La leyenda del «destripador»,
asesino medio sabio y medio brujo, es muy antigua en mi tierra. La oí
en tiernos años, susurrada o salmodiada en terroríficas estrofas,
quizá al borde de mi cuna, por la vieja criada, quizá en la cocina
aldeana, en la tertulia de los gañanes, que la comentaban con
estremecimientos de temor o risotadas oscuras. Volvió a
aparecérseme, como fantasmagórica creación de Hoffmann, en las
sombrías y retorcidas callejuelas de un pueblo que hasta hace poco
permaneció teñido de colores medievales, lo mismo que si todavía
hubiese peregrinos en el mundo y resonase aún bajo las bóvedas de
la catedral el himno de Ultreja. Más tarde, el clamoreo de los
periódicos, el pánico vil de la ignorante multitud, hacen surgir de
nuevo en mi fantasía el cuento, trágico y ridículo como Quasimodo,
jorobado con todas las jorobas que afean al ciego Terror y a la
Superstición infame. Voy a contarlo. Entrad conmigo valerosamente en
la zona de sombra del alma.
I.
Un
paisajista sería capaz de quedarse embelesado si viese aquel molino
de la aldea de Tornelos. Caído en la vertiente de una montañuela,
dábale alimento una represa que formaba lindo estanque natural,
festoneado de canas y poas, puesto, como espejillo de mano sobre
falda verde, encima del terciopelo de un prado donde crecían áureos
ranúnculos y en otoño abrían sus corolas moradas y elegantes
lirios. Al otro lado de la represa habían trillado sendero el pie
del hombre y el casco de los asnos que iban y volvían cargados de
sacas, a la venida con maíz, trigo y centeno en grano, al regreso,
con harina oscura, blanca o amarillenta. ¡Y qué bien «componía»,
coronando el rústico molino y la pobre casuca de los molineros, el
gran castaño de horizontales ramas y frondosa copa, cubierto en
verano de pálida y desmelenada flor; en octubre de picantes y
reventones erizos! ¡Cuán gallardo y majestuoso se perfilaba sobre
la azulada cresta del monte, medio velado entre la cortina gris del
humo que salía, no por la chimenea -pues no la tenía la casa del
molinero, ni aun hoy la tienen muchas casas de aldeanos de Galicia-,
sino por todas partes; puertas, ventanas, resquicios del tejado y
grietas de las desmanteladas paredes!
El
complemento del asunto -gentil, lleno de poesía, digno de que lo
fijase un artista genial en algún cuadro idílico- era una niña
como de trece a catorce años, que sacaba a pastar una vaca por
aquellos ribazos siempre tan floridos y frescos, hasta en el rigor
del estío, cuando el ganado languidece por falta de hierba. Minia
encarnaba el tipo de la pastora: armonizaba con el fondo. En la aldea
la llamaba roxa, pero en sentido de rubia, pues tenía el pelo del
color del cerro que a veces hilaba, de un rubio pálido, lacio, que,
a manera de vago reflejo lumínico, rodeaba la carita, algo tostada
por el sol, oval y descolorida, donde sólo brillaban los ojos con un
toque celeste, como el azul que a veces se entrevé al través de las
brumas del montañés celaje. Minia cubría sus carnes con un refajo
colorado, desteñido ya por el uso; recia camisa de estopa velaba su
seno, mal desarrollado aún; iba descalza, y el pelito lo llevaba
envedijado y revuelto y a veces mezclado -sin asomo de ofeliana
coquetería- con briznas de paja o tallos de los que segaba para la
vaca en los linderos de las heredades. Y así y todo, estaba bonita,
bonita como un ángel, o, por mejor decir, como la patrona del
santuario próximo, con la cual ofrecía -al decir de las gentes-
singular parecido.
La
célebre patrona, objeto de fervorosa devoción para los aldeanos de
aquellos contornos, era un «cuerpo santo», traído de Roma por
cierto industrioso gallego, especie de Gil Blas, que, habiendo
llegado, por azares de la fortuna a servidor de un cardenal romano,
no pidió otra recompensa, al terminar, por muerte de su amo, diez
años de buenos y leales servicios, que la urna y efigie que
adornaban el oratorio del cardenal. Diéronselas y las trajo a su
aldea, no sin aparato. Con sus ahorrillos y alguna ayuda del
arzobispo, elevó modesta capilla, que a los pocos años de su muerte
las limosnas de los fieles, la súbita devoción despertada en muchas
leguas a la redonda, transformaron en rico santuario, con su gran
iglesia barroca y su buena vivienda para el santero, cargo que desde
luego asumió el párroco, viniendo así a convertirse aquella
olvidada parroquia de montaña en pingue canonjía. No era fácil
averiguar con rigurosa exactitud histórica, ni apoyándose en
documentos fehacientes e incontrovertibles, a quién habría
pertenecido el huesecillo del cráneo humano incrustado en la cabeza
de cera de la Santa. Solo un papel amarillento, escrito con letra
menuda y firme y pegado en el fondo de la urna, afirmaba ser aquellas
las reliquias de la bienaventurada Herminia, noble virgen que padeció
martirio bajo Diocleciano. Inútil parece buscar en las actas de los
mártires el nombre y género de muerte de la bienaventurada
Herminia. Los aldeanos tampoco lo preguntaban, ni ganas de meterse en
tales honduras. Para ellos, la Santa no era figura de cera, sino el
mismo cuerpo incorrupto; del nombre germánico de la mártir hicieron
el gracioso y familiar de Minia, y a fin de apropiárselo mejor, le
añadieron el de la parroquia, llamándola Santa Minia de Tornelos.
Poco les importaba a los devotos montañeses el cómo ni el cuándo
de su Santa; veneraban en ella la Inocencia y el Martirio, el
heroísmo de la debilidad; cosa sublime.
A
la rapaza del molino le habían puesto Minia en la pila bautismal, y
todos los años, el día de la fiesta de su patrona, arrodillábase
la chiquilla delante de la urna tan embelesada con la contemplación
de la Santa, que ni acertaba a mover los labios rezando. La fascinaba
la efigie, que para ella también era un cuerpo real, un verdadero
cadáver. Ello es que la Santa estaba preciosa; preciosa y terrible a
la vez. Representaba la cérea figura a una jovencita como de quince
años, de perfectas facciones pálidas. Al través de sus párpados
cerrados por la muerte, pero ligeramente revulsos por la contracción
de la agonía, veíanse brillar los ojos de cristal con misterioso
brillo. La boca, también entreabierta, tenía los labios lívidos, y
transparecía el esmalte de la dentadura. La cabeza, inclinada sobre
el almohadón de seda carmesí que cubría un encaje de oro ya
deslucido, ostentaba encima del pelo rubio una corona de rosas de
plata; y la postura permitía ver perfectamente la herida de la
garganta, estudiada con clínica exactitud; las cortadas arterias, la
laringe, la sangre, de la cual algunas gotas negreaban sobre el
cuello. Vestía la Santa dalmática de brocado verde sobre túnica de
tafetán color de caramelo, atavío más teatral que romano en el
cual entraban como elemento ornamental bastantes lentejuelas e
hilillos de oro. Sus manos, finísimamente modeladas y exangües, se
cruzaban sobre la palma de su triunfo. Al través de los vidrios de
la urna, al reflejo de los cirios, la polvorienta imagen y sus ropas,
ajadas por el transcurso del tiempo, adquirían vida sobrenatural.
