A orillas del seco mar marciano se alzaba un pequeño pueblo blanco,
silencioso y desierto. No había nadie en las calles. Unas luces
solitarias brillaban todo el día en los edificios. Las puertas de
las tiendas estaban abiertas de par en par, como si la gente hubiera
salido rápidamente sin cerrar con llave. Las revistas traídas de la
Tierra hacía ya un mes en el cohete plateado, aleteaban al viento,
intactas, ennegreciéndose en los estantes de alambre frente a las
droguerías.
El pueblo estaba muerto; las camas vacías y heladas.
Sólo se oía el zumbido de las líneas eléctricas y de las dinamos
automáticas, todavía vivas. El agua desbordaba en bañeras
olvidadas, corría por habitaciones y porches, y nutría las flores
descuidadas de los jardines. En los teatros a oscuras, las gomas de
mascar que aún conservaban las marcas de los dientes se endurecían
debajo de los asientos.
Más allá del pueblo había una pista de cohetes.
Allí donde la última nave se había elevado entre llamaradas hacia
la Tierra, se podía respirar aún el olor penetrante del suelo
calcinado. Si se ponía una moneda en el telescopio y se apuntaba
hacia el cielo, quizá pudieran verse las peripecias de la guerra
terrestre. Quizá pudiera verse cómo estallaba Nueva York. Quizá
pudiera verse la ciudad de Londres, cubierta por una nueva especie de
niebla. Quizá pudiera comprenderse, entonces, por qué habían
abandonado este pueblecito marciano. La evacuación, ¿había sido
muy rápida? Bastaba entrar en una tienda cualquiera y apretar la
tecla de la caja registradora. Los cajones asomaban tintineando con
monedas brillantes. La guerra terrestre era sin duda algo terrible.
Por las desiertas avenidas del pueblo, silbando
suavemente y empujando a puntapiés, con profunda atención, una lata
vacía, avanzó un hombre alto y flaco. Los ojos le brillaban con una
mirada oscura, mansa y solitaria. Movía las manos huesudas dentro de
los bolsillos, repletos de monedas nuevas. De vez en cuando tiraba
alguna al suelo, riendo entre dientes, y seguía caminando, regando
todo con monedas brillantes.
Se llamaba Walter Gripp. En las lejanas colinas
azules tenía un lavadero de oro y una cabaña, y cada dos semanas
bajaba al pueblo y buscaba una mujer callada e inteligente con quien
pudiera casarse. Durante varios años había vuelto a la cabaña
decepcionado y solo. ¡Y la semana anterior había encontrado el
pueblo en este estado!
Se había sorprendido tanto que había entrado
rápidamente en una tienda de comestibles y había pedido un sándwich
triple de carne.
—¡Voy! —gritó con una servilleta en un brazo.
Se movió con rapidez, sacando de algún sitio unos
embutidos y unas rodajas de pan de la víspera, quitó el polvo de
una mesa, se invitó a sí mismo a sentarse, y comió hasta que tuvo
que buscar una droguería donde pidió bicarbonato. El droguero, el
propio Walter Gripp, se lo sirvió en seguida, con una cortesía
asombrosa.
Luego se metió en los jeans todo el dinero que pudo
encontrar, cargó un cochecito de niño con billetes de diez dólares
y se fue traqueteando por las calles del pueblo. Al llegar a los
suburbios comprendió que estaba haciendo tonterías. No necesitaba
dinero. Llevó los billetes de diez dólares a donde los había
encontrado, sacó un dólar de su propia billetera —el precio de
los sándwiches— lo metió en la caja registradora, añadiendo como
propina una moneda de veintiocho centavos.
Aquella noche disfrutó de un baño turco caliente,
un sabroso bistec adornado de setas delicadas, un jerez seco
importado, y fresas con vino. Luego se puso un traje de franela azul
y un sombrero de fieltro que se le balanceaba de un modo extraño en
la cima de la afilada cabeza. Metió una moneda en un fonógrafo
automático, que tocó Aquella mi vieja pandilla, y echó
otras veinte monedas en otros veinte fonógrafos del pueblo. Las
calles solitarias y la noche se llenaron de la música triste de
Aquella mi vieja pandilla, mientras el alto, delgado y solo,
Walter Gripp se paseaba con las manos frías en los bolsillos
acompañado por el leve crujido de un par de zapatos nuevos.
