En su peregrinación, el maestro y
algunos de sus discípulos bajaron de la montaña al llano y se
encaminaron hacia las murallas de la gran ciudad. Ante la puerta se
había congregado una gran muchedumbre. Cuando se hallaron más cerca
vieron un cadalso levantado y los verdugos ocupados en llevar a
rastras hacia el tajo a un individuo ya muy debilitado por el
calabozo y los tormentos. La plebe se agolpaba alrededor del
espectáculo. Hacían mofa del reo y le escupían, movían bulla y
esperaban con impaciencia la decapitación.
–¿Quién
será y qué delitos habrá perpetrado –se preguntaban unos a otros
los discípulos– para que la multitud desee su muerte con tanto
afán? Aquí no se ve a nadie que manifieste compasión ni que llore.
–Supongo
que será un hereje –dijo el maestro con tristeza.
Siguieron
acercándose, y cuando se vieron confundidos con el gentío los
discípulos preguntaron a izquierda y derecha quién era y qué
crímenes había cometido el que en aquellos momentos se arrodillaba
frente al tajo.
–Es
un hereje –decía la gente muy indignada–. ¡Hola! ¡Ahora
inclina su cabeza condenada! ¡Acabemos de una vez! En verdad ese
perro quiso enseñarnos que la ciudad del Paraíso tiene sólo dos
puertas, ¡cuando a todos nosotros nos consta perfectamente que las
puertas son doce!
Asombrados,
los discípulos se reunieron alrededor del maestro y le preguntaron:
–¿Cómo
lo adivinaste, maestro?
Él
sonrió y, mientras echaba de nuevo a andar, dijo en voz baja:
–No
ha sido difícil. Si fuese un asesino, o un bandolero o cualquier
otra especie de criminal, habríamos visto entre las gentes del
pueblo pena y compasión. Muchos llorarían y algunos hasta pondrían
el grito en el cielo proclamando su inocencia. Al que tiene una
creencia diferente, en cambio, se le puede sacrificar y echar su
cadáver a los perros sin que el pueblo se inmute.
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