jueves, 27 de abril de 2023

Manteca. Donald Ray Pollock.

En Knockemstiff, Ohio, todo el mundo creía que aquella noche, por primera vez, Duane Myers iba a tener una cita con una mujer de verdad, pero lo cierto era que Duane se lo había inventado. Primero se dedicó a propagar el rumor por toda la hondonada y después se encargó de los detalles en el autocine Torch: dejó un manchurrón de kétchup en el asiento trasero del Chrysler de su padre, derramó vino sobre unas bragas viejas de su hermana y hasta se hizo dos chupetones en el cuello con una cuchara metálica que calentó con un Zippo. Luego se pasó el resto de la velada encogido como un perro detrás del volante y esperando el momento de volver a casa. Se bebió un pack de seis cervezas calientes y vio Women in Cages y Female Moonshiners. El olor a carne quemada flotaba en el coche como el de las palomitas con mantequilla.
Desde que aquella primavera Duane había cumplido dieciséis años, su viejo, Clarence, no había dejado de darle la murga para que se echara novia.
¿Qué coño te pasa? —le preguntó—. Joder, Duane, cuando yo tenía tu edad, estaba desvirgando chavalas por todo el puñetero condado.
Estaban plantando tomateras por aquel huerto alargado y rocoso en el que todos los veranos ponía al chico a trabajar como un esclavo. El viejo se trincaba una birra por cada tres matas de tomatera Big Boy que plantaba Duane. Los surcos estaban llenos de latas dispersas como vainas gigantes.
No es trola, chaval —se jactó Clarence, apoyando el peso en sus flacos cuartos traseros y secándose el sudor del ceño manchado de tierra—. Una vez iba tan puñeteramente salido que me follé un avispero.
Duane seguía avanzando en silencio de rodillas, formando irregulares montículos de arcilla con las manos alrededor de cada planta mustia. Clarence llevaba toda la vida contando aquellas historias; un día era un avispero, al siguiente un calcetín sudado y al otro una pinta de sesos de cerdo. Antes no eran más que chistes, pero ahora las cosas habían cambiado.
Hacia mediados de verano, Clarence parecía estar a punto de venirse abajo. Se pasaba horas caminando por los pastos de detrás de la casa, pisoteando bostas de vaca y preguntándose muy en serio si su hijo no sería acaso el castigo de Dios por haber llevado una vida tan lujuriosa. Por la noche tenía pesadillas en las que Duane se volvía mariquita, igual que aquel chaval de los Dixon que vivían en el Plug Run, al que habían pillado con el camisón de su madre y que luego se había mudado a Columbus para hacerse un cambio de sexo.
Tienes que dejar de leer libros —le aconsejó una mañana mientras estaban sentados a la mesa de la cocina. El viejo tenía una pinta espantosa; saltaba a la vista que acababa de tener otra pesadilla chunga—. Empieza a ver más la tele.
Clarence dio un sorbo de café caliente y apartó el plato de plan blanco y salchicha ahumada con salsa que su mujer adormilada le había puesto delante.
Duane estaba apoyado en la puerta, dando tragos de un vaso de leche fría. Ya llevaba semanas con el estómago hecho polvo. En un intento de eludir los ojos inyectados en sangre y ojerosos de su padre, se puso a echar vistazos nerviosos por la cocina hasta que por fin acertó a ver su propio reflejo ondulante en una sartén reluciente de cobre que colgaba de la pared. Se quedó mirando los cráteres morados que también a él se le hundían en la cara escuálida, las gafas de montura negra y el pelo mal cortado que su padre seguía insistiendo en que llevara al rape.
Mira a la Twiggy esa —le oyó decir—. Joder, yo me la tiraba ahora mismo.
El problema de Duane se convirtió en el tema preferido del viejo. Era incapaz de cerrar el pico. Hasta los cabrones con los que Clarence trabajaba en la fábrica de papel metían baza en el asunto. Todos los días esperaban a que éste entrara en el comedor para ponerse a ventilar a voz en grito que habían encontrado el asiento trasero de los coches deportivos de sus hijos cubierto de semen seco y reluciente como glaseado de rosquilla y los caminos de entrada de sus casas abarrotados de condones usados tirados como babosas gordas y muertas. No paraban de suministrarle nuevos insultos para soltar a Duane: «mariconazo», «sarasa», «muerdealmohadas». Era como echar leña al fuego. Clarence llegaba a casa más tenso que una cuerda de guitarra y cruzaba la puerta de la cocina dando zancadas furiosas, agitando los brazos sudorosos y rebozados de serrín y gritando «¡Nenaza!» a pleno pulmón.
