Entró
en el cuarto de estar, con la carpeta de la música golpeándole
contra las piernas con medias de invierno y el otro brazo caído por
el contrapeso de los libros de clase; se quedó quieta un momento
escuchando los sonidos que venían del estudio. Una procesión suave
de acordes de piano y el afinar de un violín. Luego el señor
Bilderbach la llamó con su voz gutural y pastosa:
—¿Eres
tú, Bienchen?
Al
tirar de sus mitones vio que sus dedos se contraían con los
movimientos de la fuga que había estado estudiando esa mañana.
—Sí
—contestó—. Soy yo.
—Un
momento.
Se
oía hablar al señor Lafkowitz; sus palabras se devanaban en un
murmullo sedoso e ininteligible. Una voz casi de mujer, pensó,
comparada con la del señor Bilderbach. La inquietud dispersó su
atención. Manoseó el libro de geometría y
Le
Voyage de Monsieur Perrichon
antes
de dejarlos sobre la mesa. Se sentó en el sofá y empezó a sacar de
la carpeta sus papeles de música. Se miró otra vez las manos, los
tendones palpitantes que bajaban tensos de los nudillos, la herida de
un dedo enfundada en una cintita enrollada y sucia. Al verla, se
agudizó el miedo que le había empezado a atormentar en los últimos
meses.
En
voz baja se murmuró a sí misma unas palabras de aliento. Una buena
lección, como antes. Cerró los labios cuando oyó el ruido pesado
de los pasos del señor Bilderbach atravesando el suelo del estudio y
el crujido de la puerta al abrirse.
Por
un momento tuvo la extraña sensación de que durante los quince años
de su vida, la mayor parte del tiempo se la había pasado mirando el
rostro y los hombros que sobresalían ahora por detrás de la puerta,
en un silencio que sólo rompía el pellizcar asordinado y ausente de
una cuerda de violín. El señor Bilderbach. Su profesor, el señor
Bilderbach. Los ojos vivos detrás de las gafas con cerco de concha,
el pelo suave y claro, y, debajo, la cara estrecha; los labios
gruesos y cerrados con suavidad, el de abajo rosa y brillante de
mordérselo con los dientes; las venas bifurcadas en las sienes
latiendo tan claramente que se las podía ver desde el otro lado de
la habitación.
—¿No
has venido un poco temprano? —le preguntó echando una mirada al
reloj de la chimenea, que, desde hacía un mes, señalaba las doce y
cinco—. Ahí está Josef. Estamos mirando una sonatina de uno que
él conoce.
—Muy
bien —dijo ella tratando de sonreír—. La escucharé.
Le
parecía ver sus dedos hundiéndose impotentes en una confusión de
teclas de piano. Se sintió cansada, sintió que si él la seguía
mirando mucho rato le temblarían las manos.
Él
se quedó indeciso en mitad de la habitación. Apretó los dientes
con fuerza en el labio inferior, hinchado y brillante.
—¿Tienes
hambre, Bienchen? —preguntó—. Hay un poco de pastel de manzana
que ha hecho Anna, y leche.
—Esperaré
a después —dijo ella—. Gracias.
—Cuando
termines de dar una clase muy buena, ¿eh? —Su sonrisa pareció
desmigarse por las comisuras.
Se
oyó un ruido detrás de él en el estudio y el señor Lafkowitz
empujó la otra hoja de la puerta y se quedó quieto a su lado.
—¿Qué
hay, Frances? —dijo sonriendo—. Y ¿qué tal va el trabajo?
Sin
quererlo, el señor Lafkowitz la hacía siempre sentirse sin gracia,
desgarbada. Era un hombre pequeñito, de aspecto fatigado cuando no
sostenía el violín. Las cejas se curvaban muy altas sobre su cara
cetrina de judío, como preguntando algo, pero los párpados se
cerraban lánguidos e indiferentes. Hoy tenía un aire distraído. Le
miró entrar en la habitación sin propósito visible, sosteniendo el
arco con incrustaciones de nácar entre sus dedos tranquilos y
haciendo pasar las crines blancas por el pedazo de resina. Hoy tenía
los ojos como hendiduras agudas y brillantes y el pañuelo de hilo
que le asomaba por el cuello oscurecía sus ojeras.
