El personaje individual e
imponente, que los románticos representaban con ellos mismos,
intenté vivirlo, en sueños, varias veces, y, tantas veces cuanto lo
intenté vivir, acabé por encontrarme riendo a carcajadas de mi idea
de vivirlo. El hombre fatal, a fin de cuentas, existe en los sueños
propios de todos los hombres vulgares, y el romanticismo no es sino
un volver del revés el dominio cotidiano de nosotros mismos. Casi
todos los hombres sueñan, en lo más secreto de su ser, un gran
imperialismo propio, el sometimiento de todos los hombres, la entrega
de todas las mujeres, la adoración de los pueblos, y, en los más
nobles, de todas las eras… Pocos como yo entre los acostumbrados a
soñar son por ello lo bastante lúcidos como para reírse de la
posibilidad estética de soñarse así.
La
mayor acusación al romanticismo está todavía por hacer: es la de
que representa la verdad interior de la naturaleza humana. Sus
exageraciones, sus ridículos, sus diversos poderes de conmover y
seducir, residen en que él es la figuración exterior de lo que hay
más adentro del alma, más concreto, visualizado, visible incluso,
si el ser mismo dependiera de cosa distinta que el Destino.
¡Cuántas
veces yo mismo, que me río de semejantes seducciones de la
distracción, me encuentro suponiendo que sería bueno ser célebre,
que sería agradable ser mimado, que sería brillante ser triunfal!
Pero no logro verme en esos papeles de alta cumbre si no es con una
carcajada del otro yo que tengo siempre junto a mí como una calle de
la Baixa. ¿Me veo célebre? Pero me veo célebre como tenedor de
libros. ¿Me siento encumbrado a los tronos de ser conocido? Pero la
cosa sucede en la Rua dos Douradores y los compañeros son un
obstáculo. ¿Me oigo aplaudido por multitudes varias? El aplauso
llega hasta el cuarto piso donde vivo y choca con el mobiliario tosco
de mi cuarto barato, con la ordinariez que me rodea y me humilla de
la cocina al sueño. Ni siquiera tuve castillos en España, como los
grandes españoles de todas las ilusiones. Los míos fueron de cartas
de baraja, viejas, sucias, de una baraja incompleta con la que no se
podría jugar nunca; ni siquiera llegaron a caer, fue preciso
destruirlos, con un gesto de la mano, bajo el impulso impaciente de
la vieja criada, que quería recomponer, sobre toda la mesa, el
mantel colocado en la mitad del otro lado, porque la hora del té
había sonado como una maldición del Destino. Pero hasta eso no pasa
de una visión estéril, pues no tengo la casa provinciana, o las
viejas tías en cuya mesa tome yo, al fin de una velada familiar
nocturna, un té que me sepa a descanso. Mi sueño fracasó hasta en
las metáforas y las figuraciones. Mi imperio no llegó ni a las
viejas cartas de baraja. Mi victoria fracasó sin ni siquiera una
tetera o un gato antiquísimo. Moriré como he vivido, entre el
bric-à-brac de los alrededores, apreciado por mi esfuerzo
entre las postdatas de lo perdido.
Que
al menos lleve al inmenso posible del abismo de todo la gloria de mi
desilusión como si fuera la de un gran sueño, el esplendor de no
creer como un pendón de la derrota, pendón no obstante en las manos
débiles, pendón arrastrado entre el fango y la sangre de los
débiles, pero levantado en alto, al sumergirnos en las arenas
movedizas, nadie sabe si como protesta, si como desafío, si como
gesto de desesperación. Nadie sabe, porque nadie sabe nada, y las
arenas sumergen por igual a los que tienen pendones y a los que no
los tienen. Y las arenas lo cubren todo, mi vida, mi prosa, mi
eternidad.
Llevo
conmigo la conciencia de la derrota como un pendón de victoria.
Libro del desasosiego, 1984. (1913 - 1935)
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