Construía, y cuanto más construía
más le gustaba construir. La cálida luz del sol se filtraba
hacia abajo; la brisa del verano se agitaba a su alrededor, mientras
trabajaba animadamente.
Cuando se acabó el material, paró y descansó. El edificio no era
grande; se trataba más de un modelo a escala que otra cosa. Una
parte de su cerebro se lo decía, mientras
la otra hervía de entusiasmo y orgullo. Al menos, era lo bastante
grande para poder entrar. Se arrastró por el túnel de entrada y se
enroscó en su interior, complacido.
Algunos
fragmentos de tierra cayeron por una grieta del techo. Rezumó un
fluido pegajoso
y reforzó aquel punto. El aire que llenaba el edificio era limpio y
frío, casi libre de polvo.
Se arrastró por última vez sobre las paradas interiores y dejó un
rastro pegajoso, que no tardó en secarse. ¿Qué más necesitaba?
Estaba un poco amodorrado; se quedaría dormido al cabo de unos
instantes.
Pensó
en ella y extendió una parte de su cuerpo por la entrada todavía
abierta. Aquella parte
montó vigilancia, mientras el resto se sumía en un sueño
reparador. Estaba feliz y contento,
consciente de que desde lejos sólo se veía un montoncillo de
arcilla gris. Nadie se fijaría; nadie adivinaría lo que yacía
debajo.
Y
si se fijaba, tenía métodos para solucionar el problema.
El
granjero detuvo su vieja camioneta Ford con un chirrido de frenos.
Maldijo y retrocedió unos
metros.
—Ahí
hay uno. Baje y échele un vistazo. Tenga cuidado con los coches. Por
aquí van muy
deprisa.
Ernest
Gretry abrió la puerta de la cabina y saltó a la caldeada
carretera. El aire olía a sol y
hierba seca. Los insectos zumbaron a su alrededor mientras avanzaba
con cautela por la carretera, las manos hundidas en los bolsillos del
pantalón, su cuerpo enjuto inclinado hacia adelante. Se detuvo y
escudriñó el suelo.
La
cosa había sido aplastada a conciencia. Marcas de ruedas la cruzaban
por cuatro sitios
diferentes y sus órganos internos habían estallado. Era como una
babosa, un tubo alargado
y viscoso, con los órganos de los sentidos en un extremo y una
confusa masa de extensiones
protoplasmáticas en el otro.
Lo
que más le impresionó fue la cara. Tardó un poco en mirarla
directamente. Antes, contempló
la carretera, las colinas, los enormes cedros, cualquier cosa menos
aquello. Había un brillo en los ojillos muertos, que se iba
desvaneciendo rápidamente. No eran los ojos opacos de un pez,
estúpidos y vagos. La vida los había animado, una vida de la que
apenas había obtenido una breve visión, antes de que el camión la
aplastara.
—Cruzan
de vez en cuando —dijo en voz bajo el granjero—. A veces, llegan
incluso a la ciudad.
La primera que vi iba por en medio de la calle Grant, a unos
cincuenta metros por hora.
Van muy despacio. Algunos niños las persiguen. Yo, si las veo,
prefiero evitarlas.
Gretry
dio un puntapié a la cosa. Se preguntó vagamente cuántas habría
entre los arbustos
y en las colinas. Vio casas apartadas de la carretera, relucientes
cuadrados blancos bajo el sol de Tennessee. Caballos y ganado
adormilado. Gallinas sucias que picoteaban el suelo. Un país dormido
y apacible, bañado por el sol de finales de verano.
—Allí,
en la ladera de aquellas colinas —señaló el granjero—. ¿Quiere
recoger los restos?
Hay una guardada en un gran depósito, en la delegación de la
Standard Oil. Llenaron el depósito de queroseno para intentar
conservarla. Muerta, desde luego. Está en muy buena forma, comparada
con ésta. Joe Jackson le partió la cabeza con un garrote. La
encontró una noche reptando en su propiedad.
