Lo vio llegar por el maizal
despacio, con el sombrero de fieltro sin cinta y la blusa de dril, y
torcer luego, por la vaguada, donde crecen las amapolas rojas, hasta
el melonar. Desde allí, buscándole a la pendiente el sesgo más
fácil, fue ganando altura.
Rosarito
lavaba sobre el barreño, bajo el sombrajo emparrado de la choza, y
dejó la ropa dentro del agua jabonosa y entró en su chamizo que
tiene olor agrio y penetrante de la pucherada del mediodía, de leche
materna y vinagre. El niño duerme en su cesta de esparto colgada del
techo bajo un mosquitero de muselina que le defiende el sueño de las
moscas que bullen tercas en la habitación. Llega hasta dentro de la
choza el zurear de la collera de palomos grises, con una llamarada
roja de sangre sobre la mitad de su pechuga, encerrados en un cajón
de leche condensada cerrado con una tela metálica, y el graznido
seco y cortante de los grajos que sobrevuelan el barranco y trazan
círculos sobre las peñas donde se asientan los raíles de
ferrocarril.
Rosarito
mete atropelladamente los platos sucios y los cacharros de cocina
bajo el fogón. Luego vuelve a salir para enjuagarse las manos en la
lejía y secárselas en el delantal. De nuevo entra en la choza y,
delante del espejito de marco de color naranja de madera de pino, se
alisa los cabellos. Toma después un sorbo de agua de un jarrillo de
aluminio, se enjuaga la boca, restriega los dientes con el índice,
se desprende del delantal y se sienta en el banquito a la puerta de
la choza con las piernas cruzadas.
El
hombre atraviesa ya el olivar. Camina despacio bajo el sol y viene
silbando, porque ella oye ahora, cada vez más cercanas, las notas
descompasadas de su canción. En el último trecho, cuando el hombre
cruza la barbechera en blanco y su sombra se alarga en el cañizal
amarillo del haza ya segada, el hombre cambia el silbido por la
letra. Rosarito se acompaña con palmas lentas y precisas la
seguidilla que canta el mozo ya a pocos metros de la choza. Rosarito
vuelve a levantarse del banquito y echa una ojeada para dentro de su
casa y mira para la viga donde el niño duerme colgado y sale
enseguida al encuentro del hombre.
El
hombre la toma de la cintura y los dos juntos se sientan en el
porche, junto al lebrillo donde Rosarito lavara la ropa que despide
un olor dulce y penetrante de lejía.
Los
palomos continúan zureándose y el graznido de la pajarada en el
barranco se regulariza entre medios paréntesis de silencio.
Rosarito
sonríe al hombre. El hombre le sujeta los brazos e intenta besarla.
—De
eso nada —dice Rosarito—. Todo lo que tú quieras menos eso. Ésta
no besa más que a lo que tiene ahí dentro.
—Antes
no te importaba —dice el hombre.
—Antes
puede. Ahora como las lentejas: el que quiere las come y el que no
las deja.
—Eres
mala conmigo, Rosario. ¿Qué tiene que ver que tengas ahora un hijo
para que me beses?
Rosarito
se levanta y hace un remilgo de desdén.
El
niño llora dentro de la choza y Rosarito entra en la casa dejando al
hombre rebuscándose dinero en el bolsillo.
Rosarito
sale con el niño en brazos y lo mece dándole paseos delante del
porche:
—Tendrás
que esperar dice al hombre.
El
hombre no contesta. Hace un montoncito con los billetes y se lo
alarga a Rosario.
—Pues
mientras el niño no se duerma...
—Déjalo.
Déjalo en la cuna.
—Eso
no. Nunca. Si no se vuelve a dormir tendrás que venir esta noche.
Tendrás que darte otra vez la caminata. Antes es él.
El
hombre saca un paquete de cigarrillos «Ideales» y enciende uno con
su mechero de yesca. Luego se pone a contemplar, mientras fuma
silencioso, el barranco, la tierra calcárea y blanquecina sobre la
que reverbera el sol, las piedras cortadas a pico sobre las que la
vía férrea es dos hilos platino, el monte bajo, la cantera con sus
muros altos y sus vetas de tierra caliza donde efectúa sus prácticas
anuales de tiro el somatén, donde los civiles todas las semanas
disparan un par de peines de sus naranjeros para estar en forma.
—Después
que vengo por estar contigo adonde me prometí no poner más un
pie... —el hombre deja los ojos en la cantera, en la pincelada
terrosa sobre el muro calizo—. Después que me haces recordar cada
vez que vengo...
Rosarito
se pone un dedo sobre los labios mientras sigue meciendo al niño. El
hombre se sienta sobre el cajón de los palomos y Rosario hace un
gesto silencioso para que se levante y se siente en el banco a
esperar. El hombre, con los ojos bajos, fuma despacio. Con los
tacones de sus botas de becerro mil veces remendadas escarba sobre la
tierra apisonada de la delantera de la choza. Rosarito da los últimos
movimientos a los brazos que sostienen al hijo y, de puntillas, entra
en el chozo.
Del
barranco, a intervalos regulares, llega la graznada seca y doliente
de la pajarada revoloteando en círculo sobre las peñas.
La zanja, 1961.
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