Llegamos ya a la tercera fase de las
reacciones espirituales del prisionero: su psicología tras la
liberación. Pero antes de entrar en ella consideremos una pregunta
que suele hacérsele al psicólogo, sobre todo cuando conoce el tema
por propia experiencia: ¿Qué opina del carácter psicológico de
los guardias del campo? ¿Cómo es posible que hombres de carne y
hueso como los demás pudieran tratar a sus semejantes en la forma
que los prisioneros aseguran que los trataron? Si tras haber oído
una y otra vez los relatos de las atrocidades cometidas se llega al
convencimiento de que, por increíbles que parezcan, sucedieron de
verdad, lo inmediato es preguntar cómo pudieron ocurrir desde un
punto de vista psicológico. Para contestar a esta pregunta, aunque
sin entrar en muchos detalles, es preciso puntualizar algunas cosas.
En
primer lugar, había entre los guardias algunos sádicos, sádicos en
el sentido clínico más estricto. En segundo lugar, se elegía
especialmente a los sádicos siempre que se necesitaba un
destacamento de guardias muy severos. A esa selección negativa de la
que ya hemos hablado en otro lugar, como la que se realizaba entre la
masa de los propios prisioneros para elegir a aquellos que debían
ejercer la función de "capos" y en la que es fácil
comprender que, a menudo, fueran los individuos más brutales y
egoístas los que tenían más probabilidades de sobrevivir, a esta
selección negativa, pues, se añadía en el campo la selección
positiva de los sádicos.
Se
armaba un gran revuelo de alegría cuando, tras dos horas de duro
bregar bajo la cruda helada, nos permitían calentarnos unos pocos
minutos allí mismo, al pie del trabajo, frente a una pequeña estufa
que se cargaba con ramitas y virutas de madera.
Pero
siempre había algún capataz que sentía gran placer en privarnos de
esta pequeña comodidad. Su rostro expresaba bien a las claras la
satisfacción que sentía no ya sólo al prohibirnos estar allí,
sino volcando la estufa y hundiendo su amoroso fuego en la nieve.
Cuando a las SS les molestaba determinada persona, siempre había en
sus filas alguien especialmente dotado y altamente especializado en
la tortura sádica a quien se enviaba al desdichado prisionero.
En
tercer lugar, los sentimientos de la mayoría de los guardias se
hallaban embotados por todos aquellos años en que, a ritmo siempre
creciente, habían sido testigos de los brutales métodos del campo.
Los que estaban endurecidos moral y mentalmente rehusaban, al menos,
tomar parte activa en acciones de carácter sádico, pero no impedían
que otros las realizaran.
En
cuarto lugar, es preciso afirmar que aun entre los guardias había
algunos que sentían lástima de nosotros. Mencionaré únicamente al
comandante del campo del que fui liberado.
Después
de la liberación -y sólo el médico del campo, que también era
prisionero, tenía conocimiento de ello antes de esa fecha- me enteré
de que dicho comandante había comprado en la localidad más próxima
medicinas destinadas a los prisioneros y había pagado de su propio
bolsillo cantidades nada despreciables.
Por
lo que se refiere a este comandante de las SS, ocurrió un incidente
interesante relativo a la actitud que tomaron hacia él algunos de
los prisioneros judíos. Al acabar la guerra y ser liberados por las
tropas norteamericanas, tres jóvenes judíos húngaros escondieron
al comandante en los bosques bávaros. A continuación se presentaron
ante el comandante de las fuerzas americanas, quien estaba ansioso
por capturar a aquel oficial de las SS, para decirle que le
revelarían donde se encontraba únicamente bajo determinadas
condiciones: el comandante norteamericano tenía que prometer que no
se haría ningún daño a aquel hombre. Tras pensarlo un rato, el
comandante prometió a los jóvenes judíos que cuando capturara al
prisionero se ocuparía de que no le causaran la más mínima lesión
y no sólo cumplió su promesa, sino que, como prueba de ello, el
antiguo comandante del campo de concentración fue, de algún modo,
repuesto en su cargo, encargándose de supervisar la recogida de
ropas entre las aldeas bávaras más próximas y de distribuirlas
entre nosotros.
El
prisionero más antiguo del campo era, sin embargo, mucho peor que
todos los guardias de las SS juntos. Golpeaba a los demás
prisioneros a la más mínima falta, mientras que el comandante
alemán, hasta donde yo sé, no levantó nunca la mano contra ninguno
de nosotros.
Es
evidente que el mero hecho de saber que un hombre fue guardia del
campo o prisionero nada nos dice. La bondad humana se encuentra en
todos los grupos, incluso en aquellos que, en términos generales,
merecen que se les condene. Los límites entre estos grupos se
superponen muchas veces y no debemos inclinarnos a simplificar las
cosas asegurando que unos hombres eran unos ángeles y otros unos
demonios. Lo cierto es que, tratándose de un capataz, el hecho de
ser amable con los prisioneros a pesar de todas las perniciosas
influencias del campo es un gran logro, mientras que la vileza del
prisionero que maltrata a sus propios compañeros merece condenación
y desprecio en grado sumo. Obviamente, los prisioneros veían en
estos hombres una falta de carácter que les desconcertaba
especialmente, mientras que se sentían profundamente conmovidos por
la más mínima muestra de bondad recibida de alguno de los guardias.
Recuerdo que un día un capataz me dio en secreto un trozo de pan que
debió haber guardado de su propia ración del desayuno. Pero me dio
algo más, un "algo" humano que hizo que se me saltaran las
lágrimas: la palabra y la mirada con que aquel hombre acompañó el
regalo.
De
todo lo expuesto debemos sacar la consecuencia de que hay dos razas
de hombres en el mundo y nada más que dos: la "raza" de
los hombres decentes y la raza de los indecentes.
Ambas
se encuentran en todas partes y en todas las capas sociales. Ningún
grupo se compone de hombres decentes o de hombres indecentes, así
sin más ni más. En este sentido, ningún grupo es de "pura
raza" y, por ello, a veces se podía encontrar, entre los
guardias, a alguna persona decente.
La
vida en un campo de concentración abría de par en par el alma
humana y sacaba a la luz sus abismos. ¿Puede sorprender que en estas
profundidades encontremos, una vez más, únicamente cualidades
humanas que, en su naturaleza más íntima, eran una mezcla del bien
y del mal? La escisión que separa el bien del mal, que atraviesa
imaginariamente a todo ser humano, alcanza a las profundidades más
hondas y se hizo manifiesta en el fondo del abismo que se abrió en
los campos de concentración.
Nosotros
hemos tenido la oportunidad de conocer al hombre quizá mejor que
ninguna otra generación. ¿Qué es, en realidad, el hombre? Es el
ser que siempre decide lo que es. Es el ser que ha inventado las
cámaras de gas, pero asimismo es el ser que ha entrado en ellas con
paso firme musitando una oración.
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