Disolución del miedo I.
De los muros de ciertas catedrales
brotan monstruos de piedra, tumores amenazantes que disuaden con su
gesto demoníaco la tentación de ateísmos, anatemas y apostasías.
Temen
las gárgolas a la lluvia, al lametón de los años, al mordisco de
las ventiscas que reiteran su quejido cada invierno. Temen,
condenadas a la esclavitud que funde sus pies a la eternidad del
muro, que su rostro terrorífico, sus rasgos extremos queden diluidos
alguna vez ante la persistencia del agua, del tiempo, del aire,
perdiendo su empleo de tenebrosas guardianas de la cristiandad.
Quieren,
las gárgolas, perseverar ilimitadamente en su gesto avieso,
aventurarse al abismo que sólo pueden observar sin pausa, deseando
desprenderse del muro y volar…
Disolución del miedo II.
… o ansían quizá las gárgolas
que el agua redondee sus perfiles de miedo, que suavice el viento
tanta perversidad, sueñan con que fieles o impíos no eludan el
horror de su semblante, que les dediquen una mirada dulce, amorosa,
un beso o un guiño cómplice, que comprendan que también ellas son
capaces de bondades y afectos.
Anhelan,
en fin, las gárgolas que su maldad labrada en la piedra sea sólo
máscara teatral que puede caer, cascarillas de un fruto que añora
ternuras…
jueves, 22 de junio de 2023
Disolución del miedo I y II. Miguel Ángel Zapata.
martes, 20 de junio de 2023
En contra. Alejandra Pizarnik.
Yo intento evocar la lluvia o el llanto. Obstáculo de las cosas que no quieren irse camino de la desesperación ingenua. Esta noche quiero ser de agua, que tú seas de agua, que las cosas se deslicen a la manera del humo, imitándolo, dando señales últimas, grises, frías. Palabras en mi garganta. Sellos intragables. Las palabras no son bebidas por el viento, es una mentira aquello de que las palabras son polvo, ojalá lo fuesen, así yo no haría ahora plegarias de loca inminente que sueña con súbitas desapariciones, migraciones, invisibilidades. El sabor de las palabras, ese sabor a semen viejo, a vientre viejo, a hueso que despista, a animal mojado por un agua negra (el amor me obliga a las muecas más atroces ante el espejo). Yo no sufro, yo no digo sino mi asco por el lenguaje de la ternura, esos hilos morados, esa sangre aguada. Las cosas no ocultan nada, las cosas son cosas, y si alguien se acerca ahora, y me dice "al pan pan y al vino vino" me pondré a aullar y a darme de cabeza contra cada pared infame y sorda de este mundo. Mundo tangible, máquinas emputecidas, mundo usufructuable. Y los perros ofendiéndome con sus pelos ofrecidos, lamiendo lentamente y dejando su saliva en los árboles que me enloquecen.
Prosa completa, 2015.
lunes, 19 de junio de 2023
Diálogo de tigres III. Lilian Elphick.
“Luego de caminar por las
extensas planicies de la escritura, los tigres llegan al río del
silencio. Ahí se bañan y olvidan que están hechos de tiempo y de
sangre. A sus pieles mojadas se adhiere la palabra ’pez’. La
tigresa puede nadar debajo del agua a gran velocidad; el tigre da
brincos contra la corriente. Juegan a acariciar burbujas.
-¿A
quién le contaremos nuestra historia?- pregunta ella.
-¿Cuál
historia?- pregunta él.
Los
tigres jadean bajo el sol implacable y sus patas se hunden en la
arena. Tienen sed. Saben que morirán si no encuentran una mano que
morder, aquella que los escribe en la mitad de la noche”.
Diálogo de tigres, 2011.
domingo, 18 de junio de 2023
Vanidad. Enrique Anderson Imbert.
Néstor había cometido casi todos los pecados. Cuando murió lo castigaron así: empezó a retroceder en el tiempo y a medida que rehacía sus pasos iba sintiendo los sufrimientos que en vida había infligido a los demás. Padeció la ingratitud, la traición, la afrenta, la impotencia ante la calumnia, la desesperación por el despojo, el dolor de la puñalada por la espalda. Después lo trajeron otra vez al tribunal: Néstor compareció con un pecado nuevo, el de la vanidad, porque al sufrir en carne propia los tormentos que él mismo ocasionara no había podido menos de admirar su tremendo poder de hacer mal.
sábado, 3 de junio de 2023
Media melena. Andrés Rubio.
