domingo, 10 de septiembre de 2023

El mar de tu memoria. Alfredo Buxán.

Escribo para aprender el llanto que te debo.
Ni una lágrima vertí sobre tu cuerpo muerto,
como si la sal toda de los siglos
se hubiera calcificado al fondo de mis ojos
para siempre.
Mi voz, habituada
al trigo de tus palabras más confidenciales,
se desfondó en la sombra de las aguas
a las que vuelvo ahora, solitario,
para anunciarte que la mansa lluvia
-cauce imperecedero de tu herencia
que veo caer una vez más sobre los campos-
no ha podido disuadirnos del dolor.
También para que sepas que alguno de tus hijos
punteaba en la ventana un blues interminable
mientras tú te morías al terminar agosto.
Mis dedos arañaban el llanto de la arena
para achicar el agua de tus ojos abiertos.


Desde entonces, casi todos los jueves
me pongo con cautela tu camisa de muerto,
huelo el sudor de tu último minuto,
oigo la conocida letanía de tu voz
-que la impiedad del mar no ha podido arrebatarme-
y me salpica su ronquido final,
mi propio nombre ahogándose triste
en la raíz del grito pronunciado
tal vez sin esperanza, como un salmo tardío
que no supo recoger la mano del apóstol.
En el vientre apacible de las olas,
frágil, ¿será arrastrado eternamente
hasta las simas de lo desconocido, donde
podrá encallar al fin junto a tu nombre?


Me prometí regresar a acumular la espuma
para sentir tus dedos en las algas
enredadas de los pies y el fuego
de las sienes, acostumbrar la vista
a la desolación de tu pupila
-prisionera en los castillo de arena
que deshizo la marea-, aceptar que el salitre
de tu lágrima inauguraba la luz
en la inocente roca que escondía la muerte.


¿Habrá sido tu queja, tu mirada sin odio,
cuando la noche cuida a los que sufren,
un fragmento de bramido que, insomnes,
temen los navegantes en los sueños?
¿Tiene la noche la piel erizada de costras
como mi corazón?¿Arden restos de la tuya
en lo más profundo de la arena removida
por el ritmo imperturbable y callado
de los días? ¿Pasó por tu garganta?
¿Disgregó las sílabas quebradas en tu boca?
¿Quemó tu lengua y tu saliva? ¿Te acariciaba
el mar, te acariciaba como quisiste siempre?
¿Pudo la indiferencia de las olas arrastrar
tus sandalias nuevas, olvidadas bajo el techo
de caña que cubría las mesas del quiosco?
¿Lamías tú la conmovida médula del mar?
¿Te dio tiempo a llorar? ¿Viste la sombra
de mis ojos y aquel esfuerzo inútil
por tenderte la maroma podrida
de mi brazo, la impotencia y el miedo,
mi carrera de loco entre la gente?


Era engañosa y dulce la luz de la bahía.
Mis ojos lo ven todo cada noche
desde entonces: el trémulo desmoronamiento
de las nubes, el llanto de Martín, las botellas
vacías, las camisetas azules
de las adolescentes y el inseguro paso
de tus pies descalzos hacia la sal de la muerte.
Te habías demorado en la penumbra del portal
para mirar con pena tus últimos zapatos.


Salgo con ellos a la calle como si huyera
de las luces del verano. Me ha costado tanto
admitir que las piedras están vivas
en los alrededores de la playa.
Regreso con el ruido del mar en la cabeza.
Mis manos escribían tu nombre entre las nubes
y en los árboles y sangraban mis pies
de escarbar con ahínco entre los restos
del naufragio. Las gaviotas, torpes,
huyeron de la ira que nacía en mis ojos,
lanzaron a los cielos su graznido inexperto,
repitieron tu nombre, propagaron tu grito.


Me desperté del sueño para saberme ciego:
comenzaba la ancianidad en aquel
atardecer. No pudiste cultivar
la palabra reservada con pudor
para el momento de la despedida.
La buscaré en el patio trasero de los días,
en el huerto callado de tu infancia
o en la quietud azul del cementerio,
bajo la lápida que se extraña de tu nombre.
Donde la muerte duerme.


¿Se renueva
ese rito cuando por un momento
me olvido del misterio que me veló tu rostro?
¿Se desvanece, muere? ¿Es el olvido el hueco
por el que yo me adentro en el mar de tu memoria?
¿Es el olvido solamente orfandad
o también tregua, eco de aquella luz
que nos incita a reanudar la charla?


De los abismos del sueño, aún convaleciente,
me dirijo a la roca batida por las olas,
me hiero una vez más en sus aristas,
me decido a rescatar tu cuerpo aprisionado
en los argazos, limpio tus rincones
de escamas adheridas y moluscos absortos
en la serena tenacidad de tus nostalgias.
Envidio el baile desprevenido de los peces
adormeciéndose sobre el cuenco de tus manos.
Me aproximo a tu hombro muy despacio,
lo rozo con la yema de los dedos
y no puedo llorar. Te acerco nuevas
de los once hijos congregados a la mesa
y te pido una palabra para nutrir la paz
de sus cuerpos, una palabra que te vincule
al insomnio temeroso de sus almohadas.
Una sola palabra: no siento frío, llueve
una vez más sobre mis manos, el mar me arrima
el llanto de mis huérfanos, me trae la resaca
de sus voces indecisas, el puro sonido
del dolor. Una sola palabra interminable
antes que el tiempo muera en nuestros brazos.
Sabed que ya no sufro. Bañaros en mi nombre
sin temor a morir. Repartiros la caricia
de la luna
y el postrero aliento de mi beso.

Las palabras perdidas, 2011.

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