domingo, 7 de mayo de 2023

Los reptadores. Philip K. Dick.

Construía, y cuanto más construía más le gustaba construir. La cálida luz del sol se filtraba hacia abajo; la brisa del verano se agitaba a su alrededor, mientras trabajaba animadamente. Cuando se acabó el material, paró y descansó. El edificio no era grande; se trataba más de un modelo a escala que otra cosa. Una parte de su cerebro se lo decía, mientras la otra hervía de entusiasmo y orgullo. Al menos, era lo bastante grande para poder entrar. Se arrastró por el túnel de entrada y se enroscó en su interior, complacido.
Algunos fragmentos de tierra cayeron por una grieta del techo. Rezumó un fluido pegajoso y reforzó aquel punto. El aire que llenaba el edificio era limpio y frío, casi libre de polvo. Se arrastró por última vez sobre las paradas interiores y dejó un rastro pegajoso, que no tardó en secarse. ¿Qué más necesitaba? Estaba un poco amodorrado; se quedaría dormido al cabo de unos instantes.
Pensó en ella y extendió una parte de su cuerpo por la entrada todavía abierta. Aquella parte montó vigilancia, mientras el resto se sumía en un sueño reparador. Estaba feliz y contento, consciente de que desde lejos sólo se veía un montoncillo de arcilla gris. Nadie se fijaría; nadie adivinaría lo que yacía debajo.
Y si se fijaba, tenía métodos para solucionar el problema.


El granjero detuvo su vieja camioneta Ford con un chirrido de frenos. Maldijo y retrocedió unos metros.
Ahí hay uno. Baje y échele un vistazo. Tenga cuidado con los coches. Por aquí van muy deprisa.
Ernest Gretry abrió la puerta de la cabina y saltó a la caldeada carretera. El aire olía a sol y hierba seca. Los insectos zumbaron a su alrededor mientras avanzaba con cautela por la carretera, las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, su cuerpo enjuto inclinado hacia adelante. Se detuvo y escudriñó el suelo.
La cosa había sido aplastada a conciencia. Marcas de ruedas la cruzaban por cuatro sitios diferentes y sus órganos internos habían estallado. Era como una babosa, un tubo alargado y viscoso, con los órganos de los sentidos en un extremo y una confusa masa de extensiones protoplasmáticas en el otro.
Lo que más le impresionó fue la cara. Tardó un poco en mirarla directamente. Antes, contempló la carretera, las colinas, los enormes cedros, cualquier cosa menos aquello. Había un brillo en los ojillos muertos, que se iba desvaneciendo rápidamente. No eran los ojos opacos de un pez, estúpidos y vagos. La vida los había animado, una vida de la que apenas había obtenido una breve visión, antes de que el camión la aplastara.
Cruzan de vez en cuando —dijo en voz bajo el granjero—. A veces, llegan incluso a la ciudad. La primera que vi iba por en medio de la calle Grant, a unos cincuenta metros por hora. Van muy despacio. Algunos niños las persiguen. Yo, si las veo, prefiero evitarlas.
Gretry dio un puntapié a la cosa. Se preguntó vagamente cuántas habría entre los arbustos y en las colinas. Vio casas apartadas de la carretera, relucientes cuadrados blancos bajo el sol de Tennessee. Caballos y ganado adormilado. Gallinas sucias que picoteaban el suelo. Un país dormido y apacible, bañado por el sol de finales de verano.
Allí, en la ladera de aquellas colinas —señaló el granjero—. ¿Quiere recoger los restos? Hay una guardada en un gran depósito, en la delegación de la Standard Oil. Llenaron el depósito de queroseno para intentar conservarla. Muerta, desde luego. Está en muy buena forma, comparada con ésta. Joe Jackson le partió la cabeza con un garrote. La encontró una noche reptando en su propiedad.
Gretry volvió al camión, tembloroso. Tenía el estómago revuelto y tuvo que respirar hondo varias veces.
No sabía que había tantas. Cuando me enviaron desde Washington, dijeron que se habían visto muy pocas.
Hay un montón. —El granjero puso en marcha la camioneta y esquivó con gran cuidado los restos esparcidos sobre la carretera. Hemos tratado de acostumbrarnos a ellas, pero es imposible. Resultan muy desagradables. Mucha gente se está marchando. Se nota en el aire una especie de abatimiento. Tenemos este problema y hay que hacerle frente. —Aceleró, sus manos correosas aferradas al volante—. Da la impresión de que cada vez nacen menos niños normales.—¿Dónde está el laboratorio radiactivo? —preguntó.


