Como cuando crees haber pasado una página y descubres que has pasado dos, al meter la cucharilla en la taza de café y efectuar el clásico movimiento circular en aras de la disolución del azúcar, me doy cuenta de que entre mis dedos hay en realidad dos cucharas. Vendrían pegadas la una a la otra, me digo para tranquilizarme tras el sobresalto inicial. Dejo las dos cucharas en el platillo donde reposa la taza y me llevo ésta a la boca para comprobar la temperatura del cortado. Demasiado caliente, me digo, tendría que haberlo pedido con la leche natural. Y, al ir a devolver la taza al plato, el sonido de la porcelana contra la porcelana antes de lo esperado me hace comprender, horrorizado, que en el plato del que he levantado la taza reposa otra taza exactamente igual a la que sostengo yo en mi mano. Sin pensármelo dos veces, dejo el cortado en la mesa y me levanto con la única idea en la cabeza de abandonar cuanto antes este bar. Un instante antes de alcanzar la puerta escucho mi propia voz que, desde la mesa, me llama por mi nombre.
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