El día en que murió Vidal
Sassoon nos quemaron la peluquería. Ni la policía ni mi jefa saben
que yo soy la culpable. Ni lo sabrán.
Como
había llegado el buen tiempo, aquel día fui al trabajo en
bicicleta. Agarré con fuerza el manillar. Me concentré en el sonido
de los pedales. Mientras cruzaba el parque, me fijé en las flores
azules y amarillas que brotaban en los parterres. La brisa de mayo,
acentuada por la velocidad, lo hacía todo especialmente bonito.
Cuando
desde lejos vi la peluquería di un grito que se me ahogó en el
pecho. «Madre mía», pensé. Ya no salía humo de dentro del local,
que había quedado hecho una pena, los sillones y los productos
quemados y convertidos en tétricos grumos de plástico y polipiel.
Mi
jefa contemplaba la escena junto al cordón policial. Me bajé de la
bicicleta y la até a una farola. Al verme, ella se acercó y me dio
un gran abrazo. Dijo:
—¿Quién
nos puede tener tanta tirria?
—No
lo sé —mentí.
Dos
policías, una mujer y un hombre, se acercaron y mi jefa respondió a
sus preguntas. Por mucho que le insistieron y ella refrescó la
memoria, no dio con ningún motivo por el que pudieran haberle
quemado el local.
En
un momento pareció que recordaba algo, le brillaron los ojos
ligeramente, pero con la cara todavía triste. No se dirigió a ellos
sino a mí:
—¿Sabes
que se ha muerto Vidal Sassoon? Lo estaban dando por la radio cuando
me avisaron.
Y
miró de nuevo a los policías, como intentando comunicarles lo
inaudito del vínculo. La agente dijo:
—¿Ah?
¿Pero existía? ¡Pensé que era solo el nombre del champú!
La
primera vez que oí las palabras Vidal Sassoon fue en televisión,
hace ya varios años. Presté atención porque desde muy jovencita
quise ser peluquera. Acababa de conocer al que habría de ser mi
novio, Alejandro, y él había venido a casa por primera vez. En un
momento en que nos quedamos en silencio el locutor hablaba de Mary
Quant, la creadora de la minifalda, y decía que había sido una de
sus primeras clientas. «Mary Quant y Vidal Sassoon, ¡qué
combinación tan perfecta para la libertad de las mujeres!»,
comentaba el locutor.
Me
vi envuelta en un nuevo abrazo de mi jefa, que ahora lloraba y decía:
—¿Quién
puede odiarnos tanto?
Una
ráfaga de oscuridad me transportó al día anterior. No había
actividad en la peluquería esa mañana. El reloj marcaba las once
cuando Nuri, una nueva clienta que había reservado la víspera a
última hora, entró por la puerta.
Era
muy joven, muy guapa y se movía con desparpajo. Llevaba la melena
recogida en un moño cardado, aretes de oro, botas altas negras de
tacón en las que estaban embutidos unos pantalones pitillo ajustados
en las caderas, jersey de cebra y un plumas dorado. Se quitó las
gafas de sol y las metió en el bolso. Su cara estaba ligeramente
maquillada, con una línea negra que le contorneaba los ojos negros.
Antes
de que apareciera Nuri, mi jefa tuvo que salir. Su crío tenía
fiebre. Me quedé sola, así que yo atendí a Nuri, le lavé la
cabeza, le hice el corte y le teñí el pelo. Y diría que nos
hicimos amigas.
Y
también diría que, en las dos horas que pasé con ella, rompí
varias, por no decir todas, de las reglas de cualquier empleada de
peluquería.
La
primera: tú no eres la amiga de tu clienta, y menos si es la primera
vez que la atiendes.
La
segunda: si no hay mucha confianza con la clienta, que los cambios
sean siempre coherentes.
—Lo
quiero muy corto y teñido de color fuego —dijo Nuri mientras se
quitaba los aretes.
Sí,
cumplí con el protocolo de la peluquera ideal, es decir, en casos
así, ¡trata de proponerle algo a medio camino!
