jueves, 8 de diciembre de 2022

La mandolina. Luisa Castro.

Julia tenía siete años cuando entró por primera vez en la casa de su amiga Eugenia. Cruzar aquella puerta la llenó de emoción. Eugenia tenía un padre muy guapo, una madre que parecía su abuela y varios hermanos mayores. Esta familia sorprendente vivía enfrente del colegio, y Julia no conocía ese mundo del centro. No sabía cómo eran por dentro las casas de dos pisos, con puertas y ventanas que daban a una acera, y un patio trasero para jugar. Julia vivía lejos, en un lugar apartado fuera del pueblo, un barrio de casitas pequeñas de marineros al que ninguna madre del centro dejaría ir a su hija.
Al salir del colegio, la casa de Eugenia ya estaba allí. Por fuera era bonita. Julia se la imaginaba por dentro llena de lujos, con muebles de comedor y lámparas, pero cuando entró todo fue diferente. Era bastante lóbrega, olía a humedad y las paredes estaban despintadas. La madre de Eugenia tenía cara de enferma, y se le acercó:
-¿Y tú de quién eres?
Julia dio el nombre de su padre y de su madre, pero se dio cuenta de que esto no servía de nada para identificar a su familia.
-...soy de los marrubes -dijo al fin.
-Claro, con el pelo blanco, ya me lo pareció.
Los marrubes tenían el pelo rubio. El padre de Eugenia tenía un negocio de transportistas. A Julia, aquella mujer que le hacía preguntas le pareció buena, le hablaba como a una persona mayor y se disculpaba ante ella de las condiciones de la casa.
-Pasa, pasa -le dijo muy amable-, todo está un poco sucio, es que estoy enferma ¿sabes? Yo soy una mujer enferma. ¿Y no va a misa tu madre?
A los marrubes la iglesia les quedaba lejos. Aquella mujer empezó a hablar de Dios, y le preguntó si sabía rezar el rosario. No. Los marrubes no sabían rezar el rosario. Muchos marrubes no sabían ni leer.
-¿Y eres muy lista? Sé que sacas buenas notas; no como mi hija.
Julia se removió en el sofá. Le pareció que aquella madre no quería a Eugenia; pero su amiga parecía acostumbrada.
-Ven, que te enseño la guitarra -le dijo.
-Que no se vaya a romper -avisó la madre enferma.


