En una butaca de escay, un
hombre masajea su cuello dolorido, bosteza varias veces, bajito, y se
quita con disimulo una legaña. Son gestos estos últimos
innecesarios: ninguno de los otros tres pacientes, enfrascados como
están en las pantallas luminosas de sus móviles, advierte ni
advertirá su presencia. Lleva más de una hora esperando a que le
hagan un escáner.
Se
incorpora y camina hacia la puerta. Se detiene, presiona con los
dedos sus lumbares, va y vuelve, vuelve y va. Se acerca a la ventana
y mira aburrido las cagadas de paloma en el alféizar junto al
esqueleto de un geranio. Estira todo lo que puede el pescuezo hasta
distinguir una plaza. Allí ve una anciana encorvada echando migas de
pan a las palomas, pitas pitas, que picotean el suelo, ávidas. Al
principio son unas pocas, después comienzan a llegar de todos lados,
por docenas, en bandadas. Las provisiones de la vieja se acaban y las
aves, hambrientas, se posan en su cabeza, le clavan las garras en los
hombros, los brazos, y terminan derribándola. Entonces el hombre da
un respingo, se aparta incómodo de la ventana, vuelve a sentarse en
su butaca de escay y coge de la mesa una revista cualquiera.
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