Los amigos de Duane no hacían sino empeorar las cosas. Apenas un par de semanas después de que empezara la escuela, Porter Watson y Wimpy Miller pasaron por delante de su casa de camino a tirarse entre los dos a Geraldine Stubbs. Clarence estaba en calcetines bajo el nogal, bebiéndose una cerveza. Mientras Duane se subía al asiento de atrás del Fairlane, Porter le gritó:
Eh, Clarence, ¿cómo te va, tío?
Mierda —murmuró Duane cuando vio que su padre echaba a andar lentamente hacia ellos.
¿En qué os vais a meter esta noche? —preguntó.
Porter agarró un cigarrillo de la guantera y se lo puso entre los labios.
En Geraldine Stubbs —contestó con una sonrisa.
El pelo negro le llegaba más allá de los hombros cuadrados, tan tupido y reluciente como el de una chica. Llevaba anillos baratos con forma de calaveras y de hojas de marihuana que le dejaban los dedos de un color verde azulado. Se había follado a más chicas de las que se podían contar. Ese mismo verano, su madre le había prohibido entrar en el garaje después de que llevara a casa una camada de ladillas y las extendiera por todo su sofá nuevo.
¿Quién? —preguntó Clarence, pasándose una mano por el pelo al rape crespo y canoso.
Una de las retrasadas de Reub Hill —intervino Wimpy, pasándose un pequeño peine negro por la boca y peinándose el pelo ralo y rojo con la saliva.
Wimpy tenía una cara plana y estúpida y unos dientes largos y amarillos. A Duane le recordaba a un abrelatas.
¿Y es guapa? —preguntó el viejo. Se apoyó en el coche y le echó un trago a la cerveza espumosa.
Porter se encogió de hombros, dio una calada al cigarrillo y dijo:
Bueno, no es que sea gran cosa, pero está claro que sabe abrirse de piernas.
Sí —dijo Wimpy en tono burlón—. Su problema es más bien cerrarlas.
Clarence tiró la botella vacía a la hierba.
¿Qué edad tiene? —preguntó con un eructo.
Quince —respondió Porter.
Clarence sacó un paquete arrugado de Red Man, cogió un buen pellizco de tabaco de mascar y se lo metió en la boca. Echó un largo vistazo a las colinas que rodeaban la hondonada. Las hojas estaban cambiando de color muy deprisa. Ya se veían zonas relucientes rojas y naranjas sobre el fondo de los pinos verdes. Hacía seis meses que al viejo no se le ponía dura.
Es lo que le digo siempre a Duane —dijo por fin con voz solemne—, un coño es un coño. Todos son buenos; lo que pasa es que algunos son mejores que otros.
Lo dijo como si fuera un antiguo filósofo que hubiera pasado siglos rumiando sobre la cuestión. Luego se inclinó para mirar a Duane y se puso a hacerle señales desquiciadas hacia arriba y hacia abajo con las cejas pobladas hasta que Porter salió marcha atrás por el camino de entrada.
Pero Duane no fue capaz. Aparcaron ante la vieja casa de Geraldine e hicieron sonar la bocina hasta que salió. Dando tumbos con la cabeza gacha por el jardín invadido de maleza, enfundada en sus harapos, a Duane le recordó a un fantasma tímido que flotara a pocos centímetros del suelo, en busca de una tumba vacía donde esconderse. Luego, para colmo, le tocó ir a su lado en el asiento de atrás hasta Train Lane mientras Wimpy discutía con Porter sobre a quién le tocaba tirársela primero. Geraldine no dijo palabra, simplemente se quedó encogida contra la portezuela y se bebió las cervezas que le iba dando Wimpy. Olía a meados y tenía pelusa gris pegada al pelo castaño y crespo.
Eres demasiado exigente, carajo —le dijo más tarde Porter a Duane, después de que la dejaran marcharse—. Joder, tu viejo la habría matado a polvos. —Le dio un puñetazo en el brazo a Wimpy y los dos se rieron.
