En Knockemstiff, Ohio, todo el mundo
creía que aquella noche, por primera vez, Duane Myers iba a tener
una cita con una mujer de verdad, pero lo cierto era que Duane se lo
había inventado. Primero se dedicó a propagar el rumor por toda la
hondonada y después se encargó de los detalles en el autocine
Torch: dejó un manchurrón de kétchup en el asiento trasero del
Chrysler de su padre, derramó vino sobre unas bragas viejas de su
hermana y hasta se hizo dos chupetones en el cuello con una cuchara
metálica que calentó con un Zippo. Luego se pasó el resto de la
velada encogido como un perro detrás del volante y esperando el
momento de volver a casa. Se bebió un pack de seis cervezas
calientes y vio Women in Cages y Female Moonshiners. El
olor a carne quemada flotaba en el coche como el de las palomitas con
mantequilla.
Desde
que aquella primavera Duane había cumplido dieciséis años, su
viejo, Clarence, no había dejado de darle la murga para que se
echara novia.
—¿Qué
coño te pasa? —le preguntó—. Joder, Duane, cuando yo tenía tu
edad, estaba desvirgando chavalas por todo el puñetero condado.
Estaban
plantando tomateras por aquel huerto alargado y rocoso en el que
todos los veranos ponía al chico a trabajar como un esclavo. El
viejo se trincaba una birra por cada tres matas de tomatera Big Boy
que plantaba Duane. Los surcos estaban llenos de latas dispersas como
vainas gigantes.
—No
es trola, chaval —se jactó Clarence, apoyando el peso en sus
flacos cuartos traseros y secándose el sudor del ceño manchado de
tierra—. Una vez iba tan puñeteramente salido que me follé un
avispero.
Duane
seguía avanzando en silencio de rodillas, formando irregulares
montículos de arcilla con las manos alrededor de cada planta mustia.
Clarence llevaba toda la vida contando aquellas historias; un día
era un avispero, al siguiente un calcetín sudado y al otro una pinta
de sesos de cerdo. Antes no eran más que chistes, pero ahora las
cosas habían cambiado.
Hacia
mediados de verano, Clarence parecía estar a punto de venirse abajo.
Se pasaba horas caminando por los pastos de detrás de la casa,
pisoteando bostas de vaca y preguntándose muy en serio si su hijo no
sería acaso el castigo de Dios por haber llevado una vida tan
lujuriosa. Por la noche tenía pesadillas en las que Duane se volvía
mariquita, igual que aquel chaval de los Dixon que vivían en el Plug
Run, al que habían pillado con el camisón de su madre y que luego
se había mudado a Columbus para hacerse un cambio de sexo.
—Tienes
que dejar de leer libros —le aconsejó una mañana mientras estaban
sentados a la mesa de la cocina. El viejo tenía una pinta espantosa;
saltaba a la vista que acababa de tener otra pesadilla chunga—.
Empieza a ver más la tele.
Clarence
dio un sorbo de café caliente y apartó el plato de plan blanco y
salchicha ahumada con salsa que su mujer adormilada le había puesto
delante.
Duane
estaba apoyado en la puerta, dando tragos de un vaso de leche fría.
Ya llevaba semanas con el estómago hecho polvo. En un intento de
eludir los ojos inyectados en sangre y ojerosos de su padre, se puso
a echar vistazos nerviosos por la cocina hasta que por fin acertó a
ver su propio reflejo ondulante en una sartén reluciente de cobre
que colgaba de la pared. Se quedó mirando los cráteres morados que
también a él se le hundían en la cara escuálida, las gafas de
montura negra y el pelo mal cortado que su padre seguía insistiendo
en que llevara al rape.
—Mira
a la Twiggy esa —le oyó decir—. Joder, yo me la tiraba ahora
mismo.
El
problema de Duane se convirtió en el tema preferido del viejo. Era
incapaz de cerrar el pico. Hasta los cabrones con los que Clarence
trabajaba en la fábrica de papel metían baza en el asunto. Todos
los días esperaban a que éste entrara en el comedor para ponerse a
ventilar a voz en grito que habían encontrado el asiento trasero de
los coches deportivos de sus hijos cubierto de semen seco y
reluciente como glaseado de rosquilla y los caminos de entrada de sus
casas abarrotados de condones usados tirados como babosas gordas y
muertas. No paraban de suministrarle nuevos insultos para soltar a
Duane: «mariconazo», «sarasa», «muerdealmohadas». Era como
echar leña al fuego. Clarence llegaba a casa más tenso que una
cuerda de guitarra y cruzaba la puerta de la cocina dando zancadas
furiosas, agitando los brazos sudorosos y rebozados de serrín y
gritando «¡Nenaza!» a pleno pulmón.