Pero todo esto había ocurrido la semana anterior.
Ahora dormía en una cómoda casa de la avenida Marte, se levantaba a
las nueve, se bañaba y recorría perezosamente el pueblo en busca de
unos huevos con jamón. Todas las mañanas congelaba una tonelada de
carne, verduras y tartas de crema de limón; cantidad suficiente para
diez años, hasta que los cohetes volvieran de la Tierra, si volvían.
Ahora, esta noche, se paseaba arriba y abajo mirando
las hermosas y sonrosadas mujeres de cera de los coloridos
escaparates. Por primera vez comprendió qué muerto estaba el
pueblo. Se sirvió un vaso de cerveza y sollozó en voz baja.
—Bueno —dijo—, estoy realmente solo.
Entró en el teatro Elite para proyectarse una
película y distraer su soledad. En el teatro vacío y hueco,
parecido a una tumba, unos espectros grises y negros se arrastraron
por la vasta pantalla. Estremeciéndose, huyó de aquel lugar
fantasmagórico.
Atravesaba deprisa una calle lateral, ya decidido a
volver a casa, cuando de pronto oyó el campanilleo de un teléfono.
Escuchó.
—En una casa está sonando un teléfono —se dijo.
Apresuró el paso.
—Alguien tendría que contestar ese teléfono
—musitó.
Se sentó ociosamente en el borde de la acera para
sacarse una piedra del zapato.
—¡Alguien! —gritó de pronto, incorporándose de
un salto—. ¡Yo! Dios mío, ¿qué me ocurre?
Miró alrededor. ¿Qué casa? Aquélla.
Corrió por el césped, subió las escaleras, entró
en la casa, bajó a un vestíbulo oscuro.
Arrebató el auricular.
—¡Hola!
Buzzzzzzzzz.
—¡Hola! ¡Hola!
Habían colgado.
—¡Hola! —gritó, y golpeó el teléfono—.
¡Idiota, estúpido! —se gritó a sí mismo—. ¡Sentado en la
acera, como un condenado idiota! —Sacudió el aparato—. ¡Suena,
suena otra vez! ¡Vamos!
No había pensado que en Marte pudiera haber otros
hombres. No había visto a nadie en toda la semana y había imaginado
que los otros pueblos estaban tan desiertos como éste.
Ahora, mirando el horrible aparato telefónico, negro
y pequeño, se estremeció de pies a cabeza. Una vasta red unía
todos los pueblos de Marte. ¿De cuál de las treinta ciudades había
venido la llamada?
No lo sabía.
Esperó. Fue a tientas hasta la cocina, descongeló
unas frambuesas, y comió desconsoladamente.
—No había nadie en el otro extremo de la línea
—murmuró—. Un poste cayó en alguna parte y el teléfono sonó
solo.
Pero ¿no había oído un clic? Alguien había
colgado, muy lejos.
Durante el resto de la noche no se movió del
vestíbulo.
—No por el teléfono —se dijo a sí mismo—. No
tengo otra cosa que hacer.
Escuchó el tictac de su reloj.
—Ella no volverá a telefonear —dijo—. No
llamará nunca más a un número que no contesta. ¡Quizás en este
momento marca otros números de otras casas del pueblo! Y aquí estoy
yo sentado… ¡Un minuto! —Se rió—. ¿Por qué estoy diciendo
«ella»? —Parpadeó—. Lo mismo podía haber sido «él».
El corazón le latió más lentamente. Se sentía
decepcionado y decaído. Le hubiera gustado tanto que fuera «ella».
Salió de la casa y se detuvo en medio de la calle a
la débil luz del alba.
Escuchó. Ningún sonido. Ni pájaros, ni coches.
Sólo el corazón que le golpeaba el pecho: un latido, una pausa, y
otra vez un latido. Escuchaba con tanta atención que le dolía la
cara. El viento soplaba gentilmente, oh, tan gentilmente sacudiéndole
los faldones de la chaqueta.