Yo no soy él —replicó Duane, contemplando la enorme mancha de humedad que había quedado en medio del asiento trasero.
Wimpy negó con la cabeza.
Sí, Duane, ¿qué quieres? —dijo, encendiendo un porro—. ¿Terminar como el chiflado de Manteca y su maldita Cher?
Nancy —lo corrigió Duane.
Casi todo el mundo se mofaba de Manteca McComis. Además de ser el chaval más gordo de Knockemstiff, estaba locamente enamorado de Nancy Sinatra, la famosa cantante. Lo sabía todo de ella, hasta su número de pie y su helado favorito. Pero aunque a Manteca le faltaba un tornillo, y dos también, Duane lo consideraba más listo que a Wimpy, y con diferencia.
¿Qué? —dijo Wimpy.
¡Que no es Cher, es Nancy! —gritó Duane.
Luego se volvió y miró cómo Geraldine se alejaba flotando por la zanja enfangada paralela al camino de grava y desaparecía en el interior de la casa a oscuras. De pronto se dio cuenta de que nadie se había molestado en decirle «adiós» ni «gracias» ni siquiera «hasta la próxima, zorra».
Para cuando salió del autocine y volvió a Knockemstiff, ya se le había pasado el subidón de la cerveza y había perdido el aplomo. Mientras subía la última ladera escarpada antes de llegar a la hondonada, aminoró la marcha y se metió por el camino lleno de baches que llevaba a casa de Porter. Era la una de la madrugada, pero la luz del ruinoso garaje todavía estaba encendida. Aquella noche Duane temía por encima de todo enfrentarse sobrio a su padre. Se lo imaginaba esperándolo en el sofá, con una botella entre las piernas, ansioso por examinar las pruebas y acosarlo a preguntas idiotas. Hasta cuando tenía un buen día, hablar con su padre era como verse atrapado en un ascensor en compañía de un caníbal a quien hubieran dejado en ayunas.


Después de detener el coche al lado del Ford destartalado de Porter, Duane apagó el motor y se metió las bragas mojadas de su hermana en el bolsillo. Dio un rodeo al edificio, empujó la cortina de fieltro marrón y pesado que hacía las veces de puerta y entró. Manteca estaba despatarrado encima de dos balas de paja rancia, con el peto mugriento bajado hasta las rodillas, llenas de costras. De una de las vigas colgaba una lámpara de mano enchufada a una extensión de cable eléctrico deshilachada, que iluminaba su barriga descomunal como el foco de un circo. A un par de metros de distancia, Porter y Wimpy se dedicaban a pasarse una pipa de agua y a tirar dardos a la enorme bola de grasa. Se trataba de unos dardos especiales a los que habían limado las puntas hasta dejarlas en un par de centímetros. Cada vez que acertaban en un lugar sensible, le daban a Manteca otra calada de la pipa de plástico. Era el único deporte que se les daba bien.
En cuanto Duane entró por la puerta, Manteca sonrió y gritó con su voz de pato:
Eh, Duane, ¿has visto a mi novia?
A continuación sostuvo en alto la carátula del disco de Nancy Sinatra, el mismo que ya le había enseñado un millón de veces. Se trataba del álbum Boots, el que había convertido a aquella niña rica y malcriada en una verdadera diosa del sexo. En él, Nancy aparecía reclinada con ropa ajustada de gogó, falda de cuero roja y botas hasta la rodilla. Manteca llevaba aquella carátula a todas partes, metida en la pechera del peto. A veces se la ponía delante de su cara gorda y lechosa, a modo de escudo, cuando se disponían a lanzarle otro proyectil. Decía que quería mantener los ojos a salvo.
Duane sonrió y negó con la cabeza.
Carajo, chaval, ¿es que no tienes más discos?
Manteca soltó un chillido risueño, se abrazó a la carátula y le plantó a Nancy un beso húmedo en los labios relucientes.
No, como el suyo ninguno, Duane —dijo.
Porter dio un trago a una lata de cerveza y se la acabó.
Tío, me alegro de que hayas venido —le dijo a Duane—. Cuídanos a este gordo cabrón un rato. Está empezando a ser un puto incordio.
Bah, pero si es buen tío. Mante, ¿te estás portando mal otra vez?
