sábado, 22 de julio de 2023

La ventana tapiada. Ambrose Bierce.

En 1830, a solo unas pocas millas de donde hoy se levanta la gran ciudad de Cincinatti, se extendía un inmenso e impenetrable bosque. La región entera fue poblada por gente de la frontera, incansables almas que, tan pronto como construyeron hogares habitables fuera de la naturaleza salvaje y algún grado de prosperidad que hoy llamaríamos indigencia, impelidos por algún misterioso impulso de su naturaleza, abandonaron todo y se dirigieron hacía el oeste lejano para encontrar nuevos peligros y privaciones en un esfuerzo por lograr de nuevo las exiguas comodidades a las que habían renunciado voluntariamente. Muchos de ellos habían dejado ya esa región de los antiguos asentamientos, pero entre aquellos que permanecieron hubo uno que había sido de los primeros en llegar. Él vivía solo en una cabaña de troncos rodeada por todas partes por el bosque, de cuya lobreguez y silencio pareció ser parte, ya que nadie jamás le vio sonreír o decir una palabra innecesaria. Sus simples necesidades fueron suplidas por la venta o el trueque de pieles de animales salvajes del río, pero no por cosas que él hizo sobre la tierra, que si hubiera sido necesario, podría haber reclamado como propias por derecho. Hubo evidencias de "mejoras", unos pocos acres de terreno a un lado de la casa en el que se habían talado algunos de sus árboles; los deteriorados tocones cubiertos a medias por los nuevos brotes que nacían a pesar de la destrucción producida por el hacha. El entusiasmo del hombre por la agricultura había aparentemente ardido con una lánguida llama, expirando en penitenciales cenizas.
La pequeña cabaña, con su chimenea de troncos, su techo de tejas arqueadas, atravesadas por maderos y sellados con barro, tenía una sola puerta y, opuesta a la misma, una sola ventana, que estaba tapiada. Nadie podía recordar un tiempo en que no lo estuviera, y nadie nunca supo el porqué; ciertamente no por el desagrado del ocupante hacia la luz y el aire. En aquellas raras ocasiones en que un cazador había pasado por aquel solitario lugar, el recluso comúnmente era visto tomando sol en la puerta, si es que el cielo le proveía con sus rayos. Yo creo que unas pocas personas quedan con vida que conocen el secreto de esta ventana, y soy uno de ellos, como ustedes podrán verlo.
El nombre del hombre se decía que era Murlock. Aparentaba setenta años, pero realmente tenía unos cincuenta. Algo que no eran los años había influido en su envejecimiento. Su pelo y su larga barba eran blancas, y sus ojos, grises, como sin lustre, hundidos; su rostro excepcionalmente mostraba arrugas que parecían formar parte de dos sistemas que se cruzaban. Su figura era alta y parca, y tenía los hombros un poco encorvados, como si estuviera cargando algo. Yo nunca lo vi, sino que supe todo esto a través del relato del abuelo, quien me contó la historia cuando era niño; él lo había conocido cuando vivía cerca de allí, en aquellos años.
Un día Murlock fue encontrado en su cabaña, muerto. No era el momento ni el lugar para jueces de instrucción y periódicos, y supongo que todos asumieron que había muerto por causas naturales ya que, de no ser así, me lo habrían dicho y debería recordarlo. Sólo se que con lo que probablemente fuera un sentido de idoneidad, el cuerpo fue enterrado cerca de la cabaña, junto a la tumba de su esposa, quien le había precedido por tantos años que la tradición local casi no recordaba su existencia. Esto finaliza el último capítulo de esta historia real, exceptuando el hecho de que muchos años después, con un parecido espíritu intrépido, yo entré en ese lugar y me acerqué lo suficiente a la cabaña en ruinas como para lanzar una piedra sobre ella, y entonces corrí huyendo del fantasma que todo chico bien informado sabía que habitaba el lugar. Pero existe un capítulo anterior contado por mi abuelo.
Cuando Murlock construía su cabaña empezó decididamente a conformar la granja trabajando con su hacha, sirviéndose del rifle como un apoyo, él era joven, fuerte y lleno de esperanza. Se había casado en aquel país del Este de donde procedía, como era costumbre, con una joven devota y honesta que compartía con él los peligros y las privaciones de rigor siempre con un espíritu alegre. No se recuerda su nombre; la tradición guarda silencio en cuanto a sus encantos personales aunque la duda se mantiene; ¡pero Dios prohíbe que yo la comparta! De su afecto y felicidad hay evidentes muestras en todos y cada uno de los días de viudedad vividos por el hombre; ¿qué sino el magnetismo de unos benditos recuerdos podría haber encadenado un espíritu aventurero a un lugar como ese?
Un día Murlock regresó de una cacería en un lugar distante del bosque y encontró a su mujer postrada con fiebre y delirando. No había médico en millas, no había vecinos, tampoco ella estaba en condición de carecer de atención. Así que él ejerció también la tarea de atenderla y curarla, pero al tercer día entró en coma y falleció, aparentemente sin jamás regresar a su sano juicio.