—Supongo
que estás trabajando mucho ahora —sonrió el señor Lafkowitz,
aunque ella no había contestado a su pregunta.
Ella
miró al señor Bilderbach y él se volvió. Sus hombros pesados
empujaron la puerta abriéndola y el último sol de la tarde entró
por la ventana del estudio, una línea amarilla por el cuarto de
estar polvoriento. Detrás de su profesor podía ver el largo piano
agazapado, la ventana y el busto de Brahms.
—No
—contestó ella a Lafkowitz—, lo estoy haciendo muy mal. —Sus
dedos delgados aletearon por las hojas de música—. No sé lo que
me pasa —dijo mirando la espalda musculosa e inclinada del señor
Bilderbach, que estaba en tensión escuchando.
El
señor Lafkowitz sonrió.
—Me
parece que hay veces que uno…
Sonó
en el piano un acorde duro.
—¿No
cree que sería mejor que siguiéramos con esto? —preguntó el
señor Bilderbach.
—En
seguida —dijo Lafkowitz dándole al arco otra pasada antes de
dirigirse a la puerta. Pudo verle recoger su violín de encima del
piano. Él la vio y bajó el instrumento—. ¿Has visto el retrato
de Heime?
Sus
dedos se agarraron con fuerza a los bordes agudos de la carpeta.
—¿Qué
retrato? —preguntó.
—Uno
de Heime en el
Musical
Courier
que
está ahí en la mesa. Detrás de la cubierta.
Empezó
la sonatina. Discordante, pero de todas maneras sencilla. Vacía,
pero con un estilo propio bien cortado. Frances tomó la revista y la
abrió.
Ahí
estaba Heime, en el ángulo de la izquierda. Sostenía el violín con
los dedos curvados hacia abajo sobre las cuerdas, para el
pizzicato.
Con sus pantalones bombachos oscuros sujetos con cuidado bajo las
rodillas y un jersey de cuello alto. Era una foto mala. Aunque estaba
de perfil, sus ojos se volvían hacia el fotógrafo y parecía que el
dedo iba a equivocarse de cuerda. Parecía sufrir de tenerse que
volver hacia el aparato fotográfico. Estaba más delgado (la tripa
ya no le sobresalía), pero no había cambiado mucho en estos seis
meses. «Heime Israelsky, joven violinista de talento, fotografiado
mientras ensaya en el estudio de su profesor en Riverside Drive. El
joven maestro Israelsky, que pronto cumplirá quince años, ha sido
invitado a tocar el
Concierto
de
Beethoven…»
A
ella, esa mañana, después de estudiar de seis a ocho, su padre la
había hecho sentarse con la familia a desayunar. Odiaba el desayuno;
luego se quedaba como marcada. Prefería esperar y comprarse cuatro
barras de chocolate con sus veinte centavos del almuerzo y comérselas
durante la clase, sacándolas a pedacitos del bolsillo, debajo del
pañuelo, y parándose en seco cada vez que el papel de plata hacía
ruido. Pero aquella mañana su padre le había puesto un huevo frito
en el plato, y sabía que, si se rompía y el amarillo viscoso se
escurría sobre el blanco, lloraría. Y había pasado eso. Esa
sensación le venía también ahora. Dejó otra vez la revista con
cuidado y cerró los ojos.
La
música del estudio parecía buscar violentamente y sin gracia
ninguna algo que no se podía lograr. Un momento después sus
pensamientos se alejaron de Heime y el concierto y la foto, y
revolotearon otra vez en torno a la lección. Se tumbó en el sofá
hasta que pudo ver bien el estudio: los dos tocando, escudriñando
las anotaciones sobre el piano, sacando con afán todo lo que estaba
allí escrito.