Diríase que la herida iba a derramar sangre fresca.
La
chiquilla volvía de la iglesia ensimismada y absorta. Era siempre de
pocas palabras; pero un mes después de la fiesta patronal,
difícilmente salía de su mutismo, ni se veía en sus labios la
sonrisa, a no ser que los vecinos le dijesen que «se parecía mucho
con la Santa». Los aldeanos no son blandos de corazón; al revés,
suelen tenerlo tan duro y callado como las palmas de las manos; pero
cuando no esta en juego su interés propio, poseen cierto instinto de
justicia que los induce a tomar el partido del débil oprimido por el
fuerte. Por eso miraban a Minia con profunda lástima. Huérfana de
padre y madre, la chiquilla vivía con sus tíos. El padre de Minia
era molinero, y se había muerto de intermitentes palúdicas, mal
frecuente en los de su oficio; la madre le siguió al sepulcro, no
arrebatada de pena, que en una aldeana sería extraño género de
muerte, sino a poder de un dolor de costado que tomó saliendo
sudorosa de cocer la hornada de maíz. Minia quedó solita a la edad
de año y medio, recién destetada. Su tío, Juan Ramón -que se
ganaba la vida trabajosamente en el oficio de albañil, pues no era
amigo de labranza-, entró en el molino como en casa propia, y,
encontrando la industria ya fundada, la clientela establecida, el
negocio entretenido y cómodo, ascendió a molinero, que en la aldea
es ascender a personaje. No tardó en ser su consorte la moza con
quien tenía trato, y de quien poseía ya dos frutos de maldición:
varón y hembra. Minia y estos retoños crecieron mezclados, sin más
diferencia aparente sino que los chiquitines decían al molinero y a
la molinera papai y mamai, mientras Minia, aunque nadie se lo hubiese
enseñado, no los llamó nunca de otro modo que «señor tío» y
«señora tía».
Si
se estudiase a fondo la situación de la familia, se verían
diferencias más graves. Minia vivía relegada a la condición de
criada o moza de faena. No es decir que sus primos no trabajasen,
porque el trabajo a nadie perdona en casa del labriego; pero las
labores más viles, las tareas más duras, guardábanse para Minia.
Su prima Melia, destinada por su madre a costurera, que es entre las
campesinas profesión aristocrática, daba a la aguja en una sillita,
y se divertía oyendo los requiebros bárbaros y las picardihuelas de
los mozos y mozas que acudían al molino y se pasaban allí la noche
en vela y broma, con notoria ventaja del diablo y no sin frecuente e
ilegal acrecentamiento de nuestra especie. Minia era quien ayudaba a
cargar el carro de tojo; la que, con sus manos diminutas, amasaba el
pan; la que echaba de comer al becerro, al cerdo y a las gallinas; la
que llevaba a pastar la vaca, y, encorvada y fatigosa, traía del
monte el haz de leña, o del soto el saco de castañas, o el cesto de
hierba del prado. Andrés, el mozuelo, no la ayudaba poco ni mucho;
pasábase la vida en el molino, ayudando a la molienda y al maquileo,
y de riola, fiesta, canto y repiqueteo de panderetas con los demás
rapaces y rapazas. De esta temprana escuela de corrupción sacaba el
muchacho pullas, dichos y barrabasadas que a veces molestaban a
Minia, sin que ella supiese por qué ni tratase de comprenderlo.
El
molino, durante varios años, produjo lo suficiente para proporcionar
a la familia cierto desahogo. Juan Ramón tomaba el negocio con
interés, estaba siempre a punto aguardando por la parroquia, era
activo, vigilante y exacto. Poco a poco, con el desgaste de la vida
que corre insensible y grata, resurgieron sus aficiones a la
holgazanería y al bienestar, y empezaron los descuidos, parientes
tan próximos de la ruina. ¡El bienestar! Para un labriego estriba
en poca cosa: algo más del torrezno y unto en el pote, carne de vez
en cuando, pantrigo a discreción, leche cuajada o fresca, esto
distingue al labrador acomodado del desvalido. Después viene el lujo
de la indumentaria: el buen traje de rizo, las polainas de prolijo
pespunte, la camisa labrada, la faja que esmaltan flores de seda, el
pañuelo majo y la botonadura de plata en el rojo chaleco. Juan Ramón
tenía de estas exigencias, y acaso no fuesen ni la comida ni el
traje lo que introducía desequilibrio en su presupuesto, sino la
pícara costumbre, que iba arraigándose, de «echar una pinga» en
la taberna del Canelo, primero, todos los domingos; luego, las
fiestas de guardar; por último muchos días en que la Santa Madre
Iglesia no impone precepto de misa a los fieles. Después de las
libaciones, el molinero regresaba a su molino, ya alegre como unas
pascuas, ya tétrico, renegando de su suerte y con ganas de arrimar a
alguien un sopapo. Melia, al verle volver así, se escondía. Andrés,
la primera vez que su padre le descargó un palo con la tranca de la
puerta, se revolvió como una fiera, le sujetó y no le dejó ganas
de nuevas agresiones; Pepona, la molinera, más fuerte, huesuda y
recia que su marido, también era capaz de pagar en buena moneda el
cachete; sólo quedaba Minia, víctima sufrida y constante. La niña
recibía los golpes con estoicismo, palideciendo a veces cuando
sentía vivo dolor -cuando, por ejemplo, la hería en la espinilla o
en la cadera la punta de un zueco de palo-, pero no llorando jamás.
La parroquia no ignoraba estos tratamientos, y algunas mujeres
compadecían bastante a Minia. En las tertulias del atrio, después
de misa; en las deshojas del maíz, en la romería del santuario, en
las ferias, comenzaba a susurrarse que el molinero se empeñaba, que
el molino se hundía, que en las maquilas robaban sin temor de Dios,
y que no tardaría la rueda en pararse y los alguaciles en entrar
allí para embargarles hasta la camisa que llevaban sobre los lomos.
Una
persona luchaba contra la desorganización creciente de aquella
humilde industria y aquel pobre hogar. Era Pepona, la molinera, mujer
avara, codiciosa, ahorrona hasta de un ochavo, tenaz, vehemente y
áspera. Levantada antes que rayase el día, incansable en el
trabajo, siempre se la veía, ya inclinada labrando la tierra, ya en
el molino regateando la maquila, ya trotando, descalza, por el camino
de Santiago adelante con una cesta de huevos, aves y verduras en la
cabeza, para ir a venderla al mercado. Mas ¿qué valen el cuidado y
el celo, la economía sórdida de una mujer, contra el vicio y la
pereza de dos hombres? En una mañana se bebía Juan Ramón, en una
noche de tuna despilfarraba Andrés el fruto de la semana de Pepona.
