A Alfonso Cost
A
fuerza de soñar un monstruo, el monstruo nace. Cuando era muy
pequeño tenía siempre la misma pesadilla: algo, amenazador y
espeluznante, vivía agazapado en el fondo del pajar, bajo la vieja
azotea. Yo salía de mi dormitorio en la planta de arriba y
descubría, en su corredor en penumbra, la puerta entornada que daba
al pajar vacío, cavernoso. Con el pánico ya en las entrañas,
intentaba cerrarla desesperadamente pero notaba que mi gesto me
delataba, que su olfato me advertía. Entonces huía, volaba
escaleras abajo con eso persiguiéndome resollante, mugidor. Sentía
la rémora de mis piernas y creía que el voraz inquilino me
alcanzaba, me apresaba, me hendía, me desollaba. Carecía de
atributos concretos. Era una sombra veloz y exacerbada, un toro, una
gigantesca araña, un cárabo nocturno de ojos desorbitados. Podía
tener cuernos, cerdas erizadas, pico o garras. Los miembros me latían
como corazones, el corazón me hormigueaba, ululaba el aire en mis
diminutas fosas nasales. Resbalando sobre los jugos negros y
pegajosos de los escalones, respirando su hedor a fango fluvial,
llegaba jadeante al pasillo iluminado de la planta de abajo y sabía
que por fin estaba a salvo. Siempre el mismo sueño, una noche y otra
noche, reiterado, inextinguible.
Un
buen día, cuando tuve uso de razón, lo vi frente a mí en el
comedor. Había cruzado la frontera, había nacido, arrancado de la
oscuridad, de la incesante digestión de los sueños. Estaba ahí, en
una silla, de manera tangible, perfecta, con su ahora sólida
presencia transferida a este orbe y ocupando el aire, estableciéndose
sin miramientos en mi hogar. Temblé al reconocerlo. Él me observó
con atroz indiferencia. Pero también supe que ni a los monstruos les
conviene estar solos. Desde entonces no volvió a repetirse la
pesadilla y, para dormir, cuento ovejas que saltan ordenadamente la
cerca. Desde entonces aquel monstruo vive conmigo y, para dormir
descuidado, hasta le puse un nombre: Padre.
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