Mis padres eran
campesinos, yo era muy niño, vivíamos en Alburquerque, un pueblo
extremeño rayano con Portugal y dejado de la mano de Dios, y aunque
teníamos casa en el pueblo, casi siempre vivíamos en el campo, en
el puro campo, una finca de secano que distaba unos quince kilómetros
del pueblo por un camino pedregoso de tierra, y que se llamaba y se
sigue llamando Valdeborrachos. Ir y venir del pueblo al campo, en
aquellos tiempos, era ponerse en camino de verdad, era un viaje que
tenía toda la gravedad y el espíritu aventurero de los grandes
viajes antiguos, de Odiseo, de Simbad, de los caballeros andantes, de
los descubridores y conquistadores, de Caperucita Roja, de los
príncipes y sastrecillos que iban en busca del dragón, de Ahab y la
ballena.
Del
campo al pueblo se solía ir en caballerías, más en burros o mulas
que en yeguas o caballos, o a mero pie, y el camino era parte
esencial del viaje. O mejor, el camino era el viaje. No el llegar,
sino el ir. Entre mis recuerdos más lejanos, borrosos y vibrantes
como una pintura de Van Gogh, están los que hice con mi padre, los
dos solos, montados en una yegua, porque mi padre era un campesino
con algunos posibles, o en un carro tirado por mulas, y en la época
estival de la recolección del trigo y la cebada en una carreta de
bueyes, que tardaba horas y horas en hacer aquellos quince
kilómetros, tanto que había que levantarse antes del alba, de modo
que el amanecer era uno de los tantos aconteceres que sucedían en el
camino.
En
el camino pasaban muchas cosas: esa perdiz que levantaba el vuelo, el
canto de esa alondra, descendiente quizá de la que alertó a Romeo y
a Julieta en su primera y única noche nupcial, las esquilas de algún
rebaño de ovejas que salía ya de pastoría, los alegres y valientes
ladridos, la piedrecita esa que con el primer sol brillaba con
ínfulas de sirena confundiendo al caminante, trayendo a su cabeza
leyendas de tesoros, de gente que en el camino encontró su fortuna.
Y luego estaban las paradiñas. Lo digo así porque en aquellos
tiempos la frontera hervía de gente que iba y venía buscándose la
vida, acordeonistas, contrabandistas, curanderos, buhoneros,
zahoríes, segadores, vagabundos…, y en ese ir y venir se mezclaban
las lenguas, y yo recuerdo a mucha gente que hablaba en una especie
de síntesis babélica, una lengua donde el español ponía la letra
y el portugués la música, y todo eso con un desenfado vanguardista
de lo más saludable.
De
modo que al encontrarnos con otro viajero se hacía una paradiña. Mi
padre y el viajero liaban y encendían tabaco, y hablaban y hablaban
sin ninguna prisa: lentitud, artesanía en el vivir, gente sabia que
había heredado la sabiduría de muchas otras generaciones.
Entretanto, yo jugaba, corría, buscaba nidos en el tiempo de los
nidos, ranas, lagartos, alacranes, y ellos allí, de pie, apoyándose
un rato en una pierna y luego en la otra, fumando, conversando, hasta
que al fin volvíamos a ponernos otra vez en camino.
Y
entre esos viajeros, a veces había alguno que iba en bicicleta.
En
aquellos tiempos de mi primera infancia las bicicletas eran altas,
negras, serias, con sus guardabarros, su timbre para alertar a los
viandantes, su trasportín para llevar a un segundo viajero o poner
un pequeño serón con su carga de hortaliza o verdura. Es decir,
eran bicicletas laborales, nada de tonterías con ellas, nada de
usarlas como juguetes, y así eran también sus usuarios, gente
grave, vestida de pana oscura, gente esforzada, gente laboral. Y así
pedaleaban, como si estuviesen en el arado o en la trilla o en la
huerta con el azadón. Nada de bromas. A mí aquellas bicicletas me
parecían muy difíciles de manejar, de tan altas y negras y serias
como eran. Pero los domingos, como una concesión a lo que de festivo
puede tener la vida, ponían entre los radios de la rueda delantera
un as de oros, o unas cintas tremolantes de colorines en los extremos
del manillar. Cuando mi padre se paraba a hablar con algunos de
aquellos viajeros, yo miraba y remiraba la bicicleta con un respeto
reverencial, sin acabar nunca de admirarme de aquella máquina tan
poderosa.
Así
eran las cosas en aquellos tiempos. Y un día ocurrió que una mañana
de verano vi a un grupo de jóvenes urbanos, alegres y modernos,
montados en bicicletas de colores y vestidos también ellos con
camisas y pantalones de colores, con redes de colores cubriendo las
ruedas traseras, haciendo travesuras, pedaleando sin sustancia, como
si montar en bicicleta fuese solo un juego, un pasatiempo de
muchachos. Había también muchachas bellísimas con faldas claras y
zapatillas deportivas. Fue una visión fugaz, y enseguida sus gritos
y sus risas se perdieron en la distancia. Y yo me quedé allí,
boquiabierto, embobado, sin saber aún que aquella era una de esas
experiencias esenciales que todos tenemos en la vida, porque en ese
momento descubrí que, además de las bicicletas laborales, existían
también las bicicletas recreativas, el viajar sin ton ni son, el
hacer del viaje un capricho, una niñería, y creo que ahí, en ese
instante, concluyó de golpe mi primera infancia y comenzó la otra,
esa otra edad donde lo legendario mezcla sus aguas con las de la
razón, sombras y luces formando el claroscuro que ya no nos
abandonará hasta el fin de los días.
Diez bicicletas para treinta sonámbulos. 2019.
No hay comentarios:
Publicar un comentario