No
podía olvidar el recuerdo de la cara del señor Bilderbach cuando la
había mirado un rato antes. Sus manos, que todavía se crispaban
inconscientemente con los movimientos de la fuga, se agarraban a sus
rodillas huesudas. Cansada, eso es lo que estaba. Y con aquella
sensación de hundirse y disolverse en ondas, como la que le venía
tan a menudo antes de echarse a dormir por la noche cuando había
estudiado demasiado. Como aquellos medio sueños fatigosos que
zumbaban y la arrastraban en sus torbellinos.
Una
niña prodigio,
Wunderkind,
Wunderkind.
Las sílabas le venían rodando a la manera alemana, le golpeaban
contra los oídos y luego se hacían un murmullo. Y con los rostros
girando, hinchándose hasta la distorsión, achicándose en pálidas
burbujas. El señor Bilderbach, la señora Bilderbach, Heime, el
señor Lafkowitz. Dando vueltas y más vueltas en círculo en torno
al gutural
Wunderkind.
Y el señor Bilderbach, enorme en mitad del círculo, su rostro
apremiante, y todos los demás a su alrededor.
Frases
musicales balanceándose locamente. Notas que había tocado cayendo
unas sobre otras como un puñado de canicas escaleras abajo. Bach,
Debussy, Prokofiev, Brahms… llevando el compás grotescamente con
el último latido de su cuerpo cansado y el círculo zumbante.
Algunas
veces, cuando no había estudiado más de tres horas, o no había ido
al instituto, los sueños no eran tan confusos. La música se
remontaba con claridad en su cabeza y volvían pequeños recuerdos,
rápidos
y precisos, claros como esa ñoña estampita,
La
edad de la inocencia,
que Heime le había dado al terminar el concierto en que tocaron
juntos.
Wunderkind,
Wunderkind.
Esto era lo que el señor Bilderbach la había llamado cuando, a los
doce años, fue a su estudio por primera vez. Los alumnos mayores lo
habían repetido.
No
que el señor Bilderbach se lo hubiera dicho nunca a ella.
«Bienchen…» (Ella tenía un nombre corriente, pero él lo usaba
solamente cuando cometía equivocaciones muy grandes.) «Bienchen»,
solía decir. «Sé que debe de ser terrible llevar todo el tiempo
una cabeza tan cargada. Pobre Bienchen…»
El
padre del señor Bilderbach fue un violinista holandés. Su madre era
de Praga. Él había nacido en esa ciudad y había pasado su juventud
en Alemania. ¡Cuántas veces había deseado ella no haber nacido y
haberse criado simplemente en Cincinnati! «¿Cómo se dice
queso
en
alemán?, señor Bilderbach.» «¿Cómo es en holandés
no
lo entiendo?»
El
primer día vino ella al estudio. Tocó toda la
Rapsodia
húngaran.°
2 de memoria. El cuarto ensombreciéndose con el crepúsculo. El
rostro del señor Bilderbach al encorvarse sobre el piano.
—Ahora
empezaremos todo otra vez —dijo aquel primer día—. Esto; tocar
música, es algo más que una maña. Que los dedos de una niña de
doce años cubran tantas teclas en un segundo, no quiere decir nada.
—Se golpeó con su mano grandota el pecho ancho y la frente—:
Aquí y aquí. Eres lo bastante mayor para entenderlo. —Encendió
un cigarrillo y le sopló bromeando el humo sobre la cabeza—.
Trabajar, trabajar, trabajar. Vamos a empezar ahora con estas
Invenciones
de
Bach y estas piezas de Schumann. —Se movieron otra vez sus manos,
ahora para tirar de la cadenilla de la lámpara que estaba detrás de
ella y señalar la música—. Te voy a enseñar cómo quiero que
estudies esto. Escucha con atención.