—Calla… —susurró—. Escucha.
Se balanceó moviéndose en un círculo lento,
volviendo la cabeza de una casa silenciosa a otra.
Telefoneará a otros números y luego a otros, pensó.
Ha de ser una mujer. ¿Por qué? Sólo una mujer podría estar
llamando y llamando. Un hombre no. Un hombre es más independiente.
¿He telefoneado yo a alguien? No. Ni se me ha ocurrido. Ha de ser
una mujer. ¡Tiene que ser una mujer, por Dios!
Escucha.
Lejos, bajo las estrellas, sonó un teléfono.
Walter Gripp echó a correr. Se detuvo y escuchó. La
campanilla sonaba débilmente. Corrió unos pasos más. La llamada
era ahora más clara. Se precipitó por una callejuela. ¡Más aún!
Pasó delante de seis casas, y otras seis. ¡Más y más clara!
Eligió una casa. La puerta estaba cerrada con llave.
El teléfono sonaba dentro.
—¡Maldita sea!
Gripp sacudió el picaporte.
El teléfono chilló.
Gripp lanzó una silla del porche contra la ventana
del vestíbulo y saltó detrás de la silla.
Antes de que Gripp lo tocara, el teléfono dejó de
sonar.
Walter Gripp recorrió la casa, destrozó los
espejos, arrancó los cortinajes y pateó el horno de la cocina. Al
fin, agotado, tomó la delgada guía telefónica de Marte. Cincuenta
mil nombres.
Comenzó por el primero. Amelia Ames. Llamó a su
número, en Nueva Chicago, a ciento cincuenta kilómetros, del otro
lado del mar muerto.
No contestaron.
El segundo abonado vivía en Nueva Nueva York, a ocho
mil kilómetros, más allá de las montañas azules.
No contestaron.
Llamó al tercero, al cuarto, al quinto, al sexto, al
séptimo y al octavo, con dedos temblorosos, que sostenían apenas el
receptor.
—¿Hola? —contestó una voz de mujer.
—¡Hola! ¡Hola! —le gritó Walter.
—Aquí el contestador automático —recitó la
misma voz—. La señorita Helen Arasumian no está en casa. ¿Quiere
usted dejar un mensaje para que ella lo llame? ¿Hola? Aquí el
contestador automático. La señorita Helen Arasumian no está en
casa. ¿Quiere usted dejar un mensaje?
Walter Gripp colgó el auricular.
Se quedó sentado, torciendo la boca.
Un instante después llamaba al mismo número.
—Cuando vuelva la señorita Helen Arasumian, dígale
que se vaya al diablo.
Llamó a las centrales telefónicas de Empalme Marte,
Nueva Boston, Arcacia y Ciudad Roosevelt, pues era lógico que la
gente llamara desde esos lugares. Se comunicó luego con los
ayuntamientos y las otras oficinas públicas de los pueblos.
Telefoneó a los mejores hoteles. A las mujeres les gustaba el lujo.
De pronto dejó de llamar y batió las palmas,
echándose a reír. ¡Por supuesto! Buscó en la guía telefónica y
llamó al mayor salón de belleza de la ciudad de Nueva Texas. ¡Sólo
en uno de esos diamantinos y aterciopelados salones podía
entretenerse una mujer! Allí estaría, con una capa de barro sobre
la cara o sentada bajo un secador.
El teléfono sonó. Alguien en el otro extremo de la
línea levantó el auricular.
—¿Hola? —dijo una voz de mujer.
—Si es una grabación —anunció Walter Gripp—
iré ahí y haré pedazos el lugar.
—No es una grabación —dijo la voz—. ¡Hola!
¡Hola! ¡Oh, hay alguien vivo! ¿Dónde está usted?
La mujer gritó, deleitada.
Walter Gripp casi tuvo un colapso.
—¡Usted! —dijo tambaleándose con los ojos
extraviados—. Dios santo, qué suerte, ¿cómo se llama?
—Genevieve Selsor. —La mujer sollozó en el
receptor—. ¡Oh, me siento tan contenta al escucharlo, quienquiera
que usted sea!
