No es fácil verlo. Puede
ocurrir que, durante una siesta imprevista, te despierte el peso de
una mirada que te observa, pero en el momento de restregarte los
párpados, la aparición ya se ha desvanecido. O mientras te cepillas
los dientes, sorprendes en el espejo una sombra que se escabulle por
el pasillo, silenciosamente. O la cristalera que se abre al jardín
refleja una imagen, que desaparece cuando das media vuelta. "¿Lo
viste?", preguntas a Silvia. Ella te interroga con la mirada,
alzando los ojos de la revista que ojea. "Nada" te
apresuras a decir, porque no quieres asustarla y tienes que fingir
que no crees en espectros, aunque desde que os instalasteis en la
casa te visita a menudo aquella presencia huidiza.
En la inmobiliaria ya os
advirtieron de que el edificio, restaurado a conciencia, era
centenario. ¡Pero no mencionaron que rondaba una alma en pena! De
las breves apariciones, has ido componiendo una imagen fragmentada
-como las teselas de un mosaico- pero cada día más completa:
dirías que es alto y bronceado, y esto en principio te desconcierta,
porque la tradición los tiende a presentar decrépitos y pálidos;
siempre se viste con elegancia que creías reservada a los mortales,
e incluso se permite la excentridad de llevar sombrero; se mueve con
discreción pero con aplomo, y cuando se sabe descubierto prefiere
marcharse con unas largas y dignas zancadas antes que escapar a la
carrera.
No es que te asuste, pero te
molesta intuir que deambula como si estuviera en su casa, insolente.
Y te lo imaginas fisgando en tus cosas, interfiriendo en los momentos
de intimidad con Silvia, vigilándote. "Esto no puede seguir
así", piensas.
Una tarde, sales del trabajo
temprano, y cuando llegas a casa encuentras en el perchero del
recibidor un sombrero familiar. Lo palpas esperando que los dedos lo
traspasen, pero el sombrero es de una solidez incuestionable, como
también lo es el cuerpo sudoroso que en el dormitorio se agita sobre
Silvia.
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