Había
estado al piano casi tres horas y se sentía muy cansada. La voz
honda del señor Bilderbach sonaba como si vagase dentro de ella
desde hacía mucho tiempo. Quería alcanzar y tocar sus dedos
flexibles y musculosos que señalaban las frases; quería sentir el
anillo fulgurante y su mano velluda y fuerte.
Tenía
clase los martes después del instituto y los sábados por la tarde.
Muchas veces se quedaba después de terminar la lección del sábado
y cenaba y dormía con ellos y a la mañana siguiente tomaba el
tranvía para su casa. La señora Bilderbach la quería a su manera
tranquila, casi en silencio. Era muy diferente de su marido. Era
pacífica, gorda y lenta. Cuando no estaba en la cocina haciendo
alguno de los ricos platos que a los dos les gustaban tanto, parecía
pasarse todo el tiempo arriba, en su cama, leyendo revistas o,
simplemente, mirando a la nada con una semisonrisa. Cuando se casaron
en Alemania, ella se dedicaba a cantar
lieder.
Ya no volvió a cantar (decía que era por la garganta). Cuando el
señor Bilderbach iba a la cocina a llamarla para que escuchara a un
alumno, sonreía siempre y decía que estaba
gut,
muy
gut.
Cuando
Frances tenía trece años, se le ocurrió un día que los Bilderbach
no tenían hijos. Le pareció extraño. Una vez estaba con la señora
Bilderbach en la cocina cuando llegó del estudio él, en tensión,
furioso contra algún alumno que le fastidiaba. Ella siguió batiendo
la sopa espesa, hasta que el señor Bilderbach, con su mano, como a
tientas, se apoyó en su hombro. Entonces se volvió, con aire
plácido, mientras él la abrazaba y escondía su cara seca en la
carne blanca y sin nervios de su cuello. Así estuvieron sin moverse.
Luego él levantó bruscamente la cara, en la que la ira se había
cambiado en una tranquila falta de expresión, y volvió a su
estudio.
Desde
que había empezado con el señor Bilderbach, no tenía tiempo de ver
a la gente del colegio, y Heime había sido el único amigo de su
edad. Era alumno del señor Lafkowitz y venía con él a casa del
señor Bilderbach las tardes en que ella estaba allí. Oían tocar a
sus profesores y, a veces, también ellos dos hacían juntos música
de cámara, sonatas de Mozart o Bloch.
Wunderkind,
Wunderkind.
Heime
era un «niño prodigio». Él y ella luego.
Heime
tocaba el violín desde los cuatro años. No tenía que ir al
colegio, el hermano del señor Lafkowitz, que era tullido, le
enseñaba por las tardes geometría, la historia de Europa y los
verbos franceses. A los trece años tenía una técnica como el mejor
violinista de Cincinnati, todo el mundo lo decía. Pero tocar el
violín debe ser más fácil que el piano. Estaba segura de que lo
era.
Heime
parecía oler siempre a pantalones de pana, a la comida que había
tomado y a resina. Casi siempre, también, tenía las manos sucias
alrededor de los nudillos y los puños de la camisa le salían
grisáceos por las mangas del jersey. Ella le miraba siempre las
manos cuando tocaba: flacas solamente en las articulaciones, con
duras burbujitas de carne rebosando encima de las uñas raspadas, y
el pliegue, tan niño, que se le notaba en la muñeca arqueada.
Lo
mismo dormida que despierta, podía recordar el concierto sólo en
una nebulosa. No supo hasta algunos meses después que ella no había
tenido éxito. Era verdad que los periódicos habían alabado a Heime
más que a ella. Pero él era más pequeño. Cuando estaban de pie,
juntos, en el escenario, él le llegaba sólo a los hombros. Y eso
para la gente hacía mucho, ya se sabe. También había aquello de la
sonata que tocaron juntos. La de Bloch.
—No,
no. No creo que esto sea lo apropiado —había dicho el señor
Bilderbach cuando sugirieron lo de Bloch para finalizar el
concierto—. Mejor eso de John Powell, la
Sonata
virginalesca.