—¿Y
por qué no pruebas con una media melena castaña? —dije—. Yo
creo que te quedaría muy bien. Con esos rasgos te favorecería.
—No
—dijo Nuri—. Lo quiero corto y rojo.
Le
deshice el moño con cuidado y le fui lavando la cabeza. Mientras le
daba el masaje, Nuri se relajó tanto que me empezó a contar cosas.
—Mi
novio se fue ayer con otra. Menudo cerdo.
Saltó
una alarma doble. Primera regla: la peluquera no es la psicóloga;
¡evita que la clienta te cuente sus problemas! Segunda regla (y la
más importante): ¡Es un arrebato! ¡Es un arrebato! Al día
siguiente, cuando compruebe al levantarse que su novio no vuelve, se
mirará al espejo y tendrá que echarle la culpa a alguien por el
tinte y el corte de pelo, y te la echará a ti.
—Muy
corto y color fuego —repitió Nuri.
Reflejada
en el espejo, Nuri me gustó mucho así, con el pelo suelto y mojado.
¡Fuera la laca! ¡Fuera lo artificial! ¡No a las horquillas! Hubo
un cruce de miradas y la distancia se rompió entre nosotras.
—Mi
novio se fue con otra el mes pasado —le dije.
El
primer mechón de su melena cayó al suelo. Tercera regla: ¡No
cuentes tus problemas! La gente viene a la peluquería a que la
pongan guapa, no a oír que te han dejado, porque van a pensar que
con el ánimo por los suelos les vas a hacer el corte mal.
Nuri
suspiró. A través del espejo me llegó su mirada cómplice.
—¡Son
todos unos cabrones!
Entonces
me decidí. Le hice el corte de las cinco puntas, el casco en forma
de W. Lo fui elaborando muy despacio, pues es un corte difícil
basado en los conceptos de graduación y capas, disfrutando de
cortarle el pelo a una chica tan guapa. Luego se lo teñí de un
color «russian red». Me esforcé por adoptar, como manda el
protocolo de la peluquera ideal, una actitud física elegante. ¡No a
las posturas torcidas! ¡Siempre en tu eje! ¡Como una danza! La
peluquera no puede dar una imagen encorvada, ni parecer que está
cortando el pelo con un serrucho, ni se debe exhibir. Su actitud ha
de ser natural y discreta. No sé si lo conseguí, pues por otra
parte parecía que le estaba cortando la melena a mi hermana pequeña
en el cuarto de estar. Pensé: qué felicidad, Nuri, que puedas meter
los dedos en tu pelo, y que muevas la cabeza y que el pelo vuelva a
su sitio después de mecerse en el aire. Una oda a la mujer libre y
despreocupada.
La
miré y la vi así. Y ella se fue contenta. Era ya una clienta
especial.
Lo
que pasó después no quiero ni recordarlo.
Miré
a través del cristal para ver cómo se alejaba. Cuando cruzó la
calle, un coche tuneado se detuvo a su lado y un hombre, muy joven
como ella, bajó del vehículo y se puso a gritarle. Ella le
contestaba también a gritos. El hombre agarraba a Nuri y trataba de
meterla en el coche. Pero ella se resistía. Luego él le señalaba
la cabeza. Aunque a través de la cristalera no entendía lo que
gritaba, claramente le estaba preguntando por el moño y la melena.
Parecía no gustarle la nueva imagen de Nuri. Hacía gestos de
desesperación. Se giró hacia la peluquería y me vio a través del
cristal. Levantó su brazo derecho estirándolo hacia mí con los
dedos de la mano cerrados, salvo el índice, e hizo como que
disparaba. Luego sopló el cañón imaginario de la pistola y fue
hacia Nuri, quien lo recibió dándole unos cuantos bolsazos para
luego subirse al coche por voluntad propia. Él también se metió
dentro, aceleró con gran estrépito y se alejaron a toda velocidad.
Entonces
me llamó mi jefa y me dijo que ese día echara yo el cierre porque
el niño tenía la fiebre alta. Y añadió:
—¿Qué
tal la última clienta?
Me
dio la tos pero alcancé a responderle:
—Bien,
le hice una media melena.
Pero
en realidad le hice el 5 puntas de Vidal Sassoon.
Diez bicicletas para treinta sonámbulos. 2019.