—Walter Gripp.
—¡Walter, hola, Walter!
—Hola, Genevieve.
—¡Walter! Qué nombre tan bonito. Walter, Walter.
—Gracias.
—¿Dónde estás, Walter?
La voz de mujer era tan dulce, tan amable y delicada…
Walter apretó el auricular contra la oreja para que ella pudiera
murmurarle dulcemente en el oído. Sintió que se le aflojaban las
piernas. Le ardían las mejillas.
—Estoy en el pueblo Marlin…
Un zumbido.
—¿Hola? —dijo Gripp.
Un zumbido.
Sacudió la horquilla. Nada.
En alguna parte el viento había derribado un poste.
Genevieve Selsor había llegado y había desaparecido con idéntica
rapidez.
Gripp llamó de nuevo, pero la línea estaba muerta.
—De todos modos ya sé dónde encontrarla.
Salió corriendo de la casa. Sacó del garaje del
desconocido, marcha atrás, el coche-escarabajo. El sol se elevaba en
el cielo cuando cargó en el asiento de atrás la comida que había
en la casa, y partió carretera abajo a ciento veinte kilómetros por
hora, hacia la ciudad de Nueva Texas. «Mil quinientos kilómetros
—pensó—. Genevieve Selsor, no te muevas, ¡muy pronto tendrás
noticias mías!»
Fuera del pueblo tocó la bocina en todas las vueltas
del camino. A la puesta del sol, después de una jornada agotadora en
el volante, se detuvo al borde del camino, se sacó los zapatos, se
tumbó en el asiento y deslizó el sombrero gris sobre los ojos
fatigados. Sopló el viento, y las estrellas brillaron suavemente
sobre él en el nuevo crepúsculo. Alrededor se elevaban las
milenarias montañas de Marte. La luz estelar se reflejó en las
torres de un pueblecito marciano que se alzaba en las colinas azules,
no más grande que un juego de ajedrez.
Entre dormido y despierto, Gripp murmuraba:
Genevieve. Genevieve. Oh, Genevieve, dulce Genevieve, cantó
suavemente, los años vendrán, los años se irán, pero Genevieve,
dulce Genevieve… Tenía una sensación de calor. Oía aún la voz
fresca y dulce que susurraba, cantando: ¡Hola, oh hola! ¡Walter! No
es una grabación. ¿Dónde estás, Walter? ¿Dónde estás?
Suspiró y alargó una mano hacia Genevieve a la luz
de la luna. Los largos y oscuros cabellos flotaban en el viento. Eran
muy hermosos. Y los labios, como rojas pastillas de menta. Y las
mejillas, como rosas recién cortadas. Y el cuerpo, como una neblina
clara y suave. Y la tibia y dulce voz le cantaba una vez más la
vieja y triste canción: Oh, Genevieve, dulce Genevieve, los años
vendrán, los años se irán…
Se quedó dormido.
Llegó a Nueva Texas a medianoche.
Se detuvo, frente al Salón de Belleza Deluxe,
gritando.
Genevieve aparecería en seguida, toda perfumes, toda
risas.
No salió nadie.
—Estará dormida. —Gripp se acercó a la puerta—.
¡Aquí estoy! —llamó—. ¡Hola, Genevieve!
El pueblo dormía en el silencio del doble claro de
luna. En alguna parte el viento sacudió un toldo.
Walter empujó la puerta de vidrio y entró en el
salón.
—¡Eh! —dijo con una risa inquieta—. No te
escondas. ¡Sé que estás ahí!
Escudriñó todos los compartimientos.
Encontró un pañuelo minúsculo en el suelo. El
perfume era tan dulce que Gripp trastabilló.
—Genevieve —dijo.
Recorrió en coche las calles, pero no vio a nadie.
—Si es una broma…
Aminoró la velocidad.
—Espera un momento. La charla se cortó
bruscamente. Quizás ella fue a Marlin mientras yo venía a Nueva
Texas. Habrá tomado la antigua carretera marítima. Nos
desencontramos en el camino. ¿Cómo iba a saber que yo vendría a
buscarla? No se lo dije. Y cuando la línea se cortó, ¡tuvo tanto
miedo que corrió a Marlin a buscarme! Y mientras, ¡yo aquí, Señor,
qué tonto soy!
