Aún ahora, a pesar del tiempo transcurrido, no me cuesta trabajo
alguno descifrar aquella letra infantil plagada de errores, ni
reconstruir los frecuentes espacios en blanco o las hojas burdamente
arrancadas por alguna mano inhábil. Tampoco me representa ningún
esfuerzo iluminar con la memoria el deterioro del papel, el desgaste
de la escritura o la ligera pátina amarillenta de las fotografías.
El diario es de piel, dispone de un cierre, que no recuerdo haber
utilizado nunca, y se inicia el 24 de julio de 1954. Las primeras
palabras, escritas a lápiz y en torpe letra bastardilla,dicen
textualmente: “Hoy, por la mañana, han vuelto a hablar de
«aquello». Ojalá lo cumplan.” Sigue luego una lista de las
amigas del verano y una descripción detallada de mis progresos en el
mar. En los días sucesivos continúo hablando de la playa, de mis
juegos de niña, pero, sobre todo, de mis padres. El diario finaliza
dos años después. Ignoro si más tarde proseguí el relato de mis
confesiones infantiles en otro cuaderno, pero me inclino a pensar que
no lo hice. Ignoro también el destino ulterior de varias
fotografías, que en algún momento debí de arrancar —y de cuya
existencia hablan aún ciertos restos de cola casera petrificados por
el tiempo—, y el instante o los motivos precisos que me impulsaron
a desfigurar, posiblemente con un cortaplumas, una reproducción del
rostro de mi hermana Elba.
Durante el largo
verano de 1954 sometí a mis padres a la más estricta vigilancia.
Sabía que un importante acontecimiento estaba a punto de producirse
e intuía que,de alguna manera, iba a resultar directamente afectada.
Así me lo daban a entenderlos frecuentes cuchicheos de mis padres en
la biblioteca y, sobre todo, las animadas conversaciones de cocina,
interrumpidas en el preciso momento en que yo o la pequeña Elba
asomábamos la cabeza por la puerta. En estos casos, sin
embargo,siempre se deslizaba una palabra, un gesto, los compases de
cualquier tonadilla a la moda bruscamente lanzados al aire, una media
sonrisa demasiado tierna o demasiado forzada. Mi madre, en una
ocasión, se apresuró a ocultar ciertos papeles de mi vista. La
niñera, menos discreta y más dada a la lamentación y al
drama,dejaba caer de vez en cuando algunas alusiones a su incierto
futuro económico o a la maldad congénita e irreversible de la
mayoría de seres humanos. Decidí mantenerme alerta y, al tiempo que
mis ojos se abrían a cualquier detalle hasta entonces
insignificante, mis labios se empeñaron en practicar una mudez fuera
de toda lógica que, como pude comprobar de inmediato, producía el
efecto de inquietar a cuantos me rodeaban.
Nunca como en
aquella época mi padre se había mostrado tan comunicativo y
obsequioso. Durante las comidas nos cubría de besos a Elba y a mí,
se interesaba por nuestros progresos en el mar e, incluso, nos
permitía mordisquear bombones a lo largo del día. A nadie parecía
importarle que los platos de carne quedaran intactos sobre la mesa ni
que nuestras almohadas volaran por los aires hasta pasada la
medianoche. Mi silencio pertinaz no dejaba de obrar milagros. Notaba
cómo mi madre esquivaba mi mirada, siempre al acecho, o cómo la
cocinera cabeceaba con ternura cuando yo me empeñaba en conocer los
secretos de las natillas caseras o el difícil arte de montar unas
claras de huevo. En cierta oportunidad creo haberle oído murmurar:
«Tú sí que te enteras de todo, pobrecita». Sus palabras me
llenaron de orgullo.
Tan largo me pareció
aquel verano y tan frecuentes las conversaciones de mis padres,
siempre a media voz, barajando docenas de nombres para mí
desconocidos, que terminé por convencerme de que tampoco aquella vez
iba a variar en nada mi monótona vida. Pero, por fortuna, la
decisión estaba firmemente tomada y, aunque las palabras
«separación» o «divorcio» nunca fueron pronunciadas, muy pronto
me enteré de su más inmediata consecuencia. Elba y yo pasaríamos
el invierno en un internado. Los prospectos, extraídos de un
cajoncito secreto de un canterano junto al que había transcurrido la
mayor parte de sus conversaciones, vieron entonces por primera vez la
luz. Se trataba de un colegio grande y hermoso, situado a pocos
kilómetros de la ciudad donde vivíamos habitualmente y rodeado de
bosques frondosos y jardines de ensueño. Estas palabras, musitadas
por mi madre con voz temblorosa, a medio camino entre la alegría y
el llanto, nos fueron repetidas hasta la saciedad y acompañadas casi
siempre de la misma apostilla: «Os visitaremos cada domingo», decía
y, enjugándose los ojos —una actitud que recuerdo muy frecuente en
aquellos días—, nos preguntaba a continuación si deseábamos ir
al cine, comprar lapiceros de colores o jugar con las muñecas. Fue
—y mi diario se hace eco con infantiles expresiones de alegría—
un final de verano feliz, unido, en mi memoria, a los uniformes de
cuello marinero recién adquiridos y a las visitas constantes a los
más variados comercios. Observé con sorpresa que no se reparaba en
gastos y que cualquier objeto, inaccesible poco tiempo atrás, pasaba
a formar parte de nuestras pertenencias sólo con que la pequeña
Elba demostrara un mínimo interés o que yo,no muy segura aún de
los resultados, formulara tímidamente un deseo.