Mal andaban los negocios de la casa, y peor humorada la molinera,
cuando vino a complicar la situación un año fatal, año de miseria
y sequía, en que, perdiéndose la cosecha del maíz y trigo, la
gente vivió de averiadas habichuelas, de secos habones, de pobres y
héticas hortalizas, de algún centeno de la cosecha anterior, roído
ya por el cornezuelo y el gorgojo. Lo más encogido y apretado que se
puede imaginar en el mundo, no acierta a dar idea del grado de
reducción que consigue el estómago de un labrador gallego y la
vacuidad a que se sujetan sus elásticas tripas en años así.
Berzas
espesadas con harina y suavizadas con una corteza de tocino rancio; y
esto un día y otro día, sin sustancia de carne, sin gota de vino
para reforzar un poco los espíritus vitales y devolver vigor al
cuerpo. La patata, el pan del pobre, entonces apenas se conocía,
porque no sé si dije que lo que voy contando ocurrió en los
primeros lustros del siglo décimonono. Considérese cuál andaría
con semejante añada el molino de Juan Ramón. Perdida la cosecha,
descansaba forzosamente la muela. El rodezno, parado y silencioso,
infundía tristeza; semejaba el brazo de un paralítico. Los ratones,
furiosos de no encontrar grano que roer, famélicos también ellos,
correteaban alrededor de la piedra, exhalando agrios chillidos.
Andrés, aburrido por la falta de la acostumbrada tertulia, se metía
cada vez más en danzas y aventuras amorosas, volviendo a casa como
su padre, rendido y enojado, con las manos que le hormigueaban por
zurrar. Zurraba a Minia con mezcla de galantería rústica y de
brutalidad, y enseñaba los dientes a su madre porque la pitanza era
escasa y desabrida. Vago ya de profesión, andaba de feria en feria
buscando lances, pendencias y copas. Por fortuna, en primavera cayó
soldado y se fue con el chopo camino de la ciudad. Hablando como la
dura verdad nos impone, confesaremos que la mayor satisfacción que
pudo dar a su madre fue quitársele de la vista: ningún pedazo de
pan traía a casa, y en ella solo sabía derrochar y gruñir,
confirmando la sentencia: «Donde no hay harina, todo es mohína».
La
víctima propiciatoria, la que expiaba todos los sinsabores y
desengaños de Pepona, era..., ¿quién había de ser? Siempre había
tratado Pepona a Minia con hostil indiferencia; ahora, con odio
sañudo de impía madrastra. Para Minia los harapos; para Melia los
refajos de grana; para Minia la cama en el duro suelo; para Melia un
lecho igual al de sus padres; a Minia se le arrojaba la corteza de
pan de borona enmohecido, mientras el resto de la familia despachaba
el caldo calentito y el compango de cerdo. Minia no se quejaba jamás.
Estaba un poco más descolorida y perpetuamente absorta, y su cabeza
se inclinaba a veces lánguidamente sobre el hombro, aumentándose
entonces su parecido con la Santa Callada, exteriormente insensible,
la muchacha sufría en secreto angustia mortal, inexplicables mareos,
ansias de llorar, dolores en lo más profundo y delicado de su
organismo, misteriosa pena, y, sobre todo, unas ganas constantes de
morirse para descansar yéndose al cielo... Y el paisajista o el
poeta que cruzase ante el molino y viese el frondoso castaño, la
represa con su agua durmiente y su orla de cañas, la pastorcilla
rubia, que, pensativa, dejaba a la vaca saciarse libremente por el
lindero orlado de flores, soñaría con idilios y haría una
descripción apacible y encantadora de la infeliz niña golpeada y
hambrienta, medio idiota ya a fuerza de desamores y crueldades.
II.
Un
día descendió mayor consternación que nunca sobre la choza de los
molineros. Era llegado el plazo fatal para el colono: vencía el
término del arriendo, y, o pagaba al dueño del lugar, o se verían
arrojados de él y sin techo que los cobijase, ni tierra donde
cultivar las berzas para el caldo. Y lo mismo el holgazán Juan Ramón
que Pepona la diligente, profesaban a aquel quiñón de tierra el
cariño insensato que apenas profesarían a un hijo pedazo de sus
entrañas. Salir de allí se les figuraba peor que ir para la
sepultura: que esto, al fin, tiene que suceder a los mortales,
mientras lo otro no ocurre sino por impensados rigores de la suerte
negra. ¿Dónde encontrarían dinero? Probablemente no había en toda
la comarca las dos onzas que importaba la renta del lugar. Aquel año
de miseria -calculó Pepona-, dos onzas no podían hallarse sino en
la boeta o cepillo de Santa Minia. El cura si que tendría dos onzas,
y bastantes más, cosidas en el jergón o enterradas en el huerto...
Esta probabilidad fue asunto de la conversación de los esposos,
tendidos boca a boca en el lecho conyugal, especie de cajón con una
abertura al exterior, y dentro un relleno de hojas de maíz y una
raída manta. En honor de la verdad, hay que decir que a Juan Ramón,
alegrillo con los cuatro tragos que había echado al anochecer para
confortar el estómago casi vacío, no se le ocurría siquiera
aquello de las onzas del cura hasta que se lo sugirió, cual
verdadera Eva, su cónyuge; y es justo observar también que contestó
a la tentación con palabras muy discretas, como si no hablase por su
boca el espíritu parral.
-Oyes,
tú, Juan Ramón... El clérigo sí que tendrá a rabiar lo que aquí
nos falta... Ricas onciñas tendrá el clérigo. ¿Tú roncas, o me
oyes, o qué haces?
-Bueno,
¡rayo!, y si las tiene, ¿qué rayos nos interesa? Dar, no nos las
ha de dar.
-Darlas,
ya se sabe; pero... emprestadas...
-¡Emprestadas!
Sí, ve a que te empresten...
-Yo
digo emprestadas así, medio a la fuerza... ¡Malditos!... No sois
hombres, no tenéis de hombres sino la parola... Si estuviese aquí
Andresiño..., un día..., al oscurecer...
-Como
vuelvas a mentar eso, los diaños lleven si no te saco las muelas del
bofetón...
-Cochinos
de cobardes; aún las mujeres tenemos más riñones...
-Loba,
calla; tú quieres perderme. El clérigo tiene escopeta... y a más
quieres que Santa Minia mande una centella que mismamente nos
destrice...
-Santa
Minia es el miedo que te come...
-¡Toma,
malvada!...
-¡Pellejo,
borranchón!...