Gretry
volvió al camión, tembloroso. Tenía el estómago revuelto y tuvo
que respirar hondo
varias veces.
—No
sabía que había tantas. Cuando me enviaron desde Washington,
dijeron que se habían
visto muy pocas.
—Hay
un montón. —El granjero puso en marcha la camioneta y esquivó con
gran cuidado
los restos esparcidos sobre la carretera. Hemos tratado de
acostumbrarnos a ellas, pero es imposible. Resultan muy
desagradables. Mucha gente se está marchando. Se nota en el aire una
especie de abatimiento. Tenemos este problema y hay que hacerle
frente. —Aceleró, sus manos correosas aferradas al volante—. Da
la impresión de que cada vez nacen menos niños normales.—¿Dónde
está el laboratorio radiactivo? —preguntó.
De
vuelta a la ciudad, Gretry llamó a Freeman desde una cabina
instalada en el ruinoso vestíbulo
del hotel.
—Hay
que hacer algo. Están por todas partes. A las tres iré a ver una
colonia. El tipo que se
encarga de la parada de taxis sabe dónde están. Dice que habrá
unas once o doce juntas.
—¿Qué
opina la gente de la zona?
—¿A
usted qué le parece? Creen que es el Juicio Final. Tal vez tengan
razón.
—Tendríamos
que haberles trasladado hace tiempo, y limpiado toda la zona. Ahora
no tendríamos
este problema. —Freeman hizo una pausa—. ¿Qué sugiere usted?
—La
isla que escogimos para las pruebas de la bomba H.
—Es
una isla muy grande. Tuvimos que trasladar y establecer en otro sitio
a un grupo numeroso
de nativos. Dios santo, ¿tantos hay?
—Los
ciudadanos exageran, por supuesto, pero tengo la impresión de que
habrá alrededor
de un centenar.
Freeman
guardó silencio durante largo rato —No
lo sabía —dijo por fin—. Tendré que consultarlo con las altas
esferas, desde luego.
Habrá
que someter la isla a más pruebas, pero comprendo la urgencia.
—Me
gustaría. La situación es grave. Hay que desembarazarse de estas
cosas. La gente no
puede convivir con estos monstruos. Déjese caer por aquí y eche un
vistazo. No lo olvidará
jamás.
—Veré
qué puedo hacer. Hablaré con Gordon. Llámeme mañana.
Gretry
colgó, abandonó el sucio y destartalado vestíbulo, y salió a la
acera, calcinada por el
sol. Tiendas mugrientas y coches aparcados. Algunos viejos sentados
en peldaños y sillas
desvencijadas. Encendió un cigarrillo con mano temblorosa y consultó
su reloj. Eran casi
las tres. Se encaminó con paso lento hacia la parada de taxis.
La
ciudad estaba muerta. Nada se movía. Sólo los viejos petrificados
en sus sillas y los coches
de otras ciudades que pasaban a toda velocidad por la autopista. Una
capa de polvo y silencio se cernía sobre todo. La vejez, como una
gran araña gris, cubría todas las casas y tiendas. Ni una risa. Ni
el menor ruido.
Ningún
niño jugaba.
Un
sucio taxi azul se detuvo en silencio a su lado.
—Aquí
estoy, señor —dijo el chófer, un hombre con cara de rata, de unos
treinta años, un
palillo colgando entre sus dientes torcidos—. Vámonos.
—¿Está
muy lejos? —preguntó Gretry mientras salía.
—Nada
más salir de la ciudad. —El vehículo aceleró con gran estrépito,
sacudiéndose como
una tartana—. ¿Es usted del FBI?
—No.
—Lo
he dicho por el traje y el sombrero. —El chófer le dirigió una
mirada de curiosidad—. ¿Cómo se enteró de los reptadores?
—Por
el laboratorio de radiactividad.
—Sí,
es por culpa de lo que hacen allí. —El chófer salió de la autopista y se adentró en una
carretera de tierra—. Es por aquí, en la granja de los Higgins.