Con el fin del
verano y el regreso a la ciudad llegaron también los últimos
preparativos. Las compras se incrementaron vertiginosamente y, en
algunos momentos, me costó un cierto esfuerzo disimular mi agitación
o permanecer en aquel mutismo al que, sin saber muy bien la razón,
atribuía gran parte del mágico cambio que se iba a operar en mi
futuro. Contaba con impaciencia los días, muy pocos ya,que me
quedaban para conocer mi nuevo colegio y, desesperada ante el paso
lento de las horas, me entretenía en dividir el tiempo en unas
fracciones, que denominé«pasos», y que comprendían,
aproximadamente, unas seis horas cada una. De esta forma los días no
me parecieron ya tan monótonos y, casi sin darme cuenta, me encontré
a los pocos «pasos» en la estación de un pueblo costero con olor a
sal y una deliciosa humedad que me rizaba el cabello. La noche había
caído ya y mi padre no tuvo más remedio que avisar a un coche de
alquiler para que nos condujera al colegio. Al llegar se despidió
efusivamente de ambas. Luego, como obedeciendo a una súbita
inspiración, se agachó junto a mí y me dijo casi en secreto: «Un
día de estos cumpliste once años, ¿verdad? Toma, compra caramelos
para ti y para tus amigas». Y entonces, mientras notaba el débil
tintineo de unas monedas en mi bolsillo, sentí una infinita piedad
hacia aquel hombre que en aquellos momentos me parecía tan pequeño
y desamparado.
El lugar que me
habían destinado era el tercio de un pupitre doble pintado de azul
oscuro y repleto de inscripciones y manchas de tinta. Las otras dos
partes eran ocupadas por la que iba a ser mi compañera obligada
durante todo el curso: una adolescente obesa de piel grasienta con la
que, inútilmente, intenté en los primeros días hilvanar una
conversación. Durante las clases escuchaba a sor Juana con la boca
entreabierta y la miraba ausente. En los recreos no solía jugar con
nadie, quizá porque el exceso de peso le impedía cualquier
movimiento o, tal vez, porque sus ojos, siempre perdidos en el
infinito, no le permitían concentrarse en ningún pasatiempo.
Nuestras relaciones se limitaron, pues, a soportarnos lo mejor que
pudimos y para ello no tuvimos más remedio que recurrir a las reglas
al uso: trazar una línea divisoria entre nuestros respectivos
territorios y morder las pastillas de chocolate de forma
inconfundible, de manera que cualquier diente ajeno en aquellos
tesoros almacenados en el pupitre fuera rápidamente detectado.
Casi enseguida el
obstinado silencio de mi compañera, convertido tan sólo en agudos
grititos cuando la campana de la escalera nos avisaba de la hora del
almuerzo, me obligó a lanzar una mirada a mi alrededor en busca de
algún ser más comunicativo. Observé a todas las alumnas una a una
y así, mientras sor Juana nos adentraba en los secretos de la
aritmética, leía oscuras profecías o dibujaba en la pizarra los
preceptos básicos de higiene y urbanidad, tuve tiempo para
aprenderme sus caras de memoria y establecer mis preferencias. Me di
cuenta muy pronto de que la mayoría de niñas formaba un grupo
cerrado, y de que yo no era para ellas la nueva,como mi fantasía se
había encargado de imaginar en la semana que precedió a mi ingreso
en el internado, sino simplemente una nueva, categoría en la que,
además de cuatro o cinco compañeras, se incluía a mi propia vecina
de mesa.
Tampoco mis
ensoñaciones protagónicas acerca de la singular situación por la
que atravesaban mis padres iban a verse reflejadas en la realidad de
aquellas estrechas aulas. Muchas de mis compañeras se hallaban
internadas por circunstancias similares e incluso, en mi misma clase,
había dos huérfanas, condición que en un principio envidié, pero
a la que terminé por no conceder, como la mayoría, ninguna
importancia. Comprendí pronto que mi vida en aquel apartado colegio
se iba pareciendo cada vez más a la que con tanta ilusión había
abandonado, y la sensación de que los días, tremendamente largos,
no se iban sucediendo unos a otros sino repitiéndose de forma
implacable, terminó por convencerme de que mi llegada allí no se
había producido hacía meses sino siglos y que nada podía existir
fuera de aquellos fríos mármoles, de los frutales del jardín o de
los algarrobos que flanqueaban la entrada. Las noches, además, en
poco diferían de las que había dejado atrás. Elba, que a pesar de
sus seis años cumplidos había sido destinada a la clase de
párvulas, logró, con sus frecuentes lloriqueos, un inesperado trato
de favor. Para su alegría y mi desgracia fue acomodada junto a mí,
en el dormitorio de las medianas.
Decepcionada ante
las escasas novedades que me deparaban aquellos largos días y
convencida de la inutilidad de dividir el tiempo en «pasos» —que,
esta vez, no iban a conducirme a ninguna parte—, me entretuve en
imaginar que yo no era yo, y que todo lo que me rodeaba no era más
que el fantasma de un largo y tedioso sueño. Pero las frías
mañanas, los lloros de Elba o la presencia inevitable de mi
compañera de mesa me devolvían continuamente a la realidad. Opté
entonces por hacer como la mayoría de mis compañeras y dejarme
arrastrar por el tono científico de sor Juana citando a Mendel sobre
un capazo de guisantes, temblar de emoción ante el relato de fogosas
y valientes mujeres bíblicas o discutir, a lo largo de toda la
semana, sobre el posible argumento de la película prevista para el
domingo. Al atardecer, cuando las externas recogían sus libros y
abandonaban el edificio, me entretenía en observar las sombras que
los pedestales de las imágenes dejaban sobre el falso mármol de la
capilla. Algunas eran inamovibles. Otras, la sombra del púlpito, por
ejemplo, no tenían una forma precisa y sus contornos estaban en
relación directa con la cantidad de cirios encendidos o la presencia
de flores, atriles y misales. Al terminar el rosario nos dirigíamos
en fila al refectorio y de ahí al estudio. Yo, con la excusa de
cuidar a Elba, era la primera en retirarme. La acostaba en la cama y,
sin ningún cansancio,intentaba a mi vez dormir. No esperaba con
ilusión la llegada del día porque sabía que nada nuevo podía
depararme, pero cerraba los ojos como obedeciendo a uno delos
numerosos actos rituales que una mente ajena y desconocida parecía
empeñada en imponerme. Hasta que conocí a Fátima.