No, Duane, es él —protestó Manteca, señalando con un dedo gordezuelo a Porter—. Bebe demasiada Blue Ribbon.
Porter le guiñó un ojo a Duane y luego le tiró a Manteca la lata vacía a la cabeza.
Duane, esos dos llevan toda la noche follando como locos —dijo, sacándose un encendedor del bolsillo—. No está bien. Propongo que le peguemos fuego a esa puta de cartón a menos que el gordo de su semental esté dispuesto a compartirla.
¡No! ¡No! —gritó Manteca. Intentó ponerse de pie, pero volvió a caerse. De un pequeño pinchazo en la panza le manaba lentamente un jugo rosado que desaparecía entre las dunas de sebo—. Porter, déjala en paz —chilló con voz lastimera, meciéndose sobre las balas de paja.
De pronto, con el rabillo del ojo, Duane vio que Wimpy echaba el brazo hacia atrás.
¡Misil va! —vociferó Wimpy.
Duane vio cómo Manteca se tapaba la cara con la carátula de cartón en el mismo momento en que un dardo rebotaba en su pecho y se clavaba en el suelo de tierra.
Casi te pillo, puto monstruo —soltó Wimpy.
Joder, Wimpy —dijo Manteca, secándose las lágrimas que resbalaban por sus mejillas con la sucia palma—. Como me saques un ojo, mi abuela se va a cabrear.
Muy bien, ya basta —intervino Duane—. Mierda, ya le habéis hecho sangrar otra vez.
Eh, nadie lo obliga —replicó Porter—. Es él quien lo pide.
Era verdad. Manteca estaba dispuesto a hacer lo que fuera con tal de que alguien le prestara atención. A veces, de madrugada, después de que se terminara Armchair Theater y la pantalla de la tele fundiera a negro, se escapaba de casa de su abuela y se pateaba la oscura carretera que cruzaba Knockemstiff. Se dedicaba a despertar a la gente dando golpes en la ventana, les mostraba sus dardos y les suplicaba que salieran a tirarle unos cuantos. Luego se apartaba un poco, se desabrochaba el peto y lo dejaba caer al suelo. Su panza blanca brillaba como si fuera la puta luna. Se podía pasar horas allí plantado, con los mosquitos zumbándole en los oídos y esperando a que alguien saliera e intentara hacer diana con él.
¿A quién le importa? —dijo Wimpy—. Joder, toda su puta tripa ya es una cicatriz. La tiene más dura que una concha de tortuga.
Cogió un dardo y se puso a afilar la punta corta y roma contra una muela que había encima de una mesa de trabajo en el rincón.
Duane le dio a Manteca un trapo grasiento que estaba tirado en el suelo.
Ten, límpiate. Y súbete el peto.
Porter encendió la pipa de agua y se la pasó a Duane.
Joder, tío, ¿qué te ha pasado en el cuello?
Duane se recolocó las gafas y notó que se le subían los colores a la cara. Nunca se le había dado bien mentir.
Que la chavala se me ha intentado comer —le contestó. Era una de las frases que había estado ensayando para su padre.
Wimpy se volvió y se quedó mirando su cuello con los ojos fruncidos.
Caray, ya te digo. Parece que te haya intentado arrancar la cabeza a mordiscos.
Duane no contestó; se limitó a meterse la boquilla de la pipa de agua entre los labios e inhaló el humo pasado por las babas de todos. La hierba tenía un ligero sabor a patatas fritas. Bajo la luz, vio migas que se arremolinaban en el agua burbujeante como diminutos monos marinos. Se estremeció y volvió a inhalar.


En cuanto había oído que Duane iba a llevar a una chica al autocine Torch el viernes por la noche, Porter le había preguntado:
¿Cómo se llama?
Wimpy y él estaban acurrucados sobre la mesa de trabajo del garaje, intentando conectar un reproductor de cartuchos de ocho pistas a una batería goteante de coche.
Duane se había pasado semanas pensando un nombre y había probado un millón hasta dar con el adecuado. Ya se había enamorado de él y cada vez que lo saboreaba le sabía mejor:
Mapel McAdams —dijo despacito.
¿Tiene hermanas? —preguntó Porter inesperadamente.
Eh… No, es hija única —contestó Duane, levantando la RC Cola y dando un trago bien largo.