Esos malditos bichos eligieron
el terreno de la vieja Higgins para construir sus casas.
—¿Casas?
—Tienen
una especie de ciudad subterránea. Ya lo verá... Las entradas, al
menos.
Trabajan
en grupo, construyen como locos.
Salió
de la carretera, pasó entre dos enormes cedros, atravesó un campo
lleno de baches
y se detuvo al borde de un barranco rocoso.
—Ya
hemos llegado.
Era
la primera vez que Gretry veía uno vivo.
Salió
del taxi con movimientos torpes, con las piernas entumecidas. Las
cosas se movían con
lentitud entre el bosque y los túneles de entrada, practicados en el
centro del claro.
Transportaban
materiales de construcción, arcilla y malas hierbas. Lo pegaban con
una sustancia
viscosa hasta darle una tosca forma y lo introducían con gran
cuidado bajo tierra.
Los
reptadores median entre sesenta y noventa centímetros de largo;
algunos eran más viejos,
oscuros y pesados que otros. Todos se movían con una lentitud
agónica, una silenciosa
fila que se arrastraba sobre el suelo calcinado por el sol. Eran
blandos, carecían de caparazón y parecían inofensivos.
Sus
rostros le fascinaron e hipnotizaron. La siniestra parodia de rostros
humanos.
Arrugadas
facciones de bebé, ojos diminutos, una hendidura en lugar de boca,
orejas torcidas,
algunos mechones de cabello. Seudópodos alargados a modo de brazos,
que se extendían
y contraían como plastilina. Parecían increíblemente flexibles. Se
alargaban y contraían
cuando sus sensores entraban en contacto con algún obstáculo. No
prestaron atención
a los dos hombres, como inconscientes de su presencia.
—¿Son
peligrosos? —preguntó Gretry.
—Bueno,
tienen una especie de aguijón. Sé que atacaron a un perro. Le
aguijonearon a base
de bien. Se hinchó y la lengua se le puso negra. Tuvo convulsiones y
murió. Estaba chafardeando
—añadió el chófer, como disculpándolos—. Interrumpió su
trabajo. No paran de trabajar Siempre ocupados.
—¿Están
casi todos?
—Yo
diría que sí. Suelen congregarse aquí. Siempre les veo reptar por
esta parte. —El taxista
hizo un vago ademán—. Han nacido en lugares diferentes. Uno o dos
en cada granja cercana al laboratorio de radiactividad.
—¿Dónde
está la granja de la señora Higgins? —preguntó Gretry.
—Allí
arriba. ¿La ve entre los árboles? ¿Quiere que...?
—No
tardaré —le interrumpió Gretry—. Espere aquí.
Cuando
Gretry se acercó, la anciana estaba regando los geranios rojo oscuro
que crecían
alrededor del porche. Levantó la vista al instante, con una
expresión astuta y suspicaz
en su rostro arrugado, la regadera sujeta como un instrumento
despuntado.
—Buenas
tardes —saludó Gretry. Inclinó el sombrero y enseñó sus
credenciales—.
Estoy
investigando... los reptadores. En el limite de su terreno.
—¿Por
qué?
La
voz de la mujer era vacía, triste, fría. Como su cara y su cuerpo
encogido.
—Intentamos
encontrar una solución. —Gretry se sentía torpe, inseguro—. Se
ha sugerido
que los saquemos de aquí y los acomodemos en una isla del Golfo de
México. No deberían estar en este lugar. Es demasiado duro para la
gente. No es justo —concluyó con timidez.
—No.
No es justo.
—Ya
hemos empezado a desplazar a toda la gente que vive cerca del
laboratorio de radiactividad.
Tendríamos que haberlo hecho mucho antes.
Los
ojos de la anciana relampaguearon.
—Ustedes
y sus inventos. ¡Miren lo que han hecho! —Le apuntó con un dedo
huesudo—. Ahora han de poner remedio. Tienen que hacer algo.