Ella
no lo había comprendido entonces; quería que fuera la de Bloch,
igual que el señor Lafkowitz y Heime.
El
señor Bilderbach había cedido. Después, cuando en las reseñas
dijeron que le faltaba temperamento para esa clase de música,
después que llamaron a su manera de tocar floja y sin sentimiento,
se sintió defraudada.
—Eso
de
oi-oi—dijo
el señor Bilderbach dándole con los periódicos— no es para ti,
Bienchen. Deja eso para los Heime, los
witzesy
los
eskis.
Una
niña prodigio. No importaba qué dijeran los periódicos; eso era lo
que él la había llamado. ¿Por qué Heime lo había hecho mucho
mejor que ella en el concierto? En el colegio, a veces, cuando
debería estar mirando al que resolvía el problema de geometría en
la pizarra, la pregunta se revolvía como un cuchillo dentro de ella.
Pensaba en ello en la cama y, a veces, hasta cuando debería estar
concentrada en el piano. No era culpa de Bloch ni de que ella no
fuera judía; no del todo, por lo menos. ¿Sería que Heime no tenía
que ir al colegio y había empezado a tocar tan pequeño? ¿Sería…?
Por
fin pensó que ya sabía el porqué.
—Toca
la
Fantasía
y fuga
—le
había dicho el señor Bilderbach una tarde hacía un año, después
de que él y el señor Lafkowitz habían terminado de leer algo de
música juntos.
Mientras
tocaba, le pareció que Bach le salía bien. Con el rabillo del ojo
podía ver la expresión tranquila y contenta del rostro del señor
Bilderbach, podía verle levantar las manos de los brazos de la silla
en los momentos culminantes y luego dejarlas caer satisfechas, cuando
los puntos cumbres de las frases habían salido bien. Ella se levantó
del piano al terminar la pieza, tragando como para aflojar las
ligaduras que la música parecía haberle atado alrededor de la
garganta y del pecho. Pero…
—Frances
—había dicho entonces el señor Lafkowitz, mirándola de pronto
con una curva en su boca fina y sus ojos casi cubiertos por sus
pestañas delicadas—. ¿Sabes cuántos hijos tenía Bach?
Ella
se volvió intrigada:
—Muchos,
veintitantos…
—Bien,
entonces… —los bordes de su sonrisa se marcaban suavemente en su
cara pálida—. Entonces… no podía ser tan frío.
Al
señor Bilderbach esto no le gustó; su refulgencia gutural de
palabras alemanas parecía dejar oír
Kind
en
alguna parte. El señor Lafkowitz levantó las cejas. Ella se había
dado cuenta, pero quiso guardar un rostro inexperto y sin expresión
porque era como al señor Bilderbach le gustaba verla.
Pero
estas cosas no tenían nada que ver. No importaban mucho por lo
menos, porque ya se haría mayor. El señor Bilderbach lo comprendía
y, después de todo, tampoco el señor Lafkowitz había dicho en
serio lo que dijo.
En
sus sueños, el rostro del señor Bilderbach se ensanchaba y se
contraía en el centro de un círculo en torbellino, los labios
alzándose suavemente, las sienes insistiendo.
Pero,
a veces, antes de dormirse, había recuerdos tan claros como cuando
se remetió un agujero que tenía en la media para que lo tapara el
zapato.
—¡Bienchen,
Bienchen! —Y el traer la señora Bilderbach la cesta de la costura
enseñándole cómo se zurcía y no eso de apretarlo todo en un
montón arrebujado.
Y
cuando se examinó de grado medio en el instituto: «¿Qué te vas a
poner?», le preguntó la señora Bilderbach el domingo por la
mañana, durante el desayuno, cuando ella les contó cómo habían
ensayado la entrada en el salón de actos.
—Un
traje de noche que se puso el año pasado mi prima.