Estaba
echada Minia sobre un haz de paja, a poca distancia de sus tíos, en
esa promiscuidad de las cabañas gallegas, donde irracionales y
racionales, padres e hijos, yacen confundidos y mezclados. Aterida de
frío bajo su ropa, que había amontonado para cubrirse -pues manta
Dios la diese-, entreoyó algunas frases sospechosas y confusas, las
excitaciones sordas de la mujer, los gruñidos y chanzas vinosas del
hombre. Tratábase de la Santa... Pero la niña no comprendió. Sin
embargo, aquello le sonaba mal; le sonaba a ofensa, a lo que ella, si
tuviese nociones de lo que tal palabra significa, hubiese llamado
desacato. Movió los labios para rezar la única oración que sabía,
y así rezando, se quedó traspuesta. Apenas le salteó el sueño, le
pareció que una luz dorada y azulada llenaba el recinto de la choza.
En medio de aquella luz, o formando aquella luz, semejante a la que
despedía la «madama de fuego» que presentaba el cohetero en la
fiesta patronal, estaba la Santa, no reclinada, sino de pie, y
blandiendo su palma como si blandiese un arma terrible. Minia creía
oír distintamente estas palabras. «¿Ves? Los mato». Y mirando
hacia el lecho de sus tíos, los vio cadáveres, negros,
carbonizados, con la boca torcida y la lengua de fuera. En este
momento se dejó oír el sonoro cántico del gallo; la becerrilla
mugió en el establo, reclamando el pezón de su madre... Amanecía.
Si
pudiese la niña hacer su gusto, se quedaría acurrucada entre la
paja la mañana que siguió a su visión. Sentía gran dolor en los
huesos, quebrantamiento general, sed ardiente. Pero la hicieron
levantar, tirándola del pelo y llamándola holgazana, y, según
costumbre, hubo de sacar el ganado. Con su habitual pasividad no
replicó; agarró la cuerda y echó hacia el pradillo. La Pepona, por
su parte, habiéndose lavado primero los pies y luego la cara en el
charco más próximo a la represa del molino, y puéstose el dengue y
el mantelo de los días grandes y también -lujo inaudito- los
zapatos, colocó en una cesta hasta dos docenas de manzanas, una
pella de manteca envuelta en una hoja de col, algunos huevos y la
mejor gallina ponedora, y, cargando la cesta en la cabeza, salió del
lugar y tomó el camino de Compostela con aire resuelto. Iba a
implorar, a pedir un plazo, una prórroga, un perdón de renta, algo
que les permitiese salir de aquel año terrible sin abandonar el
lugar querido, fertilizado con su sudor... Porque las dos onzas del
arriendo..., ¡quia! en la boeta de Santa Minia o en el jergón del
clérigo seguirían guardadas, por ser un calzonazos Juan Ramón y
faltar de la casa Andresiño..., y no usar ella, en lugar de refajos,
las mal llevadas bragas del esposo.
No
abrigaba Pepona grandes esperanzas de obtener la menor concesión, el
más pequeño respiro. Así se lo decía a su vecina y comadre Jacoba
de Alberte, con la cual se reunió en el crucero, enterándose de que
iba a hacer la misma jornada, pues Jacoba tenía que traer de la
ciudad medicina para su hombre, afligido con un asma de todos los
demonios, que no le dejaba estar acostado, ni por las mañanas casi
respirar. Resolvieron las dos comadres ir juntas para tener menos
miedo a los lobos o a los aparecidos, si al volver se les echaba la
noche encima; y pie ante pie, haciendo votos porque no lloviese, pues
Pepona llevaba a cuestas el fondito del arca, emprendieron su
caminata charlando.
-Mi
matanza -dijo la Pepona- es que no podré hablar cara a cara con el
señor marqués, y al apoderado tendré que arrodillarme. Los señores
de mayor señorío son siempre los más compadecidos del pobre. Los
peores, los señoritos hechos a puñetazos, como don Mauricio, el
apoderado; esos tienen el corazón duro como las piedras y le tratan
a uno peor que a la suela del zapato. Le digo que voy allá como el
buey al matadero.
La
Jacoba, que era una mujercilla pequeña, de ojos ribeteados, de
apergaminadas facciones, con dos toques, cual de ladrillos en los
pómulos, contestó en voz plañidera:
-¡Ay
comadre! Iba yo cien veces a donde va, y no quería ir una a donde
voy. ¡Santa Minia nos valga! Bien sabe el Señor Nuestro Dios que me
lleva la salud del hombre, porque la salud vale más que las
riquezas. No siendo por amor de la salud, ¿quién tiene valor de
pisar la botica de don Custodio? Al oír este nombre, viva expresión
de curiosidad azorada se pintó en el rostro de la Pepona y arrugóse
su frente, corta y chata, donde el pelo nacía casi a un dedo de las
tupidas cejas.
-¡Ay!
Sí, mujer... Yo nunca allá fui. Hasta por delante de la botica no
me da gusto pasar. Andan no sé qué dichos, de que el boticario hace
«meigallos».
-Eso
de no pasar, bien se dice; pero cuando uno tiene la salud en sus
manos... La salud vale más que todos los bienes de este mundo; y el
pobre que no tiene otro caudal sino la salud, ¿qué no hará por
conseguirla? Al demonio era yo capaz de ir a pedirle en el infierno
la buena untura para mi hombre. Un peso y doce reales llevamos
gastados este año en botica, y nada; como si fuese agua de la
fuente; que hasta es un pecado derrochar los cuartos así, cuando no
hay una triste corteza para llevar a la boca. De manera es que ayer
por la noche, mi hombre, que tosía que casi arreventaba, me dijo,
dice: «¡Ei!, Jacoba: o tú vas a pedirle a don Custodio la untura,
o yo espicho. No hagas caso del médico; no hagas caso, si a manos
viene, ni de Cristo Nuestro Señor; a don Custodio has de ir; que si
él quiere, del apuro me saca con sólo dos cucharaditas de los
remedios que sabe hacer. Y no repares en dinero, mujer, no siendo que
quiéraste quedar viuda.» Así es que... -Jacoba metió
misteriosamente la mano en el seno y extrajo, envuelto en un
papelito, un objeto muy chico- aquí llevo el corazón del arca...
¡un dobloncillo de a cuatro! Se me van los «espíritus» detrás de
él; me cumplía para mercar ropa, que casi desnuda en carnes ando;
pero primero es la vida del hombre, mi comadre..., y aquí lo llevo
para el ladro de don Custodio. Asús me perdone.
La
Pepona reflexionaba, deslumbrada por la vista del doblón y sintiendo
en el alma una oleada tal de codicia que la sofocaba casi.
-Pero
diga, mi comadre -murmuró con ahínco, apretando sus grandes dientes
de caballo y echando chispas por los ojuelos-. Diga: ¿cómo hará
don Custodio para ganar tantos cuartos? ¿Sabe qué se cuenta por
ahí? Que mercó este año muchos lugares del marqués. Lugares de
los más riquísimos. Dicen que ya tiene mercados dos mil ferrados de
trigo de renta.