Fátima contaba unos
catorce años de edad. Tenía por costumbre repetir curso tras curso
y las profesoras acogían sus respuestas desatinadas con una curiosa
mezcla de paciencia y abandono, como si nada se pudiera esperar de
aquella alumna flaca y desaseada. Sin embargo, su actitud hacia las
demás compañeras de clase era de arrogante superioridad. A menudo
requeríamos su presencia para consultarle cuestiones importantes y
su nombre, a la hora de formar equipos, era disputado con vehemencia.
Pero a ella no parecían interesarle nuestras diversiones y
acostumbraba a emplear sus recreos en pasear por los jardines,
conversar con unas y otras, sentarse bajo un algarrobo y descabezar
un sueño, o desaparecer por espacio de más de una hora. Cuando esto
ocurría, solía regresar con flores y hojas de ciertas especies que
sólo se daban al otro lado de la propiedad. Las alisaba y prensaba
entre las páginas de sus libros como un extraño trofeo. Fátima, lo
sabíamos todas, entraba y salía de las zonas prohibidas a las demás
con la mayor tranquilidad del mundo.
Pero lo que más me
llamaba la atención en ella era su actitud durante las clases de sor
Juana. Se hundía en el pupitre con expresión de infinito
aburrimiento, pendiente en apariencia del zumbido de una abeja o
garabateando distraída sobre la última mancha de tinta caída en su
cuaderno. Pocas veces era preguntada, pero, cuando esto ocurría,
Fátima tardaba un buen rato en responder o, muy a menudo, se
limitaba a encogerse de hombros. Sus notas eran siempre muy bajas,
pero ella encajaba los resultados con indiferencia.
Me costaba
comprender su comportamiento porque, en más de una ocasión, Fátima
nos había demostrado dominar cualquiera de los temas fallados pocos
minutos antes o, en todo caso, poseer un caudal de conocimientos muy
superior al de todas sus compañeras. Recuerdo una mañana en que
varias amigas nos preguntábamos acerca de lo extraño que parecía a
simple vista que los hebreos, olvidados de Moisés, hubiesen fundido
un ídolo para adorarlo. Fátima se había acercado al grupo y, como
era habitual en ella, escuchaba nuestras intervenciones con una media
sonrisa de condescendencia. Sin embargo aquella mañana tomó la
palabra y, sentándose en el centro, nos explicó otros casos en los
que, según la historia, se habían producido adoraciones semejantes.
Nos habló de Mahoma, de la destrucción de ídolos de La Meca y de
la caprichosa conservación en la Kaaba de una singular piedra negra
caída del cielo. Nos describió a los antiguos egipcios y dibujó en
el suelo el cuerpo de su dios, el buey Apis. De allí pasamos a
Babilonia, sus famosos jardines colgantes y su fabuloso rey
Nabucodonosor. Seguimos por la caja de Pandora, en cuyo seno se
encerraban todos los males, para conocer, junto a Simbad, las enormes
garras del pájaro
rokh y los
intrincados zocos de Bagdad y Basora. Embelesadas ante el relato de
nuestra amiga, asistimos aún a la narración de varias historias más
procedentes de las más diversas fuentes y entremezcladas con tanta
habilidad que a ninguna de las presentes se nos ocurrió poner en
duda la veracidad del más ínfimo detalle. Cuando sonó al fin la
campanilla de la cena, algunas intentaron arrancar de Fátima la
promesa de que al día siguiente continuaría con su relato. Pero
ella no comprometía jamás su palabra y se limitó, como solía, a
encogerse de hombros. Ya en el pasillo y vivamente impresionada por
todo lo que acababa de escuchar, me atreví a abordarla por vez
primera. «Fátima», dije, «¿por qué no has contado todo eso en
clase?» Mis compañeras me hacían señas de desaprobación y me
indicaban, con nerviosos movimientos de cabeza, que la dejara en paz.
Pero ella se detuvo y pareció recapacitar: «Pues no sé... Estaría
pensando en otras cosas, supongo». Luego se fijó detenidamente en
mí y me preguntó mi nombre.
Aquel día me sentí
muy importante y me pareció incluso registrar una expresión de
envidia en los ojos de muchas compañeras, que se iría acrecentando
a medida que Fátima y yo nos convertíamos en amigas inseparables o,
para ser más exacta, a partir del momento en que pasé a ser la
seguidora fiel de la admirable Fátima. Porque aquella misma noche
iba a descubrir algunas singularidades que hacían de mi nueva amiga
la persona más atractiva que hubiera conocido hasta entonces, y
gracias, por paradoja, al ser que menos me podía interesar de todo
el colegio: mi feliz y obesa compañera de pupitre y dormitorio.
A las nueve de la
noche, como siempre, acosté a Elba. Se sentía inquieta y tuve que
contarle un par de cuentos para que consiguiera conciliar el sueño.
Apagué después la luz e intenté dormir yo también, pero cierto
olor ácido y penetrante me obligó a cubrirme la cabeza con las
sábanas. Encendí de nuevo la luz. Elba dormía plácidamente y, tal
como había supuesto, el hedor no procedía de su cama. Miré a mi
alrededor y me topé con los ojos vacíos y la boca entreabierta de
mi compañera de mesa. Me acerqué a su cama. Ahora no había duda de
dónde procedía aquel tufillo tan semejante a algunos efluvios que,
durante las clases, me veía obligada a soportar. Iba a decirle algo,
pero ella se acurrucó entre las sábanas con expresión de animal
acorralado. Añoré por un instante las tranquilas noches en la casa
de mi familia y, por no sufrir aquella mirada perdida que durante el
día me esforzaba en apartar de mi vista, salí del dormitorio y
apagué la luz. El pasillo, de noche, me pareció más desolado y
frío que de ordinario. Me senté en el suelo y esperé a que llegara
el sueño contemplando ensimismada los bordados de mi camisón y la
felpa deshilachada de mis zapatillas. Entonces apareció Fátima.