—¡Ay,
Bienchen! —dijo él dando vueltas con sus pesadas manos a la taza
de café, mirándola, con pliegues alrededor de sus ojos risueños—.
Apuesto a que sé lo que quiere Bienchen…
Él
insistió. No le creyó cuando ella le dijo que, de verdad, no le
importaba nada.
—Así,
Anna —dijo, empujando la servilleta al otro lado de la
mesa.
Y cruzó la habitación con andares afectados, moviendo las caderas y
girando los ojos detrás de las gafas de concha.
El
sábado siguiente por la tarde, después de la clase, se la llevó a
los almacenes de la ciudad. Sus dedos gruesos acariciaban los tejidos
finos y los organdíes crujientes que las dependientas sacaban de sus
perchas. Le ponía los colores junto a la cara, torciendo la cabeza a
un lado, y escogió el rosa. También se acordó de los zapatos.
Prefirió unos zapatos blancos de niña. A ella le parecieron un poco
de señora vieja, y la etiqueta con la cruz roja en el talón les
daba un aire de beneficencia. Pero no importaba. Cuando la señora
Bilderbach empezó a acortarlo y a sujetarlo con alfileres, el señor
Bilderbach interrumpió la clase para verlo y sugerir fruncidos en
las caderas y en el cuello y una rosa de fantasía en el hombro. La
música iba saliendo bien. Los trajes y la fiesta de fin de curso y
demás no cambiaban nada.
Nada
importaba mucho, excepto tocar la música como había que tocarla,
haciendo salir lo que tenía dentro, tocando y tocando, hasta que el
rostro del señor Bilderbach perdiera algo de su mirada apremiante.
Poniendo en la música lo que ponían Myra Hess, Yehudi Menuhin…
¡Incluso Heime!
¿Qué
le había empezado a pasar en los últimos cuatro meses? Las notas
comenzaban a salir con una entonación muerta y rota. La
adolescencia, pensó. Algunos niños prometen tocando y tocan y tocan
hasta que, como ella, cualquier bobada les hace llorar. Y se cansan
queriendo sacarlo bien, y están anhelando algo; algo extraño iba a
pasar. ¡Pero ella no! Ella era como Heime. Tenía que serlo. Ella…
En
otro tiempo, era seguro que tenía ese don. Y esas cosas no se
pierden.
Wunderkind…
Wunderkind…,
había dicho de ella el señor Bilderbach, arrastrando las palabras a
la segura y profunda manera alemana. Y en los sueños más
profundamente aún, más cierta que nunca. Con su cara como un
espejismo ante ella, y las anhelantes frases musicales mezcladas en
el zumbante girar y girar.
Wunderkind,Wunderkind…
Aquella
tarde, el señor Bilderbach no acompañó al señor Lafkowitz hasta
la puerta, como de costumbre. Se quedó en el piano, apretando con
suavidad una nota solitaria. Escuchando, Frances mira al violinista
enrollarse la bufanda alrededor de la garganta pálida.
—Una
buena fotografía de Heime —dijo ella cogiendo sus papeles de
música—. Me escribió una carta hace un par de meses contándome
que había oído a Schnabel y a Hubermann, y sobre el Carnegie Hall y
lo que se come en la sala de té rusa.
Para
retrasar un poco más su entrada en el estudio, esperó hasta que el
señor Lafkowitz se dispuso a marchar y se quedó detrás de él
hasta que abrió la puerta. El frío helado de fuera entró cortante
en la habitación. Se hacía tarde y el aire estaba teñido del
amarillo pálido del atardecer del crepúsculo invernal. Al girar la
puerta en los goznes, la casa parecía más oscura y más silenciosa
que nunca.
Cuando
ella entró en el estudio, el señor Bilderbach se levantó del piano
y, en silencio, la miró sentarse al teclado.
—Bueno,
Bienchen —dijo—. Esta tarde vamos a empezar otra vez de nuevo.
Desde el principio. Olvida estos últimos meses.