-¡Ay,
mi comadre! ¿Y cómo quiere que no gane cuartos ese hombre que cura
todos los males que el Señor inventó? Miedo da el entrar allí;
pero cuando uno sale con la salud en la mano... Ascuche: ¿quién
piensa que le quitó la reúma al cura de Morlán? Cinco años
llevaba en la cama, baldado, imposibilitado..., y de repente un día
se levanta, bueno, andando como usté y como yo. Pues, ¿qué fue? La
untura que le dieron en los cuadriles, y que le costó media onza en
casa de don Custodio. ¿Y el tío Gorio, el posadero de Silleda? Ese
fue mismo cosa de milagro. Ya le tenían puesto los santolios, y
traerle un agua blanca de don Custodio... y como si resucitara.
-¡Qué
cosas hace Dios!
-¿Dios?
-contestó la Jacoba-. A saber si las hace Dios o el diaño...
Comadre, le pido de favor que me ha de acompañar cuando entre en la
botica...
-Acompañaré.
Cotorreando
así, se les hizo llevadero el camino a las dos comadres. Llegaron a
Compostela a tiempo que las campanas de la catedral y de numerosas
iglesias tocaban a misa, y entraron a oírla en las Ánimas, templo
muy favorito de los aldeanos, y, por tanto, muy gargajoso, sucio y
maloliente. De allí, atravesando la plaza llamada del pan, inundada
de vendedoras de molletes y cacharros, atestada de labriegos y de
caballerías, se metieron bajo los soportales, sustentados por
columnas de bizantinos capiteles, y llegaron a la temerosa madriguera
de don Custodio. Bajábase a ella por dos escalones, y entre esto y
que los soportales roban luz, encontrábase siempre la botica
sumergida en vaga penumbra, resultado a que cooperaban también los
vidrios azules, colorados y verdes, innovación entonces flamante y
rara. La anaquelería ostentaba aún esos pintorescos botes que hoy
se estiman como objeto de arte, y sobre los cuales se leían, en
letras góticas, rótulos que parecen fórmulas de alquimia: «Rad.
Polip. Q.», «Ra, Su. Eboris», «Stirac Cala», y otros letreros de
no menos siniestro cariz. En un sillón de vaqueta, reluciente ya por
el uso, ante una mesa, donde un atril abierto sostenía voluminoso
libro, hallábase el boticario, que leía cuando entraron las dos
aldeanas, y que al verlas entrar se levantó. Parecía hombre de unos
cuarenta y tantos años; era de rostro chupado, de hundidos ojos y
sumidos carrillos, de barba picuda y gris, de calva primeriza y ya
lustrosa, y con aureola de largas melenas, que empezaban a encanecer:
una cabeza macerada y simpática de santo penitente o de doctor
alemán emparedado en su laboratorio. Al plantarse delante de las dos
mujeres, caía sobre su cara el reflejo de uno de los vidrios azules,
y realmente se la podía tomar por efigie de escultura. No habló
palabra, contentándose con mirar fijamente a las comadres. Jacoba
temblaba cual si tuviese azogue en las venas y la Pepona, más
atrevida, fue la que echó todo el relato del asma, y de la untura, y
del compadre enfermo, y del doblón. Don Custodio asintió,
inclinando gravemente la cabeza: desapareció tres minutos tras la
cortina de sarga roja que ocultaba la entrada de la rebotica; volvió
con un frasquito cuidadosamente lacrado; tomó el doblón, sepultólo
en el cajón de la mesa, y volviendo a la Jacoba un peso duro,
contentóse con decir:
-Úntele
con esto el pecho por la mañana y por la noche -y sin más se volvió
a su libro.
Miráronse
las comadres, y salieron de la botica como alma que lleva el diablo;
Jacoba, fuera ya se persignó.
Serían
las tres de la tarde cuando volvieron a reunirse en la taberna, a la
entrada de la carretera donde comieron un «taco» de pan y una
corteza de queso duro, y echaron al cuerpo el consuelo de dos deditos
de aguardiente. Luego emprendieron el retorno. La Jacoba iba alegre
como unas pascuas; poseía el remedio para su hombre; había vendido
bien medio ferrado de habas, y de su caro doblón un peso quedaba aún
por misericordia de don Custodio. Pepona, en cambio, tenía la voz
ronca y encendidos los ojos; sus cejas se juntaban más que nunca; su
cuerpo, grande y tosco, se doblaba al andar, cual si le hubiesen
administrado alguna soberana paliza. No bien salieron a la carretera,
desahogó sus cuitas en amargos lamentos; el ladrón de don Mauricio,
como si fuese sordo de nacimiento o verdugo de los infelices:
-«La
renta, o salen del lugar.» ¡Comadre! Allí lloré, grité, me puse
de rodillas, me arranqué los pelos, le pedí por el alma de su madre
y de quien tiene en el otro mundo. Él, tieso: «La renta, o salen
del lugar. El atraso de ustedes ya no viene de este año, ni es culpa
de la mala cosecha... Su marido bebe, y su hijo es otro que bien
baila... El señor marqués le diría lo mismo... Quemado está con
ustedes... Al marqués no le gustan borrachos en sus lugares.» Yo
repliquéle: «Señor, venderemos los bueyes y la vaquiña..., y
luego, ¿con qué labramos? Nos venderemos por esclavos nosotros...»
«La renta, les digo... y lárguese ya.» Mismo así, empurrando,
empurrando..., echóme por la puerta. ¡Ay! Hace bien en cuidar a su
hombre, señora Jacoba... ¡Un hombre que no bebe! A mí me ha de
llevar a la sepultura aquel pellejo... Si le da por enfermarse, con
medicina que yo le compre no sanará.
En
tales pláticas iban entreteniendo las dos comadres el camino. Como
en invierno anochece pronto, hicieron por atajar, internándose hacia
el monte, entre espesos pinares. Oíase el toque del Ángelus en
algún campanario distante, y la niebla, subiendo del río, empezaba
a velar y confundir los objetos. Los pinos y los zarzales se
esfumaban entre aquella vaguedad gris, con espectral apariencia. A
las labradoras les costaba trabajo encontrar el sendero.
-Comadre
-advirtió, de pronto y con inquietud, Jacoba-, por Dios le encargo
que no cuente en la aldea lo del unto...
-No
tenga miedo, comadre... Un pozo es mi boca.
-Porque
si lo sabe el señor cura, es capaz de echarnos en misa una
pauliña...
-¿Y
a él qué le interesa?
-Pues
como dicen que esta untura «es de lo que es»...
-¿De
qué?
-¡Ave
María de gracia, comadre! -susurró Jacoba, deteniéndose y bajando
la voz, como si los pinos pudiesen oírla y delatarla-. ¿De veras no
lo sabe? Me pasmo. Pues hoy, en el mercado, no tenían las mujeres
otra cosa que decir, y las mozas primero se dejaban hacer trizas que
llegarse al soportal. Yo, si entré allí, es porque de moza ya he
pasado; pero vieja y todo, si usté no me acompaña, no pongo el pie
en la botica. ¡La gloriosa Santa Minia nos valga!
