Vivía en el piso
de abajo y poseía una personalidad tan exuberante que muchas mañanas
le pedíamos a su abuela que la dejase venir con nosotros a la playa.
No había cumplido los cinco años. También nos acompañaba durante
algunos paseos. Era afectuosa y divertida. Aquella noche calurosa la
noria gigantesca empezó a girar.
La
niña iba sentada frente a mí embriagada de alegría, pero la
maquinaria se detuvo después de dar sólo unas vueltas. Quedamos
situadas en la cúspide. Tuve que controlar el miedo cuando la
pequeña se puso a celebrar locamente la avería. Las estrellas
brillaban en el firmamento mientras oscilaba la cabina. En balde
procuraba con mi actitud pausada aplacar su agitación. Gritando, iba
de su asiento al mío. Me esforcé para neutralizar la punzada
terrible del vértigo. Según pasaban los minutos, sentía que se
incrementaba el peligro. El vaivén era tan pronunciado que imaginé
la posibilidad de una caída. Yo nunca había transmitido tanta
serenidad partiendo de la angustia. Nos llegaba el aroma salado del
mar y lamentaba en lo más profundo no poder disfrutar de aquella
circunstancia inédita. Mi desasosiego lo único que avistaba era un
riesgo oscuro. De pronto, vi en ella una expresión de horror. Cuando
los técnicos repararon la atracción y pisamos suelo firme, me dijo,
más apaciguada, que no le gustaban los ángeles que había visto.
Pasos, 2013.
No hay comentarios:
Publicar un comentario