Wimpy levantó la vista del enredo de cables que estaba envolviendo con cinta aislante.
La conozco —dijo de repente.
Duane tosió y le salió un chorro de refresco burbujeante por la nariz.
¡Hostia puta! —gritó Porter, apartándose de un salto. Se secó la RC que le había salpicado la cara con su antebrazo grande y peludo—. Joder, Duane.
Este recobró el aliento.
Se me ha ido por el otro lado —farfulló. Luego se volvió hacia Wimpy—. ¿Cómo vas a conocerla? Pero si es del pueblo.
¿Y qué? Mi primo Jimmy antes la llevaba por ahí. —Se inclinó hacia delante, cortó la cinta con los dientes y añadió—: Sí, y me dijo que olía tan mal que tenía que bajar las ventanillas.
Ese asqueroso miente como un bellaco —dijo Duane en tono irritado—. Esta chica no es como Geraldine, hostia.
Al fin y al cabo, estaban hablando de Mapel McAdams, no de una zombi con pelusas en el pelo. Además, ¿cómo iban a conocerla? Duane ni siquiera estaba seguro de poder reconocerla. Joder, si todavía se la estaba inventando.
Bueno —escupió Wimpy—, me apuesto lo que queráis a que es la misma.
Bah, eres un imbécil… —empezó a decir Duane, pero se calló de repente.
Se acababa de dar cuenta de que la mentira de Wimpy hacía mucho más creíble a su mujer. Levantó la vista y se quedó un momento mirando un avispero que había pegado a una de las vigas. Luego se marchó en el momento justo en que el reproductor de cartuchos hacía cortocircuito y provocaba una lluvia de chispas de color naranja.


Duane, ¿y ahora te vas a casar? —preguntó Manteca.
Duane le estaba ayudando a ponerse el peto. Manteca tenía una mosca negra aplastada debajo de uno de sus pechos colgantes.
No, Mante, sólo es una chica.
Di más bien una puñetera vampira —intervino Porter—. Espero que no hayas dejado que te la chupara. Viendo cómo te ha puesto el cuello, debe de ser como meter la polla en una picadora de carne.
Wimpy abrió una cerveza y preguntó:
Entonces, Duane, ¿a qué le olía? Y ahora tampoco me mientas.
Duane hizo una pausa para encender su último cigarrillo y repitió la respuesta que tenía preparada:
A pescado frito.
¿Ves? ¿Te lo dije o no te lo dije? —dijo Wimpy.
¿Es tan guapa como Nancy? —preguntó Manteca. Estaba mirando el disco Boots y pasando el dedo por la cara de la cantante.
Joder, gordo de mierda —dijo Wimpy—. Acaba de decirnos que le huele el coño a pescado. ¿Qué te crees, que Duane ha ligado con una estrella de cine?
Porter se acercó más y volvió a mirarle el cuello.
¿Y entonces qué has hecho con ella? —preguntó.
Duane dio una calada larga a su cigarrillo y trató de aparentar despreocupación.
Se lo he lavado con Boones Farm.
Y una mierda —soltó Porter—. Cabrón, pero si no quieres ni hacerlo cuando te toca con Geraldine.
Duane se sacó bruscamente las bragas pegajosas del bolsillo y las sostuvo en alto en medio de la atmósfera cargada de humo.
¿Ah, no? ¿Y de quién crees que son éstas?
Las blandió delante de los ojos inyectados en sangre de Porter como si fuera un torero provocando a un toro. Las bragas eran la prueba definitiva. Se imaginaba a su viejo colgándolas en la pared de la sala de estar como a un animal disecado.
Porter le cogió la mano y se la sujetó con fuerza mientras olisqueaba con cautela el trofeo.
Bah, estás de broma. ¿Seguro que la tal Mapel te ha dejado hacerle eso?
Sí —juró Duane—. Le ha gustado. Compruébalo si quieres. Hay vino de manzana por todo el puto coche de mi viejo.
Porter se volvió hacia Wimpy.
Joder, tal vez tendríamos que probar ese rollo con Geraldine. Darle un baño de vino antes de que te pongas a chupárselo.
Vete a la mierda —le soltó Wimpy.
Mejor todavía —dijo Porter, señalando al otro lado del garaje—: lavárselo con esa puñetera lata de gasolina.