Mordisqueaba un
trozo de queso e iba vestida aún con la bata negra de cuello de
piqué, como un desafío más a aquella rigidez de horarios que
parecían destinados a todas nosotras menos a ella. Me miró
sonriendo y me ofreció un poco de queso. «Ya»,dijo después de un
momento, «seguro que a tu vecina le ha dado por roncar... o algo
peor.» Yo asentí con la cabeza. Hacía frío y mis intentos por que
el borde del camisón cubriera mis tobillos helados me parecieron en
aquel momento absolutamente ridículos. Fátima sonrió de nuevo,
engulló el último bocado y me hizo un ademán de despedida. «Hasta
mañana», dijo. Y ante mi indescriptible sorpresa vi cómo, con una
gran seguridad, se disponía a franquear la puerta de clausura.
«¡Fátima!», grité incorporándome de un salto, «¿adónde vas?»
Ella por toda respuesta me indicó el pasillo que la puerta
entreabierta permitía adivinar. «Esto es el noviciado», dije
dominada por una extraña agitación. «Si te descubren te
expulsarán.» Fátima se encogió de hombros sin dejar de sonreír
y, abriendo de par en par la puerta que señalaba el límite de la
zona permitida, me hizo señas de que me acercara y escuchara en
silencio. «Sí, están cantando», dije yo para disimular el temblor
que de repente se había apoderado de todo mi cuerpo. «Pero ¿y si
nos descubren?» Y, aterrada aún por haberme incluido gratuitamente
en la más alta transgresión que preveía la norma, no presté
atención al dedo de Fátima que me ordenaba el más estricto
silencio. Los cantos se habían interrumpido, pero al cabo de unos
segundos se volvió a oír el armonio. «Tienen para una hora», me
susurró al oído. «Si quieres seguirme, hazlo, y si no, cállate.»
Y así, casi sin pensarlo, me encontré con Fátima recorriendo los
largos pasillos de la zona prohibida, contemplando imágenes y
cuadros, abriendo y cerrando puertas, subiendo y bajando escaleras
cuya existencia, hasta aquel momento, me había sido totalmente
desconocida. Fátima iba respondiendo a todas las preguntas que yo,
presa aún de una gran excitación, no acertaba a formular. «Estos
son los dormitorios de las monjas», decía. «Has de saber que ni
siquiera las criadas pueden entrar aquí.» Aterrorizada, quise
regresar a mi cuarto, pero me dio más miedo aún no reconocer el
camino o mostrar cobardía ante la seguridad de mi amiga. Entramos en
una amplia estancia repleta de libros y Fátima me alcanzó un grueso
volumen de grabados muy similares a los que adornaban las paredes de
uno de los pasillos que acabábamos de abandonar. Abraham dispuesto a
sacrificar a su hijo, José tentado por la mujer de Putifar, Rebeca
dando de beber a Eliazar... Pero la biblioteca no parecía ser el fin
de nuestra incursión. Seguimos avanzando —ahora con pasos lentos
por la cercanía del oratorio— hasta llegar a un amplio cuarto
provisto de diez camas, separadas entre sí por nueve mamparas, y de
un enorme ropero sin puertas. «Ésta es la habitación de las
novicias», seguía explicando Fátima. «Y aquí está su ropa
interior.» Y apenas hubo pronunciado estas frases cuando, ante mi
sorpresa, se había encasquetado un gorro de popelín blanco e
intentaba ceñirse una enagua rayada con más de tres bolsillos. El
aspecto de Fátima era tan cómico que, por unos instantes, mi miedo
se apagó un tanto y me puse, a mi vez, a revolver el armario de las
novicias y a hurgar en los bolsillos de los hábitos. Encontré
misales, rosarios, un par de caramelos resecos y un papel arrugado
con algunas jaculatorias y buenos propósitos. También, en uno de
los refajos, hallé un clavo oxidado. «Lo hacen para mortificarse»,
dijo mi amiga.«Algunas se los ponen en los zapatos y andan
disimulando, como si tal cosa. Otras se pinchan un poco de vez en
cuando y nada más.» Luego, como viera que este descubrimiento me
había dejado sobrecogida, se acercó a mi oído y susurró: «Pero
hay otras que hacen cosas aún más extrañas». Y, rompiendo a reír,
me mostró el interior de un calzón en el que, sin que yo pudiera
explicármelo, aparecían tres estampas cosidas en el forro y una
reproducción de la fundadora de la comunidad.
La sorpresa, unida
al estado de inquietud en que me hallaba, hizo que mi boca
prorrumpiera al fin en estrepitosas carcajadas que más se asemejaban
a auténticos espasmos nerviosos. Recogía unas toscas medias de hilo
y la perfección de los zurcidos me provocaba risa. Comparaba el
tamaño de los calzones con mis propias medidas y tenía que llevarme
la mano a la boca para contenerme. Leía alguno de los numerosos
buenos propósitos y su candidez me resultaba desternillante.
Contagiada por la seguridad de mi amiga quise incluso forzar un
cofrecito que prometía encerrar nuevas maravillas y que yacía en el
fondo del armario semioculto por un hato de faldones. Pero Fátima me
ordenó silencio.