De vuelta a la ciudad, Gretry llamó a Freeman desde una cabina instalada en el ruinoso vestíbulo del hotel.
Hay que hacer algo. Están por todas partes. A las tres iré a ver una colonia. El tipo que se encarga de la parada de taxis sabe dónde están. Dice que habrá unas once o doce juntas.
¿Qué opina la gente de la zona?
¿A usted qué le parece? Creen que es el Juicio Final. Tal vez tengan razón.
Tendríamos que haberles trasladado hace tiempo, y limpiado toda la zona. Ahora no tendríamos este problema. —Freeman hizo una pausa—. ¿Qué sugiere usted?
La isla que escogimos para las pruebas de la bomba H.
Es una isla muy grande. Tuvimos que trasladar y establecer en otro sitio a un grupo numeroso de nativos. Dios santo, ¿tantos hay?
Los ciudadanos exageran, por supuesto, pero tengo la impresión de que habrá alrededor de un centenar.
Freeman guardó silencio durante largo ratoNo lo sabía —dijo por fin—. Tendré que consultarlo con las altas esferas, desde luego.
Habrá que someter la isla a más pruebas, pero comprendo la urgencia.
Me gustaría. La situación es grave. Hay que desembarazarse de estas cosas. La gente no puede convivir con estos monstruos. Déjese caer por aquí y eche un vistazo. No lo olvidará jamás.
Veré qué puedo hacer. Hablaré con Gordon. Llámeme mañana.
Gretry colgó, abandonó el sucio y destartalado vestíbulo, y salió a la acera, calcinada por el sol. Tiendas mugrientas y coches aparcados. Algunos viejos sentados en peldaños y sillas desvencijadas. Encendió un cigarrillo con mano temblorosa y consultó su reloj. Eran casi las tres. Se encaminó con paso lento hacia la parada de taxis.
La ciudad estaba muerta. Nada se movía. Sólo los viejos petrificados en sus sillas y los coches de otras ciudades que pasaban a toda velocidad por la autopista. Una capa de polvo y silencio se cernía sobre todo. La vejez, como una gran araña gris, cubría todas las casas y tiendas. Ni una risa. Ni el menor ruido.
Ningún niño jugaba.
Un sucio taxi azul se detuvo en silencio a su lado.
Aquí estoy, señor —dijo el chófer, un hombre con cara de rata, de unos treinta años, un palillo colgando entre sus dientes torcidos—. Vámonos.
¿Está muy lejos? —preguntó Gretry mientras salía.
Nada más salir de la ciudad. —El vehículo aceleró con gran estrépito, sacudiéndose como una tartana—. ¿Es usted del FBI?
No.
Lo he dicho por el traje y el sombrero. —El chófer le dirigió una mirada de curiosidad—. ¿Cómo se enteró de los reptadores?
Por el laboratorio de radiactividad.
Sí, es por culpa de lo que hacen allí. —El chófer salió de la autopista y se adentró en una carretera de tierra—. Es por aquí, en la granja de los Higgins. Esos malditos bichos eligieron el terreno de la vieja Higgins para construir sus casas.
¿Casas?
Tienen una especie de ciudad subterránea. Ya lo verá... Las entradas, al menos.
Trabajan en grupo, construyen como locos.
Salió de la carretera, pasó entre dos enormes cedros, atravesó un campo lleno de baches y se detuvo al borde de un barranco rocoso.
Ya hemos llegado.
Era la primera vez que Gretry veía uno vivo.
Salió del taxi con movimientos torpes, con las piernas entumecidas. Las cosas se movían con lentitud entre el bosque y los túneles de entrada, practicados en el centro del claro.
Transportaban materiales de construcción, arcilla y malas hierbas. Lo pegaban con una sustancia viscosa hasta darle una tosca forma y lo introducían con gran cuidado bajo tierra.
Los reptadores median entre sesenta y noventa centímetros de largo; algunos eran más viejos, oscuros y pesados que otros. Todos se movían con una lentitud agónica, una silenciosa fila que se arrastraba sobre el suelo calcinado por el sol. Eran blandos, carecían de caparazón y parecían inofensivos.
Sus rostros le fascinaron e hipnotizaron. La siniestra parodia de rostros humanos.
Arrugadas facciones de bebé, ojos diminutos, una hendidura en lugar de boca, orejas torcidas, algunos mechones de cabello. Seudópodos alargados a modo de brazos, que se extendían y contraían como plastilina. Parecían increíblemente flexibles. Se alargaban y contraían cuando sus sensores entraban en contacto con algún obstáculo. No prestaron atención a los dos hombres, como inconscientes de su presencia.
¿Son peligrosos? —preguntó Gretry.
Bueno, tienen una especie de aguijón. Sé que atacaron a un perro. Le aguijonearon a base de bien. Se hinchó y la lengua se le puso negra. Tuvo convulsiones y murió. Estaba chafardeando —añadió el chófer, como disculpándolos—. Interrumpió su trabajo. No paran de trabajar Siempre ocupados.
¿Están casi todos?
Yo diría que sí. Suelen congregarse aquí. Siempre les veo reptar por esta parte. —El taxista hizo un vago ademán—. Han nacido en lugares diferentes. Uno o dos en cada granja cercana al laboratorio de radiactividad.
¿Dónde está la granja de la señora Higgins? —preguntó Gretry.
Allí arriba. ¿La ve entre los árboles? ¿Quiere que...?
No tardaré —le interrumpió Gretry—. Espere aquí.


