sábado, 30 de septiembre de 2023

Fragmento 54. Fernando Pessoa.

El personaje individual e imponente, que los románticos representaban con ellos mismos, intenté vivirlo, en sueños, varias veces, y, tantas veces cuanto lo intenté vivir, acabé por encontrarme riendo a carcajadas de mi idea de vivirlo. El hombre fatal, a fin de cuentas, existe en los sueños propios de todos los hombres vulgares, y el romanticismo no es sino un volver del revés el dominio cotidiano de nosotros mismos. Casi todos los hombres sueñan, en lo más secreto de su ser, un gran imperialismo propio, el sometimiento de todos los hombres, la entrega de todas las mujeres, la adoración de los pueblos, y, en los más nobles, de todas las eras… Pocos como yo entre los acostumbrados a soñar son por ello lo bastante lúcidos como para reírse de la posibilidad estética de soñarse así.
La mayor acusación al romanticismo está todavía por hacer: es la de que representa la verdad interior de la naturaleza humana. Sus exageraciones, sus ridículos, sus diversos poderes de conmover y seducir, residen en que él es la figuración exterior de lo que hay más adentro del alma, más concreto, visualizado, visible incluso, si el ser mismo dependiera de cosa distinta que el Destino.
¡Cuántas veces yo mismo, que me río de semejantes seducciones de la distracción, me encuentro suponiendo que sería bueno ser célebre, que sería agradable ser mimado, que sería brillante ser triunfal! Pero no logro verme en esos papeles de alta cumbre si no es con una carcajada del otro yo que tengo siempre junto a mí como una calle de la Baixa. ¿Me veo célebre? Pero me veo célebre como tenedor de libros. ¿Me siento encumbrado a los tronos de ser conocido? Pero la cosa sucede en la Rua dos Douradores y los compañeros son un obstáculo. ¿Me oigo aplaudido por multitudes varias? El aplauso llega hasta el cuarto piso donde vivo y choca con el mobiliario tosco de mi cuarto barato, con la ordinariez que me rodea y me humilla de la cocina al sueño. Ni siquiera tuve castillos en España, como los grandes españoles de todas las ilusiones. Los míos fueron de cartas de baraja, viejas, sucias, de una baraja incompleta con la que no se podría jugar nunca; ni siquiera llegaron a caer, fue preciso destruirlos, con un gesto de la mano, bajo el impulso impaciente de la vieja criada, que quería recomponer, sobre toda la mesa, el mantel colocado en la mitad del otro lado, porque la hora del té había sonado como una maldición del Destino. Pero hasta eso no pasa de una visión estéril, pues no tengo la casa provinciana, o las viejas tías en cuya mesa tome yo, al fin de una velada familiar nocturna, un té que me sepa a descanso. Mi sueño fracasó hasta en las metáforas y las figuraciones. Mi imperio no llegó ni a las viejas cartas de baraja. Mi victoria fracasó sin ni siquiera una tetera o un gato antiquísimo. Moriré como he vivido, entre el bric-à-brac de los alrededores, apreciado por mi esfuerzo entre las postdatas de lo perdido.
Que al menos lleve al inmenso posible del abismo de todo la gloria de mi desilusión como si fuera la de un gran sueño, el esplendor de no creer como un pendón de la derrota, pendón no obstante en las manos débiles, pendón arrastrado entre el fango y la sangre de los débiles, pero levantado en alto, al sumergirnos en las arenas movedizas, nadie sabe si como protesta, si como desafío, si como gesto de desesperación. Nadie sabe, porque nadie sabe nada, y las arenas sumergen por igual a los que tienen pendones y a los que no los tienen. Y las arenas lo cubren todo, mi vida, mi prosa, mi eternidad.
Llevo conmigo la conciencia de la derrota como un pendón de victoria.

Libro del desasosiego, 1984. (1913 - 1935)

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