Los
amigos de Duane no hacían sino empeorar las cosas. Apenas un par de
semanas después de que empezara la escuela, Porter Watson y Wimpy
Miller pasaron por delante de su casa de camino a tirarse entre los
dos a Geraldine Stubbs. Clarence estaba en calcetines bajo el nogal,
bebiéndose una cerveza. Mientras Duane se subía al asiento de atrás
del Fairlane, Porter le gritó:
—Eh,
Clarence, ¿cómo te va, tío?
—Mierda
—murmuró Duane cuando vio que su padre echaba a andar lentamente
hacia ellos.
—¿En
qué os vais a meter esta noche? —preguntó.
Porter
agarró un cigarrillo de la guantera y se lo puso entre los labios.
—En
Geraldine Stubbs —contestó con una sonrisa.
El
pelo negro le llegaba más allá de los hombros cuadrados, tan tupido
y reluciente como el de una chica. Llevaba anillos baratos con forma
de calaveras y de hojas de marihuana que le dejaban los dedos de un
color verde azulado. Se había follado a más chicas de las que se
podían contar. Ese mismo verano, su madre le había prohibido entrar
en el garaje después de que llevara a casa una camada de ladillas y
las extendiera por todo su sofá nuevo.
—¿Quién?
—preguntó Clarence, pasándose una mano por el pelo al rape crespo
y canoso.
—Una
de las retrasadas de Reub Hill —intervino Wimpy, pasándose un
pequeño peine negro por la boca y peinándose el pelo ralo y rojo
con la saliva.
Wimpy
tenía una cara plana y estúpida y unos dientes largos y amarillos.
A Duane le recordaba a un abrelatas.
—¿Y
es guapa? —preguntó el viejo. Se apoyó en el coche y le echó un
trago a la cerveza espumosa.
Porter
se encogió de hombros, dio una calada al cigarrillo y dijo:
—Bueno,
no es que sea gran cosa, pero está claro que sabe abrirse de
piernas.
—Sí
—dijo Wimpy en tono burlón—. Su problema es más bien cerrarlas.
Clarence
tiró la botella vacía a la hierba.
—¿Qué
edad tiene? —preguntó con un eructo.
—Quince
—respondió Porter.
Clarence
sacó un paquete arrugado de Red Man, cogió un buen pellizco de
tabaco de mascar y se lo metió en la boca. Echó un largo vistazo a
las colinas que rodeaban la hondonada. Las hojas estaban cambiando de
color muy deprisa. Ya se veían zonas relucientes rojas y naranjas
sobre el fondo de los pinos verdes. Hacía seis meses que al viejo no
se le ponía dura.
—Es
lo que le digo siempre a Duane —dijo por fin con voz solemne—, un
coño es un coño. Todos son buenos; lo que pasa es que algunos son
mejores que otros.
Lo
dijo como si fuera un antiguo filósofo que hubiera pasado siglos
rumiando sobre la cuestión. Luego se inclinó para mirar a Duane y
se puso a hacerle señales desquiciadas hacia arriba y hacia abajo
con las cejas pobladas hasta que Porter salió marcha atrás por el
camino de entrada.
Pero
Duane no fue capaz. Aparcaron ante la vieja casa de Geraldine e
hicieron sonar la bocina hasta que salió. Dando tumbos con la cabeza
gacha por el jardín invadido de maleza, enfundada en sus harapos, a
Duane le recordó a un fantasma tímido que flotara a pocos
centímetros del suelo, en busca de una tumba vacía donde
esconderse. Luego, para colmo, le tocó ir a su lado en el asiento de
atrás hasta Train Lane mientras Wimpy discutía con Porter sobre a
quién le tocaba tirársela primero. Geraldine no dijo palabra,
simplemente se quedó encogida contra la portezuela y se bebió las
cervezas que le iba dando Wimpy. Olía a meados y tenía pelusa gris
pegada al pelo castaño y crespo.
—Eres
demasiado exigente, carajo —le dijo más tarde Porter a Duane,
después de que la dejaran marcharse—. Joder, tu viejo la habría
matado a polvos. —Le dio un puñetazo en el brazo a Wimpy y los dos
se rieron.