—Los
trasladaremos a la isla lo antes posible, pero hay un problema. Hemos
de contar con
la autorización de los padres Su derecho a la custodia es
inalienable. No podemos... —Se interrumpió—. ¿Qué piensan?
¿Permitirán que recojamos a sus... hijos y nos los
llevemos?
La
señora Higgins se encaminó hacia la casa. Gretry la siguió,
vacilante, por las oscuras y
polvorientas habitaciones. Estancias mohosas llenas de lámparas de
aceite y cuadros descoloridos,
sofás y mesas antiguos. Atravesaron una gran cocina, en la que
destacaban inmensas
ollas y sartenes de hierro fundido, bajaron unos peldaños de madera
y se detuvieron
ante una puerta pintada de blanco. La mujer llamó con energía.
Movimientos
y susurros al otro lado.
—Abrid
la puerta —ordenó la señora Higgins.
Tras
una pausa insoportable, la puerta se abrió poco a poco. La señora
Higgins terminó de
abrirla e indicó a Gretry que la siguiera.
En
la habitación aguardaban un hombre y una mujer. Retrocedieron cuando
Gretry entró.
La
mujer abrazaba una gran caja de cartón que el hombre le había
pasado de repente.
--¿Quién
es usted? —preguntó el hombre, y se apoderó de la caja.
Las
pequeñas manos de su mujer temblaron.
Gretry
estaba en presencia de los padres de uno. La joven, de cabello
castaño, no tenía más
de diecinueve años. Esbelta, menuda, cubierta con un vestido verde
barato, una muchacha
de pechos rotundos y ojos asustados. El hombre era más fuerte y
alto, moreno y apuesto, de brazos y manos robustas que aferraban con
firmeza la caja de cartón.
Gretry
no podía apartar los ojos de la caja. Tenía agujeros en la parte
superior. Se movía levemente
en los brazos del hombre, balanceándolo de un lado a otro.
—Este
hombre ha venido para llevárselo —anunció la señora Higgins al
hombre.
La
pareja recibió la noticia en silencio. El marido se limitó a
sujetar con más fuerza la caja.
—Los
transportará a todos a una isla —continuó la señora Higgins—.
Todo está arreglado.
Nadie les hará daño. Estarán a salvo y harán lo que les plazca.
Construir y arrastrarse
a su gusto, sin que nadie se vea obligado a verles.
La
joven asintió, como aturdida.
—Dádselo
—ordenó la anciana, impaciente—. Dadle la caja y acabemos de una
vez por todas.
Al
cabo de un momento, el joven depositó la caja sobre la mesa.
--¿Sabe
algo de ellos? —preguntó—. ¿Sabe lo que comen?
—Nosotros...
—empezó Gretry, sin saber qué decir.
—Comen
hojas. Sólo hojas y hierba. Les damos las hierbas más pequeñas que
podemos encontrar.
—Sólo
tiene un mes —dijo la joven con voz hueca—. Ya quiere ir con los
otros, pero lo tenemos
encerrado. No queremos que salga. Aún no. Tal vez más adelante. No
sabíamos qué
hacer. No estábamos seguros. —Sus grandes ojos oscuros
relampaguearon un momento, una silenciosa petición de ayuda, y luego
volvieron a apagarse—. Cuesta mucho decidirse.
El
marido desató el grueso nudo y levantó la tapa.
—Échele
un vistazo.
Era
el más pequeño que Gretry había visto. Pálido y blando menos de
treinta centímetros.
Se había acurrucado en un rincón de la caja, entre una masa de
hojas mordisqueadas
y una especie de cera. Yacía dormido bajo una capa transparente que
le rodeaba.
No les prestó atención; estaban demasiado lejos para verles. Gretry
experimentó una
extraña sensación de horror. Se apartó, y el joven puso la tapa en
su lugar.
—Sabíamos
lo que era—dijo con voz ronca—. En el mismo momento de nacer.