El roce de las
gruesas cuentas de un rosario contra un hábito, un rumor que todas
conocíamos bien, me dejó perpleja. Pronto, sin embargo, la
inminencia de que alguien se acercaba hizo que mi cuerpo volviera a
temblar como una hoja y que mis piernas, dotadas de vida propia,
empezaran a agitarse en todas direcciones posibles sin moverse apenas
del lugar en el que me encontraba. «Vamos a escondernos», dijo
Fátima, pero, ante mi estupor, no eligió una mampara cualquiera del
dormitorio o el interior del armario, como mi imaginación se
disputaba nerviosamente, sino que, sin abandonar su expresión de
extrema tranquilidad, se acurrucó en una de las esquinas del cuarto
y, con un gesto rapidísimo, me indicó que me sentara a su lado.
Muerta de pánico, obedecí a Fátima, quien se arrinconó aún más
contra la pared, y, ahogando los latidos de mi corazón, me dispuse a
afrontar el fin de los acontecimientos mientras mi mente pugnaba por
encontrar algún pretexto para mi inexcusable presencia.
A los pocos segundos
se abrió la puerta y entraron dos novicias. Venían conversando
entre risas, pero una de ellas, al ver la luz prendida, se detuvo en
seco. Pensé que mi fin era próximo y me cubrí la cara con las
manos. Pero las dos novicias se dirigieron cada una a su mesita de
noche, sacaron un par de devocionarios del cajón, y, de nuevo entre
risas, apagaron la luz y se perdieron por el pasillo. Cuando el
chasquido del entarimado de madera bajo sus desgastadas zapatillas se
hizo imperceptible, Fátima y yo salimos a hurtadillas de la
habitación y repetimos el camino de vuelta que, esta vez, se me
antojó interminable. Subimos y bajamos las numerosas escaleras y
pasamos, sin detenernos, por aquel pasillo repleto de imágenes y
escenas bíblicas que antes me había llamado poderosamente la
atención, pero del que ahora sólo deseaba huir. Cuando por fin,
jadeantes, llegamos a la zona permitida, Fátima me indicó con un
gesto que no pronunciara palabra y, sigilosa, se internó en su
dormitorio.
Aquella noche no me
fue posible conciliar el sueño. Por mi cabeza rondaban aún las
imágenes de la peligrosa aventura que acababa de vivir pero, sobre
todo, un montón de preguntas a las que, por más que me esforzaba,
no podía hallar ninguna respuesta satisfactoria. Esperé con
impaciencia a que llegara el día y, con éste, la ocasión propicia
de abordar a Fátima.
Desayunamos, como
cada mañana, en mesas separadas, pero pude observar que Fátima
escupía la leche con un gesto de repugnancia y se negaba a engullir
el pan excesivamente seco y la mantequilla rancia. Parecía de
malhumor y la indiferencia de sus vecinas de mesa me dio a entender
que estas reacciones debían de ser en ella bastante frecuentes y
que, quizá, lo más prudente sería dejarla en paz y esperar a que
se calmara. Tuve que aguardar, pues, al recreo del mediodía y
seguirla discretamente en sus paseos solitarios por el jardín,
esperando una mirada de complicidad que no llegaba o alguna
indicación que me animara a conversar con tranquilidad. Ella andaba
despacito, canturreando y recogiendo guijarros del suelo. De vez en
cuando los lanzaba lejos de sí y volvía a repetir la operación.
Simulaba no haber reparado en mi presencia, pero yo sabía que tal
posibilidad era más que improbable. Ahora yo acababa de cubrir con
decisión los escasos pasos que nos separaban y Fátima, con una
expresión de tedio sólo comparable a la desgana con la que atendía
las clases de sor Juana, no tuvo más remedio que rendirse a la
evidencia. Se sentó fastidiada a la sombra de un algarrobo y me
inquirió con la mirada. Yo me acerqué tímidamente:«Hay algo que
no entiendo», dije. «Las novicias de ayer no nos vieron ni dijeron
nada.» Fátima se encogió de hombros y se puso a dibujar en la
tierra con una ramita.«Pero estábamos allí mismo y ni siquiera nos
miraron.» Sus ojos me taladraron el rostro. «Eres más tonta de lo
que pareces», dijo. «Yo creí que tú sabías.» Y, después de
cerciorarse de que nadie podía escucharnos, prosiguió: «Estábamos
allí pero no estábamos. Y aunque a ti te pudiese parecer que
estábamos, no estábamos». Muda de asombro me senté a mi vez junto
al algarrobo. No me atrevía a preguntar nada que pudiese interrumpir
el discurso de Fátima, pero tampoco me sentía capaz de ocultar la
admiración que sus incomprensibles palabras me habían producido. Me
mantuve en silencio pero no aparté mis ojos de los suyos. Fátima
suspiró con cansancio. «No me mires con esa cara de susto», dijo
y, a continuación, como quien repite una tabla recién aprendida, se
puso a canturrear: «En todas partes del mundo hay escondites. Unos
son muy buenos y otros no. Algunos fallan a veces y otros nunca. El
de anoche es pequeño pero muy seguro. Por eso casi siempre voy al
dormitorio de las novicias».Y, olvidándose de mi presencia, volvió
a garabatear sobre la tierra húmeda.
Quise preguntar algo
más con relación a lo ocurrido, pero temí que mi excesiva
curiosidad terminara con su paciencia y callé. Mi inquietud, sin
embargo, me obligaría pronto a romper el silencio. «Fátima», dije
al fin, «pero allí no había paredes ni nada.» Ella suspiró de
nuevo. «Veo», volvió a decir en idéntico tono, «que todavía no
has comprendido. Te repito que no estábamos allí, ¿lo entiendes
ahora?» Asentí confusa con la cabeza. «En este colegio», siguió
más animada mi amiga, «hay cuatro, cinco o quizá más, pero yo no
los conozco todos. En casa de mis padres, cuando era pequeña,
descubrí uno enorme. Luego ampliaron la habitación y no lo he
podido encontrar nunca más.» Mi vecina de mesa apareció en aquel
momento devorando un plátano y Fátima enmudeció. Después, al
tiempo que se incorporaba, me susurró al oído: «Cerca de aquí, en
este mismo jardín, hay uno muy antiguo. El otro día me encontré
allí con tu hermana Elba».
