A las cinco en punto, Ed Loyce se
lavó, se puso el sombrero y la chaqueta, sacó el coche y atravesó
la ciudad en dirección a su tienda de televisores. Estaba cansado.
Le dolían la espalda y los hombros de excavar tierra del sótano y
transportarla al patio posterior. De todos modos, para ser un hombre
de cuarenta años, lo había hecho muy bien. Janet podría comprarse
un nuevo jarrón con el dinero que había ahorrado, y le gustaba la
idea de reparar personalmente los cimientos.
Estaba
oscureciendo. El sol poniente arrojaba largos rayos sobre los
apresurados peatones que volvían del trabajo, cansados y
malhumorados; mujeres cargadas con bultos y paquetes, estudiantes de
la universidad, se mezclaban con funcionarios, ejecutivos y
secretarias. Detuvo el Packard ante un semáforo en rojo y arrancó
de nuevo. La tienda había estado abierta sin su presencia. Llegaría
justo a tiempo de colaborar hasta la hora de la cena, echar un
vistazo a las cuentas del día y hasta cerrar un par de ventas él
mismo.
Condujo
a poca velocidad frente al pequeño cuadrado de verde situado en el
centro de la calle, el parque de la ciudad. No había aparcamiento
ante TELEVISORES LOYCE - SERVICIO DE VENTA Y REPARACIONES. Maldijo
por lo bajo y ejecutó una maniobra en forma de U. Volvió a pasar
frente al pequeño cuadrado de verde, con la fuente, el banco y la
farola solitarias.
Algo
colgaba de la farola. Un bulto informe y oscuro, que el viento
balanceaba con suavidad. Como una especie de maniquí. Loyce bajó la
ventanilla y asomó la cabeza. ¿Qué demonios era aquello? ¿Algún
anuncio? A veces la Cámara de Comercio ponía anuncios en la plaza.
Dio
otro giro en forma de U. Pasó frente al parque y se concentró en el
bulto oscuro. No era un maniquí. Y de ser un anuncio, era muy raro.
Se le erizó el vello de la nuca y tragó saliva. El sudor cubrió su
rostro y manos.
Era
un cuerpo. Un cuerpo humano.
—¡Fijaos!
—gritó Loyce—. ¡Salid!
Don
Fergusson salió con parsimonia de la tienda y se abotonó su
chaqueta a rayas con dignidad.
—Tengo
un buen negocio entre manos, Bill. No puedo dejar al tipo plantado
ahí.
—¿Lo
ves? —Ed extendió el dedo hacia la creciente oscuridad. La farola
se recortaba contra el cielo; el poste y el bulto que se mecía—.
Allí está. ¿Cuánto tiempo llevará ahí? —Alzó la voz,
nervioso—. ¿Es que la gente se ha vuelto ciega? Pasan de largo
como si tal cosa.
Don
Fergusson encendió un cigarrillo con calma.
—Tranquilo,
muchacho. Tiene que existir un buen motivo para que esté ahí.
—¡Un
motivo! ¿Qué clase de motivo? Fergusson se encogió de hombros.
—Como
aquella vez que el Consejo de Seguridad Vial puso el Buick
destrozado. Una especie de alegato cívico. ¿Cómo quieres que lo
sepa?
Jack
Potter salió de la zapatería y se reunió con ellos.
—¿Qué
ocurre, muchachos?
—Hay
un cuerpo colgado de la farola —dijo Loyce—. Voy a llamar a la
policía.
—Ya
se habrán enterado—dijo Potter—, de lo contrario no seguiría
ahí.
—He
de volver. —Fergusson se encaminó hacia la tienda—. Los negocios
antes que el
placer.
Loyce
empezó a ponerse histérico.
—¿Lo
ves? ¿Lo ves ahí, colgado? ¡Es el cuerpo de un hombre! ¡De un
hombre muerto!
—Claro,
Ed. Lo vi esto tarde cuando salí a tomar café.
—¿Quieres
decir que lleva ahí toda la tarde?
—¡Claro!
¿Qué tiene de malo? —Potter consultó su reloj—. He de darme
prisa. Hasta
luego,
Ed.
Potter
se alejó por la acera y se perdió entre los demás peatones.
Hombres y mujeres, que paseaban ante el parque. Algunos lanzaban una
mirada de curiosidad al bulto oscuro... y seguían adelante. Nadie se
paraba. Nadie le prestaba atención.
—Voy
a volverme loco —susurró Loyce.