Golpeó la bocina y salió disparado del pueblo.
Condujo durante toda la noche.
¿Y si no está esperándome en Marlin?, pensó. No.
Ella tenía que estar en Marlin. Y él correría hacia ella, la
abrazaría y hasta la besaría, en la boca, una vez.
Genevieve, dulce Genevieve, silbó y lanzó el coche
a ciento cincuenta kilómetros por hora.
Al amanecer, Marlin estaba tranquilo. Unas luces
amarillas brillaban aún en algunas tiendas, y un fonógrafo
automático que había sonado continuamente durante cien horas calló
al fin con un chasquido eléctrico. El silencio era ahora total. El
sol calentaba las calles y el cielo helado y vacío.
Walter entró en la calle principal con los faros
todavía encendidos y dio un doble bocinazo: seis veces en una
esquina, otras seis en la siguiente. Estaba pálido, fatigado; las
manos le resbalaban sobre el volante húmedo.
—¡Genevieve! —gritó en la calle desierta.
Se abrió la puerta de un salón de belleza. Walter
detuvo el coche.
—¡Genevieve!
Corrió atravesando la calle. Genevieve Selsor lo
esperaba en el umbral. Sostenía en los brazos una caja de bombones
de chocolate. Los dedos que acariciaban la caja eran rollizos y
pálidos. Salió del umbral y la luz reveló una cara redonda, con
ojos como huevos enormes, hundidos en una masa blanca de miga de pan.
Las piernas eran grandes y redondas como tocones de árbol. Caminaba
con paso desmañado. El pelo, de indefinido color pardusco, parecía
haber sido hecho y rehecho como un nido de pájaros. No tenía
labios, y como compensación llevaba estampadas en la cara unas
grandes rayas rojas y grasientas, que tan pronto se abrían en una
deleitada sonrisa, como se cerraban en una expresión de repentina
alarma. Las cejas depiladas eran como finas antenas.
Walter se detuvo. Dejó de sonreír. Se quedó
mirándola.
La caja de bombones cayó a la acera.
—¿Eres tú Genevieve Selsor? —preguntó Walter.
Le zumbaban los oídos.
—¿Eres tú Walter Griff?
—Gripp.
—Gripp —se corrigió ella.
—¿Cómo estás? —preguntó Walter con una voz
ahogada.
Genevieve le estrechó la mano.
—¿Cómo estás?
Tenía los dedos untados de chocolate.
—Bueno —dijo Walter Gripp.
—¿Qué? —preguntó Genevieve Selsor.
—He dicho «bueno» —dijo Walter.
—Oh.
Eran las ocho de la noche. Habían pasado el día en
el campo y Walter preparó para la cena un filete de lomo que a ella
no le gustó, primero porque estaba crudo, y luego porque estaba
demasiado asado o quemado, o algo similar. Walter se rió y dijo:
—Vamos a ver una película.
Ella dijo que le parecía bien y apoyó los dedos
sucios de chocolate en el brazo de Walter. Pero sólo quería ver esa
película de Clark Gable, de hacía cincuenta años.
—¿No te parece verdaderamente estupendo?
—preguntaba con una risita—. ¿No te parece estupendo? —La
película terminó—. Pásala otra vez —ordenó ella.
—¿Otra vez? —preguntó él.
—Otra vez —dijo ella. Y cuando Walter volvió a
la butaca, Genevieve se apretó contra él, acariciándole el cuerpo
torpemente con manos como zarpas—. No eres exactamente lo que yo
esperaba, pero eres simpático —admitió.
—Gracias —dijo él, tragando saliva.
—¡Oh, ese Gable! —dijo Genevieve pellizcándole
una pierna.
Después de la película fueron de compras por las
calles silenciosas. Genevieve rompió un escaparate donde había
varios vestidos y se puso el más ostentoso. Se volcó un frasco de
perfume en la cabeza y pareció un perro mojado.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó Walter.
Genevieve, chorreando perfume, lo arrastró por la
calle.