Vimos uno
en la carretera. Uno de los primeros. Bob Douglas vino a buscarnos
para que lo viéramos.
Era suyo y de Julie. Eso fue antes de que empezaran a congregarse
junto al barranco.
—Cuéntale
lo que pasó —indicó la señora Higgins.
—Douglas
le aplastó la cabeza con una piedra. Después, vertió gasolina
sobre el cuerpo y
lo quemó. La semana pasada, Julie y él hicieron las maletas y se
largaron.
—¿A
cuántos han destruido? —consiguió preguntar Gretry.
—Unos
pocos. Muchos hombres se ponen como locos cuando los ven. No se les
puede culpar.
La
mirada del hombre transparentaba impotencia. Creo que estuve a punto
de hacer lo mismo.
—Quizá
tendríamos que haberlo hecho —murmuró la joven—. Quizá tendría
que haberte dejado.
Gretry
cogió la caja de cartón y se encaminó hacia la puerta.
—Terminaremos
lo antes posible. Los camiones ya están en camino. Mañana todo
habrá concluido.
--Gracias
a Dios —exclamó la señora Higgins con voz tensa, desprovista de
emoción.
Sostuvo
la puerta para que Gretry pasara, y éste atravesó la oscura casa
cargado con la caja,
bajó los hundidos peldaños del porche y salió al sol cegador.
La
señora Higgins se detuvo ante los geranios rojos y cogió la
regadera.
—Cuando
los cojan, cójanlos a todos. No dejen ni uno. ¿Comprendido?
—Sí
—murmuró Gretry.
—Que
algunos de sus hombres y camiones se queden. Continúen buscando. No permitan
que quede uno.
—Cuando
hayamos trasladado a la gente que vive cerca del laboratorio de
radiactividad se
acabarán...
Calló.
La señora Higgins le había dado la espalda y estaba regando los
geranios. Las abejas
zumbaban a su alrededor. El aire caliente agitaba las flores. La
anciana desapareció por un lado de la casa, sin dejar de regar.
Gretry se quedó solo con la caja.
Turbado
y avergonzado, bajó poco a poco por la colina, atravesó el campo y
llegó al barranco.
El taxista fumaba un cigarrillo apoyado en el vehículo. Le esperaba
sin impacientarse.
La colonia de reptadores trabajaba sin descanso en la construcción
de su ciudad.
Había calles y corredores. Gretry observó en algunas entradas
complicadas marcas que bien podían ser palabras. Algunos reptadores
colaboraban en disponer misteriosas cosas que no logró discernir.
—Vámonos
—ordenó al chófer.
El
hombre sonrió y abrió la puerta trasera.
—No
he parado el taxímetro —dijo, con una expresión astuta en su cara
de rata—.
Ustedes
tienen todos los gastos pagados, no se preocupe.
Construía,
y cuanto más construía más le gustaba construir. A estas alturas,
la ciudad superaba
los ciento veinte kilómetros de profundidad y tenía ocho de
diámetro. Toda la isla se había convertido en una inmensa ciudad
que se extendía día a día. Con el tiempo, atravesaría
el océano y llegaría a tierra firme, donde el trabajo se
intensificaría.
A
su derecha, un millar de compañeros levantaba en silencio y
metódicamente la estructura
de soporte que reforzaría la cámara de reproducción principal. En
cuanto estuviera colocada, todo el mundo se sentiría más tranquilo.
Las madres estaban empezando a parir sus crías.
Eso
era lo que le preocupaba, le robaba en parte la alegría de
construir. Había visto a uno
de los recién nacidos antes de que fuera ocultado a toda prisa y los
rumores acallados.
Un
breve vistazo a la cabeza bulbosa, el cuerpo en escorzo, las
extremidades rígidas.
Chillaba,
lloraba y la cara se le ponía roja. Gorjeaba, se agitaba en vano y
movía los pies.
Alguien,
horrorizado, había machacado por fin el atavismo con una piedra, con
la confianza
de que no surgirían más.
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