Al Colectivo Extrañamiento.
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Nos
convertimos en unos auténticos desalmados hijos de perra. Nosotros
solos acabamos con la vida de, al menos, una veintena de escritores.
Esas muertes siempre se relacionaron con el suicidio. Escritor
atormentado y suicidio eran un silogismo atractivo para la prensa y
obvio para los forenses. Al primero lo matamos sin querer. Al segundo
lo quitamos de en medio con el fin de demostrar que nuestra teoría
tenía sentido. Al resto los asesinamos sin piedad. Nos convertimos
en asesinos en serie. Todo comenzó cuando acabamos el taller de
escritura. Decidimos hacer una tertulia literaria todos los viernes
por la tarde. Leíamos nuestros textos en voz alta para que el resto
los desollara sin complejos y, de esta forma, acabar el año con un
proyecto literario bien armado. También comentábamos el libro de un
escritor conocido una vez al mes. David Foster Wallace se suicidó
justo al día siguiente de que analizásemos “La niña del pelo
raro”. Nos quedamos sorprendidos. Inquietos. Excitados. Podía
tratarse de una casualidad, pero decidimos corroborar nuestra
descabellada hipótesis. Elegimos a otro autor cuyo nombre obviaré
en esta confesión. Horas después de nuestra tertulia, se tiró por
el balcón, estallando en mil pedazos. La hipótesis se convertía en
fórmula. Podíamos haber elegido escritores muertos, pero nos
divertía la idea de jugar con la vida de aquellas personas
omnipotentes y convertirlos en frágiles personajes. Primero
escogimos a escritores que nos caían mal. Luego decidimos hacer una
limpia y seleccionamos a unos cuantos escritores malos, sobre todo de
best-sellers. Más tarde decidimos convertir en autores malditos a
gente realmente buena. También subimos a los altares del martirio a
un par de jóvenes promesas y a poetas de una sola obra. A partir de
ese momento no nos regíamos por ningún criterio. Solo disponíamos
de sus vidas, de la misma manera que ellos manejaban el destino de
los personajes a su antojo y conveniencia. Comentábamos sus obras en
la tertulia, y esa misma semana abrían la espita del gas o se
cortaban las venas en la bañera. Mientras, continuábamos
escribiendo nuestros propios textos. “Ella” fue la primera en
acabar su proyecto, una aborrecible novela corta sobre la culpa. Aún
recuerdo su sonrisa cuando acabó de leernos el último capítulo y
cómo comenzó a revolverse en la silla con mis crueles comentarios.
Se levantó entre terribles convulsiones, pero ninguno llegó a
tiempo de cerrar la ventana. Yo permanecí sentado con los papeles en
la mano. Aquella fue la última vez que nos reunimos. Hasta esta
tarde. Sé que se han visto. Sé que han hablado de mi último libro.
Personajes secundarios, 2015.
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