Cuando Gretry se acercó, la anciana estaba regando los geranios rojo oscuro que crecían alrededor del porche. Levantó la vista al instante, con una expresión astuta y suspicaz en su rostro arrugado, la regadera sujeta como un instrumento despuntado.
Buenas tardes —saludó Gretry. Inclinó el sombrero y enseñó sus credenciales—.
Estoy investigando... los reptadores. En el limite de su terreno.
¿Por qué?
La voz de la mujer era vacía, triste, fría. Como su cara y su cuerpo encogido.
Intentamos encontrar una solución. —Gretry se sentía torpe, inseguro—. Se ha sugerido que los saquemos de aquí y los acomodemos en una isla del Golfo de México. No deberían estar en este lugar. Es demasiado duro para la gente. No es justo —concluyó con timidez.
No. No es justo.
Ya hemos empezado a desplazar a toda la gente que vive cerca del laboratorio de radiactividad. Tendríamos que haberlo hecho mucho antes.
Los ojos de la anciana relampaguearon.
Ustedes y sus inventos. ¡Miren lo que han hecho! —Le apuntó con un dedo huesudo—. Ahora han de poner remedio. Tienen que hacer algo.
Los trasladaremos a la isla lo antes posible, pero hay un problema. Hemos de contar con la autorización de los padres Su derecho a la custodia es inalienable. No podemos... —Se interrumpió—. ¿Qué piensan? ¿Permitirán que recojamos a sus... hijos y nos los
llevemos?
La señora Higgins se encaminó hacia la casa. Gretry la siguió, vacilante, por las oscuras y polvorientas habitaciones. Estancias mohosas llenas de lámparas de aceite y cuadros descoloridos, sofás y mesas antiguos. Atravesaron una gran cocina, en la que destacaban inmensas ollas y sartenes de hierro fundido, bajaron unos peldaños de madera y se detuvieron ante una puerta pintada de blanco. La mujer llamó con energía.
Movimientos y susurros al otro lado.
Abrid la puerta —ordenó la señora Higgins.
Tras una pausa insoportable, la puerta se abrió poco a poco. La señora Higgins terminó de abrirla e indicó a Gretry que la siguiera.
En la habitación aguardaban un hombre y una mujer. Retrocedieron cuando Gretry entró.
La mujer abrazaba una gran caja de cartón que el hombre le había pasado de repente.
--¿Quién es usted? —preguntó el hombre, y se apoderó de la caja.
Las pequeñas manos de su mujer temblaron.
Gretry estaba en presencia de los padres de uno. La joven, de cabello castaño, no tenía más de diecinueve años. Esbelta, menuda, cubierta con un vestido verde barato, una muchacha de pechos rotundos y ojos asustados. El hombre era más fuerte y alto, moreno y apuesto, de brazos y manos robustas que aferraban con firmeza la caja de cartón.
Gretry no podía apartar los ojos de la caja. Tenía agujeros en la parte superior. Se movía levemente en los brazos del hombre, balanceándolo de un lado a otro.
Este hombre ha venido para llevárselo —anunció la señora Higgins al hombre.
La pareja recibió la noticia en silencio. El marido se limitó a sujetar con más fuerza la caja.
Los transportará a todos a una isla —continuó la señora Higgins—. Todo está arreglado. Nadie les hará daño. Estarán a salvo y harán lo que les plazca. Construir y arrastrarse a su gusto, sin que nadie se vea obligado a verles.
La joven asintió, como aturdida.
Dádselo —ordenó la anciana, impaciente—. Dadle la caja y acabemos de una vez por todas.
Al cabo de un momento, el joven depositó la caja sobre la mesa.
--¿Sabe algo de ellos? —preguntó—. ¿Sabe lo que comen?
Nosotros... —empezó Gretry, sin saber qué decir.
Comen hojas. Sólo hojas y hierba. Les damos las hierbas más pequeñas que podemos encontrar.
Sólo tiene un mes —dijo la joven con voz hueca—. Ya quiere ir con los otros, pero lo tenemos encerrado. No queremos que salga. Aún no. Tal vez más adelante. No sabíamos qué hacer. No estábamos seguros. —Sus grandes ojos oscuros relampaguearon un momento, una silenciosa petición de ayuda, y luego volvieron a apagarse—. Cuesta mucho decidirse.
El marido desató el grueso nudo y levantó la tapa.
Échele un vistazo.