Parecía
como si tratara de representar un papel en una película. Balanceaba
su cuerpo sólido y se frotaba las manos, y hasta sonrió de una
manera satisfecha, cinematográfica. Luego, de pronto, dejó esta
actitud de manera brusca. Dejó caer sus hombros pesados y empezó a
mirar el montón de música que ella había traído.
—Bach…
no, todavía no, no —murmuró—. ¿Beethoven? Sí, la
Sonata
con variaciones,
op. 26.
—Las
teclas del piano la aprisionaban, tiesas y blancas como muertas.
—Espera
un momento —dijo él. Estaba de pie, en la curva del piano, apoyado
de codos, mirándola—. Hoy espero algo de ti. Esta sonata es la
primera sonata de Beethoven que estudiaste. No te falla ni una sola
nota técnicamente; no tienes que preocuparte más que de la música.
Eso es todo lo que tienes que pensar.
Recorrió
las páginas del tomo hasta que encontró dónde estaba. Luego empujó
su silla hasta la mitad de la habitación, le dio la vuelta y se
sentó a horcajadas, apoyándose en el respaldo.
Por
alguna razón, ella sabía que esta postura de él tenía un buen
efecto en su actuación. Pero sentía que hoy iba a verle con el
rabillo del ojo y que se distraería. El señor Bilderbach estaba
sentado, tieso, con las piernas en tensión. El pesado libro parecía
balancearse peligrosamente sobre el respaldo de la silla. «Vamos
ya», dijo él lanzando un disparo de sus ojos hacia ella.
Ella
curvó las manos sobre las teclas y luego las hundió. Las primeras
notas fueron demasiado fuertes, las otras frases siguieron secas. El
señor Bilderbach levantó la mano de la música:
—Espera;
piensa un momento en lo que estás tocando. ¿Cómo está marcado
este principio?
—An…andante.
—Muy
bien. No lo hagas un adagio entonces. Y toca bien en las notas. No
las arrastres por encima de esa manera. A ver. Un andante gracioso y
expresivo.
Probó
otra vez. Sus manos parecían estar separadas de la música que había
dentro de ella.
—Escucha
—interrumpió él—. ¿Cuál de estas variaciones domina el
conjunto?
—La
marcha fúnebre.
—Prepárate
entonces para ella. Esto es un andante, pero no una pieza de salón
según tú la has tocado. Empieza suavemente, piano, y no hagas el
crescendo
hasta
llegar al arpegio. Hazlo cálido y dramático. Y aquí abajo, donde
pone
dolce,
haz cantar a la melodía. Sabes ya todo eso. Ya lo hemos visto todo.
Ahora tócalo. Siéntelo como Beethoven lo escribió. Siente esa
tragedia y contención.
No
podía dejar de mirarle a las manos. Parecían posarse
intencionadamente en la música, dispuestas a levantarse en señal de
parada tan pronto como ella empezara, con el brillo de su sortija
avisándole el alto.
—Señor
Bilderbach, puede ser que si yo…, si usted me dejara tocar la
primera variación sin pararme, lo haría mejor.
—No
te interrumpiré —dijo él.
Agachó
demasiado su cara pálida sobre las teclas. Tocó la primera parte y,
obedeciendo a una señal de él, empezó la segunda. No había faltas
que le molestaran, pero las frases salían de sus dedos antes de que
pudiera poner en ellas lo que sentía que quería decir.
Cuando
terminó, él levantó la vista de la música y empezó a hablar con
calma gris:
—No
he oído casi esos acordes de la mano derecha. Y, por cierto, esta
parte tendría que ir creciendo en intensidad, desarrollando los
temas que tenían que haberse destacado en la primera parte. En fin,
pasa a la siguiente.
Quería
empezar con una tristeza contenida, para ir llegando paulatinamente a
una expresión de dolor hondo, desbordante. Eso era lo que le decía
la cabeza. Pero las manos parecían pegársele a las teclas como
macarrones blandos y no podía imaginar cómo tenía que ser la
música.