-A
fe, comadre, que no sé ni esto... Cuente, comadre, cuente... Callaré
lo mismo que si muriera.
-¡Pues
si no hay más de qué hablar, señora! ¡Asús querido! Estos
remedios tan milagrosos, que resucitan a los difuntos, hácelos don
Custodio con «unto de moza».
-¿Unto
de moza...?
-De
moza soltera, rojiña, que ya esté en sazón de poder casar. Con un
cuchillo le saca las mantecas, y va y las derrite, y prepara los
medicamentos. Dos criadas mozas tuvo, y ninguna se sabe qué fue de
ella, sino que, como si la tierra se las tragase, que desaparecieron
y nadie las volvió a ver. Dice que ninguna persona humana ha entrado
en la trasbotica; que allí tiene una «trapela», y que muchacha que
entre y pone el pie en la «trapela»..., ¡plas!, cae en un pozo muy
hondo, muy hondísimo, que no se puede medir la profundidad que
tiene..., y allí el boticario le arranca el unto.
Sería
cosa de haberle preguntado a la Jacoba a cuántas brazas bajo tierra
estaba situado el laboratorio del destripador de antaño; pero las
facultades analíticas de la Pepona eran menos profundas que el pozo,
y limitóse a preguntar con ansia mal definida:
-¿Y
para «eso» sólo sirve el unto de las mozas?
-Sólo.
Las viejas no valemos ni para que nos saquen el unto siquiera.
Pepona
guardó silencio. La niebla era húmeda: en aquel lugar montañoso
convertíase en «brétema», e imperceptible y menudísima llovizna
calaba a las dos comadres, transidas de frío y ya asustadas por la
oscuridad. Como se internasen en la escueta gándara que precede al
lindo vallecito de Tornelos, y desde la cual ya se divisa la torre
del santuario, Jacoba murmuró con apagada voz:
-Mi
comadre..., ¿no es un lobo eso que por ahí va?
-¿Un
lobo? -dijo, estremeciéndose, Pepona.
-Por
allí..., detrás de aquellas piedras... dicen que estos días ya
llevan comida mucha gente. De un rapaz de Morlán sólo dejaron la
cabeza y los zapatos. ¡Asús!
El
susto del lobo se repitió dos o tres veces antes de que las comadres
llegasen a avistar la aldea. Nada, sin embargo, confirmó sus
temores, ningún lobo se les vino encima. A la puerta de la casucha
de Jacoba despidiéronse, y Pepona entró sola en su miserable hogar.
Lo primero con que tropezó en el umbral de la puerta fue con el
cuerpo de Juan Ramón, borracho como una cuba, y al cual fue preciso
levantar entre maldiciones y reniegos, llevándole en peso a la cama.
A eso de medianoche, el borracho salió de su sopor, y con
estropajosas palabras acertó a preguntar a su mujer qué teníamos
de la renta. A esta pregunta, y a su desconsoladora contestación,
siguieron reconvenciones, amenazas, blasfemias, un cuchicheo raro,
acalorado, furioso. Minia, tendida sobre la paja, prestaba oído;
latíale el corazón; el pecho se le oprimía; no respiraba; pero
llegó un momento en que Pepona, arrojándose del lecho, le ordenó
que se trasladase al otro lado de la cabaña, a la parte donde dormía
el ganado. Minia cargó con su brazado de paja, y se acurrucó no
lejos del establo, temblando de frío y susto. Estaba muy cansada
aquel día; la ausencia de Pepona la había obligado a cuidar de
todo, a hacer el caldo, a coger hierba, a lavar, a cuantos menesteres
y faenas exigía la casa... Rendida de fatiga y atormentada por las
singulares desazones de costumbre, por aquel desasosiego que la
molestaba, aquella opresión indecible, ni acababa de venir el sueño
a sus párpados ni de aquietarse su espíritu. Rezó maquinalmente,
pensó en la Santa, y dijo entre sí, sin mover los labios: «Santa
Minia querida, llévame pronto al Cielo; pronto, pronto...» Al fin
se quedó, si no precisamente dormida, al menos en ese estado mixto
propicio a las visiones, a las revelaciones psicológicas y hasta a
las revoluciones físicas. Entonces le pareció, como la noche
anterior, que veía la efigie de la mártir; solo que, ¡cosa rara!,
no era la Santa; era ella misma, la pobre rapaza huérfana de todo
amparo, quien estaba allí tendida en la urna de cristal, entre los
cirios, en la iglesia. Ella tenía la corona de rosas; la dalmática
de brocado verde cubría sus hombros; la palma la agarraban sus manos
pálidas y frías; la herida sangrienta se abría en su propio
pescuezo, y por allí se la iba la vida, dulce, insensiblemente, en
oleaditas de sangre muy suaves, que al salir la dejaban tranquila,
extática, venturosa... Un suspiro se escapó del pecho de la niña;
puso los ojos en blanco, se estremeció..., y quedóse completamente
inerte. Su última impresión confusa fue que ya había llegado al
cielo, en compañía de la Patrona.
III.
En
aquella rebotica, donde, según los autorizados informes de Jacoba de
Alberte, no entraba nunca persona humana, solía hacer tertulia a don
Custodio las más noches un canónigo de la Santa Metropolitana
Iglesia, compañero de estudios del farmacéutico, hombre ya maduro,
sequito como un pedazo de yesca, risueño, gran tomador de tabaco.
Este tal era constante amigo e íntimo confidente de don Custodio, y,
a ser verdad los horrendos crímenes que al boticario atribuía el
vulgo, ninguna persona más a propósito para guardar el secreto de
tales abominaciones que el canónigo don Lucas Llorente, el cual era
la quinta esencia del misterio y de la incomunicación con el público
profano. El silencio, la reserva más absoluta tomaba en Llorente
proporciones y carácter de manía. Nada dejaba transparentar de su
vida, y acciones, aun las más leves e inocentes. El lema del
canónigo era: «Que nadie sepa cosa alguna de ti.» Y aun añadía
(en la intimidad de la trasbotica): «Todo lo que averigua la gente
acerca de lo que hacemos o pensamos, lo convierte en arma nociva y
mortífera. Vale más que invente que no edifique sobre el terreno
que le ofrezcamos nosotros mismos.»
