Las circunstancias extremas te
hacen cuestionar principios que creías inmutables.
Sorprendentemente, son aquellos más inofensivos los que adquieren
cierta transcendencia. Efectivamente; ha sido ahora, encaramado en la
rama más alta de este árbol enclenque, preguntándome si hoy voy a
morir o no, cuando he recordado irónicamente que, de pequeño yo
siempre fui de Tom más que de Jerry, de Itchy más que de Scratchy,
en su versión más actual, de Silvestre más que del puto pájaro
amarillo ese de Piolín, y por supuesto, mucho más del Coyote que
del Correcaminos. Sin duda, si había algo que aborrecía en mi
condición de preadolescente, era ese bicho inútil que solo corría.
Si existía algún motor, alguna tensión narrativa que me impulsaba
a mantenerme en la silla frente al televisor, hasta el final de cada
episodio, no era otro que la secreta esperanza de una resolución
satisfactoria del conflicto, en forma de caza y banquete, que una y
otra vez frustraban los dibujantes: que el jodido ratón y el mierda
de pajarraco ese fueran por fin capturados y devorados por sus
sufridos perseguidores, era un sueño de justicia sádica que
esperaba presenciar más pronto que tarde.
Paradójicamente, desde esta
rama, que ya empieza a quebrarse, viendo cómo se relame el tigre que
paciente espera allá abajo, temo la ironía del destino y me
pregunto qué habría hecho el Correcaminos en mi situación. No soy
ilustrador para escribir otro final. En realidad, siempre supe que la
vida no son dibujos animados.
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