banco de
la plaza, cuando me despertó el roce de unos labios. «¿Necesitas
un sitio para quedarte?» Laura me condujo hasta el portal. El
edificio era uno de esos mausoleos verticales que embrujan la ciudad
vieja, un laberinto de gárgolas y remiendos sobre cuyo atrio se leía
1866. La seguí escaleras arriba, casi a tientas. A nuestro paso, el
edificio crujía como los barcos viejos. Laura no me preguntó por
nóminas ni referencias. Mejor, porque en la cárcel no te dan ni
unas ni otras. El ático era del tamaño de mi celda, una estancia
suspendida en la tundra de tejados. «Me lo quedo», dije. A decir
verdad, después de tres años en prisión, había perdido el sentido
del olfato, y lo de las voces que transpiraban por los muros no era
novedad. Laura subía casi todas las noches. Su piel fría y su
aliento de niebla eran lo único que no quemaba de aquel verano
infernal. Al amanecer, Laura se perdía escaleras abajo, en silencio.
Durante el día yo aprovechaba para dormitar. Los vecinos de la
escalera tenían esa amabilidad mansa que confiere la miseria. Conté
seis familias, todas con niños y viejos que olían a hollín y a
tierra removida. Mi favorito era don Florián, que vivía justo
debajo y pintaba muñecas por encargo. Pasé semanas sin salir del
edificio. Las arañas trazaban arabescos en mi puerta. Doña Luisa,
la del tercero, siempre me subía algo de comer. Don Florián me
prestaba revistas viejas y me retaba a partidas de dominó. Los críos
de la escalera me invitaban a jugar al escondite. Por primera vez en
mi vida me sentía bienvenido, casi querido. A medianoche, Laura
traía sus diecinueve años envueltos en seda blanca y se dejaba
hacer como si fuera la última vez. La amaba hasta el alba,
saciándome en su cuerpo de cuanto la vida me había robado. Luego yo
soñaba en blanco y negro, como los perros y los malditos. Incluso a
los despojos de la vida como yo se les concede un asomo de felicidad
en este mundo. Aquel verano fue el
mío. Cuando llegaron los del
ayuntamiento a finales de agosto los tomé por policías. El
ingeniero de derribos me dijo que él no tenía nada contra los
okupas, pero que, sintiéndolo mucho, iban a dinamitar el edificio.
«Debe de haber un error», dije. Todos los capítulos de mi vida
empiezan con esa frase. Corrí escaleras abajo hasta el despacho del
administrador de fincas para buscar a Laura. Cuanto había era una
percha y medio palmo de polvo. Subí a casa de don Florián.
Cincuenta muñecas sin ojos se pudrían en las tinieblas. Recorrí el
edificio en busca de algún vecino. Pasillos de silencio se apilaban
debajo de escombros. «Esta finca está clausurada desde 1939, joven
—me informó el ingeniero—. La bomba que mató a los ocupantes
dañó la estructura sin remedio.» Tuvimos unas palabras. Creo que
lo empujé escaleras abajo. Esta vez, el juez se despachó a gusto.
Los antiguos compañeros me habían guardado la litera: «Total,
siempre vuelves.» Hernán, el de la biblioteca, me encontró el
recorte con la noticia del bombardeo. En la foto, los cuerpos están
alineados en cajas de pino, desfigurados por la metralla pero
reconocibles. Un sudario de sangre se esparce sobre los adoquines.
Laura viste de blanco, las manos sobre el pecho abierto. Han pasado
ya dos años, pero en la cárcel se vive o se muere de recuerdos. Los
guardias de la prisión se creen muy listos, pero ella sabe burlar
los controles. A medianoche, sus labios me despiertan. Me trae
recuerdos de don Florián y los demás. «Me querrás siempre,
¿verdad?», pregunta mi Laura. Y yo le digo que sí.
La ciudad de vapor, 2020.
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