Por
este modo de ser y por la inveterada amistad, don Custodio le tenía
por confidente absoluto, y sólo con él hablaba de ciertos asuntos
graves, y sólo de él se aconsejaba en los casos peligrosos o
difíciles. Una noche en que, por señas, llovía a cántaros,
tronaba y relampagueaba a trechos, encontró Llorente al boticario
agitado, nervioso, semiconvulso. Al entrar el canónigo se arrojó
hacia él, y tomándole las manos y arrastrándole hacia el fondo de
la rebotica, donde, en vez de la pavorosa «trapela» y el pozo sin
fondo, había armarios, estantes, un canapé y otros trastos
igualmente inofensivos, le dijo con voz angustiosa:
-¡Ay,
amigo Llorente! ¡De qué modo me pesa haber seguido en todo tiempo
sus consejos de usted, dando pábulo a las hablillas de los necios! A
la verdad, yo debí desde el primer día desmentir cuentos absurdos y
disipar estúpidos rumores... Usted me aconsejó que no hiciese nada,
absolutamente nada, para modificar la idea que concibió el vulgo de
mí, gracias a mi vida retraída, a los viajes que realicé al
extranjero para aprender los adelantos de mi profesión, a mi
soltería y a la maldita casualidad (aquí el boticario titubeó un
poco) de que dos criadas... jóvenes..., hayan tenido que marcharse
secretamente de casa, sin dar cuenta al público de los motivos de su
viaje...; porque..., ¿qué calabazas le importaba al público los
tales motivos. Me hace usted el favor de decir? Usted me repetía
siempre: «Amigo Custodio, deje correr la bola; no se empeñe nunca
en desengañar a los bobos, que al fin no se desengañan, e
interpretan mal los esfuerzos que se hacen para combatir sus
preocupaciones. Que crean que usted fabrica sus ungüentos con grasa
de difunto y que se los paguen más caros por eso, bien; dejadles,
dejadles que rebuznen. Usted véndales remedios buenos, y nuevos de
la farmacopea moderna, que asegura usted está muy adelantada allá
en esos países estranjeros que usted visitó. Cúrense las
enfermedades, y crean los imbéciles que es por arte de
birlibirloque. La borricada mayor de cuantas hoy inventan y propalan
los malditos liberales es esa de «ilustrar a las multitudes».
¡Buena ilustración te dé Dios! Al pueblo no puede ilustrársele.
Es y será eternamente un hatajo de babiecas, una recua de jumentos.
Si le presenta usted las cosas naturales y racionales, no las cree.
Se pirra por lo raro, estrambótico, maravilloso e imposible. Cuanto
más gorda es una rueda de molino, tanto más aprisa la comulga. Con
que, amigo Custodio, usted deje de andar la procesión, y si puede,
apande el estandarte... Este mundo es una danza...»
-Cierto
-interrumpió el canónigo, sacando su cajita de rapé y torturando
entre las yemas el polvito-; eso le debí decir; y qué, ¿tan mal le
ha ido a usted con mis consejos? Yo creí que el cajón de la botica
estaba de duros a reventar, y que recientemente había usted comprado
unos lugares muy hermosos en Valeiro.
-¡Los
compré, los compré; pero también los amargo! -exclamó el
farmacéutico-. ¡Si le cuento a usted lo que me ha pasado hoy! Vaya,
discurra. ¿Qué creerá usted que me ha sucedido? Por mucho que
prense el entendimiento para idear la mayor barbaridad... lo que es
con esta no acierta usted, ni tres como usted.
-¿Qué
ha sido ello?
-¡Verá,
verá! Esto es lo gordo. Entra hoy en mi botica, a la hora en que
estaba completamente solo, una mujer de la aldea, que ya había
venido días atrás con otra a pedirme un remedio para el asma: una
mujer alta, de rostro duro, cejijunta, con la mandíbula saliente, la
frente chata y los ojos como dos carbones. Un tipo imponente, créalo
usted. Me dice que quiere hablarme en secreto y después de verse a
solas conmigo en sitio seguro, resulta... ¡Aquí entra lo mejor!
Resulta que viene a ofrecerme el unto de una muchacha, sobrina suya,
casadera ya, virgen, roja, con todas las condiciones requeridas, en
fin, para que el unto convenga a los remedios que yo acostumbro
hacer... ¿Qué dice usted de esto, canónigo? A tal punto hemos
llegado. Es por ahí cosa corriente y moliente que yo destripo a las
mozas, y que con las mantecas que les saco compongo esos remedios
maravillosos, ¡puf!, capaces hasta de resucitar a los difuntos. La
mujer me lo aseguró. ¿Lo está usted viendo? ¿Comprende la mancha
que sobre mí ha caído? Soy el terror de las aldeas, el espanto de
las muchachas y el ser más aborrecible y más cochino que puede
concebir la imaginación.
Un
trueno lejano y profundo acompañó las últimas palabras del
boticario. El canónigo se reía, frotando sus manos sequitas y
meneando alegremente la cabeza. Parecía que hubiere logrado un
grande y apetecido triunfo.
-Yo
sí que digo: ¿lo ve usted, hombre? ¿Ve cómo son todavía más
bestias, animales, cinocéfalos y mamelucos de lo que yo mismo
pienso? ¿Ve cómo se les ocurre siempre la mayor barbaridad, el
desatino de más grueso calibre y la burrada más supina? Basta que
usted sea el hombre más sencillo, bonachón y pacífico del orbe;
basta que tenga usted ese corazón blandufo, que se interese usted
por las calamidades ajenas, aunque le importen un rábano; que sea
usted incapaz de matar a una mosca y sólo piense en sus librotes, en
sus estudios, y en sus químicas, para que los grandísimos salvajes
le tengan por monstruo horrible, asesino, reo de todos los crímenes
y abominaciones.
-Pero
¿quién habrá inventado estas calumnias, Llorente?
-¿Quién?
La estupidez universal..., forrada en la malicia universal también.
La bestia del Apocalipsis..., que es el vulgo, créame, aunque San
Juan no lo haya dejado muy claramente dicho.
-¡Bueno!
Así será; pero yo, en lo sucesivo, no me dejo calumniar más. No
quiero; no, señor. ¡Mire usted qué conflicto! ¡A poco que me
descuide, una chica muerta por mi culpa! Aquella fiera, tan dispuesta
a acogotarla. Figúrese usted que repetía: «La despacho y la dejo
en el monte, y digo que la comieron los lobos. Andan muchos por este
tiempo del año, y verá cómo es cierto, que al día siguiente
aparece comida.» ¡Ay canónigo! ¡Si usted viese el trabajo que me
costó convencer a aquella caballería mayor de que ni yo saco el
unto a nadie ni he soñado en tal! Por más que la repetía: «Eso es
una animalada que corre por ahí, una infamia, una atrocidad, un
desatino, una picardía; y como yo averigüe quién es el que lo
propala, a ese sí que le destripo», la mujer firme como un poste, y
erre que erre, «señor, dos onzas nada más... Todo calladito, todo
calladito..., en dos onzas, tiene los untos. Otra proporción tan
buena no la encuentra nunca.» ¡Qué vívora malvada! Las furias del
infierno deben de tener una cara así... Le digo a usted que me costó
un triunfo persuadirla. No quería irse. A poco la echo con un
garrote.
-¡Y
ojalá que la haya usted persuadido! -articuló el canónigo,
repentinamente preocupado y agitado, dando vueltas a la tabaquera
entre los dedos-. Me temo que ha hecho usted un pan con unas hostias.
¡Ay Custodio! La ha errado usted. Ahora sí que juro yo que la ha
errado.