De la mano de Fátima
aprendí a conocer los cuatro escondites del colegio. Tres,contando
el de la habitación de las novicias, estaban situados en el interior
del edificio y dos de ellos eran de parecida estructura. El tercero,
en cambio, no ocupaba uno de los ángulos de la habitación como los
otros, sino que se hallaba en la capilla,exactamente a la altura de
la baldosa número diecisiete contando a partir del púlpito. Como la
búsqueda resultaba un poco complicada, Fátima había marcado desde
hacía tiempo la baldosa en cuestión con una cruz, pero, así y
todo, el escondite era muy poco utilizado por la angostura de sus
dimensiones. El cuarto se encontraba en el jardín. Era amplio y
agradable y, durante un tiempo, acudíamos allí regularmente para
conversar de nuestras cosas y observar sin ser vistas. Elba solía
unirse a nuestros juegos con un brillo especial en la mirada y una
emoción incontenible al comprobar cómo yo, de pronto, había
empezado a considerarla seriamente. También Fátima trataba a mi
hermana con mucho respeto y, en nuestras incursiones nocturnas,
dejábamos que fuera Elba quien nos precediera. Su compañía nos
resultó de gran utilidad. Elba descubrió por sí sola un escondite
más situado en el hueco dela escalera que a Fátima no le pareció
del todo desconocido pero que, según confesó, había olvidado
inexplicablemente. Este último hallazgo, sin duda el mejor del
colegio, nos deparó no pocas diversiones y a su utilización casi
constante se debió el hecho de que una de las criadas se despidiera
indignada (en el hueco de la escalera, decía, habitaba un brujo
empeñado en levantarle las faldas) y que la pobre hermana cocinera,
acostumbrada a pasar junto a la escalera para servir a la comunidad,
cambiara un buen día prudentemente de itinerario.
Pero la facilidad
con que Elba se movía en aquellos mundos sin límites superaba, en
mucho, a la de la propia Fátima. Más de una vez, mientras mi amiga
y yo hojeábamos los gruesos volúmenes de la biblioteca,
deteniéndonos ante la imagen de Sansón o pasando ávidamente los
grabados referentes a las plagas de Egipto, Elba, a la que acabábamos
de ver jugando en el jardín, aparecía de repente con la expresión
inequívoca del pecadillo recién cometido. No se molestaba en
aclarar cómo había logrado alcanzarnos con tanta rapidez y, si
alguna de nosotras insistía en averiguarlo, se mostraba perpleja
ante nuestras preguntas. Se diría que mi hermana había logrado
descubrir algunos escondites más dentro de los ya conocidos o
que,por misteriosos conductos cuya comprensión se nos escapaba,
sabía cómo desplazarse sin ser vista por la mayoría de las
dependencias del internado. Un día Elba nos habló de «caminos
chiquitos», pero ni Fátima ni yo pudimos sacar gran cosa en claro
de sus voluntariosas explicaciones infantiles.
Y así, sin que yo
me preguntara ya más por la extraña inmunidad que parecía
protegernos en ciertas zonas del colegio, transcurrió aquel
inolvidable invierno y llegaron de nuevo las vacaciones. Fátima
marchó con sus padres a un pueblo de montaña, y Elba y yo fuimos
conducidas como cada verano a la playa. Mis padres habían llegado a
un acuerdo en su situación personal, pero a mí, durante aquel
verano, sólo me interesaba la compañía de Elba, a la que, día a
día, me sentía más apegada. Al principio Fátima me escribía cada
semana y yo no dejaba de informarle de las habilidades de mi hermana.
«No sé cómo lo hace», le escribí en una ocasión, «pero el
reloj de la escalera se detiene cuando ella lo mira fijamente.» Sin
embargo, las cartas de Fátima, cada vez más espaciadas, se
convirtieron pronto en postales y un día, en fin, dejaron de llegar.
No sabía a qué atribuir el silencio de mi amiga pero me consolé
pensando en la cantidad de novedades que podría contarle al empezar
el próximo curso, y, olvidada de todo lo que no fuera Elba, me
dediqué a anotar cuidadosamente en mi diario cuanto decía, hacía o
balbuceaba en sueños.
Sin embargo, cuando
las vacaciones tocaban a su fin, volvimos a oír cuchicheos en la
biblioteca, frases a media voz y lloros lastimeros. Escuchamos detrás
de la puerta y nos fuimos enterando de que el próximo invierno Elba
no iría conmigo al internado. Mi propia madre intentó explicármelo
el día en que cumplí doce años: «Elba», me dijo, «necesita
estudiar en un colegio especial junto a niñas como ella». De nada
sirvieron mis protestas ni mi defensa vehemente de sus cualidades.
Todo había sido programado desde hacía tiempo, a nuestras espaldas,
mientras Elba, Fátima y yo jugábamos felices en el internado.
Insistí a cada momento sobre su grave error pero de nada sirvieron
las revelaciones con que, aun a costa de romper un secreto,intentaba
aturdirles para salvar la suerte de Elba. Mi padre me ordenaba callar
antes de que lograse hilvanar una frase y luego, haciéndose cargo de
mi sufrimiento, intentaba, a su vez, que yo comprendiera razones que
me parecían incomprensibles.«Tu hermana», solía decirme, «no es
una niña normal. Tiene siete años y apenas habla. En ese colegio
intentarán detener su retraso.» Lloré, supliqué, pataleé, hasta
que terminé entendiendo que mis posibilidades de éxito en aquel
mundo de adultos regido por la inmediatez eran prácticamente nulas.