—Yo
no soy él —replicó Duane, contemplando la enorme mancha de
humedad que había quedado en medio del asiento trasero.
Wimpy
negó con la cabeza.
—Sí,
Duane, ¿qué quieres? —dijo, encendiendo un porro—. ¿Terminar
como el chiflado de Manteca y su maldita Cher?
—Nancy
—lo corrigió Duane.
Casi
todo el mundo se mofaba de Manteca McComis. Además de ser el chaval
más gordo de Knockemstiff, estaba locamente enamorado de Nancy
Sinatra, la famosa cantante. Lo sabía todo de ella, hasta su número
de pie y su helado favorito. Pero aunque a Manteca le faltaba un
tornillo, y dos también, Duane lo consideraba más listo que a
Wimpy, y con diferencia.
—¿Qué?
—dijo Wimpy.
—¡Que
no es Cher, es Nancy! —gritó Duane.
Luego
se volvió y miró cómo Geraldine se alejaba flotando por la zanja
enfangada paralela al camino de grava y desaparecía en el interior
de la casa a oscuras. De pronto se dio cuenta de que nadie se había
molestado en decirle «adiós» ni «gracias» ni siquiera «hasta la
próxima, zorra».
Para
cuando salió del autocine y volvió a Knockemstiff, ya se le había
pasado el subidón de la cerveza y había perdido el aplomo. Mientras
subía la última ladera escarpada antes de llegar a la hondonada,
aminoró la marcha y se metió por el camino lleno de baches que
llevaba a casa de Porter. Era la una de la madrugada, pero la luz del
ruinoso garaje todavía estaba encendida. Aquella noche Duane temía
por encima de todo enfrentarse sobrio a su padre. Se lo imaginaba
esperándolo en el sofá, con una botella entre las piernas, ansioso
por examinar las pruebas y acosarlo a preguntas idiotas. Hasta cuando
tenía un buen día, hablar con su padre era como verse atrapado en
un ascensor en compañía de un caníbal a quien hubieran dejado en
ayunas.
Después
de detener el coche al lado del Ford destartalado de Porter, Duane
apagó el motor y se metió las bragas mojadas de su hermana en el
bolsillo. Dio un rodeo al edificio, empujó la cortina de fieltro
marrón y pesado que hacía las veces de puerta y entró. Manteca
estaba despatarrado encima de dos balas de paja rancia, con el peto
mugriento bajado hasta las rodillas, llenas de costras. De una de las
vigas colgaba una lámpara de mano enchufada a una extensión de
cable eléctrico deshilachada, que iluminaba su barriga descomunal
como el foco de un circo. A un par de metros de distancia, Porter y
Wimpy se dedicaban a pasarse una pipa de agua y a tirar dardos a la
enorme bola de grasa. Se trataba de unos dardos especiales a los que
habían limado las puntas hasta dejarlas en un par de centímetros.
Cada vez que acertaban en un lugar sensible, le daban a Manteca otra
calada de la pipa de plástico. Era el único deporte que se les daba
bien.
En
cuanto Duane entró por la puerta, Manteca sonrió y gritó con su
voz de pato:
—Eh,
Duane, ¿has visto a mi novia?
A
continuación sostuvo en alto la carátula del disco de Nancy
Sinatra, el mismo que ya le había enseñado un millón de veces. Se
trataba del álbum Boots, el que había convertido a aquella
niña rica y malcriada en una verdadera diosa del sexo. En él, Nancy
aparecía reclinada con ropa ajustada de gogó, falda de cuero roja y
botas hasta la rodilla. Manteca llevaba aquella carátula a todas
partes, metida en la pechera del peto. A veces se la ponía delante
de su cara gorda y lechosa, a modo de escudo, cuando se disponían a
lanzarle otro proyectil. Decía que quería mantener los ojos a
salvo.
Duane
sonrió y negó con la cabeza.
—Carajo,
chaval, ¿es que no tienes más discos?
Manteca
soltó un chillido risueño, se abrazó a la carátula y le plantó a
Nancy un beso húmedo en los labios relucientes.
—No,
como el suyo ninguno, Duane —dijo.
Porter
dio un trago a una lata de cerveza y se la acabó.
—Tío,
me alegro de que hayas venido —le dijo a Duane—. Cuídanos a este
gordo cabrón un rato. Está empezando a ser un puto incordio.
—Bah,
pero si es buen tío. Mante, ¿te estás portando mal otra vez?
—No,
Duane, es él —protestó Manteca, señalando con un dedo gordezuelo
a Porter—. Bebe demasiada Blue Ribbon.
Porter
le guiñó un ojo a Duane y luego le tiró a Manteca la lata vacía a
la cabeza.
—Duane,
esos dos llevan toda la noche follando como locos —dijo, sacándose
un encendedor del bolsillo—. No está bien. Propongo que le
peguemos fuego a esa puta de cartón a menos que el gordo de su
semental esté dispuesto a compartirla.
—¡No!
¡No! —gritó Manteca. Intentó ponerse de pie, pero volvió a
caerse. De un pequeño pinchazo en la panza le manaba lentamente un
jugo rosado que desaparecía entre las dunas de sebo—. Porter,
déjala en paz —chilló con voz lastimera, meciéndose sobre las
balas de paja.
De
pronto, con el rabillo del ojo, Duane vio que Wimpy echaba el brazo
hacia atrás.
—¡Misil
va! —vociferó Wimpy.
Duane
vio cómo Manteca se tapaba la cara con la carátula de cartón en el
mismo momento en que un dardo rebotaba en su pecho y se clavaba en el
suelo de tierra.
—Casi
te pillo, puto monstruo —soltó Wimpy.
—Joder,
Wimpy —dijo Manteca, secándose las lágrimas que resbalaban por
sus mejillas con la sucia palma—. Como me saques un ojo, mi abuela
se va a cabrear.
—Muy
bien, ya basta —intervino Duane—. Mierda, ya le habéis hecho
sangrar otra vez.
—Eh,
nadie lo obliga —replicó Porter—. Es él quien lo pide.
Era
verdad. Manteca estaba dispuesto a hacer lo que fuera con tal de que
alguien le prestara atención. A veces, de madrugada, después de que
se terminara Armchair Theater y la pantalla de la tele
fundiera a negro, se escapaba de casa de su abuela y se pateaba la
oscura carretera que cruzaba Knockemstiff. Se dedicaba a despertar a
la gente dando golpes en la ventana, les mostraba sus dardos y les
suplicaba que salieran a tirarle unos cuantos. Luego se apartaba un
poco, se desabrochaba el peto y lo dejaba caer al suelo. Su panza
blanca brillaba como si fuera la puta luna. Se podía pasar horas
allí plantado, con los mosquitos zumbándole en los oídos y
esperando a que alguien saliera e intentara hacer diana con él.
—¿A
quién le importa? —dijo Wimpy—. Joder, toda su puta tripa ya es
una cicatriz. La tiene más dura que una concha de tortuga.
Cogió
un dardo y se puso a afilar la punta corta y roma contra una muela
que había encima de una mesa de trabajo en el rincón.
Duane
le dio a Manteca un trapo grasiento que estaba tirado en el suelo.
—Ten,
límpiate. Y súbete el peto.
Porter
encendió la pipa de agua y se la pasó a Duane.
—Joder,
tío, ¿qué te ha pasado en el cuello?
Duane
se recolocó las gafas y notó que se le subían los colores a la
cara. Nunca se le había dado bien mentir.
—Que
la chavala se me ha intentado comer —le contestó. Era una de las
frases que había estado ensayando para su padre.
Wimpy
se volvió y se quedó mirando su cuello con los ojos fruncidos.
—Caray,
ya te digo. Parece que te haya intentado arrancar la cabeza a
mordiscos.
Duane
no contestó; se limitó a meterse la boquilla de la pipa de agua
entre los labios e inhaló el humo pasado por las babas de todos. La
hierba tenía un ligero sabor a patatas fritas. Bajo la luz, vio
migas que se arremolinaban en el agua burbujeante como diminutos
monos marinos. Se estremeció y volvió a inhalar.
En
cuanto había oído que Duane iba a llevar a una chica al autocine
Torch el viernes por la noche, Porter le había preguntado:
—¿Cómo
se llama?
Wimpy
y él estaban acurrucados sobre la mesa de trabajo del garaje,
intentando conectar un reproductor de cartuchos de ocho pistas a una
batería goteante de coche.
Duane
se había pasado semanas pensando un nombre y había probado un
millón hasta dar con el adecuado. Ya se había enamorado de él y
cada vez que lo saboreaba le sabía mejor:
—Mapel
McAdams —dijo despacito.
—¿Tiene
hermanas? —preguntó Porter inesperadamente.
—Eh…
No, es hija única —contestó Duane, levantando la RC Cola y dando
un trago bien largo.
Wimpy
levantó la vista del enredo de cables que estaba envolviendo con
cinta aislante.
—La
conozco —dijo de repente.
Duane
tosió y le salió un chorro de refresco burbujeante por la nariz.
—¡Hostia
puta! —gritó Porter, apartándose de un salto. Se secó la RC que
le había salpicado la cara con su antebrazo grande y peludo—.
Joder, Duane.
Este
recobró el aliento.
—Se
me ha ido por el otro lado —farfulló. Luego se volvió hacia
Wimpy—. ¿Cómo vas a conocerla? Pero si es del pueblo.
—¿Y
qué? Mi primo Jimmy antes la llevaba por ahí. —Se inclinó hacia
delante, cortó la cinta con los dientes y añadió—: Sí, y me
dijo que olía tan mal que tenía que bajar las ventanillas.
—Ese
asqueroso miente como un bellaco —dijo Duane en tono irritado—.
Esta chica no es como Geraldine, hostia.
Al
fin y al cabo, estaban hablando de Mapel McAdams, no de una zombi con
pelusas en el pelo. Además, ¿cómo iban a conocerla? Duane ni
siquiera estaba seguro de poder reconocerla. Joder, si todavía se la
estaba inventando.
—Bueno
—escupió Wimpy—, me apuesto lo que queráis a que es la misma.
—Bah,
eres un imbécil… —empezó a decir Duane, pero se calló de
repente.
Se
acababa de dar cuenta de que la mentira de Wimpy hacía mucho más
creíble a su mujer. Levantó la vista y se quedó un momento mirando
un avispero que había pegado a una de las vigas. Luego se marchó en
el momento justo en que el reproductor de cartuchos hacía
cortocircuito y provocaba una lluvia de chispas de color naranja.
—Duane,
¿y ahora te vas a casar? —preguntó Manteca.
Duane
le estaba ayudando a ponerse el peto. Manteca tenía una mosca negra
aplastada debajo de uno de sus pechos colgantes.
—No,
Mante, sólo es una chica.
—Di
más bien una puñetera vampira —intervino Porter—. Espero que no
hayas dejado que te la chupara. Viendo cómo te ha puesto el cuello,
debe de ser como meter la polla en una picadora de carne.
Wimpy
abrió una cerveza y preguntó:
—Entonces,
Duane, ¿a qué le olía? Y ahora tampoco me mientas.
Duane
hizo una pausa para encender su último cigarrillo y repitió la
respuesta que tenía preparada:
—A
pescado frito.
—¿Ves?
¿Te lo dije o no te lo dije? —dijo Wimpy.
—¿Es
tan guapa como Nancy? —preguntó Manteca. Estaba mirando el disco
Boots y pasando el dedo por la cara de la cantante.
—Joder,
gordo de mierda —dijo Wimpy—. Acaba de decirnos que le huele el
coño a pescado. ¿Qué te crees, que Duane ha ligado con una
estrella de cine?
Porter
se acercó más y volvió a mirarle el cuello.
—¿Y
entonces qué has hecho con ella? —preguntó.
Duane
dio una calada larga a su cigarrillo y trató de aparentar
despreocupación.
—Se
lo he lavado con Boones Farm.
—Y
una mierda —soltó Porter—. Cabrón, pero si no quieres ni
hacerlo cuando te toca con Geraldine.
Duane
se sacó bruscamente las bragas pegajosas del bolsillo y las sostuvo
en alto en medio de la atmósfera cargada de humo.
—¿Ah,
no? ¿Y de quién crees que son éstas?
Las
blandió delante de los ojos inyectados en sangre de Porter como si
fuera un torero provocando a un toro. Las bragas eran la prueba
definitiva. Se imaginaba a su viejo colgándolas en la pared de la
sala de estar como a un animal disecado.
Porter
le cogió la mano y se la sujetó con fuerza mientras olisqueaba con
cautela el trofeo.
—Bah,
estás de broma. ¿Seguro que la tal Mapel te ha dejado hacerle eso?
—Sí
—juró Duane—. Le ha gustado. Compruébalo si quieres. Hay vino
de manzana por todo el puto coche de mi viejo.
Porter
se volvió hacia Wimpy.
—Joder,
tal vez tendríamos que probar ese rollo con Geraldine. Darle un baño
de vino antes de que te pongas a chupárselo.
—Vete
a la mierda —le soltó Wimpy.