Por lo que yo sé de una naturaleza como la de él, podemos aventurar algunos detalles del perfil dibujado por mi abuelo. Cuando se convenció de que ella estaba muerta, Murlock tuvo aún sentido como para recordar que la muerte debe ser seguida por el entierro. En preparativos para su sacra labor, cometió un error tras otro, haciendo algunas cosas de manera incorrecta y otras que había hecho correctamente, las volvió a hacer una y otra vez. Sus fallas ocasionales en llevar a término cosas simples y ordinarias lo llenaron de estupor como el de un borracho que se cuestiona por la suspensión de las leyes familiares naturales. También se sorprendió por no llorar - sorprendido y un poco avergonzado -; seguro que no es bueno no llorar por los muertos. "Mañana", dijo en voz alta, "tengo que hacer el ataúd y enterrarla, y entonces la echaré de menos, cuando no la vea más; pero ahora, ella está muerta, por supuesto, pero todo está bien; de alguna manera debe ser así. Las cosas no pueden ser tan malas como parecen"
Él permaneció sobre el cadáver por la noche, ajustando el cabello y dándole los últimos cuidados, haciéndolo de manera muy mecánica, con un cuidado casi desalmado, y con un sentido de convicción en su mente de que todo aquello estaba bien, como si la fuera a tener de nuevo consigo, y todo fuera explicado. Nunca había experimentado el dolor; su capacidad de sentirlo no había sido utilizada jamás, ni su corazón ni su mente podían concebirlo. No sabía lo que era un golpe bajo; este conocimiento vendría después y jamás se marcharía. El Dolor es un artista de poderes tan variados como los instrumentos con los que interpreta sus cantos fúnebres hacia los muertos, evocando desde las más agudas y finas notas hasta los acordes más graves y bajos que pulsan el lento y recurrente latido de un tambor distante. Algunos se asustan, otros se quedan pasmados. Para este viene como un flechazo certero, punzando toda la sensibilidad de una vida entusiasta; para el otro como el golpe de una maza, que aplasta todo e inmoviliza todo. Vamos a concebir que Murlock se vio afectado de esta manera, por (y aquí estamos en un campo de no mayor seguridad que la de la mera conjetura) que ni bien terminó su pía labor, se sentó en una silla a un lado de la mesa en la que yacía el cuerpo, y depositó sus brazos en el borde de la mesa, dejando caer su cara en ellos, sin lágrimas y en exceso cansado. En ese momento provino desde la ventana abierta un sonido como de aullido de un chico perdido en las lejanías del oscuro bosque. Pero el hombre no se movió. De nuevo, y más cercano que antes, sonó el aullido sobrenatural. Quizás era una bestia salvaje; quizás era un sueño. Para Murlock estaba dormida.
Algunas horas después, como luego se supo, el desgraciado vigía se despertó y deslizó su cabeza de los brazos, intentando escuchar sin saber por qué. Allí en la negra oscuridad al lado de la muerte, recordando todo sin asustarse, forzó la vista para ver mejor, no sabía el qué. Todos sus sentidos estaban alerta, su respiración se suspendió, la sangre se le detuvo en las venas como respaldando al silencio. ¿Quién o qué lo había despertado, y dónde estaba?
Súbitamente la mesa crujió bajo sus brazos, y al mismo tiempo escuchó, o creyó escuchar, un ligero, un paso suave, otro; ¡suena como si fuera de un pie desnudo sobre el suelo!
Estaba aterrorizado, paralizado, sin poder gritar o moverse. Necesariamente esperó, esperó allí en la oscuridad lo que parecieron siglos de un espanto tal que, hasta donde sabemos, nadie ha vivido nunca para contarlo. Trató en vano de pronunciar el nombre de la mujer muerta, también en vano su mano se estiró y palpó la mesa, para ver si ella estaba allí. Su garganta estaba atenazada y sus brazos y manos eran como plomo. Entonces ocurrió lo más espeluznante. Un cuerpo pesado pareció ser arrojado violentamente contra la mesa, con un tal ímpetu que lo empujó contra su pecho tan fuertemente como para tumbarlo. Al mismo tiempo oyó y sintió el impacto de algo sobre el piso, algo que chocó con tanta violencia que la casa entera se movió por el impacto. Siguió una reyerta, y una sucesión de sonidos imposibles de describir. Murlock se levantó. El miedo excesivo pasó a tomar control de sus facultades. Pasó su mano sobre la mesa. ¡No había nada ahí!
Hay un punto en que el terror puede conducir a la locura, y la locura incita a la acción. Sin ninguna intención definida, sin ningún motivo, pero con el obstinado impulso de un loco, Murlock pegó un brinco hacia la pared, donde estaba su arma cargada, y la descargó sin apuntar a ningún sitio concreto. Con el relámpago que iluminó la estancia, vio una enorme pantera arrastrando el cadáver de su mujer a través de la ventana, los dientes clavados en su garganta. Luego hubo una oscuridad más negra que la de antes y silencio; y cuando regresó a la consciencia, el sol brillaba y los pájaros cantaban en los árboles del bosque.
El cuerpo quedó cerca de la ventana, donde la bestia lo dejó antes de partir asustada por el fogonazo y la detonación del rifle. Las ropas estaban despedazadas, el largo cabello desordenado, las piernas quedaron desparramadas. Desde la garganta, horriblemente lacerada, había un manchón sanguinolento que todavía no había coagulado. La cinta con la que había vendado las muñecas estaba rota; las manos fuertemente crispadas. Entre los dientes tenía un fragmento de la oreja del animal.


 

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