En cuanto Porter y Wimpy se quedaron dormidos, Manteca estiró el brazo y apagó la lámpara portátil.
Esa luz me hace daño a los ojos —murmuró. Luego se volvió a desplomar sobre la paja y se quedó mirando la oscuridad con expresión tétrica—. Duane, no deberías hablar así de tu novia —dijo por fin, ahora en un tono bajo y serio.
Duane no abrió la boca. Estaba despatarrado en una silla de madera, fumándose uno de los Camel de Porter y repasando una vez más su historia antes de irse a casa y enfrentarse a su viejo. De pronto le sobrevino una oleada de asco y lo empapó de vergüenza. Por mucho que no fuera una persona de carne y hueso, sabía que había tratado mal a Mapel y que había dicho cosas de ella que no diría ni de un perro. Volvió a susurrar su nombre, pero ya no le sabía igual. Mapel se había esfumado. Dio otra calada al cigarrillo y se acordó de cómo Geraldine se había alejado flotando por el jardín después de que Porter y Wimpy terminaran con ella.
Se quedaron unos minutos sentados en silencio y luego Manteca volvió a hablar:
¿Duane?
¿Qué quieres ahora?
¿Quieres que cambiemos?
¿Que cambiemos? ¿Que cambiemos el qué?
Te cambio a mi Nancy por tu Mapel.
Duane se quedó mirando a Manteca, sorprendido. El gordo sostenía el álbum de Nancy contra el corazón, con la enorme barriga subiendo y bajando despacio, como si fuera un fuelle gastado. Ya hacía años que tenía a su Nancy; lo hacían todo juntos. Ella lo había protegido de un millar de dardos desencaminados.
Eso no te conviene, Mante.
¿Por qué no? —Seguía con la vista clavada en las vigas.
Duane se lo pensó un momento.
Porque… Porque es tu novia, lo ha sido siempre. Joder, es mucho mejor que Mapel en todo.
Oh, Duane —dijo Manteca con un bostezo—. Nancy ni siquiera es real. No es más que una foto vieja que me dio mi abuela. —Y cerró los ojos.


Duane esperó un rato; luego se puso de pie y se sacó las bragas mojadas de la chaqueta Levi’s. Caminó sin hacer ruido por el suelo de tierra dura y se plantó junto al gordo de su amigo. Ahora Manteca estaba roncando y tenía los brazos fláccidos cruzados encima de la barriga. Olía a patatas fritas y a sudor roñoso. Después de echar un vistazo para asegurarse de que Porter y Wimpy continuaban durmiendo, se fijó en los dardos puestos en fila sobre la mesa de trabajo. Desde que eran niños, Manteca siempre había asegurado que no sentía nada y había insistido en que los dardos no le hacían daño. Pese a todo, Duane siempre le había lanzado los suyos sin levantar el brazo y prometiéndose a sí mismo en secreto que no haría sangrar nunca al muchacho. «Como una puñetera chica», tal como le gustaba decir en tono de burla a Wimpy.
Duane le metió las bragas en el bolsillo lateral del peto; a continuación recogió todos los dardos y salió a la noche. Oyó el retumbar lejano de un tren de carga de la B&O que pasaba por el espinazo curvado del Summit en dirección oeste, hacia Cincinnati. Mientras bajaba hasta el final de la entrada para coches, se quedó mirando la casa de sus padres, que se pudría al fondo de la colina como si fuera un vertedero ilegal, rodeada de la chatarra oxidada del viejo, de las matas descuidadas de lilas y de la niebla gris de octubre. No se podía creer que aquélla fuera su casa.
Mientras se apagaba el ruido del tren, se levantó un viento repentino que empezó a agitar la hierba seca del campo al otro lado de la carretera. El aire frío le hizo cosquillas en el cuello lleno de chupetones. Vio que la luz del porche de sus padres se encendía y se volvía a apagar. Levantó la vista y buscó con la mirada la estrella más brillante del cielo de Knockemstiff; luego dio un paso atrás y le lanzó uno de los dardos. Después se puso a tirarle el resto, tan fuerte como pudo, hasta que todos hubieron desaparecido en la oscuridad que lo rodeaba.

Knockemstiff, 2008.
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario