La máquina de pensar en gladys.
Antes
de acostarme hice la diaria recorrida por la casa, para controlar que
todo estuviera en orden; la ventana del baño chico, al fondo, estaba
abierta —para que durante la noche se secara la camisa de poliester
que me pondría al día siguiente—; cerré la puerta (para evitar
corrientes de aire); en la cocina, la canilla de la pileta goteaba y
la apreté, la ventana estaba abierta y la dejé así —cerrando la
persiana—; la lata de la basura ya había sido sacada fuera, las
tres llaves de la cocina eléctrica estaban en cero, la perilla de
control de la heladera marcaba 3 (refrigeración suave) y la botella
empezada de agua mineral tenía puesto el tapón hermético, de
plástico; en el comedor, el gran reloj tenía cuerda para algunos
días más y la mesa había sido levantada; en la biblioteca debí
apagar el amplificador, que alguien había dejado encendido, pero el
tocadiscos se había apagado en forma automática; el cenicero del
sillón había sido vaciado; la máquina de pensar en Gladys estaba
enchufada y producía el suave ronroneo habitual; la ventanita alta
que da al pozo de aire estaba abierta, y el humo de los cigarrillos
del día se escapaba, lentamente, por ella; cerré la puerta; en el
living hallé una colilla en el suelo; la deposité en el cenicero de
pie, que la sirvienta se ocupa de vaciar por las mañanas; en mi
dormitorio le di cuerda al despertador, comprobando que la hora que
indicaba coincidía con la del reloj pulsera en mi muñeca, y lo puse
para que sonara media hora más tarde a la mañana siguiente (porque
había decidido suprimir el baño; me sentía un poco resfriado); me
acosté y apagué la luz.
Por
la madrugada desperté inquieto, un ruido desacostumbrado me había
producido un sobresalto; me ovillé en la cama y me cubrí con las
almohadas y me puse las manos en la nuca y esperé el final de todo
aquello con los nervios en tensión: la casa se estaba derrumbando.
La
máquina de pensar en Gladys (negativo)
Antes
de acostarme hago la diaria recorrida por la casa, para controlar que
todo esté en orden; la ventana del baño chico, al fondo, está
cerrada, y el caballo degollado continúa pudriéndose en la bañera;
cierro la puerta, para que el olor no llegue al dormitorio de mi
cuñado; en la cocina, la canilla está cerrada y la abro, apenas
para que gotee; la ventana está abierta y por ella entran el aire
frío de la noche y las gruesas enredaderas del jardín; en la lata
de la basura y a su alrededor continúan amontonándose cáscaras de
banana, y yerba; en la botella quedan restos de vino tinto, veo que
hay moscas flotando, muertas y vivas; el reloj del comedor, cuando yo
enciendo la luz, comienza a tocar las doce campanadas y se abre la
ventanita del cucú y sale la enorme serpiente, se descuelga
interminable hacia el piso y desaparece bajo el aparador; sobre la
mesa, los restos del festín, las manchas de vino en el mantel, la
bombacha rosada de la mujer gorda y un cabo del habano, encendido
aún, del inglés calvo; en la biblioteca todo está en silencio, el
desconocido, de espaldas a mí, lee en la oscuridad —y cuando
pienso en él me corre un frío por la espalda—; la ventanita alta
que da al pozo de aire está abierta, y se escucha el rugido del mar
y los gritos de los pescadores nocturnos; el living está lleno de
gente, hombres y mujeres, dispuestos uno junto a otro, de cara a la
pared, los brazos en alto; entro al dormitorio y encuentro en mi cama
a la mujer, desnuda; promete despertarme mañana a la hora de
siempre; extraigo del cajón de la mesa de luz centenares de paquetes
de preservativos, lleno con ellos los bolsillos del piyama, y entro
al ropero y cierro la puerta desde adentro.
Por
la madrugada me despierto tiritando, alguien ha abierto la ventanita
del ropero y tengo fiebre, estoy bañado en sudor y me duele el ojo
izquierdo, pido a gritos un médico o una ambulancia, pero estoy en
medio de un campo desolado y no hay quien escuche mis gritos.
La máquina de pensar en Gladys. 1970.
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