Avanzó
hacia el bordillo y cruzó la calle sin respetar el semáforo.
Airados bocinazos saludaron su paso. Por fin, llegó al pequeño
cuadrado de verde.
El
hombre era de mediana edad. Vestía un traje gris roto y manchado de
barro seco. Un forastero. Loyce no le había visto nunca. No era de
la ciudad. Tenía la cara un poco ladeada, y giraba lenta,
silenciosamente, mecido por el viento de la noche. Tenía cortes y
heridas en la piel. Rojas hendiduras, marcas profundas de sangre
coagulada. Unas gafas con montura de acero colgaban grotescamente de
una oreja. Tenía los ojos saltones, la boca abierta, y de ella
surgía una lengua gruesa y azulada.
—Por
el amor de Dios —murmuró Loyce, mareado.
Reprimió
las náuseas y volvió a la acera. Temblaba como una hoja, de asco...
y miedo. ¿Por qué? ¿Quién era ese hombre? ¿Por qué colgaba de
la farola? ¿Qué significaba? Y... ¿por qué nadie se daba cuenta?
Tropezó
con un hombrecillo que caminaba a buen paso por la acera.
—¡Mire
por dónde va! —graznó el hombre—. Ah, eres tú, Ed. Ed asintió,
aturdido.
—Hola,
Jenkins.
—¿Qué
te pasa? —El empleado de la papelería cogió el brazo de Ed—.
Pareces enfermo.
—El
cuerpo. En el parque.
—Claro,
Ed. —Jenkins le condujo hasta la entrada de TELEVISORES
LOYCE - SERVICIO DE VENTA Y REPARACIONES—. Tómatelo con calma.
Margaret
Henderson salió de la joyería y fue a su encuentro.
—¿Paso
algo?
—Ed
no se encuentra bien. Loyce se soltó con violencia.
—¿Qué
hacéis ahí quietos? ¿Es que no lo veis? Por el amor de Dios...
—¿De
qué está hablando? —preguntó Margaret, nerviosa.
—¡Del
cuerpo! —chilló Ed—. ¡Del cuerpo que está colgado allí!
Acudió más gente.
—¿Se
encuentra mal? Es Ed Loyce. ¿Estás bien, Ed?
—¡El
cuerpo! —chilló Loyce, y trató de abrirse paso. Unas manos le
asieron. Se soltó—.
¡Dejadme
ir! ¡La policía! ¡Llamad a la policía!
—Ed...
—¡Será
mejor que llamemos a un médico!
—¡Estará
enfermo!
—O
borracho.
Loyce
luchó por abrirse paso entre la multitud. Tropezó y estuvo a punto
de caer. Vio como a través de una neblina filas de rostros,
curiosos, preocupados, angustiados. Hombres y mujeres se paraban a
ver qué ocurría. Corrió hacia su tienda. Vio que Fergusson estaba
dentro. Hablaba con un hombre y le estaba enseñando un televisor
Emerson. Pete Foley, en el mostrador de reparaciones, ponía a punto
un Philco nuevo. Loyce le gritó como un poseso. El rugido del
tráfico y los murmullos que se alzaban en torno suyo apagaron su
voz.
—¡Haced
algo! —gritó—. ¡No os quedéis ahí parados! ¡Haced algo!
¡Algo está pasando!
¡Algo
no va bien!
La
muchedumbre abrió un respetuoso pasillo a los dos fornidos policías
que avanzaban con aspecto eficiente hacia Loyce.
—¿Nombre?
—murmuró el policía del bloc.
—Loyce.
—Se secó la frente, cansado—. Edward C. Loyce. Escuche, allí
donde...
—¿Dirección?
—preguntó el policía.
El
coche patrulla corría a toda velocidad, sorteando coches y
autobuses. Loyce se dejó caer en el asiento, exhausto y confuso.
Respiró hondo.
—Hurst
Road, 1368.
—¿Eso
es en Pikeville?
—Exacto.
—Loyce se incorporó con un violento esfuerzo—.
Escúcheme. En la plaza, colgado de una farola...
—¿Dónde
estuvo hoy? —preguntó el policía que conducía.
—¿Dónde?
—repitió Loyce.
—No
estuvo en su tienda, ¿verdad?
—No.
—Meneó la cabeza—. No, estuve en casa. En el sótano.
—¿En
el sótano?
—Arreglando
los cimientos. Saqué la tierra para poner un armazón de cemento.
¿Por qué? ¿Qué tiene que ver eso con...?
—¿Había
alguien con usted?
—No.
Mi mujer había ido al centro. Mis hijos estaban en el colegio.
—Loyce paseó la mirada de un policía al otro. Una loca esperanza
resplandeció en su rostro—. ¿Quieren decir que no comprendí
la... explicación porque estaba allí abajo? ¿No lo entendí, al
contrario que los demás?
—Exacto
—dijo el policía del bloc, después de una pausa—. No comprendió
la explicación.
—¿Se
trata de algo oficial, pues? ¿El cuerpo... ha de colgar en el
parque?
—Ha
de colgar en el parque. Para que todo el mundo lo vea. Ed Loyce
esbozó una débil sonrisa.
—Santo
Dios. Supongo que me enfurecí. Pensé que algo había pasado, algo
relacionado con el Ku Klux Klan, por ejemplo. Algún hecho violento,
perpetrado por comunistas o fascistas. —Se secó la cara con el
pañuelo. Sus manos temblaban—. Me alegra saber que todo está
controlado.
—Todo
está controlado.
El
coche se acercaba al Palacio de Justicia. El sol se había puesto.
Las calles estaban oscuras, tenebrosas. Las luces aún no se habían
encendido.
—Me
siento mejor —dijo Loyce—. Me puse muy nervioso. Creo que monté
un circo. Ahora que ya lo he entendido, no hace falta que me lleven a
la comisaría, ¿verdad?
Los
dos policías no dijeron nada.
—Debo
volver a mi tienda. Los chicos aún no han cenado. Estoy bien. Se
acabaron los problemas. ¿Es necesario...?
—No
será muy largo —le interrumpió el policía que conducía. Un
proceso breve. Cuestión de minutos.
—Espero
que sea corto —murmuró Loyce. El coche frenó ante un semáforo—.
Creo que provoqué un altercado. Es curioso, se te alteran los
nervios y...
Loyce
abrió la puerta. Se lanzó a la calle. Los coches que le rodeaban se
pusieron en marcha cuando el semáforo cambió. Loyce saltó al
bordillo y corrió entre la gente, camuflándose entre los numerosos
peatones. A su espalda oyó gritos y pasos apresurados.
No
eran policías. Se había dada cuenta enseguida. Conocía a todos los
policías de Pikeville. Era imposible regentar un negocio en una
ciudad pequeña durante veinticinco años y no conocer a todos los
policías. No eran polis... y no le habían dado ninguna explicación.
Potter, Fergusson, Jenkins, ninguno sabía por qué estaba allí el
cadáver. No lo sabían... y les daba igual. Eso era lo más extraño.
Loyce
entró en una ferretería. Pasó como una flecha entre los
estupefactos empleados y clientes, se coló en el almacén y salió
por la puerta de atrás. Derribó un cubo de basura y bajó un tramo
de escalones de cemento. Trepó a una valla y saltó al otro lado,
jadeante, casi sin resuello.
No
oyó nada detrás de él. Lo había conseguido.
Se
encontraba en la entrada de un tenebroso callejón, sembrado de
tablas, cajas y neumáticos rotos. Vio la calle que se abría al
final. Una farola se encendió. Hombres y mujeres. Tiendas. Rótulos
de neón. Coches.
Y
a su derecha..., la comisaría de policía.
Estaba
cerca, terriblemente cerca. Pasada la plataforma de carga de un
colmado, se alzaba la pared de cemento del Palacio de Justicia.
Ventanas enrejadas. La antena de la policía. Un alto muro de cemento
que se erguía en la oscuridad. Un mal sitio para estar tan cerca. Y
él estaba demasiado cerca. Tenía que seguir adelante, alejarse de
ellos.
¿Ellos?
Loyce
avanzó con cautela por el callejón. Más allá de la comisaria
estaba el Ayuntamiento, la estructura amarilla de madera, latón
dorado y amplios peldaños de cemento, tan pasada de moda. Vio las
innumerables hileras de oficinas, ventanas oscuras, los cedros y los
macizos de flores que flanqueaban la entrada.
Y...
algo más.
Un
retazo de oscuridad, un cono de negrura más espesa que la
circundante se cernía sobre el Ayuntamiento. Un prisma de tinieblas
que se perdía en el cielo. Escuchó. Santo Dios, oyó algo. Algo que
le impulsó frenéticamente a taparse los oídos, a cerrar su mente
para desterrar el ruido. Un zumbido. Un murmullo lejano y apagado,
como un gigantesco enjambre de abejas.
Loyce
levantó la vista, helado de terror. La oscuridad era tan espesa que
casi parecía sólida. Algo se movió en el vórtice. Formas
luminosas. Cosas que descendían del cielo, se detenían un momento
sobre el Ayuntamiento, flotaban sobre él formando un denso enjambre
y después se posaban en silencio sobre el tejado.
Formas.
Formas luminosas venidas del cielo. De la masa oscura que se cernía
sobre él. Les estaba observando.
Loyce
espió durante largo rato, agazapado tras una valla inclinada sobre
un charco de agua espumante. Estaban aterrizando. Descendían en
grupos, se posaban sobre el tejado del Ayuntamiento y desaparecían
en su interior. Tenían alas. Como insectos gigantes. Volaban,
planeaban, aterrizaban, y después se arrastraban como cangrejos, de
lado, sobre el tejado y penetraban en el edificio.
Estaba
horrorizado. Y fascinado. El frío viento de la noche sopló a su
alrededor y se estremeció. Estaba cansado, desconcertado. Había
hombres parados en la escalinata del Ayuntamiento. Grupos de hombres
salían del edificio y se detenían un momento antes de continuar.
¿Habría
más?
No
parecía posible. Lo que descendía de la grieta negra no eran
hombres, sino extraterrestres. Procedentes de otro planeta, otra
dimensión. Se deslizaban por aquella rendija, aquella grieta en la
cáscara del universo. Entraban por el hueco, insectos alados de otro
plano.
Un
grupo de hombres parado en la escalinata del Ayuntamiento se
dispersó. Algunos se dirigieron hacia un coche que aguardaba. Otra
de las formas hizo ademán de volver a entrar en el edificio. Cambió
de idea y se desvió para seguir a los demás.
Loyce
cerró los ojos, horrorizado. Tenía los sentidos en estado de máxima
alerta. Se aferró con fuerza a la valla desvencijada. La forma, la
forma de hombre, había aleteado de súbito y volado hacia los otros.
Se posó sobre la acera, entre ellos.
Pseudohombres.
Hombres de imitación. Insectos con la capacidad de adoptar la forma
de hombres. Como otros insectos comunes en la Tierra. Coloración
protectora. Mimetismo.
Loyce
reaccionó. Se puso en pie lentamente. Había anochecido. La
callejuela estaba totalmente a oscuras, pero quizá podían ver en la
oscuridad. Quizá la oscuridad no representaba ninguna diferencia
para ellos.
Abandonó
el callejón con cautela y salió a la calle. Pasaban hombres y
mujeres, pero pocos. Algunos grupos esperaban en la parada del
autobús. Un enorme autobús se arrastró por la calzada y sus faros
taladraron la oscuridad.
Loyce
avanzó. Se abrió camino entre los que esperaban. Cuando el autobús
paró, subió y se sentó en la parte de atrás cerca de la puerta.
Un momento después, el autobús cobró vida y se puso en movimiento.
Loyce
se serenó un poco. Examinó a la gente que le rodeaba. Rostros
cansados, sombríos. Gente que volvía del trabajo a casa. Rostros
muy vulgares. Nadie le prestó atención. Todos se sentaron en
silencio, hundidos en sus asientos, mecidos por el autobús.
El
hombre sentado a su lado desdobló un periódico. Comenzó a leer la
sección de deportes, moviendo los labios al mismo tiempo. Un hombre
vulgar. Traje azul. Corbata. Un ejecutivo, o un vendedor. Volvía con
su mujer y sus hijos.
Una
joven de unos veinte años al otro lado del pasillo. Ojos y cabello
oscuro, un paquete sobre el regazo. Medias y tacones. Chaqueta roja y
jersey de angora. La vista fija al frente, absorta.
Un
universitario con tejanos y chaqueta de cuero negra.
Una
mujer de triple papada con una inmensa bolsa llena de paquetes. Su
grueso rostro abrumado de cansancio.
Gente
corriente. Del tipo que cada noche cogía el autobús. Volvían a
casa, con sus familias. A cenar. Volvían a casa, con la mente en
blanco. Controlados, cubiertos con la máscara de un extraterrestre
que había aparecido y tomado posesión de ellos, de su ciudad, de
sus vidas. Él también. Sólo que no había estado en la tienda,
sino encerrado en el sótano. De alguna manera, le habían pasado por
alto. Su control no era perfecto, no era infalible.
Quizá
había más.
Loyce
alimentó cierta esperanza. No eran omnipotentes. Habían cometido un
error, no le habían controlado. Su red de control no había caído
sobre él. En aquel momento, se encontraba en el sótano. Por lo
visto, su zona de influencia era limitada.
Unos
pocos asientos más adelante, un hombre le observaba. Loyce
interrumpió sus pensamientos. Un hombre delgado, de cabello oscuro,
con un pequeño bigote. Bien vestido, traje marrón y zapatos
relucientes. Un libro entre sus manos. Miraba a Loyce, le escrutaba.
Apartó la visto al instante.
Loyce
se puso en tensión. ¿Uno de ellos? ¿Otro pasado por alto?
El
hombre volvió a mirarle. Pequeños ojos oscuros, vivos e
inteligentes. Astuto. Un hombre demasiado astuto para ellos..., o una
de aquellas cosas, un insecto extraterrestre.
El
autobús se detuvo. Un anciano subió con lentitud y dejó caer una
ficha en la ranura. Avanzó por el pasillo y se sentó frente a
Loyce. El anciano captó la mirada del otro hombre. Durante una
fracción de segundo, una corriente se estableció entre ambos.
Una
mirada rica en significado.
Loyce
se levantó. El autobús prosiguió su camino. Corrió hacia la
puerta. Bajó un peldaño.
Tiró
de la palanca de emergencia. La puerta se abrió.
—¡Oiga!
—gritó el conductor, al tiempo que frenaba—. ¿Qué coño...?
Loyce
paseó la mirada a su alrededor. El autobús aminoró la velocidad.
Casas por todos los lados. Un distrito residencial, jardines y altos
edificios de apartamentos. El hombre de ojos vivos se había
levantado. El anciano también. Iban en su persecución.
Loyce
saltó. Se estrelló sobre el pavimento con terrorífica fuerza y fue
a parar contra el bordillo. Experimentó dolor en todo el cuerpo.
Dolor y una inmensa oleada de negrura. La rechazó, desesperado.
Consiguió ponerse de rodillas, pero volvió a caer. El autobús se
había detenido. La gente estaba bajando.
Loyce
tanteó a su alrededor. Sus dedos se cerraron sobre algo. Una piedra,
tirada en la cuneta. Se puso en pie y gimió de dolor. Una forma se
cernió sobre él. Un hombre. El hombre de ojos vivos, el del libro.
Loyce
le propinó una patada. El hombre gruñó y cayó. Loyce levantó la
piedra. El hombre chilló y trató de rodar lejos de su alcance.
—¡Alto!
¡Escuche, por el amor de Dios...!
Loyce
golpeó de nuevo. Un espantoso crujido. La voz del hombre enmudeció
y se convirtió en un quejido. Loyce retrocedió. Los otros le
rodeaban. Corrió por la acera hacia un camino particular. Nadie le
siguió. Se habían parado y estaban agachados sobre el cuerpo inerte
del hombre del libro, el hombre de ojos vivos que le había
perseguido.
¿Había
cometido un error?
Era
demasiado tarde para preocuparse por eso. Tenía que escapar,
alejarse de ellos. Salir de Pikeville, dejar atrás el vórtice de
oscuridad, la grieta que comunicaba su mundo con el de ellos.
—¡Ed!
—Janet Loyce retrocedió, nerviosa—. ¿Qué pasa? ¿Qué...?
Loyce cerró la puerta a su espalda y entró en la sala de estar.
—Corre
las cortinas, deprisa. Janet caminó hacia la ventana.
—Pero...
—Haz
lo que digo. ¿Hay alguien más en casa?
—Nadie.
Sólo los gemelos. Están arriba, en su habitación. ¿Qué ha
pasado? Estás muy raro. ¿Por qué has venido a casa?
Ed
cerró con llave la puerta principal. Escudriñó la casa y entró en
la cocina. Del cajón que había debajo del fregadero sacó el gran
cuchillo de carnicero y lo probó con un dedo. Afilado. Muy afilado.
Regresó
a la sala de estar.
—Escúchame
—dijo—, no me queda mucho tiempo. Saben que me he escapado y
andarán en mi busca.
—¿Escapado?
—El rostro de Janet expresó desconcierto y miedo a la vez—.
¿Quiénes?
—Se
han apoderado de la ciudad. Han tomado el control. Lo he comprobado.
Comenzaron por las fuerzas vivas, el Ayuntamiento y el departamento
de policía. Lo que han hecho con los humanos auténticos...
—¿De
qué estás hablando?
—Nos
han invadido. Desde otro universo, otra dimensión. Son insectos.
Miméticos. Y más. Poseen el poder de controlar las mentes. Tu
mente.
—¿Mi
mente?
—Están
entrando por Pikeville. Se han apoderado de todo, de toda la
ciudad..., excepto de mí. Nos enfrentamos a un enemigo
increíblemente poderoso, pero tienen sus limitaciones. Ésa es
nuestra esperanza. ¡Son limitados! ¡Pueden cometer equivocaciones!
Janet
sacudió la cabeza.
—No
entiendo, Ed. Te has vuelto loco.
—¿Loco?
No, ha sido un golpe de suerte. De no haber estado en el sótano,
sería como todos vosotros. —Loyce miró por la ventana—. No
tengo tiempo para hablar. Coge tu chaqueta.
—¿Mi
chaqueta?
—Nos
vamos de Pikeville. Hemos de conseguir ayuda, combatir contra esa
cosa. Derrotarles es posible. No son infalibles. Será difícil, pero
lo lograremos si nos damos prisa. ¡Vamos! —Agarró su brazo con
rudeza—. Coge tu chaqueta y llama a los gemelos. Nos vamos. No te
molestes en hacer las maletas. No tenemos tiempo.
Su
mujer, blanca como la cera, se encaminó al ropero y sacó su
chaqueta.
—¿Adónde
vamos?
Ed
abrió el cajón del escritorio y tiró su contenido al suelo. Cogió
un mapa de carreteras y lo desplegó.
—Tendrán
vigilada la autopista, por supuesto, pero hay una carretera
secundaria, la que va a Oak Grove. Una vez la exploré. Está
prácticamente abandonada. Quizá la hayan olvidado.
—¿La
vieja carretera del Rancho? Santo Dios, está clausurada. Nadie la
utiliza.
—Lo
sé. —Ed guardó el mapa en su chaqueta—. Es nuestra única
oportunidad. Baja a los gemelos y vámonos. El depósito de tu coche
está lleno, ¿verdad?
Janet
estaba perpleja.
—¿El
Chevy? Lo llené ayer por la tarde. —Janet avanzó hacia la
escalera—. Ed, yo...
—¡Llama
a los gemelos!
Ed
abrió la puerta principal y miró afuera. No se veía nada. Ni la
menor señal de vida. De momento, todo iba a pedir de boca.
—Bajad
—gritó Janet con voz temblorosa—. Nos..., nos vamos a dar un
paseo.
—¿Ahora?
Era
la voz de Tommy.
—Daos
prisa—ladró Ed—. Bajad de una vez. Tommy apareció en lo alto de
la escalera.
—Estaba
haciendo los deberes. Hemos empezado con los quebrados. La señorita
Parker ha dicho que si no los hacemos...
—Olvídate
de los quebrados. —Ed agarró a su, hijo cuando bajó y le empujó
hacia la puerta—. ¿Dónde está Jim?
—Ya
baja.
Tommy
caminó poco a poco hacia la puerta.
—¿Qué
pasa, papá?
—Vamos
a dar un paseo.
—¿Un
paseo? ¿Dónde? Ed se volvió hacia Janet.
—Dejaremos
las luces encendidas, y la tele en marcha. Ve a encenderlas. —La
empujó hacia el aparato—. Así pensarán que seguimos...
Oyó
el zumbido. Sacó al instante el largo cuchillo de carnicero. Vio,
horrorizado, que bajaba la escalera hacia él, agitando las alas
Todavía conservaba un vago parecido con Jimmy. Era pequeño. Un
breve vistazo: la cosa se precipitaba hacia él, los fríos e
inhumanos ojos multifacetados. Alas, el cuerpo aún cubierto con la
camiseta y los tejanos, una burda caricatura. Cuando llegó a su lado
giró de forma extraña su cuerpo. ¿Qué pretendía?
Un
aguijón.
Loyce
lo apuñaló con violencia. La cosa retrocedió y zumbó
frenéticamente. Loyce se tiró al suelo y rodó hasta la puerta.
Tommy y Janet estaban inmóviles como estatuas, los rostros
inexpresivos. Loyce descargó el cuchillo de nuevo. Esta vez, el arma
hizo su trabajo. La cosa chilló y trastabilló. Rebotó contra la
pared y cayó al suelo.
Algo
penetró en su mente. Un muro de fuerza, de energía, una mente
extraterrestre que sondeaba la suya. Se quedó paralizado de repente.
Aquella mente entró en contacto con la suya un instante. Una
presencia extraña, abrumadora..., que se apagó cuando el ser se
derrumbó sobre la alfombra.
Estaba
muerto. Le dio la vuelta con el pie. Era un insecto, una mosca.
Camiseta amarilla, tejanos. Su hijo Jimmy... Cerró su mente con
firmeza. Demasiado tarde para pensar en eso. Recogió su cuchillo y
se encaminó a la puerta. Janet y Tommy continuaban petrificados. El
coche estaba fuera. Nunca lo lograría. Le estarían esperando.
Quince kilómetros a pie.
Quince
kilómetros de terreno difícil, barrancos, campos abiertos y colinas
boscosas. Tendría que irse solo. Loyce abrió la puerta. Se volvió
para mirar a su mujer y a su hijo un breve instante. Después, cerró
la puerta de golpe y bajó corriendo los peldaños del porche. Se
internó en la oscuridad y avanzó a toda prisa hacia los límites de
la ciudad.
El
sol de la mañana era cegador. Loyce se detuvo, falto de aliento, y
se tambaleó. El sudor resbalaba sobre sus ojos. La ropa se había
desgarrado en los matorrales y espinos entre los cuales se había
arrastrado. Quince kilómetros... a gatas. Reptando toda la noche.
Los zapatos estaban cubiertos de barro. Estaba herido, entumecido,
completamente agotado.
Pero
delante de él se extendía Oak Grove.
Respiró
hondo y comenzó a bajar la colina. Tropezó y cayó dos veces, se
incorporó y continuó andando. Le zumbaban los oídos. Todo se hacía
confuso. Pero lo había logrado. Había escapado de Pikeville.
Un
granjero que trabajaba en el campo le vio. Una joven le observaba
desde una casa, atónita. Loyce llegó a la carretera. Más adelante
había una gasolinera y un bar. Un par de camiones, algunos gallinas
que picoteaban la tierra, un perro atado con una correa. El empleado
vestido de blanco le miró con suspicacia cuando llegó a la
gasolinera.
—Gracias
a Dios. —Se apoyó en la pared—. No creí que lo conseguiría. Me
han seguido casi todo el rato. Oía sus zumbidos. Zumbaban y
revoloteaban a mi alrededor.
—¿Qué
ha pasado? —preguntó el empleado—. ¿Alguna desgracia? ¿Le han
asaltado? Loyce meneó la cabeza.
—Se
han apoderado de toda la ciudad. El Ayuntamiento y la comisaría de
policía. Colgaron a un hombre de una farola. Eso fue lo primero que
vi. Han bloqueado todas las carreteras. Les vi sobrevolar los coches
que se acercaban. Les burlé a eso de las cuatro. Lo supe enseguida.
Presentí que se alejaban. Y entonces, salió el sol.
El
empleado se humedeció los labios, nervioso.
—Está
chiflado. Será mejor que llama a un médico.
—Lléveme
a Oak Grove jadeó Loyce. Se dejó caer sobre la gravilla—. Hemos
de ponernos en acción ahora mismo.
Grabaron
todo su relato. Cuando terminó, el comisario cerró la grabadora y
se puso en pie. Permaneció inmóvil unos segundos, absorto en sus
pensamientos. Por fin, sacó los cigarrillos y encendió uno, con el
ceño fruncido.
—No
me cree —dijo Loyce.
El
comisario le ofreció un cigarrillo. Loyce lo apartó con
impaciencia.
—Póngase
cómodo. —El comisario se acercó a la ventana y contempló unos
momentos la ciudad de Oak Grove—. Le creo —dijo de repente.
Loyce
se derrumbó.
—Gracias
a Dios.
—De
modo que escapó. —El comisario sacudió la cabeza—. Estaba en el
sótano, no en su tienda. Una posibilidad entre un millón.
Loyce
bebió un poco del café que le habían traído.
—Tengo
una teoría —murmuró.
—¿Cuál
es?
—Sobre
ellos; quiénes son. Se apoderan de una sola zona cada vez.
Empiezan por lo principal, las autoridades más importantes. Desde
allí, se expanden en círculo. Cuando su control es firme, se
dirigen a la siguiente ciudad. Se esparcen con lentitud, muy poco a
poco. Creo que el proceso comenzó hace mucho tiempo.
—¿Mucho
tiempo?