Era el más pequeño que Gretry había visto. Pálido y blando menos de treinta centímetros. Se había acurrucado en un rincón de la caja, entre una masa de hojas mordisqueadas y una especie de cera. Yacía dormido bajo una capa transparente que le rodeaba. No les prestó atención; estaban demasiado lejos para verles. Gretry experimentó una extraña sensación de horror. Se apartó, y el joven puso la tapa en su lugar.
Sabíamos lo que era—dijo con voz ronca—. En el mismo momento de nacer. Vimos uno en la carretera. Uno de los primeros. Bob Douglas vino a buscarnos para que lo viéramos. Era suyo y de Julie. Eso fue antes de que empezaran a congregarse junto al barranco.
Cuéntale lo que pasó —indicó la señora Higgins.
Douglas le aplastó la cabeza con una piedra. Después, vertió gasolina sobre el cuerpo y lo quemó. La semana pasada, Julie y él hicieron las maletas y se largaron.
¿A cuántos han destruido? —consiguió preguntar Gretry.
Unos pocos. Muchos hombres se ponen como locos cuando los ven. No se les puede culpar.
La mirada del hombre transparentaba impotencia. Creo que estuve a punto de hacer lo mismo.
Quizá tendríamos que haberlo hecho —murmuró la joven—. Quizá tendría que haberte dejado.
Gretry cogió la caja de cartón y se encaminó hacia la puerta.
Terminaremos lo antes posible. Los camiones ya están en camino. Mañana todo habrá concluido.
--Gracias a Dios —exclamó la señora Higgins con voz tensa, desprovista de emoción.
Sostuvo la puerta para que Gretry pasara, y éste atravesó la oscura casa cargado con la caja, bajó los hundidos peldaños del porche y salió al sol cegador.
La señora Higgins se detuvo ante los geranios rojos y cogió la regadera.
Cuando los cojan, cójanlos a todos. No dejen ni uno. ¿Comprendido?
Sí —murmuró Gretry.
Que algunos de sus hombres y camiones se queden. Continúen buscando. No permitan que quede uno.
Cuando hayamos trasladado a la gente que vive cerca del laboratorio de radiactividad se acabarán...
Calló. La señora Higgins le había dado la espalda y estaba regando los geranios. Las abejas zumbaban a su alrededor. El aire caliente agitaba las flores. La anciana desapareció por un lado de la casa, sin dejar de regar. Gretry se quedó solo con la caja.
Turbado y avergonzado, bajó poco a poco por la colina, atravesó el campo y llegó al barranco. El taxista fumaba un cigarrillo apoyado en el vehículo. Le esperaba sin impacientarse. La colonia de reptadores trabajaba sin descanso en la construcción de su ciudad. Había calles y corredores. Gretry observó en algunas entradas complicadas marcas que bien podían ser palabras. Algunos reptadores colaboraban en disponer misteriosas cosas que no logró discernir.
Vámonos —ordenó al chófer.
El hombre sonrió y abrió la puerta trasera.
No he parado el taxímetro —dijo, con una expresión astuta en su cara de rata—.
Ustedes tienen todos los gastos pagados, no se preocupe.


Construía, y cuanto más construía más le gustaba construir. A estas alturas, la ciudad superaba los ciento veinte kilómetros de profundidad y tenía ocho de diámetro. Toda la isla se había convertido en una inmensa ciudad que se extendía día a día. Con el tiempo, atravesaría el océano y llegaría a tierra firme, donde el trabajo se intensificaría.
A su derecha, un millar de compañeros levantaba en silencio y metódicamente la estructura de soporte que reforzaría la cámara de reproducción principal. En cuanto estuviera colocada, todo el mundo se sentiría más tranquilo. Las madres estaban empezando a parir sus crías.
Eso era lo que le preocupaba, le robaba en parte la alegría de construir. Había visto a uno de los recién nacidos antes de que fuera ocultado a toda prisa y los rumores acallados.
Un breve vistazo a la cabeza bulbosa, el cuerpo en escorzo, las extremidades rígidas.
Chillaba, lloraba y la cara se le ponía roja. Gorjeaba, se agitaba en vano y movía los pies.
Alguien, horrorizado, había machacado por fin el atavismo con una piedra, con la confianza de que no surgirían más.

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