—Mejor
todavía —dijo Porter, señalando al otro lado del garaje—:
lavárselo con esa puñetera lata de gasolina.
En
cuanto Porter y Wimpy se quedaron dormidos, Manteca estiró el brazo
y apagó la lámpara portátil.
—Esa
luz me hace daño a los ojos —murmuró. Luego se volvió a
desplomar sobre la paja y se quedó mirando la oscuridad con
expresión tétrica—. Duane, no deberías hablar así de tu novia
—dijo por fin, ahora en un tono bajo y serio.
Duane
no abrió la boca. Estaba despatarrado en una silla de madera,
fumándose uno de los Camel de Porter y repasando una vez más su
historia antes de irse a casa y enfrentarse a su viejo. De pronto le
sobrevino una oleada de asco y lo empapó de vergüenza. Por mucho
que no fuera una persona de carne y hueso, sabía que había tratado
mal a Mapel y que había dicho cosas de ella que no diría ni de un
perro. Volvió a susurrar su nombre, pero ya no le sabía igual.
Mapel se había esfumado. Dio otra calada al cigarrillo y se acordó
de cómo Geraldine se había alejado flotando por el jardín después
de que Porter y Wimpy terminaran con ella.
Se
quedaron unos minutos sentados en silencio y luego Manteca volvió a
hablar:
—¿Duane?
—¿Qué
quieres ahora?
—¿Quieres
que cambiemos?
—¿Que
cambiemos? ¿Que cambiemos el qué?
—Te
cambio a mi Nancy por tu Mapel.
Duane
se quedó mirando a Manteca, sorprendido. El gordo sostenía el álbum
de Nancy contra el corazón, con la enorme barriga subiendo y bajando
despacio, como si fuera un fuelle gastado. Ya hacía años que tenía
a su Nancy; lo hacían todo juntos. Ella lo había protegido de un
millar de dardos desencaminados.
—Eso
no te conviene, Mante.
—¿Por
qué no? —Seguía con la vista clavada en las vigas.
Duane
se lo pensó un momento.
—Porque…
Porque es tu novia, lo ha sido siempre. Joder, es mucho mejor que
Mapel en todo.
—Oh,
Duane —dijo Manteca con un bostezo—. Nancy ni siquiera es real.
No es más que una foto vieja que me dio mi abuela. —Y cerró los
ojos.
Duane
esperó un rato; luego se puso de pie y se sacó las bragas mojadas
de la chaqueta Levi’s. Caminó sin hacer ruido por el suelo de
tierra dura y se plantó junto al gordo de su amigo. Ahora Manteca
estaba roncando y tenía los brazos fláccidos cruzados encima de la
barriga. Olía a patatas fritas y a sudor roñoso. Después de echar
un vistazo para asegurarse de que Porter y Wimpy continuaban
durmiendo, se fijó en los dardos puestos en fila sobre la mesa de
trabajo. Desde que eran niños, Manteca siempre había asegurado que
no sentía nada y había insistido en que los dardos no le hacían
daño. Pese a todo, Duane siempre le había lanzado los suyos sin
levantar el brazo y prometiéndose a sí mismo en secreto que no
haría sangrar nunca al muchacho. «Como una puñetera chica», tal
como le gustaba decir en tono de burla a Wimpy.
Duane
le metió las bragas en el bolsillo lateral del peto; a continuación
recogió todos los dardos y salió a la noche. Oyó el retumbar
lejano de un tren de carga de la B&O que pasaba por el espinazo
curvado del Summit en dirección oeste, hacia Cincinnati. Mientras
bajaba hasta el final de la entrada para coches, se quedó mirando la
casa de sus padres, que se pudría al fondo de la colina como si
fuera un vertedero ilegal, rodeada de la chatarra oxidada del viejo,
de las matas descuidadas de lilas y de la niebla gris de octubre. No
se podía creer que aquélla fuera su casa.
Mientras
se apagaba el ruido del tren, se levantó un viento repentino que
empezó a agitar la hierba seca del campo al otro lado de la
carretera. El aire frío le hizo cosquillas en el cuello lleno de
chupetones. Vio que la luz del porche de sus padres se encendía y se
volvía a apagar. Levantó la vista y buscó con la mirada la
estrella más brillante del cielo de Knockemstiff; luego dio un paso
atrás y le lanzó uno de los dardos. Después se puso a tirarle el
resto, tan fuerte como pudo, hasta que todos hubieron desaparecido en
la oscuridad que lo rodeaba.
Knockemstiff, 2008.
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