Pedí ayuda varias veces a Fátima pero no obtuve respuesta. Sólo al
final, pocas semanas antes de volver al internado, recibí una
postal: «Perdona por no haberte escrito antes pero estoy muy
ocupada. Pronto empieza otra vez el colegio. ¡Qué rabia! Besos.
Fátima».
El puesto que me
habían asignado en el curso que ahora empezaba era mejor que el del
año anterior. Esta vez tenía derecho a la mitad exacta del pupitre
y mi compañera de clase era una nueva de aspecto mucho más
agradable que mi antigua vecina. Pregunté varias veces por Fátima,
pero mi amiga no había llegado aún. Me sentía triste y echaba
mucho en falta la compañía de la pequeña Elba cuando, sin nadie
con quien compartir mis juegos, rondaba sola por los pasillos de la
clausura o me acurrucaba, durante los recreos, en el escondite del
jardín. En la capilla habían realizado a lo largo del verano
algunas reformas y ya no supe localizar el lugar exacto en el que
antes se hallara la baldosa número diecisiete, pero tampoco me sentí
disgustada. En realidad, los juegos que el año anterior tanto me
fascinaran perdían ahora, sin la compañía de mi amiga y de Elba,
la mayor parte de su interés.
Una mañana, cuando
dominada por el aburrimiento estaba a punto de abandonar mi refugio y
unirme a los juegos de las demás compañeras, observé cómo muchas
de ellas corrían hacia un coche negro que acababa de detenerse ante
la puerta. Comprendí que se trataba de Fátima pero no me moví,
esperando con emoción a que fuera ella la primera en descubrirme.
Algunas niñas habían formado un corro en torno al auto y, aunque me
era difícil observar sin abandonar por completo mi posición, pude
oír con toda nitidez la inconfundible voz de mi amiga y sus sonoras
carcajadas. Luego, cuando el corro se convirtió en un grupo que
avanzaba hacia mí, la miré con mayor detenimiento. Había crecido y
sus cabellos, recogidos en la nuca, le conferían un cierto aspecto
de gravedad que en nada recordaba a la estudiante desaliñada de unos
pocos meses atrás. Llevaba unos zapatos oscuros con una punta de
tacón y colgado al hombro, en lugar de cartera, un bolso de cuero
negro. Pasaron junto al escondite, y yo hice un gesto con la mano que
Fátima pareció no detectar. Entonces esperé el momento de mayor
confusión, salí del refugio y me abalancé sobre mi amiga.
Ella me saludó con
cortesía, sin dejar de escuchar los cumplidos de cuantas la
rodeaban, sin una frase especial o un brillo en los ojos que me
hubiera bastado para reconocer una preferencia. Poco después, en las
semanas que siguieron a nuestro reencuentro, terminaría
comprendiendo que a Fátima no le interesaban ya unos juegos que
ella, sin duda, consideraba ahora infantiles, y que mi propio
aspecto, aún muy aniñado, convertía mi presencia en algo molesto y
detestable. Tampoco mis explicaciones acerca de las habilidades de
Elba y su trágico confinamiento en una institución lograron
despertar su curiosidad. Me escuchaba siempre con desgana,fingiendo
atender a todo lo que yo le estaba contando para, acto seguido,
hablarme de sus últimas vacaciones, mostrarme fotos de su grupo de
amigos o despotricar contra su actual reclusión en aquel colegio,
lejos de la civilización y del mundo. Se hizo amigas entre alumnas
de su edad que estudiaban cursos superiores y, ante la sorpresa de
sus antiguas compañeras, se dedicó a trabajar con ahínco. Fátima,
la gran Fátima que todas —y yo con mayor razón— admirábamos,
había dejado de pertenecerme.
Pero yo no podía
conformarme. Los ojos de Elba, la expresión de angustia con que se
despidió de mí el día en que nos separamos, me perseguían a donde
quiera que fuese. Por las noches creía oír su voz y, en sueños, se
me aparecía constantemente con el brazo extendido, como si, a su
manera, me solicitase una ayuda urgente que yo, desde el internado y
sin la compañía de Fátima, me veía en la imposibilidad de
conceder. En los recreos, más sola que nunca, cuando me refugiaba en
el escondite del jardín, volvía a escuchar su voz. «¡Ayúdame!»,
me decía y sus palabras, cada vez más apremiantes, se iban
convirtiendo en una horrible pesadilla de la que ni siquiera
despierta podía liberarme. A veces le suplicaba paciencia, otras,
las más frecuentes, le rogaba que me dejase en paz. Parecía como si
Elba no reposara nunca, como si se mantuviera siempre al acecho, como
si temiera caer en el olvido.
Hice nuevas amigas
y, en parte por el frío reinante, pero sobre todo porque intentaba
apartar el recuerdo de Elba y de nuestras incursiones en los
escondites,dejé paulatinamente de frecuentar aquellos refugios que
ahora se me revelaban desprovistos de interés y de cuya existencia,
por alguna oscura razón, me avergonzaba. Mis padres fueron a
visitarme algunos domingos y, en esas ocasiones, solía unirse a
nosotros mi compañera de clase, con la que, a medida que transcurría
el curso, me sentía más identificada. Paseábamos por el pueblo,
comíamos en el muelle y hacíamos excursiones en barca. Pero la voz
de Elba no conocía la piedad ni el descanso. Se hacía oír en los
momentos más inoportunos: cuando, con el balón alzado, estaba
segura de encestar, cuando era yo precisamente la encargada de
realizar la lectura que acompañaba al almuerzo, cuando intentaba
ordenar mis ideas para responder con acierto a un examen. Siempre
Elba, con su expresión de angustia y su brazo extendido, con una
mirada cada vez más exigente, sonriéndome a veces, gimoteando
otras, tomando nota de todos y cada uno de mis pensamientos. Hasta
que su mismo recuerdo se me hizo odioso. «¡Basta!», terminé
gritando un día. «Vete de una vez para siempre.» Y progresivamente
su voz fue debilitándose, haciéndose cada vez más lejana,
fundiéndose con otros sonidos y, por fin, desapareciendo por
completo. Fueron unos meses felices, colmados de proyectos para las
próximas vacaciones. Mi compañera y su familia pasarían el verano
en un viejo caserón junto a la playa, a escasos kilómetros de la
casa que mis padres poseían en la misma localidad. Formaban un grupo
numeroso del que yo, desde ahora, me convertía en miembro. Planeamos
excursiones y especulamos con toda la gama de posibilidades que mi
aparición podía provocar en su primo Damián, de cuya fotografía
había logrado apropiarme en secreto y a quien iban encaminadas,
desde hacía cierto tiempo, todas mis ensoñaciones.
Pero con el verano
llegaría también la inevitable Elba. Mis padres fueron a recogerla
a la ciudad y regresaron a la playa dando muestras de una gran
satisfacción. Elba había efectuado ciertos progresos, decían, y,
con un contento que me pareció desmesurado, me mostraron el cuaderno
de ejercicios de mi hermana en el que sólo acerté a ver algunas
letras mal trazadas y unos esbozos de cuadriláteros y
circunferencias. En el momento de su llegada, cuando divisó mi
rostro pegado al cristal de una de las ventanas, los ojos de Elba
brillaron de satisfacción y, tendiendo hacia mí su bracito —aquel
brazo que había llegado a detestar—, pronunció mi nombre con una
claridad en ella desconocida. Luego, al reunimos en el salón, la
noté ya distraída y ausente. No buscaba mi mirada ni parecía
dispuesta a prodigarme aquellas pruebas de afecto a las que, en otros
tiempos, había sido tan aficionada. Recorría la casa con los ojos
exageradamente abiertos y acariciaba el tapizado de los sillones como
alguien que regresa a su ciudad natal después de un largo y agitado
viaje. La sensación de que había perdido a una hermana me asaltó
de repente pero, ante mi propio asombro, no sentí pesar alguno.
Faltaban aún algunos minutos para que las bicicletas de mis amigos
hicieran su aparición en el jardín. Me apresuré a vestirme con un
traje nuevo y me aposté en la verja. «Ojalá no la vean», pensé.
Pasaron algunos
días. Elba, desde su mundo, parecía intuir que su presencia me
resultaba incómoda. No quiso volver a la playa —aquel lugar donde,
un par de años antes, yo misma le había enseñado a nadar—, y sus
frecuentes torpezas a la hora de las comidas determinaron que en lo
sucesivo tomase sus alimentos en la cocina. Tampoco este año iba a
compartir el dormitorio conmigo. Un llanto accidental me sirvió de
excusa para exigir un traslado. Apenas la veía, pero sus ojos, cada
vez más penetrantes, me acompañaban siempre en mis salidas desde
las ventanas de su cuarto.
Una mañana la
niñera apareció en la playa a una hora inhabitual. Me asió
bruscamente del brazo y, con frases entrecortadas, vino a decirme que
debía ir corriendo a casa. Bajo el toldo de los baños se había
formado un grupo que me miraba con curiosidad. «Elba, se trata de
Elba», oí. Por el camino fui informada a medias de lo ocurrido. Mi
hermana había perdido el equilibrio en la terraza. ¿Se salvaría?
La niñera esquivó la pregunta.
No quise ver el
cuerpo ni mis padres me obligaron a ello. Pero, por las
conversaciones que fui oyendo a lo largo de la tarde, me enteré de
que la sangre corría a borbotones y de que fue mi padre quien
primero acudió en su ayuda y cerró para siempre sus ojos.
Los días inmediatos
fueron pródigos en acontecimientos. La casa se llenó de gente y de
llantos. Algunas mujeres se apoyaban en mi hombro y lloraban, otras
me acariciaban compungidas. Discutieron acerca de las medidas y
características de la caja. No llevaría cristal, oí decir a mi
madre, su carita había quedado destrozada. Pero el color sería
blanco, como las flores y el sudario en el que había sido envuelta.
En la iglesia se
agolpaba la gente desde primeras horas de la mañana. Cuando mis
padres y yo bajamos del coche negro todos se retiraron con respeto.
Avanzamos por el pasillo central cogidos del brazo y nos arrodillamos
en el primer banco, muy cerca del lugar donde cuatro cirios
custodiaban el féretro blanco de pequeñas dimensiones. El sacerdote
habló con mucho cariño de mi hermana y del dolor de los familiares
que dejaba en el mundo. Cuando pronunció mi nombre sentí un
estremecimiento y miré con el rabillo del ojo a los bancos traseros.
Todos parecían pendientes de mi persona. Se rezó un padrenuestro y
por mis ojos desfilaron toda suerte de imágenes. Fátima, Elba,
Eliazar, mi obesa compañera de pupitre, Rebeca, la palabra
«escondite»... No oía ya rezos sino un extraño zumbido. Mi madre
me dio aire con las tapas de un misal. Me había desmayado.
Salimos de nuevo por
el pasillo central y, por indicación de mi padre, nos detuvimos
junto a la puerta. Siguieron las frases de condolencia y los
apretones de mano. Me sentía observada. Pasaron una a una todas las
familias del pueblo. Pasó Damián con los ojos enrojecidos y me besó
en la mejilla. Era el 7 de agosto de un verano especialmente
caluroso. En esta fecha tengo escritas en mi diario las palabras que
siguen: «Damián me ha besado por primera vez». Y, más abajo, en
tinta roja y gruesas mayúsculas: «HOY ES EL DÍA MÁS FELIZ DE MI
VIDA».