Eugenia subió al cuarto a buscar la guitarra y Julia se quedó sola con aquella mujer. Notaba sus ojos enfebrecidos clavándose en su cara, ansiosos de saber. Eran muchas las dudas que la madre de Eugenia quería despejar: cuántos hermanos eran, y cómo era su casa; le preguntó si su madre estaba todo el día en casa como ella, si sabía coser y si sabía cocinar. Le preguntó si quería a sus padres y si era buena. ¿Y Eugenia? Le preguntó. ¿Es una buena amiga? ¿Es buena mi hija? No eran preguntas difíciles; a todo Julia contestó que sí.
-¿Y tú, cuentas mentiras? Dime la verdad -dijo la mujer al final de su interrogatorio.
Julia se quedó callada. No recordaba haber contado una mentira en su vida. No sabía lo que era mentir.
-¡No, yo no!
-Así me gusta, las personas que cuentan mentiras van al infierno, al infierno de los mentirosos. Yo se lo recuerdo todos los días a Eugenia.
En ese momento Eugenia bajó por las escaleras con la guitarra en brazos. La guitarra era más grande que ella, era un instrumento enorme. A Julia le fascinó. Jamás había visto una cosa tan hermosa en su vida. En el colegio todas las niñas iban a la rondalla menos ella. No es que lo echara de menos, pero le gustaban las misteriosas formas de aquellos instrumentos que su amigas llevaban a clase los viernes por la tarde. Las guitarras, los laúdes, las bandurrias le parecían animales con vida propia, y a veces, cuando las niñas dejaban sus instrumentos al fondo del aula, eran como armas relucientes de un ejército que desfilaba todos los viernes ante sus ojos admirados.
Su amiga Eugenia sacó con mucho cuidado la guitarra de su funda y se puso a tocar “Las sirenas”. La madre la miró con satisfacción, como si el sonido de aquellas cuerdas le recordar su juventud. Su cara se relajó y su nariz enrojecida por la humedad pareció templarse. Durante un rato permaneció absorta, ida, sin hacer comentarios hirientes ni preguntas, y cuando volvió en sí la hija de los marrubes todavía estaba allí, sentada en su sofá viejo, mirándolo todo con sus ojos enormes, mirándola a ella que se había olvidado por un momento de la humedad de las paredes y del desorden de los cuartos, de la fealdad de aquella casa que podía ser una casa bonita, la mejor del centro, y que no lo era. En ese momento la madre de Eugenia se despertó de su ensueño.
-¿Y no vas a la rondalla? ¿Qué instrumento tocas tú? -atacó.
Julia se estremeció.
-No. Yo no voy a la rondalla.
-¿No vas a la rondalla? -la madre de Eugenia se volvió a su hija, recriminándola-. ¿Lo ves, Eugenia? No todo el mundo tiene una guitarra; y luego no apruebas. Seguro que Julia saca todos sobresalientes. Eso es lo que yo tenía que hacer con Eugenia, no comprarle una guitarra.
Julia, apurada, trató de frenar aquella avalancha que amenazaba con tragársela. Y se vio de pronto en medio de una orquesta, en otro pueblo, en otro lugar.
-No es eso. Es que yo toco la mandolina -añadió.
-¿La mandolina?
La madre de Eugenia no sabía si reírse o echar a llorar.
-Sí, y mi padre el violín -aseguró la niña, hincando los pies firmemente en su fantasía.
-¡Vaya, vaya! Una familia de músicos -se rió a placer la madre de Eugenia, divertida por las ocurrencias de aquella niña-, ¿y dónde te enseñan a tocar la mandolina? Que yo sepa, no hay ninguna rondalla de mandolinas en Foz.
-En Ribadeo -se imaginó Julia, y pudo verse perfectamente a ella misma en medio de unos músicos uniformados, con una preciosa mandolina entre las manos.
-Voy a Ribadeo porque allí enseñan a tocar la mandolina, en la rondalla de Ribadeo hay mandolina, aquí no. Por eso no voy a la rondalla de aquí.
La madre de Eugenia no se dio por vencida. Hacía mucho tiempo que no se divertía tanto:
-Una mandolina, uhmm… ¿y cómo es una mandolina?
-Muy pequeña -dijo Julia, sirviéndose de sus manos para moldear la mandolina de su imaginación. Y llegó a notar en sus brazos el peso del instrumento, una mandolina real y liviana como la prolongación de una rama en otoño, deshojada-. No pesa nada y tiene muchas cuerdas. Y el sonido es el más bonito que hay, mucho más bonito que el de la bandurria y el de la guitarra. Está entre el laúd y el violín. Con la guitarra no tiene nada que ver.
La madre de Eugenia dejó de disfrutar y empezó a impacientarse.
-Pues no sabía que hubiera rondalla de mandolinas en Ribadeo.
Y se cruzó de brazos, sopesando si aquella pequeña mentirosa sería una buena influencia para su hija.
-Pues claro que hay -insistió Julia-; mi padre me lleva en coche todos los viernes. Soy la única que va de todo el colegio.
-Bueno, bueno… no sabía que tuviérais coche. Que toques bien la mandolina ¿eh?, y tu padre el violín -desistió la mujer, y le pareció excesivo el tiempo que aquella niña llevaba allí.
Afuera ya era de noche. Julia se despidió de su amiga. Con su mandolina recién inventada en el hombro caminó un buen trecho en la oscuridad. Cuando el pueblo empezaba a quedarse atrás, antes de entrar en su casa tiró lejos el instrumento de su imaginación y empezó a correr. En la cuneta del camino, en medio de un matorral, entre espinos, aún sobresalía el mástil con sus clavijas blancas. Se volvió y lo enterró hasta el fondo ayudándose con el paraguas. Y entró en su casa como en el cielo, sin ningún peso.

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