—Miles
de años. No creo que sea reciente.
—¿Por
qué lo dice?
—Cuando
era niño... Una ilustración que nos enseñaron en la Liga Bíblica.
Una ilustración religiosa muy antigua. Los dioses enemigos,
derrotados por Jehová. Moloc, Belcebú, Moab, Baalin, Astarot...
—¿Y?
—Estaban
representados por figuras. —Loyce miró al comisario—.
Belcebú estaba representado por... una mosca gigante.
El
comisario gruñó.
—Una
vieja lucha.
—Fueron
derrotados. La Biblia narra sus derrotas. Ganan a veces pero siempre
acaban derrotados.
—¿Por
qué?
—No
pueden apoderarse de todo el mundo. Fallaron conmigo. Y nunca
pudieron con los hebreos. Los hebreos difundieron el mensaje a todo
el mundo. La certeza del peligro. Los dos hombres del autobús. Creo
que comprendieron. Habían escapado, como yo. Cerró los puños—.
Maté a uno. Cometí una equivocación. Tenía miedo de correr el
riesgo.
El
comisario asintió.
—Sí,
sin duda habían escapado. Como usted. Accidentes fortuitos, pero el
resto de la ciudad estaba firmemente controlado. —Se apartó de la
ventana—. Bien, señor Loyce. Parece que lo ha descubierto todo.
—Todo
no. El hombre ahorcado. El hombre que colgaba de la farola. No lo
entiendo. ¿Por qué? ¿Por qué le colgaron de manera deliberada?
—Parece
sencillo. —El comisario sonrió—. Un cebo. Loyce se puso en
tensión. Su corazón cesó de latir.
—¿Un
cebo? ¿Qué quiere decir?
—Para
hacerle salir. Para que se delatara. Así sabrían quién estaba bajo
control... y quién había escapado.
Loyce
se encogió, horrorizado.
—¡Eso
quiere decir que auguraban fallos! Anticiparon... —Se interrumpió—.
Habían dispuesto una trampa.
—Y
usted se delató. Reaccionó. Se puso en evidencia. —El comisario
avanzó de pronto hacia la puerta—. Venga conmigo, Loyce. Tenemos
mucho que hacer. Hemos de ponernos en acción. No hay tiempo que
perder.
Loyce
se levantó poco a poco, entumecido.
—El
hombre. ¿Quién era ese hombre? Nunca le había visto. No era de la
ciudad. Era un forastero. Sucio, cubierto de barro, la cara arañada,
llena de cortes...
Una
extraña expresión apareció en el rostro del comisario.
—Quizá
también llegue a comprender eso —dijo en voz bajo—. Acompáñeme,
señor Loyce. Sostuvo la puerta, los ojos brillantes. Loyce vio un
momento la calle, frente a la comisaría.
Agentes
de policía, una especie de plataforma. Un poste telefónico... ¡y
una soga!
—Por
aquí —dijo el comisario, y sonrió con frialdad.
Cuando
el sol se puso, el vicepresidente del Banco Mercantil de Oak Grove
salió de la cámara acorazada, echó las pesadas cerraduras de
tiempo, se puso el sombrero y el abrigo, y salió a la calle. Había
poca gente, que caminaba con prisa para ir a cenar.
—Buenas
noches —dijeron los guardias, y cerraron la puerta.
—Buenas
noches —murmuró Clarence Mason.
Se
encaminó al coche. Estaba cansado. Había trabajado todo el día en
la cámara, examinando la distribución de las cajas de seguridad
para ver si había sitio para otra fila. Se alegraba de haber
terminado.
Se
detuvo en la esquina. Las farolas de la calle aún no estaban
encendidas. La oscuridad reinaba en la calle. Todo era vago. Miró a
su alrededor... y se quedó petrificado.
Algo
grande e informe colgaba del poste telefónico que se alzaba frente a
la comisaría de policía. El viento lo mecía levemente.
¿Qué
demonios era?
Mason
se aproximó con cautela. Quería llegar a casa. Estaba cansado y
hambriento. Pensó en su mujer, en sus hijos, en la comida caliente
dispuesta sobre la mesa del comedor. El bulto le sugería algo
ominoso, detestable. No había mucha luz; imposible adivinar qué
era. Sin embargo, le atraía, le impulsaba a verlo mejor. La cosa
informe le inquietaba. Le asustaba. Asustaba... y fascinaba.
Y
lo más extraño era que nadie parecía darse cuenta.
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