Cuando
cesó de resonar la última nota, el señor Bilderbach cerró el
libro y se levantó de la silla poco a poco. Movía la mandíbula
inferior de un lado a otro y entre sus labios abiertos se podía ver
la pequeña línea roja de la garganta y sus dientes amarillos de
tabaco. Dejó el libro de Beethoven sobre el montón de música y
apoyó los codos otra vez en el piano negro y suave.
—No
—dijo sencillamente, mirándola.
La
boca de ella empezó a temblar.
—No
puedo remediarlo. Yo…
Repentinamente,
él se sonrió.
—Escucha,
Bienchen —empezó con una voz suave, forzada—. ¿Tocas todavía
El
herrero armonioso,
no? Te dije que no lo quitaras de tu repertorio.
—Sí
—dijo ella—, lo toco de vez en cuando.
Era
la voz que él usaba con los niños.
—¿Te
acuerdas? Fue de las primeras cosas que tocamos juntos. Lo solías
tocar muy fuerte, como si fueras de verdad la hija de un herrero. Ya
ves, Bienchen, te conozco tan bien… como si fueras mi propia hija.
Sé lo que tienes. Te he oído tocar tan bien… Solías tocar…
Se
paró sin saber qué decir y chupó la colilla pulposa de su
cigarrillo. El humo salía como adormecido de los rosados labios de
él y se enredaba en una niebla gris por los lisos cabellos y la
frente infantil de Frances.
—Hazlo
sencillo y alegre —dijo él encendiendo la lámpara detrás de ella
y alejándose del piano. Se quedó un momento dentro del círculo
brillante que hacía la luz. Luego, impulsivamente, se puso casi en
cuclillas—. Vigoroso —dijo.
No
podía dejar de mirarle, sentado en un talón con el otro pie delante
de él para guardar el equilibrio, los músculos de sus fuertes
muslos en tensión bajo la tela de los pantalones, la espalda
derecha, los codos apoyados sólidamente en las rodillas.
—Ahora,
sencillamente —repitió con un gesto de sus manos carnosas—,
piensa en el herrero, trabajando todo el día al sol. Trabajando
tranquilo y sin que le molesten.
Ella
no podía mirar al piano. La luz le iluminaba el vello de sus manos
extendidas y hacía brillar los cristales de sus gafas.
—¡Todo
seguido! —ordenó él—. ¡Vamos ya!
Sintió
que la médula de sus huesos se vaciaba y que no le quedaba sangre
dentro. El corazón, que toda la tarde le había golpeado contra el
pecho, lo sintió muerto, lo vio gris, blando y encogido por los
bordes como una ostra.
El
rostro del señor Bilderbach parecía vibrar en el espacio delante de
ella, acercarse al ritmo de las sacudidas de las venas de sus sienes.
Evasivamente ella miró al piano. Sus labios temblaban como jalea y
una oleada de lágrimas silenciosas hizo que las teclas blancas se le
empañaran con una línea aguanosa.
—No
puedo —murmuró—. No sé por qué, pero no puedo. No puedo más.
El
cuerpo tenso del señor Bilderbach se relajó y poniéndose la mano
en el costado se levantó. Ella recogió su música y le pasó por
delante corriendo.
Su
abrigo. Los mitones. Los chanclos. Los libros del colegio y la
cartera que él le había regalado en su cumpleaños. Todo lo que en
el cuarto silencioso era suyo. Deprisa, antes de que él hablara.
Al
atravesar el vestíbulo no pudo dejar de ver sus manos, colgando del
cuerpo, que se apoyaba contra la puerta del estudio, relajado y sin
designio. Cerró la puerta con fuerza. Con los libros y la cartera a
rastras, bajó tropezándose por las escaleras de piedra, se equivocó
de dirección al salir, corrió por la calle que se había vuelto una
confusión de ruidos y bicicletas y juegos de otros niños.
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