-¿Qué
dice usted, hombre, o canónigo, o demonio? -exclamó el boticario,
saltando en su asiento alarmadísimo.
-Que
la ha errado usted. Nada, que ha hecho una tontería de marca mayor
por figurarse, como siempre, que en esos brutos cabe una chispa de
razón natural, y que es lícito o conducente para algo el decirles
la verdad y argüirles con ella y alumbrarlos con las luces del
intelecto. A tales horas, probablemente la chica está en la gloria,
tan difunta como mi abuela... mañana por la mañana, o pasado le
traen el unto envuelto en un trapo... ¡Ya lo verá!
-Calle,
calle... No puedo oír eso. Eso no cabe en cabeza humana... ¿Yo qué
debí hacer? ¡Por Dios, no me vuelva loco!
-¿Que
qué debió hacer? Pues lo contrario de lo razonable, lo contrario de
lo verdadero, lo contrario de lo que haría usted conmigo o con
cualquiera otra persona capaz de sacramentos, y aunque quizá tan
mala como el populacho, algo menos bestia... Decirles que sí, que
usted compraba el unto en dos onzas, o en tres, o en ciento...
-Pero
entonces...
-Aguarde,
déjeme acabar... Pero que el unto sacado por ellos de nada servía.
Que usted en persona tenía que hacer la operación y por
consiguiente, que le trajesen a la muchachita sanita y fresca... Y
cuando la tuviese segura en su poder, ya echaríamos mano de la
Justicia para prender y castigar a los malvados... ¿Pues no ve usted
claramente que esa es una criatura de la cual se quieren deshacer,
que les estorba, o porque es una boca más o porque tiene algo y
ansían heredarla? ¿No se le ha ocurrido que una atrocidad así se
decide en un día, pero se prepara y fermenta en la conciencia a
veces largos años? La chica está sentenciada a muerte. Nada; crea
usted que a estar horas...
Y
el canónigo blandió la tabaquera, haciendo el expresivo ademán del
que acogota.
-¡Canónigo,
usted acabará conmigo! ¿Quién duerme ya esta noche? Ahora mismo
ensillo la yegua y me largo a Tornelos...
Un
trueno más cercano y espantoso contestó al boticario que su
resolución era impracticable. El viento mugió y la lluvia se
desencadenó furiosa, aporreando los vidrios.
-¿Y
usted afirma -preguntó con abatimiento don Custodio- que serán
capaces de tal iniquidad?
-De
todas. Y de inventar muchísimas que aún no se conocen. ¡La
ignorancia es invencible, y es hermana del crimen!
-Pues
usted -arguyó el boticario- bien aboga por la perpetuidad de la
ignorancia.
-¡Ay
amigo mío! -respondió el oscurantista-. ¡La ignorancia es un mal.
Pero el mal es necesario y eterno, de tejas abajo, en este pícaro
mundo! Ni del mal ni de la muerte conseguiremos jamás vernos libres.
¡Qué
noche pasó el honrado boticario tenido, en concepto del pueblo, por
el monstruo más espantable y a quien tal vez dos siglos antes
hubiesen procesado acusándole de brujería! Al amanecer echó la
silla a la yegua blanca que montaba en sus excursiones al campo y
tomó el camino de Tornelos. El molino debía de servirle de seña
para encontrar presto lo que buscaba. El sol empezaba a subir por el
cielo, que después de la tormenta se mostraba despejado y sin nubes,
de una limpidez radiante. La lluvia que cubría las hierbas se
empapaban ya, y secábase el llanto derramado sobre los zarzales por
la noche. El aire diáfano y transparente, no excesivamente frío,
empezaba a impregnarse de olores ligeros que exhalaban los mojados
pinos. Una pega, manchada de negro y blanco, saltó casi a los pies
del caballo de don Custodio. Una liebre salió de entre los
matorrales, y loca de miedo, graciosa y brincadora, pasó por delante
del boticario.
Todo
anunciaba uno de esos días espléndidos de invierno que en Galicia
suelen seguir a las noches tempestuosas y que tienen incomparable
placidez, y el boticario, penetrado por aquella alegría del
ambiente, comenzaba a creer que todo lo de la víspera era un
delirio, una pesadilla trágica o una extravagancia de su amigo.
¿Cómo podía nadie asesinar a nadie, y así, de un modo tan bárbaro
e inhumano? Locuras, insensateces, figuraciones del canónigo. ¡Bah!
En el molino, a tales horas, de fijo que estarían preparándose a
moler el grano. Del santuario de Santa Minia venía, conducido por la
brisa, el argentino toque de la campana, que convocaba a la misa
primera. Todo era paz, amor y serena dulzura en el campo... Don
Custodio se sintió feliz y alborozado como un chiquillo, y sus
pensamientos cambiaron de rumbo. Si la rapaza de los untos era bonita
y humilde... se la llevaría consigo a su casa, redimiéndola de la
triste esclavitud y del peligro y abandono en que vivía. Y si
resultaba buena, leal, sencilla, modesta, no como aquellas dos locas,
que la una se había escapado a Zamora con un sargento, y la otra
andado en malos pasos con un estudiante, para que al fin resultara lo
que resultó y la obligó a esconderse... Si la molinerita no era
así, y al contrario, realizaba un suave tipo soñado alguna vez por
el empedernido solterón..., entonces, ¿quién sabe, Custodio? Aún
no eres tan viejo que... Embelesado con estos pensamientos, dejó la
rienda a la yegua..., y no reparó que iba metiéndose monte adentro,
monte adentro, por lo más intrincado y áspero de él. Notólo
cuando ya llevaba andado buen trecho del camino. Volvió grupas y lo
desanduvo; pero con poca fortuna, pues hubo de extraviarse más,
encontrándose en un sitio riscoso y salvaje. Oprimía su corazón,
sin saber por qué, extraña angustia. De repente, allí mismo, bajo
los rayos del sol, del alegre, hermoso, que reconcilia a los humanos
consigo mismos y con la existencia, divisó un bulto, un cuerpo
muerto, el de una muchacha... Su doblada cabeza descubría la
tremenda herida del cuello. Un «mantelo» tosco cubría la
mutilación de las despedazadas y puras entrañas; sangre alrededor,
desleída ya por la lluvia, las hierbas y malezas pisoteadas, y en
torno, el gran silencio de los altos montes y de los solitarios
pinares...
IV.
A
Pepona la ahorcaron en La Coruña. Juan Ramón fue sentenciado a
presidio. Pero la intervención del boticario en este drama jurídico
bastó para que el vulgo le creyese más destripador que antes, y
destripador que tenía la habilidad de hacer que pagasen justos por
pecadores, acusando a otros de sus propios atentados. Por fortuna, no
hubo entonces en Compostela ninguna jarana popular; de lo contrario,
es fácil que le pegasen fuego a la botica, lo cual haría frotarse
las manos al canónigo Llorente, que veía confirmadas sus doctrinas
acerca de la estupidez universal e irremediable.