—Adivina.
—Oh, treinta.
—Pues bien —anunció ella muy tiesa—, sólo
tengo veintisiete. Mira, ¡otra tienda de dulces! Francamente, desde
que estalló la guerra llevo una vida bien regalada. Nunca me gustó
mi familia. Eran todos unos tontos. Se fueron a la Tierra hace dos
meses. Yo iba a embarcar en el último cohete, pero preferí
quedarme, ¿sabes por qué?
—¿Por qué?
—Porque todos se metían conmigo. Por eso me quedé;
para echarme perfume encima el día entero y beber diez mil cervezas
y comer dulces y bombones sin que la gente me esté diciendo: «¡Oh,
cuidado, eso tiene muchas calorías!». Y aquí estoy.
Walter cerró los ojos.
—Y aquí estás.
—Se ha hecho tarde —dijo Genevieve mirándolo.
—Sí.
—Estoy cansada.
—Es curioso; yo estoy muy despejado.
—Oh —dijo ella.
—Seguiría en pie toda la noche. En Mikes hay un
buen disco. Ven, lo pondré para ti.
—Estoy cansada.
Genevieve lo miró con ojos astutos y brillantes.
—Qué raro. Yo en cambio estoy muy despierto —dijo
Walter.
—Ven conmigo al salón de belleza. Quiero enseñarte
algo.
Genevieve lo hizo pasar por la puerta de vidrio, y lo
empujó hasta una caja blanca.
—Cuando vine de Nueva Texas traje esto —dijo
desatando una cinta rosada—. Pensé: Soy la única dama en Marte y
allá está el único hombre y… bueno. —Levantó la tapa de la
caja y desdobló unos crujientes y rosados papeles de seda—. Mira.
Walter Gripp miró.
—¿Qué es? —preguntó estremeciéndose.
—¿No lo ves, tonto? Todo encajes, todo blanco,
todo hermoso y lo demás.
—No, no sé qué es.
—¡Un traje de novia, tonto!
—¿De veras? —tartamudeó Walter.
Cerró los ojos. La voz de Genevieve era suave,
fresca y dulce como en el teléfono, pero cuando abría los ojos y la
miraba…
Dio un paso atrás.
—Qué bonito.
—¿No es cierto?
—Genevieve. —Walter miró hacia la puerta.
—¿Qué?
—Tengo que decirte una cosa.
Genevieve se le acercó. Una espesa nube de perfume
le envolvía la cara redonda y blanca.
—¿Qué?
—Lo que tengo que decirte es…
—¿Qué?
—¡Adiós!
Y antes que Genevieve gritara, Walter Gripp ya estaba
fuera del salón y se había metido en el coche.
Genevieve corrió detrás y se detuvo en el borde de
la acera. Walter puso el motor en marcha.
—¡Walter Griff, vuelve! —gimió Genevieve
agitando los brazos.
—Gripp —corrigió él.
—¡Gripp! —gritó ella.
El coche echó a correr por la calle silenciosa,
indiferente a los gritos y pataleos de la mujer. El humo del tubo de
escape movió el vestido blanco que Genevieve apretaba contra las
manos regordetas, y las estrellas brillaron, y el coche se alejó en
el desierto, perdiéndose en la oscuridad.
Walter Gripp viajó sin detenerse durante tres noches
y tres días. Una vez le pareció que lo seguía otro coche, y
sudando, estremeciéndose, tomó un camino lateral, y atravesando el
solitario mundo marciano, dejó atrás las ciudades muertas y siguió
y siguió una semana y un día más, hasta que hubo quince mil
kilómetros entre él y la ciudad de Marlin. Entonces se detuvo en un
pueblo pequeño llamado Holtville Springs, donde había unas tiendas
diminutas que él podía iluminar de noche y unos restaurantes donde
se sentaba a esperar la comida. Y desde entonces vivió allí con dos
grandes congeladoras, provisiones para cien años, cigarros para diez
mil días y una buena cama con un mullido colchón.
Y si de vez en cuando, a lo largo de los años, suena
el teléfono, él no contesta.
Crónicas marcianas. 1950.
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