Hay un cansancio de la
inteligencia abstracta, y es el más horrible de los cansancios. No
pesa como el cansancio del cuerpo, ni inquieta como el cansancio del
conocimiento y de la emoción. Es un peso de la conciencia del mundo,
un no poder respirar con el alma.
Entonces,
como si el viento tropezase con ellas, y fueran nubes, todas las
ideas en las que hemos sentido la vida, todas las ambiciones y
designios en los que hemos fundado la esperanza de su continuación,
se rasgan, se abren, se apartan transformadas en cenizas de niebla,
jirones de lo que no fue ni podría ser. Y por detrás de la derrota
surge pura la soledad negra e implacable del cielo desierto y
estrellado.
El
misterio de la vida nos duele y aterroriza de muy diversos modos.
Unas veces viene sobre nosotros como un fantasma sin forma, y el alma
tiembla con el peor de los miedos—el de la encarnación disforme
del no-ser. Otras veces está a nuestras espaldas, sólo visible
cuando no nos volvemos a ver, y es la verdad absoluta en su horror
profundísimo de desconocerla.
Pero
este horror que hoy me anula es menos noble y causa más tormento. Es
una voluntad de no querer tener pensamiento, un deseo de nunca haber
sido nada, una desesperación consciente de todas las células del
cuerpo y del alma. Es un sentimiento repentino de estar
enclaustrándose en la celda infinita ¿Hacia dónde imaginar la
huida, si la celda es todo?
Y
entonces me acomete el deseo transbordante, absurdo, de una especie
de satanismo previo a Satán, de que un día —un día sin tiempo ni
sustancia—se encuentre una huida fuera de Dios y el más profundo
de nosotros deje, no sé de qué manera, de formar parte del ser o
del no-ser.
Libro del desasosiego, 1982.
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